Padre e hija: noche de sexo oral y condones.
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por LadyClarisa.
En aquel entonces, mi hija acababa de cumplir los once años, y yo le había hecho una fiesta tranquila con algunas de sus amiguitas más cercanas de la escuela.
Les compré un pastel y también dulces para que pudieran disfrutar todas juntas de una cálida noche.
Ser padre soltero tiene sus desventajas cuando cuidar de una hija se trata.
La mamá de Verónica había muerto cuando ella tenía sólo cinco años, por lo que no la recordaba bien.
Desde eso, yo me había hecho cargo de su educación y trataba de mantenerla feliz en todos los aspectos de su vida.
Me costaba decirle que no a lo que me pedía y era muy sobreprotector con ella.
—¿Te divertiste en la fiesta? —le pregunté en cuanto sus amigas se fueron después de haber sido recogidas por sus mamás.
—Sí, aunque… me hubiese gustado que se quedaran a dormir.
No me gusta estar sola en mi cumpleaños.
—Anda, ve a bañarte —le dije, evitando el tema de que le hacía falta una mamá.
Verónica se fue a duchar mientras yo recogía todo lo que habían hecho las niñas en el cuarto de mi hija.
Trapeé el piso manchado de pastel y puse los platos desechables en una bolsa de basura.
Al barrer, noté que había una mochila en el piso.
Le pertenecía a Adriana, una de las amigas de mi hija y la más grande de todas.
Era una chica que tenía ya unos trece años y estaba tan bien formada, que he de decir, me excitaba siempre que la veía.
Trataba de ignorar esos pensamientos, por supuesto.
Sólo por curiosidad, abrí el bulto.
Lo que encontré en su interior me puso la carne de gallina.
Se trataba de una revista pornográfica.
Una muy guarra al parecer.
Me senté en la cama para ojearla, incrédulo al pensar que las niñas estuvieran viendo esto mientras estaban encerradas.
Claramente eran fotografías de muchachas chupando penes o siendo cogidas por varios hombres.
Tragué saliva mientras las miraba y pensé en que este era el motivo por el que yo escuchaba tantas risitas provenir del cuarto.
Volví a meter la revista cuando oí que Verónica salía del baño.
Alarmado, dejé caer la mochila y me levanté en cuanto ella entró.
Estaba envuelta en una toalla pequeña que le cubría la mitad de las piernas blancas y dejaba sus hombros desnudos.
Se le ajustaba muy bien a su cuerpo pequeño.
—¿Qué haces? —me preguntó con inocencia, sentándose frente a su tocador con espejo.
Empezó a cepillarse el pelo.
—Bueno, nada.
Sólo limpiaba, amor.
Te tengo un regalo.
Me acerqué a ella y le toqué los suaves hombros.
Eran tan diminutos que toda mi mano los cubría.
Entonces, saqué de mi bolsillo un collar de plata.
Sus ojitos se iluminaron en el reflejo del tocador mientras yo se lo colocaba alrededor de fino cuello surcado de pecas.
Sus ojos azules eran tan lindos como la gema que pendía del collar.
—¡Gracias, papi!
—Es hermosa, como tú —le di un beso en la garganta y la abracé con mucha fuerza.
Era mi princesa y esperaba tenerla a mi lado por mucho tiempo.
Además, era idéntica a mi esposa cuando ésta tenía la misma edad y estaba viva.
Ella me dio un besito en la punta de los labios.
Era costumbre suya.
Después de dejarle ese regalo, me salí de su habitación y me fui en dirección a mi cuarto para… bueno, tocarme.
Sí.
Alguna clase de extraña emoción se había disparado en mi mente luego de ver esa revista porno e imaginarme a cinco niñas de no más de trece años mirando con curiosidad todas esas posiciones sexuales.
Mi hija entre ellas.
Luego de aquella efímera masturbación, bajé para arreglar la cocina y lavar los trastes.
