Nos vemos en el Alto
Miguel Torres, un viejo compañero del colegio, reapareció en mi vida como si el tiempo no hubiera pasado, aunque en realidad lo había hecho, y de qué manera. No tenía los mejores recuerdos de él; en nuestra adolescencia, era el típico bravucón, siempre rodeado de malas influencias. Prefería mantener.
Había regresado a El Alto en busca de respuestas sobre la desaparición de mi padre, un hombre al que nunca llegué a conocer. Habían pasado 30 años desde que se esfumó, dejando un vacío que se convirtió en una parte constante de mi vida. Cuando decidí volver al pueblo para investigar, mi vida empezó a parecerse a la trama de un programa de televisión: todo comenzó a encajar de forma sorprendentemente perfecta. Pude construir una casa mucho más acomodada a las afueras del pueblo, un lugar tan pobre que mi hogar parecía un castillo para sus habitantes. Además, trabajaba como periodista para uno de los periódicos más importantes del país, lo que me permitió trasladarme, seguir investigando mi drama familiar y ganar un buen dinero en el proceso. Era, en muchos sentidos, todo lo que podía desear.
Apenas unos días después de mi regreso, me topé con él. En el colegio lo odiaba, pero ahora, viéndolo de nuevo, algo en mí cambió. Miguel había madurado, y al verme, me reconoció al instante. Su mirada no era la misma; había un destello de algo más profundo, algo que no estaba allí antes. Acordamos tomarnos unas cervezas. No era mi tipo de plan ideal, pero entendí rápidamente que en ese pueblo no había mucho más que hacer.
Miguel me llevó a su casa, una pequeña vivienda en las afueras de El Alto que, a pesar de su modesta apariencia, tenía un aire acogedor. Al entrar, me guió hasta la sala de estar y me invitó a sentarme en una de las sillas de descanso que había junto a una mesa de madera antigua. Mientras me acomodaba, él se arrodilló frente a mí, sosteniendo mi mirada con una ligera sonrisa en su rostro, una expresión que no había visto en él durante nuestra juventud.
Antes de que pudiera decir algo, noté una sombra que se movía en el fondo de la habitación. De repente, un hombre apareció a su lado. Era un individuo de estatura media, cabello entrecano y ojos oscuros y penetrantes. Su expresión era severa, y me miraba con un ceño fruncido que no dejaba lugar a dudas sobre su desconfianza hacia mí.
—Camila, quiero presentarte a Julián Pérez —dijo Miguel, sin dejar de sonreír—. Julián es un viejo amigo… y también es alguien que puede ayudarnos a encontrar lo que estás buscando.
Julián asintió levemente, su mirada fija en mí, pero sin decir nada al principio. Parecía un hombre de pocas palabras, alguien que prefería observar antes de actuar. Finalmente, su voz grave rompió el silencio.
—¿Qué te trae de vuelta a El Alto? —preguntó Julián, directo al grano, sin rodeos.
Tomé un respiro antes de responder. No esperaba tener que explicar mi situación a alguien que acababa de conocer, pero algo en su mirada me dijo que no sería fácil eludir la pregunta.
—Estoy aquí para buscar respuestas sobre la desaparición de mi padre —dije, tratando de sonar segura, aunque por dentro sentía que mi voz temblaba levemente—. Desapareció hace 30 años, y nunca llegué a conocerlo.
Julián entrecerró los ojos, como si procesara la información. Por un momento, no dijo nada, pero luego su expresión cambió, volviéndose más seria, más concentrada.
—Esa es una búsqueda peligrosa, Camila —dijo finalmente, su tono grave y cargado de advertencia—. Especialmente en un lugar como este.
Respiré hondo y miré a ambos a los ojos, tratando de mantenerme firme.
—Miren, si son de los que se ofenden fácilmente, sigan de largo o vayan a terapia —mencioné con un toque de ironía—. No pierdo mi tiempo con ese tipo de gente. Estoy aquí por respuestas, y no voy a dejar que nada ni nadie me detenga.
