Nalgoncito
Historia de una iniciación.
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“La realidad no existe si no hay imaginación para verla”
Paul Auster
Prólogo
La siguiente historia nació como muchas, por casualidad. Un forista de apodo “Nalgoncito” entró a los foros de SST buscando intercambiar experiencias entre hombres y nenes, era que no. Yo le pregunté si él era el nene en sus fantasías. “Desde los 6 siempre ha sido así”, contestó. Entonces yo le improvisé una bienvenida que consiste en los tres primeros párrafos de este relato.
Fantasear es un ejercicio muy simple. Basta con dejar correr la imaginación y satisfacer el deseo a través de ella. La fantasía es nuestra aliada cuando no hay opción de llevar a cabo esos deseos en la realidad, o nuestra moral no nos lo permite. Las hay de todo tipo: sensoriales, noveladas, inconfesables, inocuas y, algunas, hasta peligrosas, especialmente cuando los límites de lo posible y lo derechamente ilegal se hacen imprecisos o no somos capaces de verlos con claridad.
Estas últimas fantasías yo las ubico en tres ámbitos de existencia: los recuerdos de lo que pudo ser, pero no fue; lo que podría ser hoy, pero no es; y los deseos de realización futura. En esas tres esferas, ellas pueden hacer de nuestra vida sexual algo mucho más interesante y satisfactorio que lo usual si sabemos mantenerlas en el ámbito correcto, aunque ninguno de esos espacios dé lugar a la concreción; a que las fantasías se tornen realidad.
Los hechos del pasado en cuanto fantasías, por su naturaleza, son imposibles de transformar en realidad hoy porque ya tuvieron un desenlace distinto. Es como recordar los juegos con el padre al que hoy le suponemos intenciones que tal vez nunca tuvo, pero fantaseamos con que esas intenciones llegaron a concretarse. Los deseos presentes y futuros, en tanto, están inhibidos por la moral y el correcto juicio de lo que es aceptable y lo que no lo es, por lo que su concreción eliminaría la fantasía al mismo tiempo que lanzaría a quien las origina por el despeñadero, Uds. saben a qué me refiero.
No obstante lo anterior, existen fantasías que caen en ese oscuro precipicio de lo inconfesable que son capaces de producir en nuestra psique estímulos capaces de hacernos llegar al clímax con tan solo pensar en que podrían, nótese el condicional, llegar a hacerse realidad. Es en ese condicional sin concreción posible donde se desarrollan estas historias. Incluso en aquellas que relatan episodios vivenciales, porque lo que pudo haber sido la realidad de algunos, no es sino la fantasía de otros.
Un ejemplo de las fantasías en el presente se observa cuando pensamos que lo que se desarrolla en nuestra imaginación podría estar ocurriendo simultáneamente en otro lugar y con otras personas. ¿Cuántas veces no nos hemos preguntado si en el mismo momento en que nos masturbamos leyendo una historia, algo similar está ocurriendo en ese instante en algún lugar de la tierra?, ¿en la casa del vecino?, ¿en el hogar de un amigo? Mi hijo mayor vive con su señora y el hijo de ambos en la casa de su suegro; me pregunto si este le leerá un cuento al niño en las noches. ¿Y si le ha leído “Aladino y la lámpara mágica”, versión Torux? Más aun, ¿y si lo que yo relato no es ni la sombra de lo que en otro lugar es una ardiente realidad? Muchas veces la realidad supera a la ficción, dicen.
En definitiva, aunque las realidades imaginadas continúan siendo fantasías, recordemos que las fantasías de unos podrían ser las realidades de otros. Y a nadie se le puede responsabilizar por fantasear con realidades ajenas, ¿no es verdad?
Bienvenidas entonces las fantasías libres de culpas, censuras, vergüenzas o miedos.
1.
Como cada noche, cuando su madre cerraba la puerta, el nene se sacaba toda su ropita y quedaba desnudo. Ya a los 6 le gustaba tocarse el «pilín» y acariciar el hoyito con la punta de sus dedos. Era el recuerdo que le quedaba de lo ocurrido poco tiempo antes.
Fue una noche como cualquiera, su mamá ya había apagado la luz cuando volvió a la hora y lo despertó para contarle que el tío Rolo iba a compartir su cama esa noche, porque no estaba bien para conducir. El «no estaba bien» de su madre, en realidad significaba que el tío estaba ebrio.
Cuando su tío se acostó a su lado, un temblor recorrió el cuerpo del nene. Su tío se había acostado desnudo y él sentía en sus piernas su piel ardiente. Poco rato pasó y el tío giró su cuerpo y cruzando un brazo bajo el cuerpo del nene, lo atrajo hacia sí haciendo cucharitas con el pequeño sobrino que no supo qué decir cuando la barra durísima y caliente del hombre atravesó sus piernecitas, apretando sus bolitas desde atrás. Los pelos del pecho acariciando su espalda lo hicieron estremecer.
Al principio no pasó nada más, pero poco a poco el cuerpo peludo que lo abrazaba comenzó un vaivén delicioso en que aquella barra de carne entraba y salía entre sus piernecitas, cada vez más babosa, cada vez más caliente y dura. Con la cabecita cada vez más viscosa y resbaladiza. Nalgoncito sintió un cosquilleo entre sus piernas que apretaban el falo resbaladizo que acariciaba su piel.
Con una mano el tío sujetaba una de sus incipientes tetitas y con la otra atraía sus caderas pegando todo su cuerpo contra su pecho peludo. El aliento a alcohol invadía su cama y pronto comenzó a sentir que su penecito se ponía rígido, casi dolorosamente rígido, aunque solo era un lapicito que apenas sobresalía de su cuerpo. Sin embargo, había algo que el niño sí tenía grande para su edad: sus nalgas. Nalgas que devenían en dos esferas de carne nívea y suave que ocultaban un hoyito virgen y apretadito. Las nalgas del niño eran su mayor tesoro, aunque él aún no lo sabía.
El tío Rolo continuó besando su nuca, pasando la lengua por su cara y mordiendo suavemente una orejita mientras le hablaba quedito, con una voz áspera, apenas audible, susurrada, solo interrumpida por los gemidos del niño que, sin saber qué le estaba pasando, no podía ni hubiera sabido cómo reprimir.
Sacó la verga de entre las piernas del niño y la ubicó a lo largo de la rajita de seda, haciendo esfuerzos por no meterla en la gruta inexplorada de su hoyito. Aún el niño estaba muy chiquito para aquello.
Nalgoncito con sus gemidos de gusto, con sus ojitos cerrados, trataba de retener el cúmulo de sensaciones que su tío le proporcionaba. Era la primera vez que sentía todo aquello y no entendía a qué se debía el gustito primigenio de sentir una verga caliente entre sus redondeces, o el porqué de los estremecimientos que le producía el saberse en los brazos velludos de un hombre adulto y ardiente como su querido tío Rolo.
