Próxima reunión familiar 1
Tres hijas, un padre, una tradición. Mi lugar en mi familia queda claro cuando conozco su historia llena de incesto. .
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Sabíamos que veníamos de una familia incestuosa, pero yo no tenía idea de cuanto se extendía esta tradición en nuestra familia. Según entiendo inició como un experimento hace algunas décadas, buscaban a las familias con la mejor genética para cruzarlas y tener sujetos que pudiesen resistir vacunas. Creo que el proyecto duró una generación antes de que el presupuesto se destinara a otra cosa. Aun así, las mujeres de mi familia siguieron con la tendencia.
Mi nombre es Jessica, la tercera de tres hermanas. A mis trece años, me desempeñaba igual que mis hermanas a la hora de conseguir placer. Teníamos dinero, muchísimo, el suficiente para no preocuparnos por nada, ni siquiera de las habladurías de los vecinos. Vivíamos en una casa grande, con piscina y una cancha de tenis. Un gimnasio propio nos permitía mantenernos hermosas y el dinero nos dejaba arreglarnos como quisiéramos. Yo era rubia, casi platinada. Era delgada como mis hermanas, aunque con menor talla de pechos. Podíamos vestirnos como quisiéramos siempre que cumpliéramos con el requisito del fácil acceso a nuestras partes íntimas, placenteras y erógenas. La mejor ropa de Victorias Secret, Pink y demás marcas de renombre, siempre estaba en nosotras, siempre que se pudiera quitar con facilidad. Nuestros profesores privados luchaban con ellos mismos para no mirarnos de forma indebida, pero casi siempre fallaban. Y Cassandra y Mara tampoco se las ponían fácil. Sus grandes sueldos eran lo único que los hacía quedar en silencio.
Padre nos cuidaba bien. Trabajaba hasta el mediodía y luego iba a la casa a pasar el tiempo con nosotras. Hasta ese momento, los profesores y demás servidumbre nos vigilaban, aunque siempre mirando hacia otro lado. No querían pasarse de la raya. Sospechaban qué pasaba una vez que se cerraban las puertas detrás de ellos a la una de la tarde, los únicos que lo sabían era el anciano mayordomo, la cocinera y un par de sirvientas de confianza. Después de despedirnos de los demás, iniciaba el placer.
No sé desde cuando Mara y Cassandra lo hacen, pero yo inicié un año atrás. No era ajena a ver a mis hermanas desnudas, tampoco besando a papá con pasión, pero siempre rehuía de cuando él se sacaba la verga para colocarlas encima de ellas. Escuchaba sus gemidos y gritos de placer, pero de alguna manera para mí eso era juego de grandes. Mara tenía entonces quince años y Cassandra diecisiete.
En una de esas ocasiones bajé a la cocina. Ahí estaba Lucrecia, nuestra cocinera. Ella pasaba encerrada en ese lugar casi todo el día, no solo porque ahí estaba su zona de trabajo, sino porque detrás estaba su habitación. Cuando no estaba en servicio, se acostaba en su cama a leer. Uno de sus libros que más habían llamado mi atención se llamaba “El precio de la sal”. Ese día lo tenía en la mano cuando me vio llegar.
-Hola Jessy, ¿cómo estás? ¿Quieres que te prepare algo?
-Ahora no, Lucy. Vine porque papá está con mis hermanas.
-¿Y a ti no te gusta eso?
-Mmmmm no sé, es que parecen sufrir mucho.
Ella rio enternecida.
-No sufren, preciosa, se la pasan bien. Lo que pasa es que cuando hacen el amor el placer es demasiado fuerte que muchas gritan. ¿Qué nunca los has sentido cuando te tocas?
La miré con vergüenza.
-Porque te tocas, ¿cierto? – dijo casi con preocupación – Mira, ven conmigo.
Me tomó de la mano y me llevó a su habitación. Cerró la puerta, aunque no era necesario, nadie bajaba para allá. Se quitó el delantal y luego la blusa. Lucrecia era bella, estaba en sus treinta y tenía unas piernas grandes y fuertes. No era gorda, pero sus tetas la obligaban a usar tallas grandes para blusa. Al quedar desnuda frente a mí, sentí algo que pocas veces había sentido, aunque nunca en esa magnitud. Sentí calor, cosquillitas. Creo que me sonrojé.
