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Incestos en Familia, Sexo Virtual

Mi hija en OnlyFans

La pille por casualidad .
¡Joder, no sé ni por dónde empezar con esta puta historia de mi vida, pero aquí va, con todos los detalles que me revuelven las tripas y me ponen a mil al mismo tiempo! Me llamo Víctor, tengo 48 tacos, divorciado desde hace cinco años después de que mi ex me dejara por un cabrón más joven con pasta. Vivo en un piso de mierda en las afueras de la ciudad, con paredes que se caen a pedazos y un curro en una fábrica de automóviles que me deja hecho polvo todos los días –levantando piezas pesadas, sudando como un cerdo, y cobrando lo justo para pagar las facturas. No soy un tipo guapo de película: barriguita de birra, pelo grisáceo en el pecho y la cabeza empezando a clarear, pero tengo una polla decente de unos 18 cm que aún responde cuando hace falta.

Mi hija, Sara, de 22 años, es lo único bueno que me queda. Se mudó a la capital para estudiar diseño gráfico en la uni hace un par de años, y siempre hemos sido cercanos –o eso creía yo. Llamadas cada semana, visitas cada mes o así, contándonos chorradas de la vida. Es preciosa, mi Sara: morena con el pelo largo y ondulado como su madre, ojos grandes y marrones que te derriten, curvas suaves pero jodidamente sexys –tetas medianas y firmes que se marcan en cualquier camiseta ajustada, cintura estrecha que da paso a caderas anchas y un culo redondo que, hostia, no debería fijarme pero soy un hombre de carne y hueso. Nunca la vi como algo más que mi niña, hasta esa puta noche.

Era un jueves de insomnio, como tantos otros. Llegué a casa reventado del turno de tarde, me duché rápido y me tiré en el sofá con una birra fría y el móvil en la mano. No tenía ganas de tele, así que empecé a navegar por tonterías –redes sociales, memes, y de repente me acordé de lo que contaban los colegas en el curro sobre OnlyFans. «Tías buenas cobrando por fotos y videos calientes, Víctor, te animas?», bromeaban. Yo, curioso como un idiota, busqué la app, me registré con un email falso –nada de nombres reales, por si acaso– y empecé a mirar perfiles. Al principio, nada serio: chicas en bikini, posando, pero joder, algunas eran brutales. Me endurecí un poco, normal, y seguí scrollando. Entonces, el algoritmo me recomendó un perfil: «SaraSecrets22». La foto de perfil era una chica con máscara ligera, sonrisa traviesa, pero algo en los ojos me sonó familiar. Pinché, y hostia puta, era ella. Mi Sara. Fotos en lencería roja ajustada, tetas casi saliéndose del sujetador, culo en pompa con tanga que se perdía entre las nalgas. Reconocí el tatuaje pequeño en la cadera –una estrella que se hizo a los 18, un secreto nuestro porque su madre la habría matado. Me quedé paralizado, la birra se me cayó al suelo, y mi polla, la traidora, empezó a endurecerse contra los pantalones. «¿Qué coño es esto?», pensé, el corazón latiéndome como un tambor.

Al principio, me cabreé como un demonio. ¿Mi hija vendiendo su cuerpo online? ¿Para qué? ¿Necesitaba pasta? ¿La había fallado como padre? Cerré la app de golpe, me bebí otra birra entera para calmarme, y traté de dormir. Pero no pude. Toda la noche dando vueltas en la cama, imaginando quién coño veía esas fotos –tipos como yo, pajeándose con mi niña. Al día siguiente, en el curro, estuve distraído, casi me pillo un dedo con una máquina. Por la noche, volví a entrar, «solo para confirmar». Pagué la suscripción mensual –anónima, con una tarjeta prepago–, y joder, el contenido era más heavy: videos de ella tocándose, dedos en el coño depilado y rosado, gimiendo suave «Mmm, sí, tócame aquí», tetas al aire con pezones duros como piedras, culo abierto mostrando todo. Me senté en el sofá, me bajé los pantalones y me pajee lento, mirando su cara de placer –esos ojos marrones cerrados, labios mordidos. Me corrí rápido, chorros calientes en mi mano, sintiéndome un cabrón asqueroso pero excitado como nunca. «Esto está mal», me dije, pero borré el historial y lo repetí al día siguiente.

Empecé a mandarle mensajes en el chat privado del sitio, como un fan cualquiera. «Eres preciosa, me encantan tus curvas suaves y ese culo perfecto». Ella respondía rápido, juguetona: «Gracias, amor! ¿Qué te gustaría ver en el próximo video? 😘». Joder, era adictivo –le pedía cosas sutiles al principio: «Muéstrate en diferentes posturas», y ella subía videos posando de rodillas, tetas rebotando al moverse, coño apenas cubierto. Poco a poco, me solté más: «Imagina que soy alguien prohibido, ¿qué harías?». Sus respuestas se volvieron más sucias: «Te chuparía la polla hasta que te corrieras en mi boca, papi». Usaba «papi» como un juego, pero para mí era un puñetazo en el estómago –y en la polla. Pagaba extras por videos personalizados: uno donde se masturbaba diciendo «Papi, fóllame duro», dedos entrando y saliendo de su chocho jugoso, gimiendo mi fantasía. Me pajee con eso todas las noches, imaginando que era para mí de verdad.

