Rutina de una tía incestuosa
Continuación de Rutina de una hija incestuosa y de Rutina de una hermana incestuosa.
Mis hijas crecieron viéndome subir a otra habitación con alguno de los hombres del edificio. Ellos me saludaban y subían a esperarme en el cuarto piso mientras yo dejaba a mis hijas en nuestro departamento en el segundo piso. Los alcanzaba y en cuento entraba me tomaban del culo, me desnudaban y metían sus vergas en mi coñito depilado. Eran siete hombres a los que atendía, pero de ellos sólo pagaban seis. Don Valentín no pagaba como agradecimiento por darme un mejor departamento. Los demás me besaban, apretaban el culo o mis lecheras tetas y se colocaban un condón para usarme como les placiera. Siempre lo hacían rápido, con fuerza, apresurados por irse a trabajar o con su familia. Era un desahogo y yo se los proporcionaba.
Los siete me amaban, a su manera. En ocasiones atendía a más de uno a la vez y en otras ocasiones invitaban a algún amigo que pagaba extra. Yo era el secreto de todos ellos y pocas veces hablaban conmigo fuera de nuestros encuentros. Respetaban mi intimidad, a mis hijas y mis horarios. Si mi hermano visitaba, no podía atenderlos. En ese momento mi coño no era para ellos. Me trataron bien siempre, incluso cuando mi vientre empezó a crecer por la leche de mi hermano. No me importaba que ellos me echaran su semen en mi coño, pero el uso de condón era porque no querían contagiarme de algo y pasárselo entre ellos a través de mí. Era un pacto de caballeros, por decirle de algún modo. Mi embarazo sólo los atrajo más y me follaban con furia, aunque con cuidado. Mis hormonas desbocadas me pedían tener a mi hermano y aun así sólo tenía a esos hombres.
Fue Sergio, un hombre serio, siempre vestido de negro, quien me llevó al hospital. Mi hijo se adelantó debido a tanta actividad sexual. Sergio era uno de mis clientes, al que le gustaba amarrarme las manos, y tuvo la mala fortuna de estar subiendo las escaleras cuando me vio teniendo contracciones. Mi hermano me alcanzó en el hospital y se llevó a mis niñas a su casa. Le puse Sergio en honor a mi salvador. Mi hermano fue el primero en cargarlo. Debía hacerlo, pues él era el padre.
-Sergio… mi hijo y sobrino al mismo tiempo – dijo una vez a solas – No quiero que se entere Cinthia, ¿entendiste?
Por mí no se enteraría.
Pasaron casi dos meses antes de aceptar tener sexo de nuevo. Janine tenía cuatro años, Nadia tenía dos y Sergio necesitaba ser vigilado constantemente. Mi hermano me visitaba de nuevo casi a diario. Yo despertaba, alimentaba a Nadia y a Sergio y preparaba el desayuno para Janine y para mí. Ahora que mi niña era más grande, no me gustaba que me viera desnuda. Lo sé, soy una contradicción. Es como si fuera dos personas a la vez. Una trata de ser buena madre y protegerlas de todo en el mundo y la otra quiere verlas ser folladas y embarazadas. Quiero que tengan un buen futuro, pero al mismo tiempo quiero que sigan mis pasos y que sus cuerpos sean usados por hombres, sobre todo familiares. Me solía vestir con un camisón y una bata encima hasta resolver aquel enigma de mi vida.
Luego mi hermano solía venir. Su presencia solía significar euforia o auto control. Si él llegaba solo, prendía la televisión y hacía que la niña mayor cuidara a sus hermanos mientras lo llevaba a mi habitación. Si venía con su esposa y sus dos hijos, los recibía y pedía un momento para vestirme en mi habitación.
Cuando Janine entró a la escuela, Volví a dar servicio a mis vecinos. Dejaba a los bebés en el otro cuarto al tiempo que me permitían ser recibir sus vergas con fuerzas. Los condones terminaban a reventar por tanto semen en ellos. Se guardaron para mí, dijeron. Y yo me sentí amada.
No necesitaban más de media hora. Tocaban la puerta, subíamos a la otra habitación, me cogían, terminaban y yo bajaba a continuar mi tarde con mis hijas. Nunca dejé de ponerles porno en la televisión. Por cada película de princesas, había una de negros usando a una rubiecita de 1.50.
Así fue hasta que Janine cumplió diez años. Mi hermano me usaba en las mañanas un par de veces a la semana, el resto eran los otros. Había preguntas todo el tiempo sobre en qué trabajaba, pero siempre las evadía. Decía algo relacionado a masajes y fisioterapia, a veces. Fue hasta que mi madre me llamó para ir a visitarla y conocer a sus “nietas”.
Fue extraño. No esperaba ser contactada de nuevo por ella, pero pasó. Mi hermano, su esposa y sus hijos acudieron también. Me compré ropa decente para verla y juntos desayunamos. Mamá debía tener unos 43, pero lucía de sesenta. Su cabello se había vuelto gris y se caía. Caminaba con un bastón y le faltaba el aliento. Un enorme pastillero estaba junto a la televisión lleno de píldoras para toda la semana.