También metí algo de ropa a la lavadora para adelantar la colada de mañana.
Limpié muebles y ordené las fotos de mi esposa, que estaban en retratos dentro de unas repisas.
—Prométeme que le enseñarás de todo a nuestra hija —susurré las mismas palabras que ella había dicho antes de partir.
Suspirando, subí hacia el baño para relajarme en la tina.
Una media hora más tarde, envuelto sólo con una toalla alrededor de la cintura, decidí entrar al cuarto de Verónica para recuperar la revista.
No obstante, antes de poder pasar, oí sus risas al otro lado de la puerta.
Al asomarme por una rendija, la vi ojeando la revista.
Estaba sobre su cama, todavía envuelta con la toalla y mirando con sonrisas de ingenuidad infantil aquellas imágenes poco ortodoxas para su edad.
Y de alguna manera, me emocionó verla.
El pelo ralo le caía a los lados de la cabeza.
Era de un color muy negro y lacio.
La piel de alabastro que recorría cada centímetro de su candorosa anatomía me recordaba tanto al satén, que me fue imposible no imaginarme recorriéndola a besos.
Entré al cuarto para sorprenderla.
Verónica se quedó congelada y su cara de inmediato adquirió la tonalidad de una manzana madura.
—¿Qué estás leyendo, princesa? —le pregunté, fingiendo que no lo sabía.
Ella cubrió la revista con las manos.
—¡Nada!
—Anda, déjame ver.
—¡No!
Me senté a su lado.
La revista estaba debajo de ella y me miraba con ojitos de culpa.
Yo sonreí y sacudí la cabeza para que el agua de la ducha le pringara en la cara.
ella rio, y aproveché ese segundo de distracción para meter la mano bajo su torso y quitarle la revista.
—¡Oye! —exclamó ella.
—Mmm.
Verónica ¿qué haces leyendo estás cosas? —lo dije con la menor muestra de enojo posible.
Había leído que quitarles a los niños la curiosidad podría ser malo para ella.
Mi nena me observó, sonrojada.
—Sólo… Adriana la trajo y… estaba mirando.
—¿Te gusta lo que aparece aquí?
Riendo nerviosa, asintió.
Ojeé la revista, aunque ya la había visto antes.
—¿Sabes lo que están haciendo? —le pregunté.
Ella se sentó a mi lado.
La toalla se le estaba resbalando.
—Sexo —fue su inocente palabra.
Oírla en la voz de una niña de su edad me produjo un escalofrío incorrecto.
Tragué saliva.
—Sí.
Sexo.
¿Has leído sobre eso en la escuela?
Asintió, y entonces, con cautela, señaló una de las fotos.
Era de una mujer chupando un pene hasta el fondo de su garganta.
—Esto… ¿qué es?
—Se llama felación —aclaré, avergonzado y con mi cuerpo cediendo a un impulso que no debería ser nombrado jamás.
Por alguna razón, no pude dejar de hablar—.
La mujer siente placer al recibir el pene de un hombre en la boca.
El hombre… también lo disfruta.
—Pensé que… bueno… —se pegó más a mí, hasta que su hombro tocó mi brazo.
Fue electricidad—.
La señorita Fernández dijo que el sexo sólo es para tener hijos y no debe hacerse para… sentir placer.
Suspiré con decepción.
La maestra Fernández provenía de una escuela católica, y siempre andaba de aquí para allá.
En especial contra Verónica.
Usualmente mi hija llevaba la faldita más corta de todas, y le causaba problemas con la autoridad.
—Esta maestra… no debe haber tenido nunca un pene en la boca.
La nena rio, y más animada aun, dio vuelta a la página.
—¿Y eso?
—Sexo anal.
Me acomodé en la almohada de su cama.
Era de tamaño matrimonial, y le había pertenecido a mi esposa.
Cuando murió, Verónica decidió quedarse allí.
Ella se acomodó debajo de mi brazo.