De pronto dos dedos del hombre capturaron su penecito y comenzaron a frotarlo sin parar. Nalgoncito creyó morir del placer recién descubierto y no pasaron más que unos pocos minutos cuando comenzó a sentir unos espasmos que lo asustaron mucho, pero que a la vez le provocaban una sensación deliciosa que fue, poco a poco, convirtiéndose en un vahído, un sopor que lo dejó exangüe. En ese momento su tío descargó un líquido caliente en su espalda, pero Nalgoncito no tenía fuerzas para pensar en qué era eso que sintió y continuó abandonado en los poderosos brazos del macho que lo había llevado a las alturas del nirvana a los 6 añitos.
Cargándolo en brazos, el tío llevó al niño al baño y lo limpió con una toalla. Nalgoncito rodeó el cuello del hombre con sus brazos y se acurrucó en su pecho peludo. Nunca el niño había sentido algo como lo que estaba sintiendo en esa noche que no habría de olvidar.
Una vez en la cama nuevamente, el tío lo abrazó y acercó su cabecita a su pecho. Ninguno de los dos dijo nada, solo el latir del corazón del hombre retumbaba en la oreja de Nalgoncito que, embriagado por las caricias del tío en su espalda, volvió a quedarse dormido. Más tarde soñó que un dedo se alojaba en su hoyito virgen.
Al día siguiente, Nalgoncito despertó solo en su cama con el pijama puesto, el tío Rolo ya había partido.
En los días que siguieron, Nalgoncito tomó por costumbre sacarse toda la ropita cuando ya su madre le había dado el beso de las buenas noches. Su madre no comprendía por qué cada mañana encontraba la ropa en el suelo y al niño desnudo, pero lo achacó al calor que hacía en las noches y a que el niño lo hacía dormido por lo que no le dio importancia.
El padre de Nalgoncito, intrigado por la actitud de su hijo, comenzó a observar el comportamiento del niño. Algo había que no acababa de comprender y pensó que una vigilancia más estrecha podría darle algunas pistas de lo que sucedía.
Una noche, poco después de ir a la cama, se levantó para beber un vaso de agua y al volver, un ruidito en el dormitorio del infante lo puso en alerta. Por la puerta entreabierta del dormitorio de su retoño y con la tenue luz que cruzaba la ventana pudo observar a su hijito en un inequívoco movimiento: el niño desnudo tenía una mano en su verguita apenas visible y con la otra parecía querer tocar su cuevita. En principio quiso entrar al dormitorio de su vástago, pero en ese mismo instante se refrenó y se quedó mirando. Ver a su niño adorado en esa actividad de autosatisfacción gatilló unos cuantos recuerdos de su propia niñez, cuando él y su hermano dormían en camas contiguas; de cuando su hermano, 11 años mayor, lo invitaba a la suya; de cuando a los 8, él mismo fue quien aprendió a disfrutar de las satisfacciones familiares.
Volvió a la cama con su mujer, pero su mente se quedó allí, en la habitación del niño.
A la mañana siguiente, antes de salir al trabajo fue a despedirse de su pequeño que dormía plácidamente, con su pijama a los pies de la cama y con su desnudez apenas cubierta por la sábana.
Se sentó en un costado de la cama y lo miró. El niño dormía plácidamente, con un ritmo respiratorio tranquilo y pausado. Su pecho se levantaba con cada inspiración de aire levantando su pechito.
“Mmm, cómo han crecido esas tetitas” —pensó el padre—. “Esos pezoncitos… ¿cómo será tocárselos?” —caviló—, y sin darle más vueltas posó sus dedos en los pechitos del chiquillo que, dormido, no tenía conciencia de lo que estaba sintiendo su padre. Este apretó entre sus dedos muy suavemente las pequeñas protuberancias y sintió que un escalofrío recorría su espalda. Tenuemente hizo presión con sus dedos pulgar e índice en los botoncitos apenas perceptibles y los frotó notando como estos respondían a su tacto. Se mojó luego un dedo y frotó la yema con saliva en el puntito rosa que pareció endurecerse aún más. Entonces el niño movió los brazos y se dio vuelta en la cama quedando boca abajo. El padre esperó todavía un poco más y luego, mirando hacia la puerta y observando que su esposa aún no se había levantado, bajó un poquito, nada más que un poquito, la sábana blanca de algodón que cubría los globos de carne inocente del pre púber.
El papá fue acelerando el ritmo de su respiración y la dureza de su verga aumentó. Se apretó esta última con la mano y sobre el pantalón y luego, sin poder contenerse, descubrió completamente el hermoso culo del muchacho y luego se quedó inmóvil por unos segundos. Esas nalgas, las maravillosas nalgas del niño que a los seis años aún exhibía la delicadeza de la más tierna infancia, la piel suave e invitante, la hendidura al medio que escondía el tesoro más maravilloso al que un padre podría acceder, todo ello se agolpó de pronto en su mente como una promesa de goces cardenalicios que ya no estaban más destinados solo a la casta religiosa. En ese momento supo que él tendría que hacer valer su condición de dueño de aquel culo que parecía gritar ¡tómame, soy tuyo!, y sin poderlo resistir se inclinó y besó la nalga derecha para enseguida separar con sus manos los glúteos redondos, custodios del apretado nudo de su hoyito. En cuanto este estuvo a la vista, el padre separó aún más las carnes de su hijo.
Las paredes de su valle aparecían ante la vista del padre con un color blanco inusual para esta zona del cuerpo que suele verse oscurecida antes de alcanzar el agujero. Nalgoncito no, él ostentaba un par de nalgas abultadas, paraditas y sin mácula en el centro. Toda la abertura era de color blanco, excepto el hoyito y su inmediato alrededor que resaltaba con un pálido y enloquecedor tono rosa.
El padre, con el mentón temblando de deseo, acercó su boca al centro del placer y cerrando los ojos inhaló el olorcito a jabón de esa zona incorrupta de su adorado hijo para, acto seguido, besar y lamer su piel candente.
Nalgoncito dio un respingo al sentir en sueños la atrevida caricia. Imágenes oníricas cruzaron su mente: yacía en un prado verde con una rara sensación en su cavidad, como de un perrito lamiéndolo, pero que él no lograba ver; se veía a sí mismo tocándose el penecito que respondía con un singular goce mientras una extraña fuerza separaba sus piernas y sus bolitas entraban a una húmeda gruta que le causaba cosquillas. Una vez más su hoyito era invadido, esta vez, ya no era una lamida, sino que un apéndice viscoso que se hundía en su cueva.
El padre, mientras tanto, permanecía inmerso en otro mundo con su lengua juguetona incrustada en el estrecho agujero de su angelito dormido, sin embargo, no queriendo abusar del destino, decidió terminar con la caricia ante la posibilidad de que la madre se levantara. En eso el niño despertó y balbuceando adormilado, preguntó:
—¿Tío Rolo?, ¿eres tú?
