Siempre en Marcha Parte 4
Las vivencias de Sofía junto a sus hermanos están marcadas por el dolor, la incertidumbre y el intento constante de protegerse mutuamente en medio de la adversidad. En muchos casos, el vínculo entre hermanos se convierte en un refugio emocional, una fuente de fuerza para resistir las circunstancias .
Las vivencias de Sofía junto a sus hermanos están marcadas por el dolor, la incertidumbre y el intento constante de protegerse mutuamente en medio de la adversidad. En muchos casos, el vínculo entre hermanos se convierte en un refugio emocional, una fuente de fuerza para resistir las circunstancias traumáticas que les rodean. A pesar del miedo, Samuel se convierte en un apoyo esencial, un compañero de lucha que entiende el sufrimiento desde el mismo lugar. Juntos enfrentan las consecuencias del trauma: la desconfianza, los silencios, y la necesidad de reconstruir sus vidas mientras llevan consigo cicatrices invisibles.
Estas vivencias no solo hablan del dolor, sino también de la resiliencia, del amor fraterno que se mantiene firme incluso en los momentos más oscuros.
Samuel, un joven de 20 años, cursaba sus estudios de medicina en una universidad pública de Colombia. Vivía con su madre, Lorena de 40 años y con sus 4 hermanos, en una casa modesta pero llena de historias, silencios y resistencia. A su lado, su hermana, Sofía, la más pequeña de toda la familia, de 5 años, guiada por una curiosidad profunda y sin haber podido conciliar el sueño le cuestionaba por su madre y su hermana Andrea, quienes aún no llegaban a casa.
Samuel y sus hermanos compartían algo más que el vínculo de sangre. Compartían el peso de una vivencia que dejó cicatrices invisibles pero persistentes. Crecieron en un entorno que, por momentos, se volvió hostil, marcado por el miedo, el dolor y la necesidad de protegerse mutuamente. Las noches eran largas, a veces demasiado. Pero incluso en la oscuridad, encontraban en el otro un refugio, una mirada cómplice que decía: “aquí estoy, no estás solo.”
Samuel no podía responder a esa pregunta, ni le mismo sabía lo que estaban haciendo su madre y Andrea, pero lo sospechaba, intuía que ahora Andrea estaba de lleno en ese mundo en el que voluntariamente había accedido estar.
Andrea tenía 17 años y en ese mismo instante se encontraba besando a un hombre mucho mayor que ella, un hombre que había conocido esa misma noche, un hombre que al mismo tiempo la desnudaba con facilidad. Samuel lo presentía. El cabello largo y lacio de Andrea, de un negro profundo que contrastaba con su piel arropaba el rostro de aquel hombre. Sus ojos, grandes y de un tono miel cálido, que transmitían una mezcla de dulzura y determinación se mantenían cerrados sin esfuerzo, bajo el disfrute del que ella estaba siendo objeto. No era la más alta ni la más llamativa joven, pero tenía una elegancia natural, una forma de moverse que hablaba de confianza, aunque su voz fuera suave y pausada.
Andrea siempre llevaba una libreta de tapas gastadas en la que dibujaba, anotaba frases sueltas o pensamientos, una especie de diario. A Samuel le causaba curiosidad su libreta. Le gustaba cómo se reía bajito cuando algo le parecía tonto, cómo se acomodaba el cabello detrás de la oreja cuando estaba nerviosa, o cómo defendía con firmeza sus ideas sin levantar la voz.
Andrea no tardó en convertirse la puta que su madre era. Al principio, estaba asustada, eso era innegable. Luego, aquellos hombres comenzaron a encontrarse con ella más allá del deseo, a cambiar su vida y a jugar con ella.
Pero para Sofía, esa noche en que Andrea había decidido acompañar a su madre sería una presencia gris en medio de lo que hasta ese momento eran días luminosos. Samuel no la salvó —porque nadie salva a nadie del todo—, pero le enseñó que también se puede vivir sin miedo a sentir.
Para Samuel y sus hermanos , que habían crecido en un hogar económicamente estable, con una madre que valoraba el respeto, el estudio y la empatía, lo que vivieron en los meses posteriores marcaría un antes y un después en sus vidas. Las noches traerían consigo una sensación de tragedia inexplicable, un eco de incomodidad que ni el tiempo ni la razón lograrían disipar del todo.
Lorena también tenía una relación sólida con todos sus hijos. Y no solo con ellos, sino también con el entorno que los rodeaba. Se mantenía cercana a los profesores, a los directivos, a los amigos. Su casa siempre estuvo abierta para las conversaciones, para el acompañamiento y el consejo. Por eso, esa noche que todo cambió, no tardó en preocuparse.
Ernesto, quien la penetraba con firmeza, a pesar de su posición dominante, siempre había sido tranquilo, disciplinado y respetuoso, pero reaccionaba con irritación ante la duda, desafiaba su moralidad, perdía el interés en nimiedades.
Las discusiones en casa de Lorena, ante su ausencia y la de Andrea esa noche se volvieron álgidas, entre Samuel y Lucas, quien tenía la edad suficiente para comprender, a diferencia de Mateo y Sofía. El nombre de Andrea no tardó en aparecer como un punto de tensión constante. Los hermanos se cuestionaban con firmeza pero sin agresividad, intentando entender qué tenía su madre en mente para permitir que Andrea la acompañara.
Tras horas de discusiones y silencios incómodos, finalmente Lucas se durmió, también Mateo. Pero Sofía no había logrado pegar el ojo y ahora conversaba con Samuel intentando aparentar más madures de la que su pequeño cuerpo podía aguantar.
Ernesto, un hombre de 35 años, alto, delgado, de aspecto reservado y siempre bien vestido, aunque con un aire distante, casi impersonal. Había llegado a la ciudad apenas tres años atrás, y desde entonces, según él, se encargaba de cuidar y acompañar un pequeño club familiar heredado.
Cuando Lorena conoció a Ernesto una tarde de miércoles, buscando respuestas en un hombre al que su esposo había conocido en vida, no pretendía que su vida cambiara como lo había hecho, pero si estaba dispuesta a buscar una salida ante las dificultades económicas que comenzaban a agobiarla. Sin embargo, lo que ocurrió en esa reunión fue algo que nunca logró contar del todo, hasta ahora.
Ernesto la recibió en una pequeña oficina en el centro, no en su casa, ni en el club. Desde el primer momento impuso un ambiente tenso, aunque disfrazado de cortesía. Su tono era suave, casi amistoso, pero lo que decía dejaba poco espacio para interpretaciones ingenuas. No tardó en dejar claro que sabía mucho más de lo que parecía: mencionó, sin contexto alguno, datos personales de la familia —el lugar de trabajo de Carlos, su exesposo, los horarios escolares de cada uno de sus hijos, incluso la propiedad a nombre de un familiar lejano de Lorena a quienes usualmente visitaban algunos fines de semana.