Su contacto, ambos envueltos con sendas toallas y desnudos debajo de estás, me hizo suspirar en más de una ocasión.
—Pensé que el ano era para…
—No —le interrumpí antes de terminar—.
Hombres y mujeres disfrutan siendo… penetrados.
—¿Duele? ¿Yo lo haré algún día?
Una pregunta tras otra.
Sonreí y le besé la mejilla.
—Claro, amor.
Serás penetrada un día de estos.
Te gustará.
A mamá le gustaba.
—¿Tú la penetrabas… por aquí? —señaló la entrada rectal de aquella modelo.
Yo asentí, apenado—.
¿Le gustaba?
—Sí.
—¿Cuándo podré hacerlo yo? ¿Quién será?
—Hey, tranquila —le acaricié un brazo—.
Todo a su tiempo.
Primero tienes que aprender a moverte bien.
Después, encontrar un hombre que te guste y hacerlo todo el día si quieres.
En su momento te daré permiso para salir, siempre y cuando lleves condones.
—Condones —reflexionó—.
La maestra dijo que no eran buenos.
—Eso es porque ella no sabe ni siquiera como ponerlos.
—No nos quiso mostrar.
Y en ese momento, como si alguna clase de perversión se apoderara de mi mente, sentí el imperioso deseo de mostrarle a Verónica algunas cosas que, más adelante, me permitirían tener mejor comunicación con ella.
Le dije que esperara.
Fui a mi cuarto.
Agarré un par de condones y regresé con ella.
Volvió a acomodarse debajo de mi brazo
—Anda, ábrelo.
Ella lo abrió con los dientes.
Le dije que no debía, pero estaba aprendiendo.
En el momento que ella sacó el preservativo y sintió el lubricante, su sonrisa se ensanchó.
Mi pene, entonces, reaccionó haciendo presión contra la toalla hasta levantarse por encima de esta.
Verónica siguió jugando con el condón, desdoblándolo y luego, probando el lubricante con la lengua.
—Sabe a… naranja.
—Es con sabor.
Cuando la mujer chupe, sentirá más rico todavía.
—Esto ¿cubre tu pene?
—Sí —y he aquí donde llegué al límite de lo aceptable.
La desdeñosa cumbre que nadie debería de atreverse a romper, donde los más grandes desafíos a la moral se encuentran—.
¿Quieres aprender a poner uno?
—Sí —respondió, después de unos segundos.
La miré a los ojos.
Casi sentí ganas de llorar al ver en ella la viva imagen de Alejandra.
Mi esposa.
—No le puedes decir a nadie ¿de acuerdo?
Quedando el trato sellado, me quité la toalla.
Heme allí, desnudo con mi hija.
Mi pene ganó tamaño incluso por encima del acostumbrado.
Puede que la situación ayudara.
El glande sobresalió de una forma esporádica, rosado e hinchado.
Los ojos de Verónica estaban puestos en él y tenía los labios entreabiertos.
Entonces, alargué una mano para acariciarle las piernas.
con la misma mano, desaté el nudo de la toalla.
Ella la sostuvo para que no se cayera.
Me miró.
Sonrió como quien sabe que algo va a pasar, y dejó que la manta descubriera su cuerpo infantil.
El pecho ya no era tan plano como antes.
Se apoyó de las rodillas y se desató la coleta que sostenía su cabello largo.
Lo acaricié, enredando mis dedos en sus mechones.
Bajé por su espalda y cintura, hasta posar mis manos en sus nalgas.
Pequeñas y firmes.
Pequeñas y carnosas.
Era una sensación más allá de lo indescriptible.
Ella no pareció prestarle atención.
Las auroelas de sus diminutos pezones eran rosadas.
Mis ojos acariciaron su vientre plano y terminaron en la fina hendidura de su vagina sin vello.
Tragué saliva de nuevo, y mi verga se movió sola.
Ella sonrió y se volvió a apoyar a gatas.
