Siempre en Marcha parte 3
El avioncito de papel voló en silencio, cruzando la habitación con una gracia que no correspondía al caos en su interior. Se posó junto a la ventana. Andrea lo había lanzado sin pensar, con manos temblorosas y los ojos fijos en la sombra que desprendía. Estaba inmersa en sus pensamientos, ajena a la.
El avioncito de papel voló en silencio, cruzando la habitación con una gracia que no correspondía al caos en su interior. Se posó junto a la ventana. Andrea lo había lanzado sin pensar, con manos temblorosas y los ojos fijos en la sombra que desprendía. Estaba inmersa en sus pensamientos, ajena a la presencia de su madre, de Ernesto y de ese otro hombre del cual desconocía el nombre y a la tenue chispa de ella misma, que se había rendido a la oscuridad.
Afuera, la lluvia golpeaba el vidrio, pero las voces al exterior de la habitación eran más sonoras. Ernesto hablaba en voz baja, con frases cortas, vacías y denigrantes. Lorena asentía, despatarrada sobre el sofá presa de su reciente orgasmo, pero sus ojos estaban clavados en Andrea, esperando una reacción que no llegaría. El hombre desconocido permanecía de pie, con su verga expuesta con las manos en ella, balanceándola, observando el avioncito en la ventana.
Desde luego, en este perverso entorno sexual ignoraban por completo el estado real de la mente de Andrea. Quizás Ernesto y su socio pensaban que la chica estaba traumatizada, que había quedado paralizada por los hechos. Solo veían a una joven en un rincón, observando fijamente un avioncito de papel. No sospechaban que Andrea, aunque sumida en sus pensamientos, estaba completamente cuerda. Tan lúcida que le resultaba inquietante. Se preguntaba, sin rodeos, por qué había disfrutado lamer la vagina de su propia madre. ¿Eso era ella? ¿Siempre lo había sido y recién ahora lo entendía? Esa nueva faceta no la horrorizaba… la intrigaba. ¿La definiría a partir de ahora? ¿Era ese, al fin, su verdadero rostro?
Ernesto se acercó lentamente a Andrea, su verga se movía de un lado al otro al caminar, Andrea sentía cómo algo en su interior se tensó al darse cuenta, como si su propia piel retrocediera sin moverse, como si su cuerpo supiera algo que su voz aún no podía articular. No era miedo exactamente. Era una mezcla densa, viscosa, entre repulsión, sumisión y una calma peligrosa. Lo observaba desde abajo, como mira un animal herido que aún no ha notado que está sangrando. El otro hombre, en cambio, que era una sombra sin nombre, con una voz que cortaba el aire en pedazos pequeños, se sentó junto a Lorena, en el sofá mientras ella, sin esperar ninguna instrucción se inclinaba y metía su gruesa verga en la boca. Cuando Ernesto quedó a escasos centímetros de Andrea, el mundo parecía encogerse. Todo se hacía más lento, como si incluso el tiempo temiera rozar ese instante. Y en medio de esa presión muda, Andrea no se encogía. No temblaba. No lloraba. Solo pensaba en lo que había hecho. En cómo se sintió al hacerlo. En el silencio posterior, en esa paz limpia y aterradora que le había dejado. Ernesto le hablaba con palabras suaves que Andrea no escuchaba, eran palabras falsamente cuidadosas, ella solo pensaba en cuán fácil sería volver a hacérselo a su madre, en soledad y solamente por placer. Tal vez de forma distinta. Tal vez mejor.
Andrea no buscaba justificarse ante sí misma. No quería excusas, ni narrativas amables que suavizaran el filo de lo ocurrido. Quería aceptarse. De una vez. Con crudeza, sin máscaras. Someterse a esos impulsos que la habían atravesado como un rayo antiguo, primitivo, cuando el vacío —ese que llevaba años incubando en silencio— encontró por fin una oportunidad. Y no fue un estallido. No fue rabia ni locura. Fue algo mucho más frío, más puro. Un reconocimiento. Como si su cuerpo y su mente se alinearan por primera vez. No hubo voces, no hubo pelea interna. Solo ese instante limpio, donde el “yo no podría” se transformó en un “yo soy capaz”. Y lo hizo. Tomo la verga que se había acercado a ella, se acomodó de rodillas, la palpó con una mano, envolviéndola en la base, acercó su boca y comenzó a chupar. Y al hacerlo, descubrió que el abismo no siempre devora: a veces abraza.
