Sábado de Ecos
No dormí bien. Eso es lo primero que pensé cuando abrí los ojos y vi la luz pálida filtrarse por las cortinas de lino. No dormí bien, pero no por las razones que todos en el colegio asumirían.
No dormí bien. Eso es lo primero que pensé cuando abrí los ojos y vi la luz pálida filtrarse por las cortinas de lino. No dormí bien, pero no por las razones que todos en el colegio asumirían. A veces creo que mi rostro angelical —así lo llama la rectora, “angelical”— sirve como especie de máscara diplomática: la gente mira mis pestañas largas, mis labios carnosos y mi voz suave y cree que no hay un mundo entero girando demasiado rápido adentro.
Me levanté despacio, sintiendo el peso de mis propios pechos, cómo se balanceaban bajo la fina seda de mi camiseta de dormir. Cada movimiento era un recordatorio del cuerpo que habitaba, un cuerpo que sentía ajeno y excesivamente presente. El suelo estaba frío contra mis pies desnudos, y el aire de la mañana me erizó los pezones, dejándolos duros y visibles a través de la tela. Me puse la bata, pero el roce suave del algodón sobre mi piel no hizo más que intensificar la conciencia de mis formas, de las curvas que papá evitaba mirar.
Papá seguía en el sótano; lo sabía porque la casa tenía ese silencio particular que solo aparece cuando él trabaja ahí. No es realmente silencio. Es más bien una presión de fondo, como cuando uno está bajo el agua y escucha el eco de todo, incluso de uno mismo. Bajé a la cocina, y cada escalón era un leve temblor que se extendía por mis muslos.
Preparé té —manzanilla, porque Mara decía que daba claridad a la mente, aunque a mí solo me pone triste— y pensé en el trabajo final que debo entregar el lunes. Me apoyé en la encimera, y el frío del mármol se me clavó en los glúteos, a través de la fina tela de la bata. Me miré en el reflejo oscuro de la ventana. La silueta de una mujer, con cintura estrecha y caderas amplias, con dos senos pesados que caían suavemente. Una mujer que no me sentía.
El reloj de la cocina marcaba las 7:14, pero el tiempo tenía esa textura espesa que suelen tener los sábados. Pensé en el trabajo final. Tenía que escribir sobre “ecos culturales en la construcción de la identidad”. Qué ironía. Ecos es lo único que siento que tengo: los que vienen del sótano, los que vienen de mis propios pensamientos, los que vienen de un pasado que nunca me explicaron del todo. Ecos de una vida que parece decidirse sin preguntarme.
A veces creo que mi conflicto con el sótano, con el silencio, con papá… empieza mucho antes de mí. Empieza en esa historia que he escuchado tantas veces, pero que siempre cambia un poco según quién la cuente. La noche en que mis padres se conocieron.
Sé lo básico, o lo que me han permitido saber. Era un bar pequeño, de esos con luces tenues que hacen que todos parezcan un recuerdo recién nacido. Mamá —Carolina— estaba sentada sola, con un vestido azul claro que se adhería a sus formas como una segunda piel. Papá siempre dice que la notó por el color, no por ella. “Ese azul parecía respirar”, dice. Pero todos sabemos que no es cierto. Mamá era imposible de ignorar: su pelo rubio le caía en olas sobre unos hombros perfectos, y su escote profundo revelaba el inicio de unos pechos firmes y blancos. Tenía más edad que él, pero su presencia era una promesa de experiencia que desafiaba cualquier número.
Papá en esa época no era papá. Era Jorge: delgado, tímido, uno de esos jóvenes que entran a un bar solo para convencerse de que pueden. Llevaba semanas debatiéndose entre seguir con un trabajo que odiaba o lanzarse a estudiar algo que le interesara de verdad. Mamá fumaba un cigarrillo tras otro —eso lo cuenta tía Mara con desaprobación marcada— y cada vez que exhalaba, el humo se arremolinaba alrededor de su cuello, como si quisiera acariciarla. Sus labios, pintados de un rojo intenso, se cerraban alrededor del filtro con una lentitud hipnótica.