Luego vino la oferta. Ernesto no alzó la voz, no amenazó directamente, pero cada palabra era una presión calculada. Le habló de contactos políticos, científicos y celebres, que podrían “hacerle la vida más fácil” a sus hijos. De una posible inversión en lo que ellos eligieran. De un préstamo condonado a su nombre. Todo legal, todo en regla. Solo requería una condición: ser su dama de compañía, sin hacer preguntas.
Lorena intentó oponerse, pero no tardó en entender que estaba frente a alguien acostumbrado a salirse con la suya, alguien que no necesitaba gritar para dejar claro que o se aceptaban las condiciones… o habría consecuencias. Temblando por dentro, solo alcanzó a asentir. No sabía hasta qué punto aquel hombre podía hacerle daño, pero intuía que no era una posibilidad remota.
Esa noche su vida cambió. Al día siguiente, cambió su postura por completo. Pasaba más tiempo fuera de casa, aprovechaba la madurez de Samuel y sobre todo la de Andrea, que, a pesar de ser menor era más cuidadora de sus hermanos menores. De pronto Lorena fue una mujer más Libre. Samuel, se sintió desconcertado con esa actitud y con el tiempo comenzó a sospechar.
Lo que él no sabía era que sus madre había regresado a casa con una mezcla de vergüenza y miedo, consciente de que ya no eran ella quien marcaba los límites, y que algo oscuro había comenzado a entrar en su vidas… disfrazado de cortesía, pero cargado de control.
El club estaba ubicado en las afueras de la ciudad, a unos cuarenta minutos en carro, en una zona semirrural donde las viviendas eran amplias y dispersas. En un día común, lo primero que se notaba era el silencio. No había vecinos cerca. La casa, de dos pisos, tenía un diseño colonial moderno, con tejas rojas, ventanales grandes y una estructura elegante pero sencilla. En el interior, los espacios eran amplios, decorados con muebles antiguos, muchas plantas, y una iluminación cálida que parecía escogida con intención. Había algo acogedor, pero también algo… extraño. Un aire de belleza que no terminaba de ser cómoda.
A Samuel le marco haber estado allí. Se sintió preso de unas imágenes que lo recorrían en todo momento y solo habían pasado unos días, había observado sin querer hacerlo, había juzgado sin conocimiento.
Andrea era distinta en ese espacio: ahora era más relajada, más misteriosa también. Pero tras un par de horas, comprendió que no habría más putas esa noche en la “fiesta”, las únicas putas eran su madre y ella.
Nada parecía grave, y Samuel prefería no pensar demasiado. Estaba indeciso sobre como sentirse, solo esperaba que estuvieran bien, en cuanto a su madre, estaba tranquilo de sentir que finalmente la comprendía, de creer que ella ya no tendría secretos, finalmente se quedo dormido junto a Sofía.
Domingo, 10 de la mañana, Andrea, sin saber que esa jornada marcaría el inicio de una etapa mucho más oscura de su vida, ingresa a casa junto a su madre.
Samuel se acercó a la puerta, el sonido de la lluvia creando una capa de distorsión entre el mundo exterior y el interior de la casa. La puerta abierta, un aire frío y húmedo le golpeó el rostro, pero no se detuvo. Rápidamente se movió hacia su madre y su hermana.
—¿Cómo les fue?
Lorena no respondió de inmediato. Sus ojos, algo ausentes, caían sobre Andrea, quien estaba de pie, mirándolo fijamente pero sin hablar. Lorena parecía exhausta, como si el peso de la noche estuviera finalmente cayendo sobre sus hombros. Después de un largo suspiro, asintiendo lentamente:
—Solo… fue… bien, Samuel.
—¿Bien…? Mamá, ¿qué tuvo que hacer Andrea?
El silencio fue pesado, como si las palabras se atascaran en la garganta de Lorena. Su mirada evitaba la de Samuel. Andrea, por su parte, se quedó quieta, inmóvil, con los ojos fijos en su hermano. Esperaba algo, una reacción que no llegaba, como si las palabras que no salían de su madre se estuvieran acumulando también en su interior.
En ese momento, Lucas apareció por el pasillo, todavía con su pijama puesta, con el cabello despeinado y un rostro somnoliento. Miró a sus hermanos y luego a su madre, notando el ambiente tenso que se había formado.
—¿Hasta ahora llegan? ¿Qué pasa?
Samuel no respondió de inmediato. Miró a Andrea, notando cómo su expresión había cambiado. Había algo en ella que no podía identificar. Su hermana, normalmente tan vivaz, ahora estaba quieta, como si una sombra la hubiera envuelto.
—¿Mamá?
Lorena se dejó caer sobre el sofá con un suspiro, agotada. Sus ojos, antes llenos de determinación, ahora reflejaban algo diferente, algo más profundo y oscuro.
—No sé… todo se ha complicado. Ya no sé cómo manejarlo, Samuel.
Lorena permaneció en el sofá, temblando apenas, con los ojos clavados en el suelo. Samuel seguía de pie, a un par de pasos, pero sentía que los kilómetros emocionales entre ambos eran incontables.
—No fue solo el club, ni Ernesto… fue lo que pasó allí.
Samuel frunció el ceño, confundido, pero no dijo nada. La dejó hablar.
—No sé cómo explicarlo… —continuó ella—. La han usado, como si algo en ella se quebrara solo por estar allí, rodeada de esos hombres. Pero luego… —hizo una pausa, tragando saliva— luego vino algo más.
Se frotó las manos, nerviosa. El silencio era tan denso que incluso la lluvia afuera parecía haberse detenido por un instante.
Andrea (sin levantar la mirada, con voz baja, áspera):
—Sentir mi cuerpo liberado… fue demoledor. No lo esperaba. No sospechaba que ocurriría así. La forma en que me tocaban, las estimulaciones… la manera en que mis propios dedos me buscaban después, masturbándome en silencio mientras los penes pasaban por mi boca… —cerró los ojos, con un nudo en la garganta—. Era excitante. Era asfixiante.
Samuel retrocedió un paso, como si las palabras de su hermana fueran un golpe seco en el pecho.
Andrea (ahora sí levantando la mirada, con los ojos húmedos, sin intentar disimular la culpa):
—¿Sabes qué es lo más difícil? Que una parte de mí lo quiso. No al principio. Pero luego sí. Y eso… eso me destruye por dentro. Porque no fue solo por necesidad, Samuel. Fue también por deseo.
El silencio que siguió fue brutal.
—Y sin embargo —añadió— lo hice por ustedes, por nosotros, por mamá que no merecía seguir afrontando esto sola. Para que no nos cortaran el agua, para poder seguir estudiando, para que tú pudieras concentrarte en tus estudios también sin buscar trabajo a medianoche. Pero también… también porque una parte mía estaba cansada de sentirse invisible. Y ahora… no sé quién soy.