Sin prejuicios, casi podría decir que estaba sintiendo lo que era ser dominada. No ser alguien. No ser hija, víctima, espectadora o reflejo. Solo ser una puta, como su madre. Cruda, presente, despierta. Como si hasta ese momento hubiese vivido en tercera persona, arrastrando palabras prestadas, gestos aprendidos, emociones domesticadas. Ahora, en cambio, sentía algo diferente: un pulso nuevo, ajeno a la culpa y al remordimiento, más cercano al descubrimiento que al arrepentimiento. Era una lucidez amarga, sí, pero embriagadora. No podía nombrarla, pero la reconocía. Y en esa certeza muda, empezó a comprender que lo más aterrador no era lo que había hecho… sino lo bien que encajaba dentro de ella.
Ernesto retiró la mano de Andrea de su pene, tomo su cabeza con ambas manos, haciendo remolinos en su cabello y comenzó a follar su boca con fuerza. El sonido que producía su verga chocando con la garganta de Andrea hizo que Lorena levantara la vista, pero desde donde estaba solo podía ver la espalda de Ernesto, su hija estaba ante él y ella no podía ver cómo le clavaban la verga por la boca. No supo que sentir, tampoco tuvo mucho tiempo, un par de segundos después el hombre al que estaba atendiendo la indujo a continuar con su mamada, y así fue.
La verga de Ernesto resultaba especialmente gruesa para la boca de Andrea que a pesar de eso intentaba mantenerla lo más abierta posible y dejaba que Ernesto se moviera dentro de ella a su voluntad, sin embargo comenzó a sentir como en los costados sus labios comenzaban a cuartearse y eso le producía cierta molestia. A sus 17 años ya había tenido la oportunidad de meter penes en su boca, un par, no tenía mucha experiencia, sin embargo lo que estaba haciendo Ernesto sobre ella era completamente nuevo, esa acción dominante era profundamente innovadora.
A medida que la verga se abría paso por su boca Andrea podía percibir que el tronco se iba ensanchando y el ardor en sus labios se producía justo al final, su molestia se concentraba incluso mas en sus labios que en el hecho de sentir la punta de la verga de Ernesto en su garganta.
Fue fácil, después, darse cuenta de que hubo un antes. Pero fue repentino, un arranque sin raíz. Y entonces lo entendió: la decisión fue una elección, una consecuencia. Un punto inevitable de un camino que comenzaría a transitar a partir de ese día. Y una vez que empezó esa línea, ya no podría zafarse de ella. Es algo que se despertó en ella. Y ahora le pertenece.
De pronto, Andrea empezó a sentir una extraña fascinación por su boca y lo que podía hacer con ella, en menos de una hora había complacido a una mujer con ella, su madre y ahora estaba siendo usada por un hombre como un simple agujero donde meter y sacar su verga. No era vanidad, ni era un rasgo físico particular, sino era por lo que significaba. Por todo lo que podía entrar en ella. Andrea colocó sus manos en los muslos de Ernesto y él, detuvo la follada bucal. Andrea tomo una bocanada de aire y tomo la verga con una de sus manos, limpia y brillante, llena de su propia saliva reflejaba las luces de la habitación. La recorrió lentamente con la lengua lentamente, como si intentara descifrar un exactitud científica su sabor. Era su boca la que había abrigado esa verga casi hasta la base, la que había lamido con devoción la vagina de su propia madre, la que había sonreído para no incomodar. Y en ese instante, comprendió que su boca ya no era suya, le pertenecía a él, a él y al siguiente, y al siguiente. Le pertenecía a quien quisiera usarla. Y pensaba sin miedo.