-Tengo leucemia, hija. Por eso quería hacer las paces contigo – me dijo cuando mi hermano, su esposa y los niños jugaban en el jardín – Mi esposo, tu padre, fue un idiota y yo te culpé a ti. Lo siento. Quiero que vivas conmigo y te quedes la casa. Le dejaré el auto a tu hermano, pero la casa es para ti y los ahorros para tus hijos. ¿Qué te parece?
El trato consistía en quedarme con ella hasta la muerte, reconocernos y despedirnos como madre e hija y no como rivales amorosas. Me pregunté qué pasaría si en mi lugar estuviera alguna de mis hijas y yo en el lugar de mi madre. También buscaría reconectarnos si el final se veía cerca. Tuve que aceptar. Eso habría querido papá.
Pasaron otros dos años. Dejé mi vida como puta del edificio de departamentos y me fui con mi madre. Fueron dos años de poco sexo, pero mucha calma. Ahora yo tenía veintisiete años y mi vida tenía mucha calma. Retomé los estudios por indicación de mamá y luego de acreditarme en la educación básica, buscaba entrar a una universidad. Fue en este periodo de tiempo que mamá finalmente murió.
Todos se quedaron en mi casa esa noche. No era una mansión, pero tenía las suficientes habitaciones como para estar separados. Yo dormía sola y no podía conciliar el sueño. Salí de mi habitación a tomar agua, pero fue en ese momento que vi Ernesto, de 13, y a Manuel, de 12, en la sala. Mis sobrinos, hijos de mi hermano y Cinthia estaban sentados uno junto al otro y hacían ruidos con la boca. Jadeaban. El brillo de la televisión y el ruido trataban de esconder lo que de verdad estaban haciendo. Me acerqué un par de pasos más para comprobar lo que mi imaginación me anticipaba. Me detuve al ver una cabeza con largo cabello rubio subiendo y bajando sobre sus caderas mientras masturbaba al otro con la mano.
Dios. Era Janine. Mi hija de doce años…
La misma sensación que se apoderaba de mí cuando papá estaba conmigo regresó. Era una oleada traviesa y llena de adrenalina capaz de ensordecer cualquier voz pidiendo cordura. Me despojé de mi pijama con el menor de los ruidos y sólo me cubrí con mi bata. Ellos no escucharon ni mucho menos cuando me acerqué a ellos y me paré en frente. Se dieron cuenta por la sombra proyectada por la luz de la televisión.
-¡Tía! – exclamó Ernesto.
Mi hija se sacó aquella verga joven de la boca y soltó a su otro primo. Me miró llena de terror.
-Shhhh – me llevé un dedo a la boca antes de arrodillarme junto a mi hija. La tomé con suavidad por la nuca y la empujé hacia aquella firme y gran verga joven. Con la otra mano sujeté la verga de Manuel y guiñándole el ojo, me la introduje en la boca.
Ambos muchachos se llevaron las manos a sus respectivas bocas. Gemían por la excitación y el creciente placer. De vez en cuando le lanzaba una mirada a mi hija para ver cómo lo hacía, pero dejé de hacerlo en cuanto vi que lo estaba haciendo muy bien. Mi hija era una experta. A los doce años sabía mamar muy bien. Todos esos años viendo porno en la televisión habían dado frutos.
-Tía… tía… me vengo – decía mi sobrino Manuel.
-Claro que no – le susurré al sacármela de la boca.
Me miró confundido mientras yo me ponía de pie y me levantaba la bata por detrás. Dándole la espalda, me senté sobre su cadera. Con mi mano conduje su verga hacia mi vagina y coloqué su glande entre mis labios vaginales. Como dije, tenía un pedazo de carne bastante grande. La herencia de su padre y su abuelo se había hecho presente. Y lo mejor era que aun no se había desarrollado del todo. En unos años alcanzaría más de veinte centímetros, estaba segura.
Yo, en cambio, era pequeña. Siempre fui de cuerpo delgado y de poca grasa en el cuerpo. El peso ganado por mis tres embarazos se había redistribuido en mi cuerpo gracias a las grandes jornadas de sexo con mis clientes y mi tío. Mis tetas habían crecido y mis piernas y culo se habían convertido en símbolos de alabanza. Veintisiete años, 1.58 metros de altura, medidas 85-63-87, piel blanca, cabello rubio y una apretada vagina rosadita a pesar de dar a luz a tres niños.
Manuel gimió de placer en cuanto su verga entró en mí. Ese niño tenía suerte. Era mi turno de cogerme a un jovencito en vez de ser cogida por un hombre mayor. Me lo merecía. Y vaya que lo disfruté. Subí y bajé sintiéndome rellenada por esa enorme verga. Gozaba cada centímetro expandiendo mi vagina a su paso y estimulando cada terminación nerviosa. Nuestro instinto reproductivo me hacía mover mi cadera como si bailara sobre él. Me mordía la mano para no gemir y él se tapaba la boca porque quería gruñir, resoplar y jadear. También movía la cadera para sentir más placer. Se lo agradecí.