Samuel respiró hondo, la garganta hecha un nudo. No sabía si sentirse traicionado, confundido, dolido o simplemente aturdido. Había esperado respuestas. Había recibido una verdad.
Y esa verdad lo desarmaba.
Lucas, aún con el pijama arrugado y los pies descalzos, se acercó sin decir una palabra. No entendía del todo lo que sucedía, pero su instinto le decía que debía estar cerca. Se dejó caer junto a su madre, pegando el costado de su cuerpo al de ella como si pudiera sostenerla solo con su presencia. Lorena lo miró con ternura, le acarició el cabello con una mano temblorosa, mientras con la otra palmeaba el cojín libre a su lado.
—Vengan —dijo con voz queda, casi maternal—. Vamos a hablar… como familia.
Samuel y Andrea se miraron brevemente. Fue una de esas miradas en las que sobran las palabras: compartían la misma mezcla de incertidumbre, vergüenza y necesidad de saber. Se acercaron. El sofá no era lo suficientemente grande para los cuatro, y sin que nadie lo propusiera, Andrea se acomodó suavemente sobre las piernas de Samuel, con una naturalidad que lo descolocó. No era la primera vez que compartían esa cercanía, pero ahora, en medio de todo lo no dicho, el gesto adquiría un peso distinto.
Samuel sintió su cuerpo tensarse, no por incomodidad con Andrea, sino por el contexto. La calidez del peso de su hermana sobre él, el toque de su cola contra sus muslos, el olor sutil de su cabello húmedo… todo eso lo ubicaba en un terreno extraño, de contradicción emocional. Andrea no se movía, no hablaba. Solo lo miró de reojo una vez, como preguntando sin palabras si estaba bien así. Él asintió apenas, incapaz de decir nada.
Lorena los observó a ambos, con una mezcla de compasión y culpa en el rostro. No dijo nada al respecto. Su voz, cuando habló de nuevo, fue más firme:
—Lo que les hemos contado de lo sucedido hoy es para que entiendan. A veces uno ama tanto que se pierde. Que cede. Que traiciona sus propios límites… pensando que así protege.
Andrea bajó la mirada. Samuel la sintió tensarse un poco sobre él. Sabía que su madre no hablaba solo de sí misma.
Lucas, con la inocencia aún intacta, tomó la mano de su madre y la apretó.
—¿Vamos a estar bien, mamá?
Lorena sonrió, pero sus ojos no acompañaban la curva de sus labios. Miró a Samuel. Miró a Andrea.
—Eso depende de todos. Y del silencio que seamos capaces de romper… sin miedo.
Andrea cruzó las piernas sobre las de Samuel y acomodó los brazos sobre su regazo. No era un gesto provocador, pero sí profundamente humano: de alguien que necesita afirmarse en el cuerpo del otro para no desmoronarse. Samuel no hizo nada para moverla, aunque su respiración se volvía menos constante.
Lorena respiró hondo. Como si lo que venía fuese aún más difícil de pronunciar.
—Anoche, en el club… hubo una fiesta —empezó, y sus ojos se perdieron un momento en el vacío—. No era una celebración, exactamente. Nunca había asistido a algo así allí. Una reunión privada. Solo unos pocos. Ernesto… él tenía todo calculado. La música suave, las copas llenas, las miradas que pesan. Y esos cuerpos… —hizo una pausa, tragando saliva—. Esos cuerpos que nos tocaban con hambre.
Andrea desvió la mirada. Samuel sintió un leve temblor en sus muslos. Ella se acomodó sin decir nada, como quien quiere desaparecer pero no puede.
—Había otros, pero no como nosotras —continuó Lorena—. Las demás Mujeres no participaron. El sexo allí no fue solo sexo. Era un intercambio. Un ritual de poder.
Andrea continuó
—Te despojaban del miedo, primero me dejaron ver, luego me dijeron lo que tenía que hacer, y al final… me entregué.
Samuel levantó la cabeza, interrumpiéndola por primera vez.
—Sí… —dijo, arrugando la nariz levemente—. Hueles a alcohol, a licor dulce. Distinto.
Lorena no se sorprendió. Asintió.
—Nos ofrecieron vino, whisky, ginebra… pero no era solo para brindar. Era para adormecer. Para relajar lo que el cuerpo se negaba a entregar por completo. No te obligaban —miró directamente a Samuel—, pero sabían cómo empujarte. Cómo hacerte sentir elegida… incluso si eso significaba entregarte.
Andrea murmuró entonces:
—Todo era hermoso… pero era como estar atrapada en una vitrina. Nos miraban como si no fuéramos personas. Solo cuerpos. Y cuando la música subía y la habitación donde habíamos estado se abrió, el silencio se volvía más pesado que el ruido.
Samuel se quedó quieto. La escuchaba, pero no podía mirarla.
—No queríamos que lo supieran —dijo Andrea, ahora más firme—. Ni tú, ni Lucas, ni Mateo, ni Sofía. Porque allá dentro se mezclaba el miedo con la excitación. Porque también nos reímos, también nos tocamos… también sentimos algo que no debería doler, pero dolía. Lo peor —hizo una pausa, su voz temblaba apenas— es que una parte de mí quiso quedarse.
Samuel apretó los puños sin apretarla a ella. No sabía si dolía más imaginarla allí o entender que no fue forzada. Que lo eligió. Que tal vez lo disfrutó. Y eso lo desconcertaba más que cualquier otra cosa.
Lorena los miró a ambos, con los ojos llenos de una tristeza antigua.
—No me perdono. Pero no puedo mentirme. Ni a ustedes. Solo quiero que entiendan que, incluso en la oscuridad, yo creí estar eligiendo lo mejor para ustedes.
Lucas, sin comprender del todo, apoyó la cabeza en el hombro de su madre. No necesitaba entenderlo todo. Solo quería que siguieran siendo una familia.
El silencio era denso. Andrea seguía sentada sobre Samuel, como si sus piernas fueran el único suelo seguro en medio de lo que estaba por decir. No se movía, no parpadeaba demasiado. Pero algo en sus ojos había cambiado: ya no pedían permiso para hablar.
—Yo… —empezó con voz firme, aunque baja—. Lo que más me sorprendió esa noche no fue el lujo del lugar, ni la música, ni siquiera las miradas. Fue lo que sentí dentro de mí. Lo que me pasó por la mente cuando los vi a ellos… tan seguros, tan conscientes de su poder.
Hizo una pausa. Samuel notó que Andrea estaba más erguida ahora. Como si hablar fuera su única manera de protegerse de lo que recordaba.