Ernesto volvió a apuntar su verga hacia la garganta de Andrea y la presiono a gran velocidad de una manera tan extrema que el primer empujón causo un dejo de tos en la chica. Los movimientos siguieron de e parte de él y cada vez que la verga se retiraba dejaba sendas cantidades de saliva que resbalaban por la comisura de los labios de Andrea. Ella resistía valientemente y una vez había aceptado su función, se puede decir que incluso disfrutaba con ello.
Mientras Lorena y Andrea permanecían inmersas en las vergas dueñas momentáneas de sus bocas, atrapadas cada una en un universo distinto pero igualmente denso, Ernesto y el otro hombre comenzaron a hablar de la fiesta que se celebraba, en ese mismo instante. Comentaban detalles triviales, como si nada a su alrededor mereciera una mínima atención. «Espero no ver a nadie ebrio», soltó Ernesto con su tono habitual mientras taladraba salvajemente la boca de Andrea, sin fingir preocupación, pero comenzando a transpirar. «Sabes cómo detesto a los ebrios.» Su compañero rio suavemente, como si compartieran una vieja broma privada. Era casi grotesca la naturalidad con la que dialogaban, ajenos por completo a las putas que los acompañaban, las putas no merecen la más mínima atención, a menos que sea para usarlas. Como si fueran muebles. Como si sus silencios no gritaran.
Lorena no se molestó en intentar ubicar nuevamente a su hija en la sala. Ni siquiera giró la cabeza, respiraba pausadamente por la nariz con la tranquilidad que brinda la experiencia de mamar por horas. Andrea se había desdibujado de su atención, como una figura fuera de foco. Estaba concentrada en la verga en su boca, en lo que debía hacer, en cumplir con lo que se esperaba de ella. Por un instante, su mente borró todo lo demás: la fiesta, las voces huecas de los hombres, incluso la presencia muda de su hija. Nada existía fuera de esa obligación invisible que la guiaba. Se abstrajo con una precisión casi mecánica, como si al desconectarse del entorno pudiera evitar el colapso que latía bajo la superficie. Era más fácil así. Pensar menos. Sentir menos. Ser solo una función, no una persona.
Ernesto tomó fuertemente del cabello a Andrea y saco su verga de su interior. Le habló a Andrea con una rudeza seca, sin filtros, como quien da una orden a un objeto que se niega a funcionar.
—Observa y aprende —le dijo, sin mirarla.
No fue una sugerencia, ni una advertencia. Fue una imposición. Una palabra que no buscaba comprensión, sino obediencia. Andrea no reaccionó de inmediato. Sus ojos apenas se movieron, pero por dentro algo vibró, como un cristal al borde de una fractura. Entonces él se alejó, cruzando la habitación con esa autoridad falsa que se sostiene solo sobre el silencio de los demás. Se dirigió hacia el sofá donde el otro hombre dejaba a Lorena manejar el ritmo suave de la mamada, envueltos en una tensión que parecía tener siglos de antigüedad.
El socio de Ernesto la miró sin vergüenza a Andrea, arrodillada, expectante. Y ella… ella no apartó la mirada. No era resignación lo que había en sus ojos. Una conciencia brutal de lo inevitable. Como si hubiera aprendido que en este espacio la dignidad no sirve de nada, y que resistirse era doloroso.
Ernesto murmuró algo que Andrea no alcanzó a oír, pero entendió. No por las palabras, sino por el tono. Por el lenguaje no dicho que existía entre esos hombres que fingían que lo suyo era rutina perversión, que todo formaba parte de una estructura lógica y aceptada.
Andrea los observó. Ambos acariciando el cuerpo desnudo de su madre, con una lentitud que no tenía nada de ternura. Era una caricia hueca, vacía de afecto, cargada de posesión. No era deseo lo que se manifestaba en sus gestos, sino control. Un dominio que no necesitaba fuerza para ser violento. Lorena no se movía. No protestaba. Su cuerpo permanecía allí, inerte, como si no le perteneciera, como si lo hubiera abandonado hacía tiempo y ahora fuera sólo una envoltura con la que debía cumplir.
Andrea observaba. Aprendía. Porque había algo más fuerte que el rechazo: la necesidad de entender. De saber qué era esa frialdad que parecía unirlos, qué lenguaje oscuro los mantenía orbitando en ese teatro sin alma. El roce de las manos de esos hombres sobre su madre tenía una cadencia casi ritual, como quien repite un acto que ha hecho tantas veces que ya no necesita pensar. Como quien deja de ver a la persona frente a él y sólo ve un papel a interpretar.