Lo que yo sé de esa noche es una mezcla de versiones. Papá dice que hablaron durante horas, que descubrieron que compartían un tipo de soledad parecida. Una soledad que no era tristeza, sino una especie de distancia natural con el mundo. Mamá —cuando yo era pequeña y todavía alcanzaba a recordarla riendo— decía otra cosa: que él parecía perdido, y que a ella siempre le habían atraído las cosas a punto de encontrarse o desmoronarse. “Lo miré y supe que quería romperlo”, me confesó una vez, con una sonrisa pícara.
Tía Mara, en cambio, describe esa noche como un error hermoso: “Tu mamá vio en tu papá un proyecto. Y tu papá vio en tu mamá un milagro”. Pero yo imagino más. Imagino a mamá cruzando las piernas, la tela del vestido subiendo para revelar un muslo pálido y terso. Imagino la mirada de papá, perdida entre esa piel y la promesa de lo que escondía el vestido. Imagino su mano, temblando sobre la mesa, deseando tocarla, y la de ella, quieta, invitándolo sin palabras.
Yo crecí con esas tres versiones circulando en mi cabeza, pero ahora, de pie en la cocina, con mi propio cuerpo reclamando atención, solo podía pensar en la cuarta versión, la mía. La versión en la que papá no solo la veía, sino que la deseaba con una fuerza que lo obligó a actuar. La versión en la que ese vestido azul acabó en el suelo de su pequeño apartamento, y sus manos aprendieron la forma de sus caderas, el peso de sus pechos, el sabor de su piel.
Siempre me impresionó que mamá se pareciera tanto a mí. O que yo me pareciera tanto a ella. Rubia natural, piel pálida, ojos que no terminan de decidir si son verdes o grises. Y ahora, también, con un cuerpo que provoca miradas y silencios. Mis pechos son como los suyos, grandes y pesados. Mis caderas son anchas, hechas para ser agarradas. A veces pienso que papá me mira y la ve a ella. A veces pienso que por eso le duele mirarme demasiado rato, porque no ve a su hija, sino a la mujer que perdió, con el mismo cuerpo que ahora se desarrolla bajo su propio techo.
Quizá por eso trabaja tanto en el sótano. Para no tener que enfrentarme. Para no tener que enfrentarse al fantasma de su deseo, encarnado en mí.
La noche en que se conocieron es como un punto fijo en mi historia: un origen que no viví, pero que de alguna forma sigo arrastrando. No solo como un recuerdo, sino como una herencia física. Un cuerpo que es un eco del suyo, una promesa de un deseo que nunca se extinguió del todo, solo que ahora está prohibido, enterrado bajo el silencio de una casa y el peso de un secreto.
Respiré hondo, sintiendo cómo mis pechos se presionaban contra la tela de la bata.
Di un paso hacia las escaleras del sótano.
El aire ahí siempre es distinto. Más denso, más lento, más caliente. Como si el tiempo bajara despacio por los peldaños, adelantándose un poco a mí. Me sujeté del pasamanos y sentí la textura áspera de la madera bajo mis dedos. No sé por qué, pero ese simple contacto hizo que mis pezones se erizaran de nuevo y un calor se extendiera por mi entrepierna. Me pasa cuando estoy nerviosa, o cuando sé que voy a romper una regla: la luz parece querer meterse en mí, y yo quiero dejarla.
Bajé el primer peldaño, luego el segundo. Mi respiración se volvió cuidadosa, casi contenida. Una sonrisa tímida se me escapó cuando el olor del lugar me llegó: mezcla de metal, papel envejecido, café recalentado y su sudor. Un olor que siempre asocié a él… pero nunca desde tan cerca, nunca como un perfume que me anunciaba que estaba entrando en su territorio, en su guarida.
El sótano se abrió frente a mí como un lugar desconocido. Me sorprendió que no fuera oscuro ni desordenado. Había más claridad de la que imaginaba. Pero también había un orden que no se parecía a mí. Como si ese lugar no hubiera tenido que adaptarse a otra presencia en años, como si yo fuera una intrusa, una provocación.