-Me vengo, prima – escuché la voz de mi sobrino Ernesto a mi lado. No nos quitaba los ojos de encima.
Mi hija aceleró la mamada y luego, haciendo imitación de un truco circense, se introdujo la verga entera de primo hasta la garganta. La escuché toser, pero justo en ese momento Ernesto gimió con fuerza a pesar de reprimir el ruido con su mano. Puso los ojos en blanco mientras mi hija tocía son su miembro en la boca y saliva cayendo en los testículos. Su escroto se contrajo y lo poco que quedaba de esa verga sin tragar palpitaba. Al sacársela, pude ver como un mar de leche escurría por su barbilla y sus mejillas. Sus ojos se habían enrojecido, pero sonreía, orgullosa. Me miró mientras masturbaba a primo un poco más.
-Dios, tía. Ahora sí me vengo… Ahhhh… ¡ahhh! – casi gritó Manuel.
No esperaba menos de niños recién entrados a la adolescencia. Sentí cómo su verga se ponía más dura que antes y cómo aceleraba sus subidas y bajadas. Mi culo golpeaba su cadera a toda velocidad y ahora sostenía mi culo con fuerza. Comenzó a gruñir y entonces… su verga se hinchó y se desinfló en sincronía a sus gemidos. Los chorros de su semen adolescente golpeaban en mi interior como una fuente lanzando agua hacia arriba en intervalos cortos.
Una gran delicia sentir esa juventud dentro de mí. Claro, yo no era ninguna anciana, pero igual ellos eran niños para mí. Tenían la edad de mi hija, no lo olvidemos. La había dado a luz poco antes de los dieciséis años. Mi cumpleaños 28 estaba cerca y estaba sintiendo una verga de doce años en mi interior mientras mi hermano, su esposa y mis otros dos hijos dormían en el piso de arriba. Y lo mejor era ver a mi hija con la boca llena de semen, mirándome picara, orgullosa y a la vez enrojecida por todo su esfuerzo. Tomé su rostro entre mis manos y la atraje hacia mí. La besé para sentir el semen de mi sobrino sin siquiera haberme sacado la verga del otro hijo de mi hermano. Eso fue suficiente para mojarme todavía más y tener un pequeño, pero satisfactorio, orgasmo.
La cordura regresó en cuanto separé mi cabeza de la de mi hija. Ella mira miraba con los ojos entrecerrados y con una sonrisita satisfecha.
-Vayan a dormir, niños – dije al levantarme. La leche de Manuel resbaló por mis muslos.
-¿Nos podemos quedar un poco más? – pidió mi hija con voz melosa – Aun debo limpiar a Manuel.
-Está bien. Sólo eso y a la cama. Nada más.
-Sí, tía – dijeron los chicos al unísono.
-Sí, mamá – dijo Janine antes de recibir otro beso mío. Este fue más corto, pero igual en los labios.
Con la bata abierta me alejé del sillón donde mi hija mamaba la verga de Manuel mientras su otro primo le tocaba las tetitas. Caminé hacia el pasillo oscurecido y justo antes de llegar, me incliné para levantar mi pijama. Fue en ese momento que vi unos pies frente a mí. Al levantar la mirada vi a Cinthia, la esposa de mi hermano. Ella era delgada, de tetas grandes y cabello castaño, ondulado y sedoso. Me miraba de una forma que no pude descifrar en el momento. Parecía quererme decir algo, pero no encontraba palabras. Estaba estupefacta, en shock, paralizada, pero se adivinaba un enrojecimiento general en sus mejillas. Por un momento creí que me golpearía. Cuando me levanté con la pijama en mi mano izquierda, me di cuenta de que su mano estaba debajo del pequeño short que usaba como pijama. La sacó con lentitud y vio su propia lubricación la punta de sus dedos. Era demasiada. Nos había visto, sin duda.
Sin decir nada, llevó esos dedos a mis labios y yo los saboree. No era un sabor diferente a cómo sabía la verga de mi hermano luego de haberme cogido, pero este sabor era más puro, por decirlo de alguna forma. Me mojé al instante, de nuevo.
-Cinthia… -susurré en cuanto me sacó los dedos, pero eso sólo le hizo abrir más los ojos y se fue tan rápido como en silencio le fue posible.
No supe cómo reaccionar a eso, pero ahora, húmeda y acalorada de nuevo. Entré a mi habitación sin hacer mucho ruido y procedí a masturbarme como hacía cada noche, tarde, mañana y momento libre de mi día. Al cerrar los ojos, satisfecha, comencé a pensar cómo sería mi rutina de ahí en adelante.
Excelente
«Era mi turno de cogerme a un jovencito en vez de ser cogida por un hombre mayor».
Yo tambien quiero esooo! Coger uno asi y cambiar de aire! 🤤