—Estaban ahí, caminando entre nosotras, como si fuéramos parte del mobiliario. Nos miraban como si supieran todo de nuestros cuerpos. Estaba desnuda ante demasiadas personas. Y yo… no me sentí exactamente asustada. Sentí curiosidad. Sentí vergüenza. Pero también sentí deseo. No sé cómo explicarlo sin que suene mal. No fue que me obligaran, no fue que me forzaran… pero todo en ese ambiente estaba hecho para que una dijera que sí. Para que pareciera natural ceder.
Lucas bajó la cabeza, confundido. No entendía del todo, pero podía ver que su hermana hablaba desde una parte muy profunda.
Andrea continuó:
—Había algo en ellos… no en todos, pero sí en algunos. Una forma de acercarse, de tocar, de mirar. Y cuando el cuerpo responde… cuando te das cuenta de que no todo te repugna, que una parte de ti quiere saber cómo se siente… te invade la culpa. Me sentí sucia. Me sentí dividida. Porque había momentos en los que quería irme, pero también hubo momentos en los que me dejé llevar. El calor, las caricias, la forma en que sus penes entraban en mí… me confundieron. Mucho.
Se giró un poco, lo justo para poder mirar a Samuel, sus rostros a escasos centímetros.
—Yo sé lo que estás pensando. Que soy una puta. Una zorra. Y la respuesta es que si lo soy. Solo sé que… sentí cosas. Que hubo placer. Que hubo una parte de mí que se sintió vista, deseada… aunque fuera por las razones equivocadas.
Lorena, que la escuchaba sin intervenir, tenía las manos entrelazadas. Sus nudillos blancos de tanta presión. Sabía que esas palabras eran necesarias, aunque desgarraran.
Andrea inclinó la cabeza por un momento. Y murmuró sobre los labios de su hermano, colocando una mano en su mejilla:
—No puedo borrar lo que pasó. Ni siquiera quiero mentirme y decir que todo fue una pesadilla. Fue real. Fue turbio. Pero también fue humano. Y eso es lo que más duele.
Samuel tragó saliva. Su hermana ya no era solo la Andrea que él protegía. Era una mujer marcada por un momento que la había atravesado por dentro. Y ahora, al compartirlo, no pedía permiso. Solo pedía que no la abandonaran por lo que había sentido.
Ernesto había planeado todo. Cada conversación, cada mirada, cada silencio incómodo formaban parte de una coreografía precisa. No necesitaba levantar la voz ni imponer órdenes para que todo se moviera como él quería. Jugaba con las emociones, con la necesidad, con los vacíos no resueltos de cada una.
Andrea lo había notado desde el principio, pero había preferido ignorarlo. En el club, todo era más nítido: los gestos, los códigos ocultos, las jerarquías disfrazadas de cortesía. Ella sabía que no estaban allí por casualidad, y que las decisiones que tomaban, aunque voluntarias en la superficie, estaban condicionadas por todo lo que ese hombre representaba.
—Nada de lo que pasó fue casual —murmuró a Samuel, con la mirada perdida pero sin separarse si un centímetro de él—. Hasta los cuerpos tenían un orden. Nosotras, las putas… y ellos. Hombres con trajes caros, relojes brillantes, manos suaves y labios que mentían con facilidad. Y sí, los penes también eran parte del guion. Como si fueran el símbolo último del poder que tenían. No por el cuerpo en sí, sino por lo que implicaba. El derecho asumido de tocar, de penetrarnos, de marcar.
No lo dijo con asco. Lo dijo con rabia contenida, con una mezcla de decepción y comprensión amarga. Porque Andrea no solo estaba hablando de sexo. Estaba hablando de control, de identidad, de cómo el deseo puede ser manipulada para volverse obediencia.
Samuel no respondió. No sabía cómo. Solo se acercó y la beso, un beso que en ese momento contenía una verdad que dolía más por ser compartida que por ser vivida en soledad.
Lucas los miró sorprendido, Lorena sonrió con ternura y comprensión. El beso duró unos segundos y cuando terminó, Andrea continuó, sin mirar a nadie en particular. Como si hablara consigo misma, como si lo necesitara para no perder el equilibrio entre lo que recordaba y lo que ahora entendía.
—Pero también pienso que Ernesto disfrutaba de pretender ofender a mamá usándome… No era solo lo físico. Era ver cómo ella se debatía entre el miedo y el deseo, entre el rechazo y la entrega. Él no necesitaba forzarla. Bastaba con dejarle claro que no había salida. Y entonces ella… reaccionaba.
Hubo un silencio pesado, como si alguien hubiese cerrado una puerta sin tocarla.
—Él me hizo suya de maneras que yo no imaginaba que se podía, me quitó mi virginidad, pero mi vagina no fue su objetivo final, perdí la cuenta de cuantas corridas me hicieron dentro de mi ano, solo sé que la suya fue la primera —agregó, con una voz apenas más baja, más cargada de algo parecido a vergüenza, pero también a reconocimiento.
No era una confesión sexual. Era una forma de nombrar la invasión emocional. El modo en que una persona puede entrar en la mente y el cuerpo de otra sin romper nada, pero dejándolo todo diferente. No hubo violencia, no hubo necesidad de eso, no nos obligaron. Pero cada mirada suya estaba medida, cada contacto pensado, cada pausa hablaba de un cálculo exacto.
—Creo que a mamá le pasó algo parecido. No puedo, no podemos juzgarla. Yo también sentí esa mezcla de asco y deseo. De querer irme y al mismo tiempo… no poder moverme. Como si algo en mí dijera que eso también era mío. Que ese lugar, ese contacto, ese cuerpo, incluso sus penes, eran parte de una escena que ya estaba escrita. Y que, en algún punto… yo había aceptado actuar en ella.
Samuel apretó los puños. No porque se sintiera traicionado por Andrea, sino porque algo en su relato le partía el alma. Porque no se trataba solo de lo que había pasado. Se trataba de lo que había dejado dentro de ella. De lo que aún no podía sanar, porque seguía siendo confuso, porque incluso ahora… dolía desear.
Lorena no dijo nada. Pero sus ojos, húmedos, hablaban de una culpa que no encontraba consuelo.
El murmullo de voces apenas contenidas en la sala comenzaba a llenar la casa de un tipo de tensión distinta: esa que se siente más en el pecho que en los oídos. Fue entonces cuando Sofía apareció, descalza, con su pijama de nubes y el cabello enredado, arrastrando su cobijita preferida. Frotándose un ojo, se detuvo a mitad del pasillo, como si algo en su pequeño cuerpo intuyera que no era un domingo cualquiera.
—¿Mami? —preguntó, con esa voz infantil que aún no conoce del todo el miedo, pero que empieza a entender el silencio.