-Acuéstate en la cama.
La obedecí. Me quité los zapatos y me dejé caer. Ese día sólo tenía un pequeño top de ejercicio y una faldita holgada, como siempre sin ropa interior.
Lucrecia, ahora sin pantalones ni bragas, subió a la cama junto a mí y me miró sonriendo. No era una sonrisa amable como siempre, llena de dulzura, sino de algo parecido a la malevolencia. Era similar a como papá miraba a mis hermanas antes de tocarles el culo o las tetas y llevarlas al sofá, a los camastros del jardín o su cuarto. La diferencia era que Lucrecia no parecía querer tomarme por la fuerza, sino que había cierta ternura en ella. Eso se confirmó cuando me puso la mano sobre sobre la mejilla, justo antes de acercar sus labios a los míos para besarme.
Es difícil describir tanta humedad. Sólo puedo decir que creía estarme orinando. Muchas veces mis hermanas me habían besado y otras muchas me había mojado por ver a alguien en el constante porno de la casa, pero tener a una mujer desnuda, besándome sin inocencia, con total malevolencia y picardía, me llevaba a mojarme como nunca.
Sus manos levantaron mi top deportivo aun antes de dejarme de besar. Cuando nuestros labios se separaron, una enorme sensación de pesar me inundó. Quería más besos. Más por favor. ¡Por favor! Pero por suerte sólo lo hizo para llevar su boca a las diminutas tetas que acababa de descubrir. Descubrí que estaba sensible. Demasiado, aunque en un buen sentido. Apretó mis pezones con sus labios y su lengua se movió en círculos. Si antes estaba húmeda, ahora lo estaba más. Sus manos estaban en mi cintura, recorriéndome de arriba abajo, pasando ocasionalmente cerca de mis muslos, cerca del lugar cada vez más húmedos.
Solté un gemido. Lo recuerdo bien. Fue profundo y honesto. Mis hermanas hacían igual, sólo que más fuerte. Lucrecia me dejó de lamer sólo para mirarme con orgullo, luego me volvió a comer las tetas. Cambiaba cada menos de un minuto. Lamidas en círculos aquí, otras más en la otra. Me estaba volviéndolo loca.
-¿Esto… esto es hacer el amor? – pregunté. No me había dado cuenta de que me había metido un dedo a la boca.
Ella me miró con una sonrisa. También estaba sonrojada.
-Sólo si me amas. De otra forma es coger.
Lucrecia me comenzó a besar ahora entre las tetitas, en el vientre, en el ombligo en el pubis, y finalmente levantó mi faldita para llegar debajo, donde las cosquillas y el calor me pedían resolver algo que no sabía cómo nombrar. Estaba desesperada y mis manos querían ir ahí a hacerlo por sí mismas. Me abrí los labios con la mano, justo cuando su lengua pasó por encima. Le di acceso a todo, a mi cuevita, a por donde orino y al lugar en donde sentía más placer. Y aunque estimuló todo, se concentró justo ahí, donde me hacía gritar.
-¿Ves? No te está doliendo… ¿O sí?
-Por favor más…
Y ella continuó. Lamía y lamía, primero de arriba abajo y luego en círculos en aquel punto tan especifico. La humedad aumentaba y mi desesperación por gritar también. No necesitó aumentar la velocidad ni hacerlo con más fuerza. Sólo continuó como inició. Mantuvo su velocidad, el ritmo, su respiración. Dios, cuánto disfruté. Mis gemidos y gritos eran su guía. Me comenzaba a doler tener las piernas tan abiertas, pero valía la pena. Cada segundo se volvió eterno, y más cuando el momento cúspide se sentía más próximo. Dios, de sólo recordarlo… la espera cada vez era más corta, ¿pero para qué? ¿Qué esperaba? Mi respiración iba a toda velocidad y yo ni siquiera sabía lo que estaba por venir, sólo sentía el placer aumentar…
Grité tan fuerte que Lucrecia tuvo que despegarse de mí y taparme la boca con la mano. No sabía en ese momento, pero ella, al igual que los vigilantes en las entradas, los profesores, el mayordomo y el jardinero tenía prohibido tocarnos. La podían despedir o peor.