2.
Rolando era el mayor, llevaba a Eduardo por 11 años, por lo tanto, hoy tenía 48. Su aspecto era el de un hombre fornido, ancho de espaldas y de suave vello oscuro en el pecho que se replicaba un poco más denso en sus piernas y antebrazos. Sus partes pudendas las mantenía al natural, por lo que su magnífica verga salía de un bosque de pelos negros que le daban una imagen procazmente viril. Vamos, un macho.
Eduardo se casó joven, pero él y su mujer demoraron en tener a su, hasta hoy, único hijo. Nalgoncito era un chico lindo, gordito, regalón, un poquito malcriado, pero a la vez tierno y vivaz. Su principal característica, ya lo mencioné, eran sus nalgas. Dos prominencias de carne turgente con un hoyito apretado como el nudo de un globo, jamás traspasado por hombre alguno; deliciosamente virginal.
Eduardo, por su parte, no tenía el físico de su hermano mayor, pero se esforzaba en mantenerse en forma. Su cuerpo más bien lampiño había salido a la familia de su padre, en tanto su hermano mayor era fiel reflejo de sus tíos maternos.
Hacía un par de semanas que Eduardo había visto a su hermano por última vez. Había llegado a la casa en estado de embriaguez. Él mismo lo obligó a quedarse en su casa ya que así no estaba en condiciones de conducir. Pensó en que nalgoncito se pondría muy contento de verlo ya que lo quería muchísimo, pero Rolo se fue muy temprano en la mañana.
“¿Tío Rolo?, ¿eres tú?” —había dicho Nalgoncito. Y esa pregunta no lo dejaba en paz. Por días la tuvo en su mente. Era idéntica a la pregunta que él mismo había formulado años atrás:
“¿Rolo?, ¿eres tú?”
Eduardo se agitó en la cama y dejó volar sus recuerdos. Rolando, a esa edad, era muy deportista; le gustaba ir a jugar a la pelota con sus amigos, todos muchachones del barrio y compañeros de trabajo; Rolando salió del liceo y se puso a trabajar. Le gustaban mucho los autos y se dedicó a la mecánica, una de sus dos grandes pasiones; la otra se esforzaba por mantenerla en secreto.
Eduardo solía ir a ver jugar a su hermano mayor, lo llevaba su padre o alguno de sus tíos. Una tarde en que ninguno de ellos pudo ir a la cancha, lo llevó el mismo Rolando. El niño se quedó sentado en las gradas junto a otros familiares de los jugadores.
Cuando el partido terminó, Rolando lo llevó con él a los camarines.
Allí el niño supo que todos los muchachos tenían algo de qué vanagloriarse; algunos por sus anchos hombros, otros por sus pectorales, otros por sus grandes huevos colgantes y otros por sus piernas velludas, pero Rolando… Rolando tenía el cuerpo más majestuoso de todos. Alto, buenmozo, varonil, de verga poderosa, morena, ni muy larga, ni demasiado gruesa, pero linda de ver sobre un par de huevos gordos y peludos y sus piernas… ¡oh, dios! Las piernas de Rolando exhibían músculos tan perfectos que el niño se quedó embelesado mirándolas, pero el clímax de esta contemplación ocurrió cuando de súbito, Rolando se puso en cuclillas, para desatarse sus botines. En un segundo Eduardo aprendió que esa sería la posición favorita para admirar las piernas de su hermano porque de esa manera el músculo que termina justo a un costado de la rodilla, en la parte interior del muslo, destacaba en plenitud. Rolando miró al niño y le sonrió. Eduardo era su pasión prohibida. La pasión ante la que jamás había cedido.
Todos los chicos reían y bromeaban, el ambiente en el camarín era de algarabía y buen humor, no porque hubieran ganado el juego, sino porque eran almas jóvenes y alegres por naturaleza. Algunos de ellos le desordenaban el pelo al niño o le hacían preguntas sin preocuparse de sus vergas bamboleantes frente al rostro del pequeño que trataba inútilmente de no evidenciar su interés.
Por primera vez notó que todas las vergas le llamaban la atención y que a los hombres, aunque lo podrían negar hasta la tumba, les gusta exhibir sus cuerpos desnudos.
En la noche, Eduardo repasó las imágenes de esa tarde y su pequeña verga, del tamaño de uno de sus dedos, se puso durita y una cosquillita surgió de su entrepierna. Y así se quedó dormido, soñando con Rolando y sus amigos.
Cuando Rolando entró al cuarto, su hermano ya estaba durmiendo. A medias tapado por las sábanas. Se acercó para cubrirlo, pero de pronto, el mismo pensamiento que había cruzado tantas veces por su mente lo volvió a invadir. Se desnudó intranquilo y se metió a la cama. Al igual que su hermano, Rolando recordó esa tarde en el camarín. El niño sentado en una banca, los chicos frente a él. La mirada azorada del pequeño con las vergas tan cerca de su carita. Rolando sintió crecer su hombría bajo las sábanas y de pronto, intempestivamente, salió de ellas y se metió en la cama de su hermano.
—¿Rolo?, ¿eres tú? —dijo el niño, adormilado.
—Sí, soy yo —susurró Rolando, pasando un brazo por debajo y abrazándolo desde atrás.
Eduardo sintió el cuerpo caliente de su hermano y en un acto involuntario, echó hacia atrás su culito apegándose a la entrepierna del hombre que más admiraba en el mundo. Fue inevitable; Rolando no alcanzó a esquivar el contacto y de pronto, lo que tanto había soñado se hacía realidad. Sentir en su verga las nalgas del niño. El miembro reaccionó instantáneamente irguiéndose aún más hasta transformarse en una barra caliente con la dureza del metal.
Eduardo sentía el calor que desprendía aquella barra de carne metida en el canal de sus nalgas y se volvió loquito de gusto cuando Rolando besó su cuello con tanta suavidad que lo hizo estremecer.
—Lalito… —dijo Rolando—, Lalito… —mientras su verga se apretaba al culo del pequeñito.
Las manos de Rolando acariciaban todo el cuerpo del muchachito y a cada caricia su verga daba un salto de placer. De pronto, se puso de espaldas y con un brazo llevó a su hermanito sobre su cuerpo. Allí, Eduardo sintió las manos de Rolando adentrándose en su trusa blanca, amasando sus carnes, abriéndolas, apretándolas, y ante cada una de estas acciones, su cuerpo reaccionaba con una sensación de goce tan grande que no podía explicarlo. El cuerpo caliente de su hermano mayor se restregaba con el suyo y él mismo intentaba apretar más su pechito contra los vellos del hombre que ahora cruzaba sus enormes brazos por su espalda. Por un instante se le ocurrió la ridícula idea de que, si quisiera, su hermano alcanzaría a abrazarlo dos veces, tanta era la diferencia de tamaño entre ambos.