Mis ojos recorrieron cada rincón con curiosidad nueva. No curiosidad infantil, sino esa que aparece cuando uno mira el espacio íntimo de alguien que se quiere pero que nunca se ha atrevido a conocer del todo. Una curiosidad feroz, carnal.
Sentí que el sótano me miraba de vuelta.
Mi sonrisa creció apenas, una mueca suave, torpe, casi avergonzada. Caminé despacio sobre el piso frío, y el eco de mis pasos sonó extraño, más agudo, como si mis pisadas fueran las primeras en mucho tiempo. Con cada paso, sentía cómo mis nalgas se movían bajo la bata, un balanceo suave y deliberado que sabía que él vería si se giraba.
Y entonces lo escuché.
Un suspiro. El suyo.
Me quedé quieta. No sabía si avanzar o retroceder. Pero algo en mí —quizá la misma parte que siempre quiere entender, aunque duela, o quizá la parte mojada y ansiosa que quería ser vista— me empujó a dar otro paso.
Él estaba allí, inclinado sobre una mesa de trabajo, de espaldas a mí. Su camiseta de trabajo se le pegaba a la espalda, marcando los músculos, sudada. Sus brazos, tensos al trabajar, eran fuertes y velludos. Sin darse cuenta, mi mirada descendió hasta su culo, apretado en unos vaqueros gastados que le marcaban cada músculo, cada curva. Me mordí el labio.
Y yo… yo no era una niña mirando a su padre. Era una hija mirando al hombre que lleva años naufragando sin decirlo, y de repente, quería ahogarme con él en ese mar.
“Papá…”, murmuré.
Mi voz salió baja, casi brillante, como mis ojos, cargada de una intención que no pude disimular.
Él se giró lentamente. La sorpresa se le dibujó primero en las cejas, luego en la boca entreabierta. Pero lo que más me detuvo fue su mirada: una mezcla de cansancio, ternura y un dolor viejo que no tenía nada que ver conmigo, aunque yo lo llevara en la cara. Y luego, vi algo más. Su mirada descendió. Recorrió mi cuello, se detuvo un instante, casi imperceptiblemente, en el relieve de mis pechos bajo la bata, y luego bajó, con una lentitud agonizante, hasta mis piernas. Sentí su mirada como una caricia, como quemadura. Un brillo animal, oscuro, se encendió en sus ojos por una fracción de segundo antes de que la vergüenza lo apagara.
La mirada de papá se perdió en la mía, y por un segundo, el sótano entero pareció contener la respiración. No dijo nada, pero sus labios se movieron, como si las palabras se atascaran en su garganta, atrapadas entre el padre y el hombre. Finalmente, un susurro roto escapó.
“El vestido azul…”, dijo, y su voz era un eco lejano, polvoriento. “No era el vestido. Eres tú. Eres todo igual”.
El eco de sus palabras golpeó mi cuerpo con la fuerza de una ola de calor. No era un recuerdo, era una confesión. No estaba viendo a su hija, estaba viendo a Mamá en mí. Y en esa admisión, en esa rendición, sentí algo quebrar dentro de mí. El muro de la contención, el del deber y el miedo, se agrietó y una necesidad primaria, animal, se derramó a través de la grieta.
De repente, no quería entender. No quería analizar. Quería tocar.
Mi mano se levantó sola, temblando, suspendida en el aire entre nosotros. Sentí un pulso sordo y húmedo latir entre mis piernas, un ansia que me nublaba la visión. Quería sentir la textura de su camiseta sudada, la callosidad de sus manos, la fuerza de los brazos que había visto trabajar. Quería que su mirada prohibida se posara en mí de nuevo, que me consumiera.
Pero el miedo era un hielo afilado en mis venas. Un segundo después, la realidad me golpeó como una bofetada. Él era mi padre. Yo era su hija. Y lo que anhelaba era un abismo, un precipicio desde el que no habría vuelta atrás. La necesidad de tocarlo se convirtió en una tortura, un anhelo físico que me dolía en el estómago y en el pecho. Bajé la mano lentamente, clavándola en el costurado de mi bata, las uñas arañando la tela como si quisiera desgarrarme la piel para arrancar el deseo.