Nos quedamos quietas por unos segundos, esperando a que mi respiración se tranquilice y saber que nadie nos hubiese escuchado. Luego la risa me ganó. No sé por qué lo hice, sólo me reí. Ella, perpleja, casi aterrada, también lo hizo. Reímos juntas. No fue hasta ese momento que noté su rostro y pechos húmedos. Yo la había mojado. Mi orgasmo le había disparado directamente en la cara y cuello.
-No sufrí para nada – le dije sonriente.
-Qué bueno. Nunca pensé que lo aprendido en libros funcionara. – dijo Lucrecia antes de colocarse sobre mí y besarme.
Esta vez no lo hizo de aquella forma que buscaba generarme calor, sino con dulzura y agradecimiento.
-Sólo lo había hecho con otra mujer – Reveló después de unos segundos – Viajé a París porque estudiaba gastronomía y ahí tuve esa oportunidad.
-No me cuentes eso.
-¿Por qué no? – preguntó sorprendida.
-No lo sé – De verdad no lo sabía. Era como cuando veía a mis hermanas con algo que yo quería – Me enoja.
-Mi preciosa princesa está celosa. Eso quiere decir una cosa. – Se deslizó en la cama hasta poner sus tetas inmensas en mi cara – Parece que esta hermosa chica me quiere.
Unos días después, cuando uno de mis profesores trataba de verme bajo la blusa mientras me explicaba cómo resolver un problema de matemáticas, tomé una decisión. Esa tarde mis hermanas iban a salir con unas amigas suyas (porque, a pesar de nuestro aislamiento, las tenían) y yo necesitaba respuestas.
Papá llegó como de costumbre. Manoseó a mis hermanas, las llevó a la habitación y después de una hora las dejó ir a sus propios cuartos para prepararse para salir. Debian verse menos zorras, como decía papá. Muchas de nuestras conversaciones consistían en que debíamos mantener las apariencias a pesar de no hacer nada malo. Y en caso de revelarle a alguien ese secreto, debían informarle enseguida y él evaluaba cómo evitar que esa información se propagase.
Entonces, cuando se fueron, entré a su despacho. Él estaba junto a su escritorio revisando unas hojas con cifras.
-Papi, ¿podemos hablar?
-Sí amorcito ¿qué quieres?
Entré y me senté en su sillón. Él estaba desnudo bajo una bata de seda. Era musculoso, un poco peludo, pero ya se veía grande. Debía estar en sus cincuenta años, nunca lo supo en realidad.
-¿Por qué follas a tus hijas?
La pregunta hizo despegar su vista del papel. Por un momento me miró con dureza, pero luego pasó a sonreír.
-Lo hago porque así es la tradición en nuestra familia. Además, es rico.
-¿Pero por qué es tradición? ¿Por qué lo haces con ellas?
-Hija, hija, hija. ¿Por qué quieres saber? ¿Acaso te asusta? Créeme que no lo haría con tus hermanas si no quisieran. Ellas me lo pidieron, quisieron ser como su madre.
-¿Mamá era familiar tuya?
Papá dejó la hoja en su escritorio y se sentó junto a mí en su sillón.
-Dices “mamá” como si estuviera muerta. No está muerta, está en otro lugar. Y sí, es mi familiar. Es mi sobrina, la hija de mi hermana Sandra.
-Sandra – repetí – ¿Ella y tú…?
-¿Ella y yo follamos? No. Sandra se casó con un tonto de otra familia de buena sangre y tuvo a Sofía. Yo me acerqué a ella cuando tenía unos once o doce años – me tocó uno de los pechos como si así dijera “como tú” – y terminamos follando. Tenía doce cuando tuvo a Cassandra. Imagina la sorpresa de su mamá. No esperaban que fuera tan joven cuando tuviera hijos. Así fue como Sofía se vino a vivir conmigo y a tener a otras dos hijas más. – De nuevo me tocó el pezón, refiriéndose a que yo era una de esas. Fue mal día para no usar ninguna clase de blusa o top.