Miguel y Julián intercambiaron miradas, y por un momento, el silencio en la habitación se hizo palpable. Sabía que mi comentario podía haber sido un poco brusco, pero también sentía que era necesario dejar claro desde el principio que no iba a dejarme intimidar. Después de todo, había vuelto a El Alto con un propósito, y no me iba a desviar de él.
Miguel se inclinó hacia adelante, sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y oscuridad mientras comenzaba a contar su historia.
—Después de todo este tiempo, Camila, creo que es hora de que sepas la verdad —dijo, su voz baja y grave—. Fui guerrillero. Me uní a la guerrilla cuando era joven, lleno de ideales, creyendo que estaba luchando por algo más grande que yo. Pero, con los años, las cosas cambiaron. La guerra nos fue despojando de todo lo que teníamos. La mayoría de mis compañeros murieron o quedaron marcados de por vida. Y para cuando la paz comenzó a ser una posibilidad, ya estaba cansado de todo, harto de la miseria y de las promesas vacías.
Miguel hizo una pausa, como si las palabras pesaran en su lengua.
—Julián, por su parte, fue un soldado. Un militar que estaba del otro lado de la guerra. Irónicamente, probablemente luchamos uno contra el otro sin saberlo, ambos siguiendo órdenes, ambos creyendo que estábamos en lo correcto. Cuando nos encontramos de nuevo aquí en El Alto, fue por pura casualidad. Coincidimos en una tienda del pueblo, ambos comprando algo de licor, y nos reconocimos de inmediato. Al principio, hubo tensión, claro, pero luego, cuando empezamos a hablar y a beber, las barreras comenzaron a caer.
Julián, quien había permanecido en silencio hasta ese momento, asintió lentamente, confirmando lo que Miguel decía.
—Pasamos varias noches así, conversando, bebiendo, recordando la guerra y todos los horrores que vivimos —continuó Miguel—. Y entonces, algo hizo clic. Ambos nos dimos cuenta de que la guerra nos había dejado igual: pobres, infelices, con un montón de cicatrices que no sanan. Mientras tanto, nuestros jefes, los líderes que nos mandaban a pelear, están rodeados de riquezas, disfrutando de sus vidas cómodamente, lejos del sufrimiento que nosotros vivimos. La ira comenzó a crecer dentro de nosotros. Queríamos venganza, pero no la venganza de la sangre, no más muertes. Queríamos golpear donde les doliera más: en su poder y en su riqueza.
Miguel se detuvo por un momento, sus ojos se entrecerraron mientras reflexionaba sobre sus siguientes palabras.
—Así que nos planteamos un negocio… un negocio que no es precisamente legal, pero que nos permitiría tomar lo que creemos que nos corresponde. Usamos nuestros contactos, nuestros conocimientos, y empezamos a mover mercancía. No estamos orgullosos de todo lo que hacemos, pero en un mundo como este, a veces tienes que ensuciarte las manos si quieres sobrevivir.
Miguel me miró fijamente, como esperando alguna reacción. Su historia era impactante, una revelación que no esperaba. Había visto a Miguel como un hombre cambiado, pero no me imaginaba cuán profundo eran esas cicatrices. Y Julián, el militar que se había convertido en su aliado en esta nueva vida, observaba en silencio, como si entendiera lo que yo estaba procesando.
Yo escuchaba atentamente, asimilando cada palabra, cada detalle, sabiendo que la historia de estos dos hombres era mucho más que una simple narración; era una ventana al abismo en el que habían caído y del que ahora intentaban salir.
La voz de Miguel bajó un poco, volviéndose más suave, casi vulnerable, cuando decidió compartir algo que, a todas luces, parecía pesarle en el alma.
—Hay algo más que debes saber, Camila —dijo, con un tono que me puso alerta—. Tengo una hija.