Todos sus pensamientos se esfumaron cuando Rolando lo besó. Primero fue un roce de sus labios, pero inmediatamente después, la voz grave de su hermano le susurró:
—abra la boquita, mi amor —e inmediatamente la lengua de su hermano entró en su cavidad bucal, acariciando la suya, los labios restregándose con los suyos y la boca chupando la suya en un rito del que le bastaron solo un par de minutos aprender a realizar y, sin embargo, ¡había tanto que aprender aún!
3.
“Nalgoncito” —pensó Eduardo, confundiendo las imágenes de su niñez con las de su hijo. Su lengua se introducía en el orificio del niño tan profundamente como la lengua de su hermano se había introducido en el suyo aquella noche y la tortura de no poder tocar su verga se hacía más y más insoportable. Sabía que si la tocaba, eyacularía. Y no quería, no aún.
Recordó la forma en que había perdido la virginidad con su hermano mayor. No fue esa noche, no. Aquella noche conoció la verga. Al fin, aquella verga que creía conocer de memoria se presentó ante él como nunca la había visto. Y la había visto muchas veces.
Rolando tenía por costumbre ir a la ducha antes de acostarse y Eduardo solía poner mucha atención a lo que veía, especialmente cuando su hermano se quitaba la toalla de la cintura. ¡Cuántas veces lo vio desnudo! Había memorizado cada vena de la verga de su hermano, cada pliegue, los rizos de sus pelos, sabía su medida, sabía cuándo estaba completamente lacia y cuándo estaba en vías de levantarse, pero nunca había logrado verla completamente erguida. Hasta esa noche en que la conoció de verdad.
Rolando lo depositó suavemente a un costado y subió sobre él con las rodillas a cada lado de su pecho. Tomó la verga por su base con la mano derecha y la dirigió lentamente al rostro de Eduardo hasta tocar con ella los labios del muchacho que, en un principio, pareció dubitativo, pero que en cuestión de segundos abrió desmesuradamente la boca permitiendo que su hermano se la clavara varios centímetros. 8 años y con 3 o 4 centímetros de callampa metidos en la boca. Las bolas peludas de Rolando acariciando su mentón. Chupó y probó los juguitos de sabor indefinible que brotaban del pico, mientras con sus manos se agarraba firmemente de las piernas peludas de su hermano con los músculos en tensión. A ratos Rolando la metía tan adentro que Eduardo se ahogaba y en una ocasión hasta la expulsó con una arcada, pero le había gustado tanto que solito se la volvió a comer.
“Nalgoncito” —Volvió a la imagen de su hijo. Una imagen en que los labios rojos del niño rodeaban la pichula del papá con su nariz hundida en su pelambrera—. ¿Cuánto más tendría que esperar para que aquello fuera realidad?, ¿se atrevería realmente a hacerlo realidad?
Nuevamente sus pensamientos retrocedieron en el tiempo. Rolando lo tenía sobre su pecho, solo que esta vez estaba al revés, su hermano le comía deliciosamente el culo mientras dirigía su cabecita hacia su pichula.
No fue capaz de comérsela toda, pero lo intentó y le encantó el olor a hombre que expelía la zona que va entre las bolas y el culo. También le fascinó el olor que despedía el pico, ya sea por los jugos que incesantes corrían de la cabecita de la pichula a su boca, como del olor natural de su hermano con la piel sudorosa y los abundantes y brillantes pelos negros del pubis haciéndole cosquillas en la nariz.
Cuando sintió el dedo medio de Rolando adentrarse en el culo completamente ensalivado, se asustó mucho; un irrefrenable deseo de cagar hizo que cerrara el hoyito tan fuerte como pudo, pero Rolando lo calmó:
—No pasa nada —le dijo en voz muy baja—, afloja el hoyito.
Hizo lo que su hermano le pedía y poco a poco su cuevita se fue acostumbrando al dedo intruso y se dio cuenta de que, después de todo, el temor a cagarse era infundado.
Al rato, el dedo tocó algo dentro de él que le produjo un intenso placer. Hubiera gritado de gusto, pero la pichula firmemente incrustada en su boca se lo impidió, sin embargo, el continuo avance y retroceso del dedo que exploraba su intimidad posterior le sacó gemidos que alternaban con suspiros que no podía reprimir.
Eran muchos los estímulos del que era objeto el niño. A ratos se concentraba en subir y bajar la piel que cubría la cabeza del pico y que lo tenía realmente fascinado. La escondía en su abrigo de piel y luego lentamente la descubría para al fin pasarle lengua y retirar el exceso de líquido que la mantenía con un brillo y un olor excitantes. En otro momento se concentraba en tocar, acariciar y ahorcar los cocos maduros de Rolando que se escapaban, escurridizos, de entre sus dedos. También los besaba y se los llevaba a la boca causando suspiros en su hermano que lo dejaba hacer según lo dictaba su propia curiosidad.
Cerró los ojos un momento con el pico en la boca para retener las sensaciones, pero no alcanzó a darse cuenta cuando, de pronto, el falo adulto se derramó a borbotones dentro de su cavidad bucal. No tuvo más opción que tragar la simiente fraterna, pero era tanta que tosió desparramando la leche por los cocos y las piernas de su hermano, aunque nunca dejó de cobijar el pico entre sus labios.
Lo siguiente que supo fue que Rolando lo tomó como una pluma y nuevamente lo puso de frente sobre su pecho y lo besó retirando el resto de semen de su boca con su lengua.
Esa noche durmió con su rostro acariciado por los suaves vellos del pecho de su hermano querido. Los rítmicos latidos del corazón fueron los inductores del sueño que lo invadió en brazos de Rolando quien con una mano en su trasero y otra en su cintura lo sostuvo firmemente apegado a su cuerpo como un padre haría con su hijo.
“Nalgoncito” —Cambió Eduardo bruscamente sus pensamientos y pensando en su hijo se dejó vencer por el sueño.
En los días siguientes, Eduardo no perdió oportunidad de acostar a su hijo, leerle un cuento y compartir con él. Cuando los turnos de su mujer se lo permitían, visitaba al niño en la mañana antes de irse a trabajar. Le enternecía el rostro del niño durmiendo y solía meterse bajo las sábanas, tomar la mano del pequeño y llevarla a su verga dormida. Hacía que la sostuviera entre sus deditos, aunque solo fuera un instante. Por unos minutos se pajeaba sin que el niño se enterara. No lo hacía para descargarse, era solo el afán de sentirlo y fantasear con otras cosas que no se atrevía a realizar.
La siguiente vez que Rolando visitó la casa fue a un mes casi de su última estadía de una noche. Nalgoncito cumplió 7 años durante la semana y tuvo una pequeña celebración el día sábado con sus amigos de la escuela y vecinos de su edad. Eduardo había aprovechado esa oportunidad para invitar a su hermano a pasar el fin de semana con ellos. Con él esperaba lograr su cometido, aunque fuera en forma vicaria.