Pareció sentir mi batalla interna. Parpadeó, y el brillo oscuro de sus ojos se apagó, reemplazado por una angustia tan profunda que me cortó la respiración. Dio un paso atrás, no de rechazo, sino de autodefensa.
“No deberías estar aquí”, dijo, y esta vez su voz era firme, cortante.
Miré sus manos, grandes y fuertes, apoyadas ahora en la mesa de trabajo. Manos que una vez habían acariciado el cuerpo de mi madre. Manos que ahora, por mi culpa, temblaban ligeramente.
“Me siento sola a veces”, confesé, y mi voz fue un hilo, tan frágil que me sorprendió que no se rompiera.
El silencio se estiró, tenso y palpable, hasta que se rompió. No por mi voz, ni por la suya. Fue una decisión tomada en el aire denso del sótano, un pacto sellado con una mirada que ya no se apartaba. Sus ojos, hundidos en una sombra de dolor y lujuria, me devoraban. Y yo, dejé que lo hicieran.
Fue él quien lo dijo. Su voz, apenas un susurro áspero, rasgó el silencio.
—¿Quieres ir a un lugar especial?
Mi corazón no solo latió, dio un vuelco. Asentí, incapaz de formar palabras. No era una pregunta. Era una invitación a cruzar el umbral, a dejar de ser padre e hija para convertirnos en los dos únicos habitantes de un universo prohibido.
Se secó las manos en los vaqueros, un gesto nervioso, torpe, y me tomó de la mano. Su palma era áspera, callosa, y el contacto me envió una descarga eléctrica que recorrió todo mi brazo y se clavó directamente en mi clítoris. Me guio hacia una esquina del sótano que yo no había visto, detrás de una estantería llena de cajas polvorientas.
Ahí, oculta en la penumbra, había una puerta pequeña y baja, casi como la de un armario. No la había notado. Parecía parte de la pared, un secreto guardado con celo. Sacó una llave de su bolsillo, una llave antigua y de hierro, y la giró en la cerradura con un chasquido seco que sonó como un disparo en el silencio.
Abrió la puerta y un olor me golpeó: a madera vieja, a tierra húmeda y a ella. A mamá. No era un perfume, era una esencia, el fantasma de su presencia impregnado en cada fibra del lugar.
Entramos. Era un pequeño desván, un espacio íntimo y polvoriento donde la luz apenas se filtraba por una única ventana sucia. Y en el centro, cubierto por una sábana blanca y amarillenta, como un sudario, había un catre de hierro.
Mi respiración se cortó. Este era su lugar. Su santuario y su tumba.
Papá cerró la puerta tras nosotros. El click del cerrojo fue definitivo. No había vuelta atrás. Se quedó de pie, mirándome, y por primera vez, no hubo vergüenza en sus ojos. Solo un deseo puro, crudo, despojado de todo disimulo. Era la mirada de un hombre hambriento al que finalmente le presentan su festín.
—Tu madre y yo… —empezó, pero se interrumpió. No hacía falta decir nada. El lugar contaba la historia.
Yo di un paso hacia él, rompiendo la distancia. El anhelo de tocarlo, de sentir su piel contra la mía, era insoportable. Mi mano temblaba cuando la levanté y la apoyé sobre su pecho. Sentí el latido fuerte y desbocado de su corazón bajo la camiseta sudada. Era el mismo ritmo frenético que martilleaba en mi propio pecho.
—Papá… —susurré, y el nombre era ahora una plegaria, una rendición.
Él no respondió con palabras. Bajó su cabeza y sus labios encontraron los míos. No fue un beso de padre. Fue un beso voraz, desesperado. Sus labios, firmes y secos, se movieron con una urgencia que me robó el aliento. Sentí el roce de su barba incipiente en mi piel, una sensación áspera y excitante. Abrió mis labios con su lengua y la introdujo en mi boca, explorándome, poseyéndome. La humedad de su boca se mezcló con la mía, y un gemido bajo y profundo escapó de mi garganta, un sonido que no reconocí como mío.