Andrea se levantó de inmediato y fue hasta ella, dejando a la vista de Lorena la erección de Samuel. La alzó con cuidado, la abrazó más fuerte de lo necesario. Sofía, sin comprender, se dejó llevar por ese cariño repentino.
—Sí, ya estamos todos —le susurró, besándole la frente.
Lorena aparto la vista de la verga de su hijo sin decir nada, miró a Sofía desde el sofá, sus ojos oscurecidos por el cansancio y la culpa, pero al ver a Sofía sintió un golpe de realidad: era por ella, por todos ellos, que había cruzado esa línea. ¿Pero hasta qué punto se justificaba haberlo hecho?
Andrea desvió la mirada. No podía sostener la inocencia de su hermanita sin quebrarse. Lagrimas cayeron por sus ojos mientras la simplicidad de otra mañana de domingo iniciaba, pero cada gesto estaba atravesado por una carga emocional nueva, invisible, que ninguno de los adultos sabía aún cómo nombrar.
Sofía se acurrucó entre los brazos de su hermana, mientras ella volvía a sentarse en el regazo se su hermano, acomodando su pene justo en medio de sus nalgas y sin mirarlo ahora. Andrea, se movía intencionalmente, como si quisiera sentir algo que no sabía cómo enfrentar. Lorena se inclinó un poco hacia adelante, los observó… y por primera vez en mucho tiempo, deseó volver atrás. No a cambiar lo que pasó, porque ya no podía. Sino a abrazarlos antes de que todo cambiara.
—Hoy no quiero que salgamos —dijo Lorena, apenas audible—. Quiero que nos quedemos juntos. Aquí. Aunque no sepamos cómo hablar de lo que nos pasa.
Samuel asintió mientras un gemido salía de su boca. Lucas, que ahora entendía lo que estaba pasando también mostraba una erección en su pantalón. Nadie dijo nada más. El reloj avanzaba lento, y la lluvia seguía golpeando los vidrios con una constancia casi ceremonial.
Samuel gemía en silencio, aunque dentro de él todo parecía girar con una fuerza inesperada. Andrea se movía en su regazo, y la cercanía —tan simple en apariencia— le removía algo más que ternura o protección. Era una tensión que no quería sentir, pero que ahí estaba, instalada sin permiso. El cuerpo a veces reacciona sin esperar la aprobación de la mente, y eso, para él, era una fuente nueva de vergüenza y desconcierto.
Sintió el calor subirle por el cuello y, por un momento, deseó que nadie notara nada. Esa sensación física, involuntaria, casi traicionera, lo hizo moverse sutilmente, incómodo, y mirar como las nalgas profanadas de su hermana menor se movían sobre él. Una erección esperada, lo enfrentó a sí mismo como pocas veces antes. No por el deseo, sino por el miedo a lo que su propio cuerpo podía reflejar.
Andrea, perceptiva como siempre, bajó la mirada. No dijo nada. Se movió más notoriamente, sin el cuidado de los presentes.
Lorena, al observarlos, sintió un escalofrío. No por lo que veía, sino por todo lo que estaba ahí, flotando, contenido. Sabía que había grietas nuevas que ni siquiera el amor materno podía sellar del todo. Pero también entendía que su tarea, ahora más que nunca, era guiar, cuidar, y no mirar hacia otro lado.
Lorena, con los ojos vidriosos por el agotamiento y el vino de la noche anterior aun corriéndole por las venas, se dejó caer con torpeza en el sofá. Había algo en su mirada que parecía querer
decir algo, pero no encontraba fuerza suficiente para hacerlo. Observó a Andrea sentada sobre Samuel, con Sofía en sus brazos tan libidinosos, tan gráficos, tan… unidos.
Los miró unos segundos, ladeó la cabeza con lentitud, y en tono entre broma y desaliento —como quien no sabe si lo que dice es una provocación o una confesión de derrota— soltó:
—Parecen más pareja que hermanos.
El comentario cayó como una piedra en el agua. Andrea bajó la mirada, Samuel se tensó. Nadie respondió. Y Lorena, por un instante, pareció despertar del trance en el que estaba. Su expresión cambió. Ya no era pícara ni burlona. Era… vacía.
—Ay, perdón… —susurró, llevándose una mano a la frente—. No dormí nada. No debí decir eso. Es el cansancio, y todo esto… me está pasando por encima.
—No pasa nada mamá —dijo Samuel, con una sonrisa que intentaba ser natural pero le temblaba en los bordes—. ¿Por qué no vas a la habitación de Mateo a ver si ya despertó? —le dijo a Lucas, señalando con el dedo.
Él parpadeó, desconcertado. No supo qué responder. Su cuerpo, mantenía una erección semi infantil, comenzó a tensarse.
—Mira —continuó Samuel, tratando de suavizar la atmósfera—, hagamos algo… ustedes deberían ir a descansar. Se lo merecen. Yo me ocuparé de lo que haga falta por ahora.
Se hizo un pequeño silencio antes de que añadiera:
—Solo quiero preguntarles algo, ¿van a volver a salir? —su voz era más baja, como si temiera la respuesta—. Creo que entiendo lo que me han dicho. Y no las juzgaré más… lo prometo.
Luego, como queriendo reafirmar sus palabras, se acercó un poco más a Andrea. Le tomó suavemente de la barbilla, levantándole el rostro con delicadeza.
—Te ves hermosa —murmuró, con un tono que no era coqueto, sino profundamente afectuoso, una mezcla de cansancio, amor fraternal y confusión.
—Vayan a descansar. Yo las despertaré más tarde.
Eso fue lo último. Andrea y Lorena se miraron un segundo, compartiendo algo que no hacía falta decir en voz alta. Y sin más, subieron a sus habitaciones. Samuel se quedó en la sala, con Sofía, respirando hondo. Afuera, la lluvia persistía como si el mundo aún no hubiera decidido detenerse.
—¿En qué ayudo, Sami? —preguntó Lucas, entrando a la sala con Mateo a su lado, aún medio dormido y arrastrando una manta.
Samuel les sonrió con suavidad, tratando de mantener el tono tranquilo.
—Déjalos viendo televisión un rato —le dijo, señalando a Mateo y Sofía—. Vamos a preparar el desayuno, ¿te parece?
Lucas asintió con energía, mientras Samuel echaba una última mirada hacia el pasillo por donde Andrea y su madre habían subido. Luego respiró hondo y se dirigió a la cocina.
En la cocina, el sonido del sartén calentándose llenaba el aire, mezclándose con el murmullo bajo del televisor en la sala. Samuel revolvía los huevos con rapidez mientras buscaba algo en la alacena.
—¡Lucas! ¿Dónde dejaste el pan? —preguntó sin dejar de moverse.
—Aquí está, tranquilo, jefe —respondió Lucas, sacándolo del congelador—. Relájate, no estamos en un restaurante.
Samuel soltó una risa breve, medio nerviosa.