—¿Cómo se pone? —me preguntó, sonriendo.
Mis dedos continuaban sobándole la parte interna de las nalgas.
—Abre el otro condón, pero no con los dientes.
Así.
Perfecto.
Ahora, sin desdoblarlo, colócalo sobre la punta del pene.
—Pero… ¿no te dolerá, papi?
—¿Quieres practicar sexo oral? —le pregunté, con cada latido de mi pecho yéndose en esa palabra.
Verónica se tardó un tiempo que me pareció eterno en darme su respuesta.
Esos segundos de duda me hicieron sospechar de que todo estaba mal.
Iba a largarme de allí, cuando ella asintió.
Se acomodó entre mis piernas, con el trasero levantado y dando vista hacia la puerta.
Separé los muslos para que ella mirara hasta mis testículos calientes.
Con una mano, tomé la base de mi polla y con la otra le acaricié la mejilla.
Verónica lamió el glande con timidez.
Once años de crecimiento bastaron para que sintiera el sabor de un hombre, de su padre.
Al sentir su saliva, todo mi ser se estremeció de gozo.
La tomé de ambas mejillas y guie su cabeza hasta mi miembro.
Vi su boca abrirse, sus labios pequeños y jamás besados, acoplarse al tamaño de mi virilidad.
Entonces, como si supiera qué hacer, cerró los ojos y envolvió unos cinco o seis centímetros de los dieciocho que me medía el pene.
—Mueve tu lengua.
No te quedes quieta.
Sin despegarse de mí, asintió.
Su lengua embarrada de saliva empezó a lamer el frenillo y también la cabeza rosada que se le ofrecía.
Mientras tanto, guié sus manos para que me realizara una paja con ellas.
Una vez dadas las instrucciones, me retiré hasta relajarme y sin dejar de mirarla.
La mandíbula infantil se dilataba para dar cabida al grosor de mi miembro.
El movimiento de succión hundía sus mejillas.
Lenta y dolorosamente, la mamada que mi nena me estaba dando, bastó como para que me quitara de todo abismo de culpa.
—Cambiemos de posición —le dije al fin.
Ella, insegura, se acostó sobre la cama.
Entonces procedí a poner las rodillas a los costados de su cara y ofrecerle mis testículos.
Verónica, riendo, sacó la lengua y paseó toda aquella mojada superficie sobre mis huevos.
Era como el paraíso corrompido por un sentimiento disforme.
Dirigí la punta de mi pene a su garganta.
Ella tragó, separando su boca.
Moví las caderas de adentro hacia afuera para que, centímetro a centímetro, la carne fálica entrara en aquella suave boca de terciopelo.
—Anda.
Guía una mano hasta tu vagina.
Frota.
Disfruta.
Aprende.
Rio al escucharme hablar con esa pasión.
Enredó sus largos dedos sobre mi pene, y con la otra, cruzando entre mis piernas, las llevó a su sexo.
Se le perló la frente de sudor, y su clítoris traicionero logró dominarla.
Su boca se movió con más velocidad, llenando mi verga de besos y mordidas que prometían un futuro lleno de deleite.
La miré con algo muy similar al amor que siente un hombre por su novia.
Le acaricié las mejillas y dejé que mi pelo, largo hasta los hombros, se me pegara a la cara al mojarse por el sudor que despedía mi propia frente.
Había demasiado calor en ese cuarto.
Un hombre de mi edad, treinta años, enfrentándose a una niña de once.
Alguien debería escribir sobre esto.
Sobre la perfidia que se estaba cometiendo allí.
Después de mamar un rato, Verónica dijo que estaba cansada de esa posición.
Así pues, le enseñé que ella también podría sentir ese placer.
La tomé de las piernas y la levanté con mis brazos forzados.
Ella rio a carcajadas en cuanto coloqué sus piernas en mis hombros y su cabeza casi tocó el techo.