Cuando Nalgoncito vio a su tío entrar al patio, dejó sus juegos y corrió a sus brazos. Eduardo sintió saltar su verga cuando vio a su hijo en los brazos de su hermano. Le trajo a Rolando una cerveza y se unieron a la conversación con el resto de los invitados.
Antes que terminara la celebración, Nalgoncito pidió un deseo mientras apagaba las velitas de su pastel de cumpleaños y luego abrió sus regalos. Un par de horas después ya la mayoría de los invitados se había retirado y los que quedaban se reunieron en el living para seguir conversando y tomando cervezas. En ese momento la madre llevó al niño a acostarse y se quedaron solo cuatro adultos que pronto se redujo a los dos hermanos. Media hora más tarde, el niño apareció ante su padre y su tío restregándose los ojos, vistiendo solo un short.
—Papá —dijo el niño—, no fuiste a darme las buenas noches.
—Tienes razón, mi vida, no pensé que esperarías despierto —replicó Eduardo sentando al niño a su lado.
Nalgoncito apoyó su cabeza en el pecho de su padre y cerró los ojos. Rolando miraba la escena en silencio. Eduardo también se mantuvo sin decir nada. Luego de un rato, subió al niño sobre sus piernas, con las nalguitas apoyadas en su entrepierna.
Al rato, Rolando se excusó para irse a acostar.
—¿Lo puedes llevar contigo? —le dijo Eduardo, refiriéndose a Nalgoncito.
—Sí, claro —replicó Rolando, que tomó al niño en brazos y lo llevó a la cama.
Una vez en el cuarto del niño, Rolando lo acostó y se dispuso a sacarse la ropa cuando entró Eduardo. Rolando se quedó solamente en bóxer y se metió a la cama, junto a Nalgoncito. Eduardo se sentó un momento al costado del niño y le dio un beso en la frente.
—Ha crecido mucho, ¿no? —comentó.
—Sí, pronto ya será un adolescente —dijo Rolando.
Eduardo miró a su hermano, sin emitir palabra. Ver a su hermano semi desnudo, con el pecho poblado de vellos negros, sus pectorales a la vista, sus fuertes brazos y junto a él a su niño, el pequeño Nalgoncito, lo dejaba en un estado de extrema inquietud, no por lo que podría pasar, sino por lo que no se atrevía a pedir que pasara. Al menos, no con palabras.
Rolando sostuvo la mirada de su hermano. Este no había retirado la mano del pecho del niño y, distraídamente, acariciaba el puntito rosa de la tetita izquierda. Rolando pasó suavemente el brazo izquierdo bajo los hombros de Nalgoncito y lo atrajo hacia su cuerpo sin dejar de mirar a su hermano. Este respiraba con notable agitación. Rolando dirigió su mano a la otra pequeña elevación. Ambos ahora tomaban entre sus dedos las pequeñas protuberancias en el pecho del pequeño.
Rolando acercó su rostro y besó al niño en la frente. Eduardo hizo lo mismo, luego se puso de pie, dio una última mirada a su hermano y se retiró de la habitación.
Esa noche, Eduardo prácticamente no durmió. En todo momento su mente estuvo pendiente de lo que estaba o no estaba pasando en el cuarto de su hijo. En su ensoñación, se imaginaba actos de indescriptible lubricidad. Su Nalgoncito, su retoño de 7 años recién cumplidos en brazos de su hermano, a quién él mismo le había regalado su virginidad 30 años antes. Esa noche le hizo el amor a su esposa imaginando lo que se sentiría hundir su estaca en las nalgas de su vástago.
Los recuerdos de su propia iniciación no hacían mucho por aminorar su calentura. Fue una semana después de aquella primera noche que pasó junto a su hermano. Este lo había preparado meticulosamente para acostumbrar su hoyito a la estaca que le sería enterrada. Aquella noche que se la comió por primera vez por el ano, sintió que su hermano selló el pacto. De allí en adelante solo Rolando fue su dueño. Dueño de su alma, de su cuerpo, de su ano, de sus ansias de verga que solo podía ser saciada por él y por nadie más.
“¿Alguna vez sentiría Nalgoncito lo mismo por su padre?” —pensó.
Al amanecer, sin poder resistir, entró al cuarto de su hijo. Nalgoncito dormía plácidamente en brazos de su tío, ahora ocupaba el lado derecho de la cama y su tío lo tenía abrazado en posición de cucharita. De la comisura de sus labios se extendía una mancha blanca que corría por el costado de su mentón. Se había babeado en sueños mojando el brazo de Rolando. Este mantenía al pequeño firmemente apegado a él. No había mayores indicios. No había nada que le permitiera a Eduardo entender, vislumbrar, adivinar.
Se sentó un momento a un costado de la cama y al hundirse esta, Rolando despertó.
—Hola —saludó a su hermano.
—Hola —respondió Eduardo—, ¿cómo durmieron?
—Bien. No despertará pronto —explicó Rolando.
—¿Se durmieron tarde? —quiso saber.
—Algo así —respondió misterioso Rolando.
Eduardo no insistió. Le arregló un mechoncito de pelo a su hijo y volvió a la cama con su esposa.
Rolando cerró los ojos nuevamente. Las imágenes de la noche anterior se agolparon en su mente.
Nalgoncito seguía durmiendo plácidamente en sus brazos.
4.
Esa mañana todos se levantaron tarde. No hubo desayuno ya que Rolando había invitado a la familia a un restaurante. Era un domingo soleado, ideal para compartir con la familia. Todos vistieron ropas livianas. Nalgoncito con un short y una playera, los hombres con pantalones cortos y zapatillas y la mamá con un vestido veraniego. Eduardo le contó a su hermano de sus planes de viajar al sur de vacaciones. Rolando inquirió si pensaban llevar a Nalgoncito con ellos ante lo que los padres exclamaron que por supuesto que lo llevarían con ellos. Rolando entonces, comentó si no sería una buena idea para ellos salir solos.
—Yo puedo quedarme con el niño —comentó—, y ustedes pueden aprovechar estos días para hacer cosas de pareja. Con el niño no podrían ni siquiera salir a bailar o visitar algún lugar para adultos —agregó—, además, el niño se puede quedar conmigo, ¿no, campeón?, ¿te gustaría quedarte una semana conmigo?
—¡Sí! —gritó Nalgoncito, sin ocultar su entusiasmo ante el prospecto de quedarse con su tío—, ¡Di que sí, mami, por favor! —imploró.
Eduardo miró sorprendido a su hermano y luego a su esposa. En principio no dijeron nada, para luego hablar al unísono:
—Pero… ¿estás seguro?
Todos, incluido Nalgoncito, rieron por lo cómico de la pregunta a dos voces.
—Claro que sí. Podemos quedarnos en mi departamento o si ustedes prefieren me puedo quedar en su casa, así aprovecho de cuidarla en los días en que estarán ausentes —explicó Rolando.