Una semana después, la llamé por teléfono como siempre, fingiendo normalidad. «Hola, papi, ¿qué tal el curro?». Su voz sonaba igual, dulce y risueña, pero ahora la imaginaba gimiendo. Hablamos de la uni, de sus exámenes, y le pregunté si necesitaba dinero: «No, estoy bien, tengo un trabajillo extra online, diseño y eso». Me mordí la lengua para no soltar «Sí, vendiendo tu coño». Pero esa noche, en el chat, le pedí otro video: «Haz como si fueras mi hija prohibida». Lo subió al día siguiente –se tocaba el clítoris hinchado, diciendo «Papi, métemela, soy tu putita»–, y joder, me corrí tres veces seguidas, lefa salpicando el móvil.

La cosa cambió cuando vino a visitarme un fin de semana, como planeado. Llegó el viernes por la tarde, con una maleta pequeña, falda vaquera corta que mostraba sus piernas suaves y un top ajustado que marcaba sus tetas medianas. Cenamos pizza en el sofá, viendo una peli cutre, pero yo no podía concentrarme –sus curvas al lado mío, el olor a su perfume mezclado con algo más… excitante. Esa noche, después de que se fuera a la cama de invitados, entré en su perfil y vi fotos nuevas subidas desde mi casa –reconocí el azulejo del baño, ella en bragas mojadas, tetas al aire. Me pajee furioso en mi habitación, imaginándola a dos puertas de distancia. Al día siguiente, desayunando tostadas y café, dejé el móvil en la mesa por error, con la app abierta en su perfil. Ella lo vio, ojos abriéndose como platos: «Papá… ¿eres tú el que me manda mensajes? ¿El que paga por mis videos?». Me quedé blanco, el café se me atragantó. «Sara, yo… lo descubrí por casualidad, me enfadé pero… joder, no pude parar».

No huyó gritando. Se sentó a mi lado, roja como un tomate, lágrimas en los ojos: «Papá, no lo sabía… pero, hostia, me pone que seas tú. En los chats, cuando decías cosas prohibidas, me excitaba imaginarte». Hablamos horas –al principio incómodo, con silencios largos y miradas al suelo. Le conté cómo la encontré, cómo me cabreé pero luego me obsesioné, pajeándome con sus videos. Ella confesó que empezó OnlyFans por necesidad –la uni cara, becas que no llegaban–, pero que le gustaba el morbo, el poder. «Papá, en casa siempre te vi como un hombre fuerte… y ahora, saber que me miras así…». Nos abrazamos, pero el abrazo duró demasiado –sus tetas presionando mi pecho, mi mano bajando a su cintura curva, oliendo su pelo. La besé, suave al principio, labios rozándose como un accidente. Ella respondió con hambre, lengua metiéndose en mi boca, gemido bajito que me endureció la polla al instante. «Papá…», susurró, y yo la apreté más.

Empezamos despacio, como una relación prohibida que ninguno quería admitir del todo. Ese fin de semana no pasamos de besos y toques –en el sofá, mi mano bajo su falda rozando su coño a través de las bragas húmedas, dedos presionando su clítoris hinchado hasta que jadeó «Sí, papi, ahí». Ella me pajeó por encima de los pantalones, sintiendo mi polla tiesa: «Qué grande la tienes, papá, me pone tanto». No nos corrimos, solo exploramos, pero joder, fue eléctrico. Se fue el domingo, pero seguimos en OnlyFans –ahora sus videos eran más personales, guiños que solo yo entendía.

Vino más a menudo, cada dos semanas. La segunda visita, después de cena y vino, se arrodilló en el salón: «Deja que te la chupe, papi». Me bajó la cremallera, sacó mi polla palpitante, venas gruesas y cabeza roja hinchada. Sus labios suaves la rozaron, lengua lamiendo la punta salada, luego tragándosela profunda, gargajeando saliva que chorreaba por mi tronco. «Trágatela toda, hija puta», gruñí, agarrándole el pelo moreno, empujando caderas para follarle la boca. Ella gemía vibrando contra mí, manos masajeando mis huevos pesados. Me corrí abundante, chorros calientes en su garganta que tragó como una campeona, lamiendo cada gota con ojos de zorra satisfecha. «Buena chica, Sara», jadeé, y ella sonrió: «Ahora tú, papi».

La tumbé en el sofá, le bajé las bragas exponiendo su coño depilado y chorreante, labios hinchados rogando. Lamí lento, lengua plana en su clítoris, luego metiéndome entre los pliegues, saboreando sus jugos dulces y salados. «¡Papá, sí, come mi coño prohibido!», gritaba, arqueando la espalda, curvas temblando. Metí dos dedos, follándola rápido mientras succionaba su clítoris, hasta que se corrió en mi boca, chorros de jugo salpicando mi barba. Esa noche dormimos juntos, desnudos, mi polla semi-dura contra su culo, pero no follamos –aún no.