Se agarró a mi cabello largo.
Su vagina quedó justo a la altura de mi boca, y probé de ella.
Apenas había lubricación.
El despertar de un sexo siendo invadido por primera vez.
Mantuve el equilibrio pegando a mi hija contra la pared.
Ella estaba hasta arriba, con las manos sobre mi cráneo y sus piernas cayendo sobre mis hombros.
Su voz era una amalgama de gemidos y risas.
De suspiros y de palabras entrecortadas.
Lamí el estrecho agujero sin penetrar.
Bebí de sus jugos infantiles y mordí los labios que permanecían cerrados como una flor.
Luego de eso, la llevé de vuelta a la cama.
La dejé caer.
Riendo todavía, Verónica dejó que me montara sobre ella.
No era la imagen más cómoda del mundo, así que giramos.
Ella ahora sobre mí.
Su vagina mojada por mi boca se posó sobre mi verga.
Esta se movió.
Reímos y, tomándola de la cintura, comencé a besar a mi pequeña.
La chica se sorprendió ante la interrupción de mis labios.
Fueron besos inexpertos durante los cuales, disfrutando de su saliva, acaricie su espalda y sus nalgas.
Separé las carnes que escondían su ano y permití un dedo dentro de ella.
Se quejó.
Le había dolido.
La besé un poco más y una vez tuve una dos falanges dentro, empecé a mover dentro de su recto.
Verónica aguantó bien esas primeras sensaciones provocativas.
Jadeó y ella sola empezó a mover su cintura, víctima de alguna clase de emoción placentera que destellaba en sus entrañas.
La boca de una niña es especial.
Sabe de una forma que nunca podría demostrar ni con el libro más complejo de sexo.
Saqué mi dedo de su ano estrecho y le acaricié la espalda, arañándola con suavidad.
Ella se frotó más fuerte, como imaginando la escena en la revista.
Jadeé.
Se echó para atrás y me pareció que su tuviera pechos, estos se abrían abultado.
Aun así, acaricié esos tiernos brotes.
Luego vi su vagina aprisionando mi pene.
Tomándola de la cintura, hice que el ritmo aumentara y la fricción terminó por hacerla reír y gemir a la vez.
Un orgasmo.
Un orgasmo infantil.
La última línea defensiva de toda la moralidad del mundo.
Su pecho, bañado de sudor, enrojeció.
Sus manos minúsculas eran como patitas de insecto sobre mis pectorales.
Yo no había terminado de experimentar placer.
—Lame —le pedí.
Ella no dijo nada.
Acató mi orden y se apoderó de mi verga.
Una mano me pajeaba.
La otra, buscaba mi propio ano para explorarlo.
Levanté las caderas para dejarle el acceso libre.
Ella tosió al atragantarse con mi miembro, pero se recuperó y volvió al ataque.
Cada vaivén de su cara iba acompañado de una estimulación hacia mi próstata.
Ella no lo sabía.
El doloroso orgasmo me hizo eyacular dentro de ella.
Darle de beber mi semen a Verónica casi la asustó.
Abrió los ojos y se separó.
Abrió la boca, y unos hilos de esperma caliente resbalaron por sus labios.
Se dio prisa en recorrer esos hilos blancos y los volvió a meter dentro de su garganta.
El dedo que me exploraba entró más.
Reí.
Ella siguió chupando de mi pene durante un rato, desesperada al ver que comenzaba a reducir su tamaño.
Incluso frunció las cejas, decepcionada de sí misma.
—¿Qué pasó? —preguntó al fin, acomodándose sobre mi pecho.
—Eso… es lo que pasa, cuando la mujer hace bien su trabajo.
—¿Entonces lo hice bien?
—De maravilla.
—¿Y el condón, en qué momento te lo pongo?
Eché unas risas.
Besé sus pechos, sus mejillas, su boca.
—Creo que… tenemos toda la noche para seguir aprendiendo.
Fin.
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