Así quedó establecido que Rolando se quedaría cuidando de la casa y de Nalgoncito. Este último no podía más de felicidad. Sus papás se irían el siguiente viernes y estaría solo con su tío por más de una semana.
—Quiero ir al baño —interrumpió Nalgoncito.
—Yo lo llevo, yo también necesito ir —dijo Rolando parándose rápidamente guiando a Nalgoncito con una mano en su hombro.
La señora de Eduardo se veía muy animada por cómo se habían dado las cosas sin haberlo planeado.
—Creo que merecemos estos días para nosotros, ¿no crees? —se dirigió a su marido.
—Claro que sí, lo pasaremos muy bien —respondió Eduardo tomando su mano.
En eso el celular de Eduardo vibró en su bolsillo. Al mirar la pantalla vio que tenía una notificación de Whatsapp. Abrió la app y había una foto de una verga sostenida por la mano de un niño. Se sobresaltó, pero trató de disimular frente a su señora. Su verga comenzó a crecer sin poderlo evitar. Enseguida recibió un video. Le quitó el sonido a su celular y le dio play al archivo. Nalgoncito tenía la pichula del tío bien agarrada en su mano y luego miraba hacia arriba como poniendo atención a algo que este le decía y que Eduardo no podía escuchar. Enseguida el niño se agachó y se comió el pico con unas ganas que casi hacen que el papá se corriera ahí mismo en la mesa junto a su esposa. Eduardo no siguió mirando, apagó la pantalla y simuló que nada pasaba.
Al rato aparecieron el tío con el sobrino de la mano como si nada hubiera ocurrido, aunque al sentarse, Eduardo sintió las piernas de Rolando tocando las suyas mientras lo miraba a los ojos. De ahí en adelante todo cobró un sentido diferente para Eduardo.
La conversación siguió como si nada, pero a ratos, Rolando tomaba la cuchara y le daba helado en la boca a Nalgoncito sin dejar la conversación de lado, al tiempo que apretaba las piernas de su hermano sentado al frente en una actitud tan caliente como disimulada. Después le limpiaba la boquita al niño retirando el helado que había chorreado por el mentón con una servilleta, pero repasando con su dedo, como si en vez de tío fuera el padre del niño. Un padre preocupado de su hijo.
En la mañana siguiente, Eduardo recibió algo más. Una dirección web para ver un video que, por su extensión, no habría podido ser compartido por Whatsapp. “Privado” decía. Eduardo sospechaba de qué se trataba y no pudo terminar su jornada. Alegó un malestar y se retiró un par de horas antes. Sabía que en su casa tendría tiempo para verlo sin interrupciones.
La habitación estaba iluminada, solo Nalgoncito estaba en la cama. La imagen comenzaba con su figura menuda durmiendo y luego se acercaba a su rostro. Hasta que un primerísimo primer plano mostraba sus labios rojos entreabiertos. Luego un dedo los acariciaba y los forzaba a abrirse para entrar en su boquita, pero apenas, solo la puntita y luego la mano de mi hermano recorría su rostro y lo acariciaba. Enseguida mi hermano corría las sábanas y lo destapaba para mostrar su cuerpo blanquito y sus nalgas gorditas.
La imagen luego mostraba el rostro para girar hacia abajo y mostrar su cuerpo maduro y viril, con un abultado paquete que apretaba y estiraba con una mano. Luego subía a la cama, la cámara mostró una imagen un tanto difusa, pero cuando se estabilizó, pude ver la imagen de mi hermano sobre mí, apuntándome con su herramienta, a punto de violar mi boca. Esa misma imagen ocurría como en cámara lenta con mi hijo: la verga del tío avanzaba erguida y tocaba sus labios aún dormidos. En cuanto mi hijo sintió el miembro viril, un acto reflejo hizo que abriera su boquita como cuando era un bebé y recibía su biberón. Rolando aprovechó ese instante para introducir la verga un par de centímetros.
En ese instante detuve el video por un momento para desabrocharme el pantalón y liberar la verga que ya me dolía de lo dura que la tenía y me senté nuevamente frente al laptop.
Esa imagen detenida de mi hijo con la verga en su boca y los labios muy abiertos era como verme a mí mismo 30 años antes abriendo la boca para recibir a mi hermano. Le di play nuevamente y la verga entró aún un poco más con mucha lentitud.
Mi hijo succionó cual bebé y luego abrió los ojos. Su tío le acarició el rostro y le dijo:
—Chupa, Goncito, chúpala toda.
Y Goncito chupó. Tomó las bolas en sus manos y se las arregló para clavarse aún más la verga del tío que alejó entonces el celular para mostrar una imagen más general del acto perverso que ocurría a metros de donde en ese momento me encontraba yo.
Cuando Rolando le quitó la verga de la boca, todavía Nalgoncito la siguió con la boca abierta no resignándose a dejar de mamar.
Una nueva imagen apareció entonces. Ahora era el culo de mi hijo. El mismo culo que yo había disfrutado con mi lengua hasta el cansancio. Ahora era la lengua del tío la que se encargaba de tan placentera actividad. ¡Qué envidia sentí!, ¡tener al niño toda la noche!
En las siguientes imágenes podía ver la lengua de mi hermano entrando en el hoyo apretadito del niño que Nalgoncito disfrutaba con gemidos y levantando su grupa en una evidente muestra de placer. A ratos Rolando le daba unas pequeñas nalgadas que, nunca se me habría ocurrido, parecían enardecer al niño que se quejaba, sí, pero de gusto.
Los minutos que siguieron fueron toda una clase de cómo Rolando tenía siempre presente la responsabilidad de no dañar al niño. Sus dedos lubricados con alguna crema que no vi de dónde salió, fueron entrando con una paciencia y una parsimonia digna de un hombre que sabe lo que hace.
Hasta tres dedos lograron entrar en la gruta de mi adorado y hermoso hijo.
La penúltima escena mostraba la tremenda imagen de la verga de mi hermano a punto de traspasar el hoyo de mi niño. Apuntó, la acercó, y luego, cuando estaba a punto de clavarse en el hoyo palpitante de mi hijo. La cámara cambió su foco y apuntó hacia el rostro de mi hermano que, mirando fijamente, me susurró:
—Lo harás tú.
En ese mismo instante sentí un espasmo en mi bajo vientre y me corrí en chorros que llegaron a mi barbilla y mojaron mi camisa, mi barriga, y me dejó completamente exhausto.
La última escena, solo mostraba a mi hermano y a mi hijo acostados, con el niño agarradito de la verga y su cabeza apoyada en el pecho del tío.
5.