Sus manos, que antes habían estado inertes a su costado, cobraron vida. Una de ellas se deslizó por mi espalda hasta mi cintura, atrayéndome contra su cuerpo con fuerza. Sentí la dureza de su erección a través de la tela de su pantalón, pulsando contra mi vientre, y una oleada de calor me inundó. Su otra mano subió, lentamente, por mi costura, hasta que encontró el peso de mi pecho. Lo acunó, lo palmeó, y el pulgar encontró mi pezón, ya duro bajo la bata. Lo rozó, una y otra vez, enviando descargas de placer directo a mi entrepierna, que ahora goteaba, empapando mis panties.
—Te he mirado —murmuró contra mi boca, sin separarse—. Te he mirado y me he odiado. Te he mirado y he deseado morir por esto.
Separé el beso apenas un centímetro, para mirarlo a los ojos. —Entonces no mueras —dije, con una voz que no era más que un aliento tembloroso—. Toma.
Con una audacia que no sabía que poseía, desaté el nudo de mi bata. La seda se deslizó por mis hombros y cayó a mis pies, formando un charco oscuro en el suelo de madera. Quedé allí, ante él, solo con mi camiseta de dormir, translúcida, y mis panties. Mis pechos, liberados, se alzaron, pesados y pálidos, los pezones erectos y oscuros pidiendo a gritos ser succionados.
Él contuvo la respiración. Su mirada recorrió mi cuerpo con una devoción reverencial y salvaje. Vio los senos que eran un eco de los de ella, la piel pálida que él añoraba, el cuerpo joven que era su condena y su salvación.
—Carolina… —susurró, pero sus ojos estaban fijos en mí.
—No —corrí, mi voz firme pero temblorosa—. Soy yo. Estoy aquí.
Y entonces, me tomó en brazos. Me levantó como si no pesara nada y me llevó hasta el catre. Me depositó suavemente sobre las sábanas frías y me miró un instante, como si quisiera grabar esa imagen en su memoria para siempre. Luego, se arrodilló a los pies de la cama, y con una lentitud tortuosa, deslizó sus manos por mis muslos, abriéndolos. Su mirada se posó en la mancha oscura de mi humedad en el centro de mis panties, y un gemido bajo y animal brotó de su pecho. El eco de su deseo estaba a punto de convertirse en rugido.
El aire en el pequeño desván era frío, pero el calor que emanaba de su cuerpo y del mío era un horno que derretía la realidad. Sus rodillas crujieron al apoyarse en el suelo de madera, y sus manos, con una determinación que me hizo temblar, se aferraron a mis tobillos. No hubo ternura en ese gesto, solo una necesidad feroz de marcar territorio.
Lentamente, deslizó sus manos hacia arriba por la parte interna de mis muslos. Sus palmas ásperas contra mi piel suave y sensible fue una tortura deliciosa. Cada centímetro que ascendía dejaba un rastro de fuego. El calor de sus manos era un anticipo, una promesa del calor que se avecinaba. Mis piernas se abrieron más, una invitación involuntaria, un ruego silencioso.
Cuando sus pulgares rozaron la tela de mis panties, justo en el borde de la tela ya empapada, un espasmo recorrió todo mi cuerpo. El calor se concentró entonces, un punto blanco y ardiente en mi entrepierna que pulsaba con cada latido de mi corazón. Él lo sintió. Lo vio en la forma en que mi cadera se levantaba hacia él, buscando más.
—Mira qué caliente estás —murmuró, y su voz era un grave ronroneo que vibraba a través de mí—. Ardiendo por dentro.
Con un movimiento rápido, casi brutal, agarró la tela de mis panties y la desgarró. El sonido del tejido rasgándose fue como un trueno en el silencio sepulcral del desván. La brisa fría del aire me golpeó en el sexo húmedo y expuesto, y el contraste fue tan intenso que grité, un grito corto y agudo de pura sorpresa y placer.
Ahora sí, estaba completamente abierta para él. Inmensa y ardiente.