Escalamos en visitas siguientes. Una noche, después de unas copas, la follé con los dedos en la cocina: ella contra la encimera, falda subida, mis dedos clavados en su chocho jugoso, bombeando profundo mientras pellizcaba sus tetas medianas. «Más fuerte, papi, hazme correrme», rogaba, y lo hacía, su coño contrayéndose alrededor de mis dedos. Luego me pajee entre sus tetas, corriéndome en ellas –lefa espesa pintando sus pezones, que lamió con los dedos. Otra vez, en la ducha: agua caliente cayendo, yo follándole la boca de rodillas, luego levantándola y frotando mi polla contra su coño sin entrar, solo rozando hasta que ambos nos corrimos –ella gritando, yo salpicando su vientre.

Hablábamos mucho, entre polvos: de lo jodido que era, del miedo a que nos pillaran, pero también de lo que nos unía. «Te quiero, papi, no solo como padre –como hombre», me dijo una vez, lágrimas en los ojos, y yo la besé: «Yo también, hija, eres mi todo». Seguíamos en OnlyFans –grabábamos toques anónimos, sus manos en mi polla, mis dedos en su coño, y vendía eso como «contenido taboo».

La noche que consumamos fue hace un mes, inolvidable. Vino estresada de exámenes, llorando en mis brazos. La consolé con besos, pero acabamos en mi cama. Se desnudó despacio, luz tenue iluminando sus curvas –tetas firmes con pezones erectos, coño ya húmedo. «Fóllame, papá, hazme tuya de verdad». Me temblaban las manos al quitarme la ropa, polla tiesa como nunca, apuntando a ella. La besé por todo: cuello, chupando su piel suave; tetas, mordisqueando pezones hasta que gritó; bajando al coño, lamiéndolo como un hambriento –lengua en su clítoris, dedos entrando y saliendo, follándola oral hasta su primer orgasmo, jugos chorreando mi cara.

Luego la penetré: en misionero, posicioné mi polla en su entrada jugosa, empujando lento –joder, qué apretón, su coño virgen para mí envolviéndome centímetro a centímetro, paredes calientes contrayéndose. «Estás tan mojada, hija, toma polla de papi», gruñí, embistiendo profundo, sintiendo su útero. Follamos despacio al principio, besos sucios con lenguas enredadas, mis manos en sus caderas curvas. «¡Más, papi, fóllame duro!», rogó, y aceleré –embestidas fuertes, mis huevos chocando contra su culo, tetas rebotando salvajes. Cambiamos: ella cabalgándome, coño tragándose mi polla entera, curvas meneándose mientras gemía «Sí, papi, lléname». La puse a cuatro patas, culo en pompa, y se la metí por detrás –follando como animales, azotando sus nalgas rojas, tirando de su pelo. «Toma, hija puta, toma polla familiar», jadeaba, bombeando hasta que sentí el clímax.

Se corrió primero, coño convulsionando alrededor de mi verga, chorros de jugo salpicando las sábanas. Yo seguí, interminable esa noche –cambiando posturas, follándola de lado con una pierna levantada, entrando en ángulos que la hacían gritar. Otra corrida suya en mi boca mientras la lamía de nuevo, luego la follé en el suelo del dormitorio, alfombra quemando nuestras rodillas. Finalmente, exploté: chorros abundantes de lefa caliente inundando su coño, desbordándose por sus muslos, marcándola como mía. «¡Sí, papi, córrete dentro, hazme preñada si quieres!», gritó en éxtasis, aunque tomaba pastillas.

No paramos ahí –esa noche fue un maratón. Después de corrernos, me la chupó de nuevo, limpiando nuestra crema mezclada, lengua lamiendo mi polla sensible hasta endurecerme otra vez. La follé en el culo por primera vez: lubricante en mano, dedo preparándola, luego mi polla entrando lento en su ano prieto –»¡Joder, papi, qué dolor rico, métemela toda!»–, embistiendo profundo hasta correrme ahí también, lefa goteando de su culo abierto. Siguieron mamadas, pajas mutuas, 69 donde lamí su coño mientras ella tragaba mi polla, corridas en su boca, en sus tetas, en su cara –pegajosa y satisfecha.

Desde entonces, es nuestra vida secreta. Viene cada fin de semana, follamos como conejos: en la cocina contra la nevera, mi polla en su coño mientras desayunamos; en el coche camino de la uni, mamadas rápidas en parkings; grabamos para OnlyFans –videos anónimos de nosotros follando, mi polla entrando en su chocho, corridas abundantes que vende como «taboo daddy». ¿Arrepentido? Un poco, por el riesgo, la sociedad que nos llamaría monstruos. Pero joder, la quiero como nunca –es mi hija, mi amante, mi puta personal. Y no paramos: anoche mismo, la follé tres veces, corridas en todos sus agujeros, gimiendo «Papi» hasta el amanecer. Esto es real, prohibido, pero nuestro.

131 Lecturas/23 septiembre, 2025/0 Comentarios/por Samlebri
Etiquetas: baño, culo, follando, hija, madre, oral, orgasmo, padre
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