A pesar de que sus pensamientos estaban constantemente enfocados en lo que estarían haciendo su hijo y su hermano, el viaje de Eduardo y su señora fue todo un éxito. Hacía mucho tiempo que la pareja no había tenido tiempo de calidad para ellos y esta ocasión la habían aprovechado al máximo. Más aun considerando que Eduardo recibía casi a diario una dirección web para ver los videos de las actividades de su hermano con el niño. Sabía que cada video no era más que un resumen para mantenerlo al tanto y se moría de ganas de verlos completos. Es lo que haría al volver. Esto lo mantenía tan caliente que quien recibió todos los beneficios fue, sin duda, su señora. Eduardo se la culeaba día y noche. Ella lo achacaba al tiempo que estaban pasando juntos sin la presencia del niño que, sin duda, no les habría permitido la intimidad de la que estaban disfrutando ahora. También Eduardo volvió a insistir en una antigua práctica que él adoraba, aunque ella no tanto. Pero el estar juntos en esa especie de redescubrimiento de uno y otro lo había envalentonado para pedírselo nuevamente. El culo. Y ella esta vez no se lo negó.
El primer día encontró tres videos. En el primero de ellos no había mucha acción de la que Eduardo esperaría. Rolando solo dejaba correr la cámara del celular ubicado en una zona específica y luego grababa todo sin preocuparse más de él.
Así, el primer video los mostraba en el living. Rolando sentado viendo televisión y Nalgoncito jugando casi fuera de cuadro en la alfombra. La siguiente imagen muestra a Rolando levantándose del sofá para salir del cuadro. Luego se le ve acompañado de otro hombre. Esto inquietó a Eduardo, pero siguió atento a las imágenes.
Ambos hombres estuvieron tomando cerveza por una media hora, el video no tenía audio. El segundo video continuaba el anterior. En este, Rolando al parecer llamaba a mi Nalgoncito ya que este aparecía en las imágenes acercándose a los brazos extendidos de mi hermano. Este lo sienta en sus piernas y sigue conversando con el otro hombre mientras suavemente le acaricia las piernas a mi niño. Enseguida, le pone la mano en la entrepierna apretándole la verguita que delineó sobre la ropa con dos dedos. El hombre se llevó su mano a su bragueta y le dijo algo a Rolando. Este seguramente le contestó afirmativamente porque el hombre procedió a bajarse la cremallera y a sacar un pico ya erecto en frente de mi hijo. Rolando miró directamente a la cámara del celular y le dijo algo a Nalgoncito sin dejar de mirarme, sí, porque me estaba mirando a mí.
Nalgoncito se bajó de las piernas de mi hermano y rápidamente se hincó frente al hombre. En ese momento tuve que sacarme el pico. Sabía que mi mujer estaba ya durmiendo. Había sido una jornada agotadora para ambos.
Los movimientos de la cabecita de mi hijo solo podían significar una cosa: le estaba dando una mamada al amigo de mi hermano. Este también se sacó la verga y se acercó a su amigo quedando sentados uno junto al otro. Nalgoncito se ubicó ahora frente a mi hermano y le chupó el pico también. En esta secuencia no me era posible ver a mi niño chupando las vergas ya que el celular estaba ubicado tras él, posiblemente junto al televisor.
En el tercer video, Nalgoncito estaba hincado en la alfombra. Rolando tenía el celular en su mano, grabando toda la escena en que solo se veían los dos picos desde arriba y el niño tratando de alcanzarlos con su boca. Les chupó la verga a los dos adultos con tantas ganas que hasta sentía su boca en mi pichula de tan vívida que me parecían las imágenes. No me pareció advertir que los hombres se corrieran en la boca de mi bebé.
La siguiente escena en ese mismo video, los hombres estaban en mi habitación. La calentura que sentí en ese momento, al darme cuenta de las intenciones de mi hermano, me llevaron un estado tal que estuve a punto de acabar, pero me había prometido que no cedería a esa tentación para no tener problemas en atender a mi señora.
El siguiente día no hubo videos de ningún tipo, pero al tercero sí me llegaron dos.
El primero comenzaba con un primer plano de un culo muy peludo. Me sorprendió. Esperaba ver a mi Nalgoncito. La cámara se fue alejando y me pude dar cuenta que esta no era mi casa. Y tampoco el culo era de mi hermano. Este era un culo muchísimo más peludo que el de Rolando. A medida que la cámara se alejaba pude ver que el hombre era desconocido para mí. Su cuerpo completamente cubierto de vellos, grandes pectorales, barba y algo de barriga también muy peluda. La posición en que se encontraba era de espaldas sujetando con sus manos las piernas muy abiertas como quien le ofrece el culo a un macho.
En seguida apareció Nalgoncito en el cuadro y se agachó frente al hombre. ¿Sería posible? Nalgoncito miró a mi hermano quien seguramente manejaba el celular y este le debe haber dado una instrucción porque inmediatamente mi niño se acercó al culo del hombre y le pasó la lengua. Luego miró nuevamente a mi hermano e inmediatamente después se acercó otra vez a la raja del adulto para comenzar a meterle la lengua tan adentro como podía. El celular se acercó lo suficiente para apreciar que mi hijo adorado era capaz de meter la lengua muy adentro del hoyo peludo. Sentí una enorme envidia de saber que todo eso lo recibía un desconocido y yo estaba tan lejos de mi hermoso culoncito.
En el segundo video continúa la comida de culo de mi niño, pero esta vez ya no era el desconocido, sino mi hermano el que le ofrecía la raja peluda a su sobrinito. Goncito no solo le comía el ano con gusto, sino que también lo tenía bien agarrado de los cocos y cada cierto tiempo les deba besitos a las bolas. Después de un rato, mi hermano se sentó en la cama y Nalgoncito se dedicó enteramente a comerle el pico. El desconocido acercó la cámara de modo que esa comida de pico la pude ver con lujo de detalles. La necesidad de Nalgoncito de comerle la pichula al tío se me hizo tan patente que me quedó clarísimo que apenas llegara sería mío.
Me prometí no correrme, pero no pude aguantar. La escena que me quebró fue el momento en que noté que los cocos de mi hermano comenzaron a moverse, a levantarse y noté como los músculos del vientre se agitaron, de modo que supe entonces que mi hermano estaba a punto de correrse y así fue. Se corrió en la boca de mi hijo que no escatimó esfuerzos en tragarse todos los mocos, pero aún así un buen poco de leche se le escapó por el mentón y le corrió por el pecho. Enseguida el hombre que sostenía el celular le acercó la venosa pichula a mi niño y le regó la cara con su semen espeso y abundante. Fue en ese momento que me fui cortado. No pude resistirlo. Fue demasiado para mí.
Los siguientes días solo hubo unos cuantos videos de tío y sobrino comiendo desnudos, abrazados en la cama, sentados en el sofá con mi hijo pajeando suavemente a su tío y uno en particular, que llamó mi atención que grabó una escena sorpresiva. Al parecer mi hermano dejó el celular grabando desde la mesa de centro del living y la escena comienza cuando él se dirige desnudo a la puerta de la casa. al abrir recibió una pizza de un repartidor que se quedó en el vano de la puerta desconcertado mientras Rolando se devolvía a buscar su billetera. Entonces apareció Nalgoncito, también desnudo y el muchachón lo miró con lujuria y se tocó la entrepierna.