Él se quedó quieto un momento, simplemente mirando. Su respiración era pesada, irregular, y el vapor salía de su boca en el aire frío. Su mirada era un toque físico, una caricia que me quemaba más que el fuego. Recorrió cada pliegue, cada centímetro de mi piel inflamada, y su deseo era tan palpable que sentí como si me estuviera llenando, como si su calor ya se estuviera derramando dentro de mí.
Luego, bajó la cabeza. Sentí su aliento caliente, húmedo, contra mi sexo antes de que sus labios lo tocaran. El primer contacto fue una explosión. Un beso húmedo y profundo plantado en el centro de mi ser. No fue tímido ni exploratorio. Fue posesivo. Sus labios se movieron sobre mí, bebiéndome, devorándome. Su lengua, áspera y potente, se deslizó a través de mis labios vaginales, recorriendo mi longitud con una lentitud que me volvía loca. Cada pasada era una ola de calor que me subía por el vientre, me erizaba los pechos y me nublaba la vista.
Mis manos se enredaron en su pelo, apretando, empujándolo más contra mí. Levanté las caderas, mi sexo contra su boca, buscando más fricción, más presión, más de ese calor infernal que me consumía. Él respondió con un rugido ahogado, y su lengua encontró mi clítoris, duro y sensible como una piedra al rojo vivo. Lo rodeó, lo succionó, lo lamio con un ritmo insistente que me llevó al borde del abismo en segundos.
El calor se intensificó, una bola de fuego creciendo en la base de mi columna vertebral, expandiéndose, consumiéndome por dentro. Ya no pensaba, solo sentía. Sentía su boca en mí, su barba arañándome el interior de los muslos, sus manos agarrándome las caderas con tanta fuerza que sabría que me dejaría morados. Sentía el calor de su cuerpo arrodillado entre mis piernas, el calor de su aliento, el calor de su deseo sin restricciones.
—Papá… —gemí, y la palabra era un fuego, una blasfemia, una plegaria—. Sí… así…
Él respondió aumentando la presión, su lengua moviéndose más rápido, más profundo. El calor se hizo insoportable, una presión gloriosa que necesitaba estallar. Y entonces, lo hizo. Un orgasmo me sacudió como un relámpago, una convulsión de calor puro que se extendió desde mi entrepierna hasta la punta de mis dedos y mis pies. Grité su nombre mientras las olas de placer me golpeaban una y otra vez, y mi cuerpo se arqueó sobre el catre, ofreciéndole todo mi calor, toda mi rendición.
Cuando los espasmos finalmente cesaron, me quedé tirada en las sábanas, temblando, bañada en sudor. Él se levantó lentamente, su cara brillante por mi humedad. Se desabrochó los vaqueros, y su erección, dura y gruesa, se liberó. El glande era oscuro, inflamado, y una pequeña gota de líquido transparente brillaba en la punta, una promesa de más calor, de más fuego.
Se inclinó sobre mí, y el calor de su cuerpo me cubrió por completo. Me miró a los ojos.
—Ahora voy a llenarte —susurró, y su voz era una promesa de fuego—. Voy a meterte tanto calor que nunca más volverás a sentir frío.
Mi cuerpo, todavía sacudido por los ecos de mi orgasmo, se preparaba para ser penetrado. Abrí más las piernas, una invitación total, anhelando sentirlo entrar en mí, completarme, quemarme desde adentro con su esencia. Pero sus intenciones eran otras, más oscuras, más depravadas.
Con una fuerza que me tomó por sorpresa, me agarró de la cadera y la cintura y me giró sobre el colchón. El mundo giró conmigo, y de repente mi cabeza quedaba colgando boca abajo del borde del catre, mi pelo rubio rozando el suelo de madera frío. El flujo de sangre me mareó por un instante, y el mundo se invirtió. Desde esa posición, lo vi a él de pie, una silueta poderosa contra la tenue luz de la ventana. Su verga se alzaba, imponente, directamente sobre mi cara.
—No por ahí, putita —dijo, y su voz había cambiado. Ya no era el susurro de un hombre torturado, era el tono bajo y autoritario de un dueño—. La vas a tomar toda por la boca.