—Con Mateo diciendo que tiene hambre cada dos minutos, esto es un restaurante.
Como si lo hubieran invocado, la pequeña figura de Mateo apareció por la puerta de la cocina, abrazando su peluche y con el cabello hecho un desastre.
—¿Ya casi? —preguntó con ojos grandes y suplicantes.
—Casi, casi. Ve, acompaña a Sofi—le dijo Samuel con una sonrisa, intentando ganar algo de tiempo.
Mateo salió corriendo.
Lucas se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y miró hacia la sala. Allí estaban sus hermanos menores, acurrucados, distraídos por las caricaturas. Por primera vez en toda la mañana, Lucas rio con una alegría sincera, de esas que salen sin permiso.
—No sé, Sami… hoy se siente diferente. Como si… —hizo un gesto con las manos, buscando palabras.
Samuel lo miró de reojo, bajando el fuego de la estufa.
—Sí… yo también lo siento. Es raro, ¿no?…
—Tal vez…—interrumpió Lucas, encogiéndose de hombros—. A veces lo que revienta la burbuja… también deja espacio para construir algo nuevo.
Samuel no respondió de inmediato. Solo se quedó mirando la mantequilla derritiéndose en la sartén.
—Puede ser… —murmuró—
Lucas lo miró con curiosidad.
—¿Algo malo?
Samuel negó con la cabeza, aunque su expresión no era clara.
—No lo sé. Solo… algo. Pero bueno, vamos, apura esas tostadas antes de que Mateo nos ataque.
Lucas soltó otra carcajada y fue directo a preparar el jugo.
Samuel suspiró mientras les daba vueltas a los huevos en la sartén, buscando las palabras adecuadas.
—Lo que pasa es que… Lucas. Es todo lo que ha estado pasando estos días. Todo ha cambiado de repente, ¿sabes?
Lucas se acercó a la mesa, apoyando las manos sobre el borde con una expresión seria, como si entendiera a qué se refería.
—Lo sé, Sami. Se que las cosas ya no serán las mismas, pero… no sé. Algo me dice que tal vez eso sea lo mejor. Después de todo lo que hemos pasado, como que… ¿será posible volver a lo de antes? ¿O solo tenemos que aprender a vivir con lo nuevo?
Samuel lo miró en silencio unos segundos, luego bajó la vista, pasándose la mano por el cabello.
—A veces siento que estamos apenas comenzando a ver lo que realmente está pasando. Como si estuviéramos… adaptándonos a algo mucho más grande, más profundo, que no podemos controlar. Es raro, Lucas. No estoy seguro de qué hacer con todo eso.
Lucas lo observó, y aunque su rostro reflejaba la preocupación, también había algo en él de madurez, algo que Samuel no había visto en él hasta ahora.
—¿Pero no crees que quizás lo único que podemos hacer es seguir adelante? No tenemos muchas opciones, ¿no?
Samuel asintió lentamente, pensativo.
—Sí, eso parece. Ahora solo quería… Pero no puedo. No puedo dejar que esto nos devore, ¿me entiendes? Es como si todo lo que está pasando nos estuviera moldeando, cambiándonos.
Lucas se acercó a la ventana y miró hacia afuera. El sol brillaba débilmente, haciendo que las gotas de agua en el vidrio parecieran diamantes.
—Tal vez es el momento de que cada uno de nosotros decida quién quiere ser ahora. Porque no vamos a poder seguir siendo los mismos. Nadie lo hará.
Samuel lo miró, sintiendo un nudo en la garganta. Su hermano tenía razón, aunque no era fácil aceptarlo.
—Sí… pero no va a ser fácil. Tal vez ni siquiera sepamos quiénes somos cuando esto termine.
Lucas sonrió levemente, pero había algo en su expresión que indicaba que estaba tratando de comprender el peso de todo lo que acababan de decir.
—Entonces, hagámoslo juntos, Sami. No importa lo que venga. Lo que importa es que estamos juntos.
Samuel guardó silencio por un momento, tomando un respiro largo. Quizá eso era lo que más necesitaba escuchar.
Finalmente, dijo con una sonrisa cansada:
—Gracias, lucas. En serio. Vamos a hacerlo. Pero primero, tenemos que alimentar a estos dos monstruos. —Se señaló a Mateo, que seguía preguntando si ya estaba listo el desayuno.
Samuel se quedó parado en la entrada de la cocina, mirando a sus hermanos menores acomodándose en la mesa. Sofía estaba sentada al lado de Mateo, que movía sus piernas de un lado a otro con impaciencia, como siempre que tenía hambre. Lucas, con su mirada curiosa y relajada, se sentó también, aparentemente sin preocuparle mucho la tensión que había flotado en la casa poco antes.
Pero fue Sofía la que captó su atención. Era tan pequeña. Con la mirada fija en su plato, un poco más callada de lo habitual. ¿Habrá percibido los movimientos de su hermana sobre él? ¿Habría comprendido aquello? La expresión de Sofía, algo más madura de lo que su edad debería permitir, parecía reflejar más de lo que su pequeño cuerpo podía cargar. Samuel observó cómo se acomodaba en su asiento, sin decir mucho, mientras sus dedos jugueteaban con la servilleta, como si estuviera buscando algo que aún no comprendía.
Se acercó lentamente, sintiendo una mezcla de protección y preocupación al mismo tiempo. A medida que se aproximaba, Sofía levantó la vista, y sus ojos se cruzaron por un breve instante. En ese momento, Samuel pudo ver algo en ella que, por un segundo, lo desconcertó. No era miedo, no era tristeza, pero sí había algo en su mirada que indicaba que, aunque era la más pequeña, ya no era ajena a los cambios y a la incertidumbre que rodeaban a su familia.
Se quedó de pie frente a la mesa por un momento, observando a sus hermanos, que no parecían notar su incomodidad. Sofía volvió a centrarse en su plato, como si quisiera escapar de la mirada de su hermano mayor.
—Sofi… —dijo finalmente, en un tono suave, intentando romper el silencio—. ¿Cómo te sientes?
Sofía levantó la vista de nuevo, pero esta vez su expresión era más abierta, como si la pregunta la hubiera sacado de su burbuja de silencio.
—Bien… —respondió, pero su voz vaciló un poco, como si no estuviera segura de sí su respuesta era realmente lo que sentía.
Samuel la miró con más atención, buscando algo más en su respuesta, algo que no lograba encontrar.
—Sabes que siempre puedes hablar conmigo, ¿verdad? —dijo, acercándose un poco más a la mesa.
Sofía asintió, pero no dijo nada más. Samuel lo entendió. Sabía que a veces las palabras no eran suficientes, especialmente cuando las emociones eran tan difíciles de procesar.