Cuando Rolando volvió llevaba el pico parado ante lo que el muchachón lo miró primero a él, luego a Nalgoncito. Algo dijo mi hermano y el repartidor entró al living y rápidamente se sacó el pico, bastante grande para una persona tan joven y Nalgoncito, bien enseñado, se hincó a comérselo. Rolando tomó al muchacho de la cintura y le dio un beso de esos que yo conozco y que no dejan a nadie indiferente. El chico no aguantó mucho y se derramó en la boca de Nalgoncito, pero luego fue él el que se inclinó a comerle la pichula a mi hermano.
Todo esto me tenía en un estado que iba de la máxima felicidad a la máxima desesperación. Mi mujer se daba cuenta que el sexo me comía la cabeza a toda hora y estaba feliz, no quería saber a qué se debía tanta lujuria, pero yo sí lo sabía y estaba a un tris de terminar con el viaje y partir de regreso, sin embargo, eso no habría sido adecuado ni justificable. Esperé hasta que el día del regreso llegó.
Llegamos a casa un día viernes y Rolando ya nos había dicho que ese fin de semana permanecería con el niño en su departamento para que nosotros descansáramos y retomáramos nuestra rutina. Mi esposa estuvo muy agradecida de tanta consideración y consintió en que al menos yo fuera a ver al niño.
Ese mismo viernes, ya tarde, partí a verlos. Nada más entrar al departamento de mi hermano, lo abracé en un gesto de cariño y felicidad. Rolando entendió. Me mantuvo entre sus brazos y luego me besó con el cariño del hermano mayor que sabe lo que su hermanito pequeño necesita. Luego tomé a Nalgoncito en brazos y lo besé deliciosamente. Su saliva tenía un gustito dulce y suavecito. Le metí la lengua en la boca y el niño, me la chupó con la pericia del chico que ya ha experimentado los placeres entre hombres.
Rolando me llevó al cuarto y me desnudó completamente con ayuda de mi hijo y nos subimos los tres a la cama. Lo primero que hice fue poner a Nalgoncito entre mis piernas a mamar el pico paterno. Mi hermano me puso a mamar del suyo. Hacía muchos años que no le mamaba la pichula a mi hermano y el placer que me invadió era doble: por un lado, mi hijo haciéndome una felación divina y mi hermano clavándome el pico en la boca como sabía que me encantaba.
Ninguno de los dos teníamos intención de corrernos aún. Puse a Nalgoncito de espaldas en medio de la cama y levanté sus piernecitas. Miré a Rolando y este solo murmuró:
—Está listo.
Volví a mirar a Nalgoncito y su mirada tierna e inocente me derritió. Mi hermano mientras tanto, se puso manos a la obra y lubricó el hoyo del niño metiendo el dedo medio bien adentro. Yo sabía que no tendría problemas. No daba más de ganas y las nalgas blancas y gorditas de mi hijo, que por 7 años habían protegido un tesoro inviolable, hoy, por fin, se mostraban dispuestas a permitir la profanación.
Apunté al centro del hoyo y acerqué la punta del pico como fierro de duro. Toqué el esfínter y presioné. No fue difícil meter la cabeza. Un calor invadió la pichula, las paredes anales de mi hijo ardían de calientes. Entonces, sin atender a que le pudiera doler, le enterré la pichula hasta la mitad, me detuve un segundo en que alcancé a ver que mi hijo abrió la boca en un silencioso grito y luego se la mandé guardar hasta el fondo. El niño gritó, pero no me importó, llevaba demasiado tiempo esperando como para detenerme ahora. Rolando no me detuvo.
—¡Písalo, es tu cachorro! ¡Métesela hasta los cocos! ¡Dale!, ¡culéatelo bien culeao!
Las palabras de mi hermano me enardecieron tanto que me lo culeé con violencia, se la clavé tan adentro que el niño gimió, no sé si de dolor o placer. Mis movimientos se hicieron más rápidos y de pronto sentí que la pichula se metía incluso más allá del que parecía ser el punto máximo al que entraba en un principio. La sensación que sentí en el pico fue tan intensa que solté un bufido. Rolando le tenía encajada la pichula en la boca a Goncito de modo que de este no salía gemido alguno, pero su cara roja delataba la inmensa excitación que también estaba experimentando.
De un tirón me lo puse de ladito y se la volví a meter de un solo envión. Nalgoncito resistió con entereza y recibió mi pico, el pico de su papá, que le tenía el hoyo abierto y rojo por la fricción. Con una mano levanté su pierna y le metí rítmicamente la verga totalmente erecta. Mi hermano se volvió a ubicar frente al niño para darle de mamar de su pichula. El sudor me corría por la frente y cuando sentí que no duraría mucho más, lo puse de frente y me lo culeé como lo había hecho antes con mi mujer: con él boca abajo y yo arriba, con mis manos en su cuello, obligándolo a mirarme de lado para recibir un escupo en la boca abierta que le sacó a mi hermano un ¡conchetumadre! desde las entrañas.
Se la metí hasta que no era posible advertir un centímetro de piel entre la pichula y los cocos y ahí descargué. Me corrí en sus intestinos como queriendo preñarlo con tanta leche que le metí. Mi hermano nos lanzó los mocos en la cara a ambos, padre e hijo, que con los ojos entrecerrados los compartimos con nuestras lenguas.
Entonces, un largo suspiro, me salió del alma y solo atiné a decir: ¡Gracias, hermano!
FIN
Torux
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Estimado Torux… qué modo tan correcto de redactar! Congratulaciones. Da gusto y placer la lectura ágil del texto. Más allá de la historia, quiero felicitarte por el buen uso que haces de las adjetivaciones: quién en tienda de morfología y sintáxsis sabrá de la corrección lingüística de trasponer el adjetivo al sustantivo. Felicitaciones por esta lección.
Agradezco tu comentario, Meteorotuc. Me alegra saber que hay quien observa los recursos narrativos. También me disculpo por los fallos, que también los hay: una coma de más, otra de menos, pero hago lo mejor que puedo. Saludos.
No manches torux buen relato amigo me regusto mucho… 🙂 😉 🙂 😉
hola mi estimado, de los mejores relatos que he leído lleno de morbo, aparte adore tu prologo muy cierto todo lo que escribiste, no sé si vayas a continuar con esta historia pero me gustaría que lo hicieras, salu2
Muchas gracias, alexpinwi12. Eres muy amable.
Gracias Fer Mzt Sants Jacs. Yo tampoco sé si continúe. No fue mi intención que tuviera una segunda parte, pero quién sabe.
Una de las tantas historias que están cargadas de un morbo delicioso, y la lectura ni que decir, fue un pajazo netamente mental, muchísimas gracias