-¿Pero por qué con tu sobrina? – pregunté, un poco acalorada.
Se puso un poco serio, se recostó en el sillón.
-Por mi otra hermana. Tengo una gemela, se llama María. Seguro ya lo sabías. Ella y yo éramos muy unidos y un día sólo pasó. Preñada y al hospital. Ahí fue cuando supieron que éramos de una familia con buena sangre, de esos sin problemas genéticos hereditarios. Su hija, nuestra hija, Fernanda nació perfecta. No tenía nada de malo y quisieron estudiarnos. Un día María se enojó, se cansó de todo y se fue. Yo me quedé sin coño al cual follar y mi único consuelo fue una hermosa niña recién en su menarca.
-¿mamá lo disfrutó?
-Claro que sí, pero su hermano tenía celos. Sofía apareció embarazada y se fue a mi casa. Guillermo la visitaba seguido y en más de una ocasión los encontré besándose. Supe qué hacían más que eso cuando lo vi salir de la casa despeinado. Me enojé al principio, pero me recordaban a María y a mí, así que mientras no la preñara, no encontraba problema.
-¿Cómo sabes que somos tus hijas?
Eso pareció hacerle gracia.
-Porque cuando no estaba embarazada, me llevaba a tu mami a otro lugar. Uno de esos fue nuestra casa en la sierra, lejos de todo. Sólo me dedicaba a follarla y manejar negocios por teléfono. Ella disfrutaba del sexo, pero extrañaba a su hermano.
Me miré las manos. Eso me provocaba otra pregunta.
-¿Cuándo se fue? – pregunté con los ojos saturándose de lágrimas.
-Ay, mi vida. Cuando se embarazó de ti, me dijo que serías la última de ella y yo. No podía estar más lejos de su querido hermano, así que se fue en cuanto te tuvo. Ni siquiera sé si te dio pecho alguna vez… lo siento.
Agité la cabeza para quitarme esos sentimientos.
-¿Y en la familia alguien más hace esto? Me refiero a… reproducirse en familia.
Me pasó un brazo por encima de los hombros y me llevó hacia él. Mi cabeza quedó sobre su hombro.
-Tu mamá y su hermano tuvieron un hijo. Se llama Oscar, ha de tener unos diez u once años. Y mi hermana… no lo sé.
-y ¿por qué no nos has embarazado?
Lo miré a los ojos. Él sonrió con malicia.
-Tu hermana Cassandra ha tenido un par de abortos porque quiere dedicarse al modelaje, pero vaya que mi leche la ha dejado preñada. En cuanto a Mara, no sé, supongo que ha sido mala suerte.
Me puse de rodillas en el sillón. Mi rostro estaba cerca del suyo. De nuevo tenía mucho calor como en la cama con Lucrecia.
-Y conmigo nunca lo has intentado – lo besé. Introduje mi lengua en su boca y él, como reflejo, lo hizo en la mía. – Te prometo que conmigo lo lograrás.
Su bata se abrió. Su verga, un gran trozo que muchas veces había visto en la casa, usualmente cerca de mis hermanas o en el sofá mientras una película porno era proyectada, se abrió paso, como si me invitara.
-¿Estás segura hija? Tu mamá era chica, pero incluso con ella hubo pleitos y problemas con las autoridades.
-¿A qué le debemos temer, pá? El dinero es para no tener que lidiar con esos problemas. No me importa lo que digan ni lo que otros piensen. Yo sólo quiero… – Pensé rápido. ¿Qué quería? Quería eso que sentí con Lucrecia, pero, sobre todo, quería dejar de sentirme niña, la única menor cuando las demás hacían cosas de grandes. Quería placer y complacer, quería ser parte de los jugueteos de papá. Y sobre todo… – quiero seguir la tradición.