Y Andrea, al mirar, no sintió compasión. Sintió algo más denso, comprensión. Como si al fin entendiera de dónde venía todo. Como si las piezas encajaran de una manera brutal. Y mientras seguían tocando el cuerpo de Lorena, ella —la hija— deseaba estar ahí.
Andrea no apartaba la mirada. Había cruzado ese umbral interno donde el asombro deja de existir y solo queda la observación cruda, sin filtros. Ya no miraba a su madre como a una figura que debía protegerla, sino como a una puta que cumplía con una función, como tantas veces antes seguramente lo había hecho, como si su cuerpo ya no fuera suyo.
Vio cómo Ernesto se acomodaba frente a ella, con esa arrogancia de quien sabe que será servido sin ser cuestionado. Y fue entonces cuando Andrea observó como penetraban a su madre. No con erotismo. No con vergüenza.
Y en ese instante, Andrea sintió una claridad brutal: entendió que quería que su cuerpo se convirtiera en un lugar al que otros entraran como a una casa sin puertas. Quería vivir como su madre, siendo tocada tanto como amada.
—¡Ah!, ¡Ah!, ¡Aahh!, ¡Aaahhh! —La verga entraba y salía de la vagina de Lorena con la misma velocidad y rudeza con la que hace instantes entraba y salía de la boca de Andrea.
—¿Te gusta?—Le dice el otro hombre que amasa las enromes tetas de Lorena mientras ella gime sin vergüenza.
—¡Sí… me gusta!
—¿Mucho?
—Me encanta—Y así era. Lorena disfrutaba siendo una puta, se sentía mal ahora que sus hijos lo sabían, pero eso no le quitaba el disfrute. Sentía el entrar y el salir de el pene de Ernesto que tantas veces había tenido dentro, era su puta personal que gustosamente compartía.
—Tienes la mejor cuca de todas—Le dijo Ernesto gimiendo, manteniendo la velocidad de sus penetraciones. —Suave, deliciosa, rica… muy rica la tienes. Lorena gemía ruidosamente mientras sus pezones eran pellizcados por el otro hombre, le apretaba las tetas con fuerza, una sola mano no alcanzaba a abarcar la totalidad de sus tetas, eran verdaderamente enormes. Aquel otro hombre se inclinó, y sin soltarle las tetas pasaba la lengua por el cuello de Lorena, dándole mayores estímulos para que alcanzara su segundo orgasmo de la noche. Ernesto llevaba mucho tiempo abusando de Lorena, pero para ella ya no era un abuso, Lorena disfrutaba, Lorena había tenido la misma disyuntiva mental por la que ese día había pasado su hija Andrea, solo que muchos años atrás.
El hombre sin nombre tomo la mano de Lorena y la puso sobre su pene para que lo masturbara al mismo tiempo, ella obedeció, no solo por sumisión, sino porque ya no había nada en ella que se resistiera. Era costumbre. Era rutina. Entonces algo se quebró en el borde de la escena. Ambos notaron el movimiento. Andrea se había acercado. Nadie la llamó. Lo hizo sola. Sus pasos eran lentos, firmes, como si caminara hacia un destino ya asumido, Él levantó un dedo, apenas un gesto. Y ella respondió.
Se inclinaron. Sus bocas se buscaron con una urgencia que no era deseo, sino hambre. Andrea besó con fuerza, como si quisiera borrar el mundo entero entre esos labios. Quería hundirse, traspasar, marcar. Y en ese beso había algo salvaje, desesperado, tan crudo como una confesión sin palabras. Si las sonrisas pudieran escucharse, la suya habría gritado euforia. No era amor. Era reconocimiento. Era entrada.
Pero hubo alguien que sí vio.
Lorena se dio cuenta de que su hija era como ella. Y el pensamiento le llegó con la misma frialdad con la que alguna vez se lo dijeron a ella, como un eco lejano que volvía a nacer: una puta más.
Su hija. Su reflejo.
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