Lo miré sorprendida. No recordaba haber escuchado sobre ella antes, y su mención repentina me desconcertó. Sin embargo, no era la existencia de la niña lo que me inquietaba, sino lo que vino después.
—Es una niña hermosa, fuerte —continuó Miguel—. Pero… hay algo más que debo confesarte. Ella… ella es la fuente de mis ingresos.
Mis ojos se abrieron como platos. No entendía a qué se refería. ¿Cómo podía su hija, una niña, ser su fuente de ingresos? La confusión me invadió, y por un instante, no supe qué decir. Sin embargo, el instinto de periodista, de investigadora, me impulsó a saber más.
—¿Qué quieres decir con eso, Miguel? —pregunté, mi voz cargada de una mezcla de incredulidad y curiosidad.
Él respiró hondo, como si estuviera a punto de soltar una verdad que había guardado con recelo, y pude ver en su expresión que lo que estaba a punto de contarme no sería fácil de digerir. Pero la intriga me consumía, y necesitaba saber. Quería entender, aunque temía lo que podría escuchar a continuación.
Yo escuchaba atentamente, tratando de prepararme para lo que vendría.
—Nosotros grabamos a mi hija y vendemos los videos por internet, te sorprendería la cantidad de recursos que se pueden recibir cuando de una niña se trata, mi reacción fue quedarme completamente quieta escuchando, estaba sorprendida eso era obvio, pero creo que ellos esperaban otra reacción de mi parte que nunca llegó, por un lado se que era algo poco común, pero no me molestó, quizás porque necesitaba de esos hombres para mis intereses, así que con mi expresión le di a entender que quería saber más.
—La grabamos desnuda por la casa, la tocamos en sus hoyitos y nos masturbamos sobre ella, incluso, pagan muy bien cuando la grabamos en la ducha y nos orinamos sobre ella.
¡Eres un travieso! ¡Dios mío! Eso es posiblemente lo más excitante que me han contado. Tocar a tu pequeña hija y masturbarla. Que suerte la de ustedes. ¿Cómo se siente eyacular sobre tu hija? ¿Y orinarle en la ducha? Eres un pervertido mayor de lo que imaginaba, mi amigo malévolo.
La confesión de Miguel dejó mi mente dando vueltas. Mientras procesaba la gravedad de lo que acababa de escuchar, una chispa de sorpresa y una dosis de humor se mezclaron en mi reacción.
—¡Eres un travieso! ¡Dios mío! —exclamé, mi voz llena de incredulidad y una risa nerviosa—. Eso es posiblemente lo más excitante que me han contado. ¡Qué suerte la de ustedes!
Miré a Miguel con una mezcla de asombro y diversión. La revelación era impactante, pero no podía evitar encontrar una cierta ironía en la situación. La vida, en su torpeza y en su caos, me estaba ofreciendo una historia digna de una novela, y de alguna manera, eso me resultaba fascinante.
—Eres un pervertido mayor de lo que imaginaba, mi amigo malévolo —añadí, con un tono juguetón pero sincero. Mi risa seguía flotando en el aire, marcando una mezcla curiosa entre la sorpresa y una leve admiración por la audacia de Miguel.
Miguel, aunque visiblemente desconcertado por mi reacción, no pudo evitar sonreír. La tensión en la sala se había aligerado un poco, y la situación, aunque aún cargada de misterio, parecía tomar un giro más humano y menos sombrío. La confesión que había compartido era indudablemente compleja, pero el humor y la curiosidad habían encontrado su lugar en la conversación.
Miguel, con un tono más serio y casi resignado, continuó hablando, como si necesitara aclarar o justificar lo que acababa de decir.
—Nunca cogemos —dijo, sus palabras saliendo con un tono de desilusión
Miguel me miró con una mezcla de nerviosismo y esperanza, como si finalmente hubiera tomado una decisión importante.
—¿Puedo presentártela? —preguntó, sus ojos reflejando una mezcla de ansiedad y emoción.