Me senté en el regazo de papá. Montaba, lo besaba y me frotaba. A primera vista ese pene era enorme, imposible de introducirse en mí, pero mis hermanas tenían una vagina de un tamaño similar y parecían desempeñarse bien. El problema consistía en que yo era nueva, era mi primera vez. Lucrecia me había metido los dedos un día antes y aun así me sentía menos apretada. Sólo me frotaba de esa forma instintiva para mojarme más. Las manos de papá recorrían mi espalda hasta llegar a mi faldita. En ocasiones tocaban mis pechitos, me los excitaban. Mi respiración aumentaba.
-Acuéstate hija – dijo entre jadeos.
-No – contesté.
Mi vagina goteaba y ya había empapado su verga. La tomé con una mano y la llevé hacia mi pequeña entradita. Me restregué con ella. Su glande en mis labios era maravilloso y me mojaba todavía más. De nuevo sentía esa urgencia que sentí con Lucrecia, la de querer hacerse cargo del placer que sentía. Lo necesitaba ya. Y fue entonces que me arriesgué y justo en la entrada de mi vagina, hice presión con aquel falo hasta que la humedad y mi dilatación me permitieran albergarlo en mi interior.
Gritar se queda corto. Rugí al sentirlo. Me retorcía a pesar de no ser dolor. Era algo distinto, como si me forzara a sentir placer. Era algo prohibido y mi cuerpo se resistía. Me abracé contra su pecho mientras mis movimientos pélvicos instintivos me hacían bajar más y más para permitirle una entrada tan profunda como fuera posible. Fue entonces que algo cedió y mi útero se dilató para dejarlo pasar con más facilidad. Llegó hasta el fondo.
-Aun no te la meto toda – dijo entre jadeos.
-Ya no me cabe más – respondí temblando.
Y fue entonces que me tomó de las caderas como si de una muñeca se tratase y me levantaba de arriba abajo. Yo también lo hacía, por instinto sabía que debía subir y bajar. Se sentía mejor, se sentía más. Era inigualable. Mi cabeza estaba contra su pecho, luchando sin respirar, al tiempo que usaba toda mi concentración para mover mi cadera al mismo ritmo que él me subía y me bajaba, además de penetrarme con igual o más ímpetu. Me iba a dejar sin aliento. Me iba a destruir. Eso mismo hacía con Mara, la de las tetas grandes, y con Cassandra, la que bien podría ser modelo. Antes de eso lo hacía con mi mamá, su sobrina. La preñó a mi edad, cuando era sólo una niña con su primera menstruación. La embarazó tres veces. Y yo quería lo mismo. No… quería superarla. No éramos iguales. Yo le daría cuantos bebés quisiera a papá. Diez, si fuera posible. Sólo quería placer a cambio, quería eso que me había enseñado Lucrecia. Venirme, como ella lo llamó. Me dijo que papá se cogía a mis hermanas y que cuando gritaban sin control era porque se venían con mucho, mucho placer. Sólo por los sonidos suponía que papá era un buen follador, un buen amante, o en mi caso, un buen padre. ¿Cuántos hijos había tenido? No importaba, yo le daría más, mis hermanas debían darle más. No nos falta el dinero. Yo sólo quería… quería…
Papá me interrumpió al levantarme y subirme al sillón, dándole la espalda. Quise darme la vuelta para preguntarle qué pasaba, pero en ese momento, presionó mi cabeza contra el respaldo del sillón y levantó mi culo hacia él. Pensé que me la metería por mi culito, pero en vez de eso alineó su verga con mi vagina y me penetró. Me lo hacía de perrito, como había visto a mis hermanas con él muchas veces, en la sala, en el salón de juegos, en el comedor, en la piscina, incluso en la cancha de tenis mientras se sujetaban de la red. Igual que a ellas, sujetaba mis caderas y me llevaba hacia él para embestirme con más fuerza. Dios, era muy fuerte. Su verga me tocaba en lo más hondo, incluso me dolía. No quería que se detuviese, Dios, no. Quería que siguiera.
De nuevo sentía que algo estaba por llegar. Mi respiración aumentaba y mi consciencia se perdía. Mi vida era sólo placer en ese momento. No tenía nombre ni ninguna otra identidad. Sólo quería venirme. Quería explotar como con Lucrecia, quería hacerlo, quería lograrlo, quería mojar todo…
-¡ME VENGO! – escuché.