Una mezcla de pánico y una excitación salvaje me recorrió. Sus manos se enredaron en mi pelo, no con cariño, sino para agarrarme firmemente por la nuca. Me inmovilizó. Yo no tenía control. Su pulgar me apoyaba la mandíbula, forzándome a abrirla. No había espacio para la duda, solo para la obediencia.
Acerco la cabeza de su verga a mis labios. El olor era intenso, a hombre, a sudor, a deseo puro. Era un olor que me embriagaba. El glande, oscuro y hinchado, rozó mis labios, y una gota de líquido preseminal, salada y caliente, me los untó. Sentí el calor de su carne vibrando contra mi piel.
—Abre la boca, puta —ordenó.
La obedecí. No pude hacer otra cosa. En cuanto mis labios se separaron, él empujó. No fue una entrada, fue una invasión. Su verga se deslizó por mi boca, llenándome, estirando mis labios hasta el límite. La cabeza golpeó el fondo de mi garganta y me ahogué, un espasmo seco y violento. Mis ojos se llenaron de lágrimas instantáneas. Quería retroceder, pero su mano en mi nuca me mantenía firme, impidiéndome cualquier escape.
—Así es. Tóda. —Su voz era un rugido bajo que sentía vibrar a través de su carne, directamente en mi garganta.
Comenzó a moverse. No era una mamada, era una violación de mi boca. Cada embestida era profunda, brutal. Su pelvis golpeaba mi cara, sus testículos rebotaban contra mi nariz y mis ojos. El aire entraba y salía de mis pulmones en jadeos entrecortados alrededor de su miembro. Las lágrimas corrían por mis sienes, mezclándose con el sudor. Mi saliva, espesa y abundante, se derramaba por las comisuras de mis labios, bajando por mis mejillas, un río caliente y humillante.
Pero en medio de la asfixia, de la humillación, nació algo más. Un trance. Mi mente se desconectó. Ya no era la hija en el sótano de su padre. Era un cuerpo, un orificio, un recipiente para su placer. El dolor se mezcló con un placer extraño y oscuro. Cada vez que se hundía en mi garganta, sentía un pulso de calor en mi entrepierna. Mi cuerpo, traicionero, ansiaba esa violencia, esa rendición total.
—Mi putita… mi pequeña puta… —murmuraba él, entre embestidas, las palabras destrozadas por el esfuerzo—. Te lo voy a dar todo… te voy a ahogar con mi leche…
Sus movimientos se volvieron más frenéticos, más desesperados. Su verga se hinchó aún más dentro de mi boca, un pulso sordo y potente que anunciaba el fin. Sentí que se estaba acercando al borde.
—Sí… sí… así… —gimió, y su cuerpo se tensó.
Con un rugido final, se retiró bruscamente. Mi cabeza cayó hacia atrás, mi boca abierta y vacía, jadeando, un hilo de saliva brillante colgando de mi labio inferior. Y entonces, lo vi. Su verga, justo encima de mi cara, pulsando una última vez.
El primer chorro de semen me golpeó en la frente, caliente y espeso. Cerré los ojos instintivamente. El segundo me recorrió la nariz y el pómulo. El tercero, el cuarto, el quinto… una inundación caliente, salada y abundante que cubrió mi cara. Me llenó los párpados, se deslizó hacia mis labios, goteó hacia mi cuello. El olor era abrumador, el sabor, salobre y masculino, me invadía toda.
Me quedé así, inmóvil, con la cabeza colgando, el mundo un borrón cálido y blanco. El trance era total. No pensaba, no sentía dolor ni humillación. Solo el calor. El calor de su semen cubriendo cada centímetro de mi rostro, el calor de su aliento agotado, el calor del sótano que ahora parecía el centro del universo.
Él se había cumplido. Me había llenado. No de la forma que esperaba, sino de una manera mucho más profunda, más permanente. El calor de su eyaculación se secaba en mi piel, una máscara pegajosa, un sello indeleble. El eco de su deseo ya no era un sonido en la distancia. Era una capa caliente y viscosa sobre mi cara, y sabía que nunca, jamás, volvería a sentir frío.


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