La sorpresa y la curiosidad me invadieron. No había anticipado esta oferta, y aunque la idea de conocer a su hija me parecía intrigante, también me llenaba de incertidumbre.
—Está bien —dije finalmente, con una sonrisa que intentaba transmitir tanto mi curiosidad como mi respeto por la decisión de Miguel—. Me encantaría conocerla.
Julián sonrió con alivio y se levantó de la silla, su expresión más relajada. Se dirigió hacia la puerta con una mezcla de expectativa y nerviosismo, listo para presentarme a la niña.
La niña era una mezcla fascinante de inocencia y fortaleza.
Tenía unos diez años, quizás un poco más, con el cabello oscuro y rizado que caía en ondas desordenadas alrededor de su rostro. Sus ojos, grandes y brillantes, eran de un marrón profundo que reflejaba una curiosidad y una inteligencia que parecía más allá de su edad. Vestía una camiseta sencilla y unos pantalones jeans, pero había algo en su postura y en su manera de caminar que mostraba una confianza tranquila.
Cuando entró, su mirada se encontró con la mía, y pude percibir una chispa de reconocimiento y duda en sus ojos. Julián la llevó junto a su padre, al frente mío comenzó a desvestirla. Con movimientos cuidadosos, la pequeña comenzó a quitarse la ropa. A medida que lo hacía, su cuerpo delgado y joven se hacía visible. Cuando se encontró en ropa interior, noté que el contorno de su cuerpo era claramente visible. Su vagina, estaba expuesta brevemente mientras ella se movía inquietamente.
La niña, exclamó:
—¡Papá! —mientras movía la mano de su padre que ya se posaba sobre su pequeña vagina.
—Vamos a hacer lo de siempre hija, mientras terminaba de quitarle su última prenda.
La respiración de la niña ya podía escucharse por toda la habitación. Me acerque un poco más a ella, que me sonríe y cierra lo ojos. Me pongo a la par y empiezo con unos masajes. Empiezo por el cuello, me extiendo para empezar a cubrir la espalda, voy bajando por su columna hasta llegar a su cintura, paso por su culito, ella suelta un suspiro. Julián se acerca con un pene en erección que no me di cuenta en que momento había dejado al descubierto, Miguel por su parte ya había comenzado a grabar, no se porque pero de momento no me preocupo el hecho de que también se estaba viendo mi cara. Con movimientos suaves Julián se masturba contra nosotras. Me agache mucho más, a la altura de su colita, abrí sus cachetes con las manos y metí mi lengua, lo penetre con esta una y otra vez. Julián la alza con sus brazos y comienza a puntearle su pene en su ano mojado por mi saliva. Sus quejidos se vuelven algo incontrolable cuando la cabeza entra por completo. Fueron solo unos segundos, 30 calculo, cuando Julián anunció su venida. Cuando se lo saco y la puso nuevamente en el suelo ella se desgonzó, cayendo sentada en el suelo tal como yo me encontraba.
Después de la intensa experiencia que acabábamos de compartir, nos quedamos acostados en el sofá durante unos 30 minutos en un silencio casi total. La atmósfera estaba cargada de una mezcla de emociones y reflexiones que ambos estábamos procesando.
Me levanté con la intención de despedirme, pero Miguel, que se encontraba desparramado en el sofá con una cámara de video aún en la mano, me advirtió que sería mejor que no saliera ya tan tarde. Me sugirió que esperara hasta la mañana para hacerlo. La noche ya había avanzado, y la advertencia parecía razonable en el contexto del lugar y la hora.
Miguel, en su posición relajada en el sofá, observaba el entorno con una mezcla de cansancio y satisfacción. Mientras tanto, yo me dirigí hacia Julián, quien estaba ahora más tranquilo, y comenzamos a hablar sobre la niña. La conversación se centró en ella, su vida y su bienestar, mientras yo intentaba comprender mejor su situación y el papel que desempeñaba en la vida de Miguel y Julián.
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