Me dio una embestida diferente a todas las demás y gruñó con fuerza. El tiempo se detuvo. Yo grité y mi espalda se arqueó. Su verga estaba más hinchada que antes y yo me oriné por sentir como presionaba mi interior. Su verga me palpitaba en el interior, disparaba una sustancia caliente. Me imaginé que era aquella leche que salía en las películas y que en algunas ocasiones mis hermanas tenían en la cara. Jugaban con ella y se la lamían mutuamente. Ahora yo, la tenía en mi interior.
Me la sacó con violencia. Mis piernas temblaban y eran incapaces de sostenerme. Caí sobre el sillón mojado. No había pasado ni medio segundo cuando me tomó del cabello y me levantó para estar a la altura de su verga. Yo jadeaba, no podía respirar y todo el cuerpo temblaba. Aprovechó que la boca estaba abierta para introducir su miembro sucio de esperma y lubricación femenina. Yo estaba a punto de desfallecer, pero lo hice tan bien como me fue posible. Nunca lo había hecho, pero Lucrecia me había enseñado a lamerle las tetas. Lo hice similar, no igual. A él le gustó.
-Será un placer tener bebés contigo – dijo cuando su pene semi flácido quedó limpio.
Entonces llegó el mayordomo y nos informó de la llegada de mis hermanas.
Por desgracia, mis sueños estaban tardando en cumplirse. Ahora con tres mujeres deseosas de sexo, papá tenía que repartir su leche entre las tres. Me follaba a mí primero porque, según él, debía concentrarse en acostumbrar mi coño a su verga. Luego dependía de mis hermanas, pues quien limpiara mejor su verga después de haberme usado era la siguiente. Me tenían envidia, creo que incluso me odiaban. Lucrecia, en una de mis visitas vespertinas, me dio la solución. Al día siguiente, cuando papá estaba por cogerse a Mara, la ganadora del concurso de mamar verga, yo hice que Cassandra se sentara en el camastro cercano y me abrí paso entre sus piernas con mi boca. Papá y Mara no podían dejar de vernos, menos a la sorprendida Cassandra que no podía creer que pudiese obtener placer de su hermana menor.
La casa se llenó de placer a partir de ese momento. Mara, a pesar de mi envidia, quedó embarazada, y Cassandra llegó a la mayoría de edad. Estaba lista para irse a la universidad o a modelar para una agencia; cualquiera de las dos opciones la alejarían de nosotras y de papá. Así que abrió un viejo directorio y comenzó a hacer llamadas.
-Vendrá mamá – le dije a Lucrecia en la cama. Estábamos desnudas y era de madrugada. Me dolía la muñeca por haberle frotado tanto el coño – Despediremos a Cassandra con una reunión familiar.
-Recuerdo a tu mami, era muy linda – dijo mi despeinada cocinera – No era rubia como tu padre, al contrario, tenía el cabello negro. Ustedes lo tienen dorado, a veces lo veo blanco… y me encanta – Me dio un rápido beso en los labios. Nos los dábamos mucho – ¿También vendrá su hermano?
-Sí – respondí. No pareció gustarle la respuesta – También vendrá la hermana gemela de papá.
-A esa no la conozco. Espero que todo salga bien. Hay muchas heridas aun sin sanar.
-Para eso es la reunión. Sanaremos heridas y despediremos a mi hermana con amor. Espero estar embarazada para cuando lleguen.
Ella hizo una mueca de preocupación y recostó la cabeza sobre sus manos.
-Me gustaría que crecieras un poco más – dijo.
-Esto es lo que quiero, Lucy – me acurruqué sobre ella, con una de sus tetas muy cerca de mi boca.
Lamí y succioné sus tetas por un rato, un momento hermoso, uno en el que creía que todo saldría bien y que todo en mi vida saldría de maravilla. Una inocente niña de trece años queriendo ser madre, con una amistad llena de lujuria con su cocinera y a la espera de resolver todos los problemas de mi familia. Dinero, casa, todos lo que quisiera y fuera a pedir. Todo estaba a mi alcance. Desde la cima, el suelo lucía muy lejano.
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