Se quedó allí unos segundos más, observando a sus hermanos, y luego decidió sentarse a su lado, sin forzar una conversación más profunda. El desayuno continuó en un silencio que, aunque lleno de un aire extraño, también parecía ofrecer un pequeño refugio.
—Has sido muy valiente estos días, Sofi —dijo con voz suave, tomando asiento cerca de ella. Sabía que no era fácil para una niña tan pequeña lidiar con los cambios que habían llegado a su hogar—. A veces las cosas pueden ser confusas, pero quiero que sepas que siempre puedes contar conmigo.
Sofía lo miró, su expresión algo seria, pero con una suavidad que mostraba que entendía más de lo que parecía.
—Gracias, Sami —dijo, su voz pequeña pero firme
Samuel asintió, sintiendo el peso de sus palabras. Le había costado mucho encontrar el equilibrio entre ser un hermano mayor protector y entender lo que Sofía estaba viviendo, pero lo intentaba.
—Lo sé, Sofi. Es difícil, pero juntos vamos a salir adelante. Y cuando te sientas confundida o necesites hablar, siempre estaré aquí para escucharte, ¿de acuerdo?
Sofía le sonrió levemente, un gesto de confianza que le dio paz. A pesar de todo lo que estaban viviendo, sabían que aún se tenían los unos a los otros.
El día avanzaba lentamente, trayendo consigo una calma momentánea tras una mañana tensa. El sol entraba suavemente por las ventanas del salón, y la lluvia que había caído con fuerza durante la mañana comenzaba a dar paso a un cielo nublado, pero más tranquilo.
La familia, de alguna manera, encontraba un breve respiro en su rutina diaria. Después de que Andrea y Lorena se despertaran y todos almorzaran juntos, una sensación de normalidad, aunque frágil, invadió la casa. Samuel y Lucas se habían sentado en el sofá de la sala, mientras Andrea se acomodaba a su lado, distraídos por un partido de fútbol en la televisión. El sonido de la pelota rebotando y los gritos de los comentaristas eran el único ruido que rompía el silencio habitual de la casa.
—¡Golazo! —exclamó Lucas, aplaudiendo con entusiasmo cuando un jugador se Santa Fe anotó un gol impresionante. Samuel sonrió, disfrutando de la energía de su hermano, algo que había estado ausente en los últimos días. Por un momento, todo parecía estar bien.
Andrea, aunque no era tan fanática del fútbol, observaba el partido con atención. Su mirada era más pensativa, como si su mente estuviera vagando por otros pensamientos, pero de vez en cuando su rostro se iluminaba con una ligera sonrisa cuando miraba disimuladamente a Samuel.
—¿Quién diría que Lucas sería tan apasionado por esto? —comentó Samuel con una risa suave, mirando a su hermano, quien estaba completamente absorto en el juego.
—Lo sé, nunca lo pensé —respondió Andrea, con una sonrisa que parecía más relajada, algo que Samuel no había visto en ella en días. La conversación fluía de manera sencilla, un respiro entre ellos.
Mientras tanto, en una de las habitaciones más apartadas de la casa, Lorena se encontraba jugando con Mateo y Sofía. Ella había comenzado a recuperar algo de su energía, y el simple acto de estar con sus hijos pequeños la reconectaba con la sensación de normalidad que tanto había anhelado. Sofía estaba con su muñeca, mientras Mateo corría de un lado a otro, riendo, sin comprender del todo lo que había sucedido en los últimos días.
—Mami, ¿puedo ponerle este vestido a mi muñeca? —preguntó Sofía, mostrándole un pequeño conjunto de ropa a Lorena.
Lorena la miró, admirando la ternura con la que Sofía cuidaba de su muñeca, y asintió, sonriendo levemente.
—Claro, Sofía. Se verá muy bonita —respondió, dándole un beso en la frente.
Mientras tanto, Mateo, sin prestar mucha atención a las muñecas, comenzó a saltar alrededor de la habitación.
—¡Mamá! ¡Mira! —gritó, saltando en el aire, sus pequeños ojos brillando de emoción.
Lorena lo observó con una mezcla de cariño y agotamiento, dándose cuenta de que, a pesar de todo lo que había cambiado, aún había momentos de alegría genuina en su vida.
En la sala, Samuel notaba cómo Andrea se relajaba un poco más, su postura menos rígida, sus ojos menos preocupados. Pero algo en su interior le decía que, aunque todo parecía más tranquilo por fuera, seguían siendo muchas las tensiones no resueltas, las emociones que ninguno de ellos se atrevía a nombrar.
—¿Sabes? Creo que esto está bien, aunque todo parezca raro —dijo Samuel, mirando a Lucas y luego a Andrea. —Hace tiempo que no nos tomábamos un momento solo para disfrutar de algo sencillo.
Lucas lo miró de reojo, sonriendo.
—Es raro, ¿no? Como si el mundo siguiera su curso aunque nosotros no queramos —respondió Lucas, antes de volverse a concentrar en el partido.
Andrea no respondió de inmediato, pero su mirada, aunque pensativa, parecía menos tensa que antes. Finalmente, dijo con una voz más suave:
—A veces, lo único que puedes hacer es seguir adelante, ¿no?
Samuel asintió, sintiendo la misma verdad en sus palabras, aunque con la certeza de que había mucho más en juego. Más aun cuando inevitablemente comenzó a notar que su pene se erectaba sin razón alguna, su hermana estaba sentada a su lado mientras lucas brincaba del sofá al suelo viendo el partido.
Andrea También lo notó. Inmediatamente comenzó a recordar las imágenes de la noche y de todo lo que aprendió a hacer. Lo miraba sin disimulo alguno, de su rostro bajaba a su pene y se dejaba ver de él. Se acercó lentamente, y baja sus manos hasta el pene de su hermano. Samuel la miraba con incredulidad pero las palabras parecían haberse estancado en su garganta, solo podía sentir como si pene se quería salir de su pantalón y lo disfrutaba.
—La tienes muy grande, ¿la puedo sacar?
Esto hizo voltear a Lucas que se olvidó por completo del partido, observaba como su hermana esperando una respuesta acariciaba lascivamente el pene de Samuel, que estaba totalmente inmóvil, e hipnotizado. Disfrutaba tanto el roce de su pene y no le importaba que fuera su hermana la causante, solo quería disfrutar. Entonces, al no recibir un “no” de respuesta, Andrea bajó el pantalón y el bóxer de Samuel, liberando un pene de gran tamaño que apuntaba al techo de la sala. Lo tomó en sus manos. Samuel no ponía resistencia.
Andrea se inclinó y comenzó a pasar los labios por su pene, no lo besaba, acariciaba cada centímetro de piel con ellos solamente. Andrea también se encontraba en una situación similar, estaba admirando por primera vez el pene de su hermano mayor en esta nueva etapa de su vida que había iniciado hacía apenas unas horas. Era mejor que algunos penes que había visto la noche anterior, era grande y algunas venas se le brotaban por el tronco, eso le llamó la atención. Empezó a mamarle la verga como si fuera un delicioso helado, era grande y gruesa y no le cabía en la boca, de hecho, no le cabía ni siquiera la mitad.
Le encantaba también el olor que desprendía, y hacía el mayor esfuerzo por demostrarle a él sus nuevas habilidades, no había contado el numero de vergas que había llevado hasta el fondo de su garganta la noche anterior, pero aseguraba que la de su hermano superaba a todas ellas en tamaño. Lucas no podía dejar de mirar, era imposible no hacerlo, ella estaba allí, dándole sexo oral a su hermano Samuel, no se movía ni decía nada, solo observaba, con el sonido del televisor de fondo. Samuel estaba sorprendido por lo buena que era su hermana y le molestaba al mismo tiempo entender el motivo de sus habilidades. La cabeza de Andrea subía y bajaba, cada vez intentando capturar más de esa verga. Cuando se sintió ahogada, cambió el tronco por los huevos, como le habían enseñado, y se dio cuenta que eran acordes al tamaño de la verga, eran enormes, Andrea estaba disfrutando del sabor de su hermano.
—Es muy grande Sami
Samuel no decía, se conformaba con mirarla, gemía en silencio, intentando ocultar su innegable excitación. Andrea lamía la cabeza de su verga y luego metía todo lo que podía en su boca. Comenzó a notar un extraño y diferente sabor y percibió que su hermano comenzaba a soltar liquido preseminal. Eso la entusiasmo, estaba haciendo un buen trabajo y volvía a meter y sacar la verga de su boca, en ese momento esa verga era su perdición.
Mientras a Samuel le era cada vez más difícil ocultar su excitación, Andrea estiro sus brazos y sin dejar de mamar acariciaba el pecho de su hermano mayor, igual que como lo había hecho la noche anterior a otros hombres. Tuvo que sacar la verga de su boca para concentrarse en meter sus manos bajo la camisa de Samuel y poder hacer contacto con su piel y ahí fue cuando notó un hormigueo en su boca, llevaba mucho tiempo con la boca abierta pensó.
—¿Se siente bien Sami? —Preguntó intempestivamente Lucas
—Si Lucas, se siente bien, te gustará —Interrumpió Andrea sacándose la verga de la boca sin mirar a su hermano menor
Samuel se enderezó y alargo una de sus manos para alcanzar una teta de Andrea, la acarició, mientras que su otra mano presionó su cabeza, obligándola a callar. Lucas, ante las palabras de su hermana se bajó el pantalón de su pijama, liberando un pene mucho más pequeño pero acorde con el de un joven de 14 años. De inmediato se sentó a un lado de Samuel sin perder detalle de la actuación de su hermana. Samuel miro a su hermano, por un momento quiso detener todo, pero era demasiado tarde. Miró al frente al sentir una brisa acariciar su pene desnudo y se dio cuenta que Andrea se había levantado, se quitó el camisón que la cubría, dejando al descubierto sus hermosos pechos con sus pezones duros. Samuel y Lucas la miraron con detalle, ambos percibieron como su ropa interior blanca dejaba una innegable imagen de humedad. Andrea se la quito también y se dio vuelta para que admiraran su trasero, quizás su mayor atributo por ahora. Se acercó de espaldas a Lucas que no se atrevía ni a tocarla, solo la miraba, detallando el contorno de sus nalgas, alcanzó a contar tres lunares en ellas antes de que Andrea se inclinara y por entre sus propias piernas tomara con su mano el pene de Lucas, estaba seco pero duro como una roca. Se inclinó y lo paso por su vagina solo introduciendo su cabeza in soltarlo de su mano. Luego lo llevo hasta su ano y najo su cola con un solo movimiento, firme y no tan pausado, metiendo de un solo golpe el pene de lucas en su interior. Lucas apenas se contorsionó, coloco sus manos en los hombros de su hermana, como si quisiera impedir que se levantara, pero no era la intención de Andrea. Su cola se había pegado por completo al cuerpo de Lucas y ella misma sentía como sus nalgas arropaban por completo el cuerpo de su hermano.
Andrea se recostó sobre su pecho y volteó la cabeza hacia Lucas. Ella parecía tenerlo completamente cautivado, y notaba que, su hermano menor estaba sonriendo sin miedo.
—Me alegra verte así, de verdad.
Lucas la miró en silencio por un momento. Asintió, gimiendo.
Andrea sonrió, esta vez con ternura.
En medio de la emoción Andrea se inclinó hacia adelante. De pronto, Samuel tocó su hombro por la espalda con suavidad, para hacerle un comentario al oído. El movimiento fue tan inesperado que Andrea giró con rapidez, y su cabello largo azotó el aire con una elegancia involuntaria, como si respondiera al ritmo de la escena. Dio un pequeño brinco, sorprendida.
Lucas, sintió el movimiento brusco de su hermana sobre él, soltó un gemido ahogado y su pene estalló lanzando chorros de semen que invadieron el ano de Andrea.
—¡Te viniste como si te hubieran jalado el alma! —dijo riendo, doblándose de la risa Andrea.
Samuel sonrió, olvidando lo que iba a decir.
—La próxima vez te aviso con una pancarta —bromeó Lucas.
Pero Andrea estaba demasiado húmeda para detenerse allí. Se paró y el semen de Lucas le resbaló por sus nalgas, so movió unos pasos a la derecha quedando frente Samuel. Los hermanos admiraban el contorno de las redondas nalgas de Andrea.
—Tu verga es muy grande, no se si me entrará —Insinuó sensualmente Andrea
Andrea se sentó, acomodando el pene de Samuel en su vagina, el pene comenzó a deslizarse dentro, ambos comenzaron a gemir, pero también la invasión le producía cierta incomodidad a Andrea que confirmaba lo que temía, era el pene más grande, el de su hermano. Samuel quería penetrarla entera como lo haría con cualquier puta, pero esta puta era su hermanita y no lo haría de ese modo, no en ese momento. Andrea sacaba un poco del pene molesta por el dolor y volvía a intentar meterse cada vez más dentro, era un dolor similar a las primeras vergas que le habían metido la noche anterior, pero pensaba que era un dolor que ya no sentiría más y sin embargo allí estaba. Samuel notó su desespero y la tranquilizó. No había prisa. Samuel metió uno de sus dedos en el ano de su hermana, estaba lo suficientemente abierto para que ella sintiera placer por allí mientras intentaba acomodarse. En ese momento Lucas salió de la sala y los dejó solos, subió su pantalón del pijama y simplemente subió las escaleras.
—Mira la putita en la que te convirtió mamá, te mojas con tus propios hermanos —Palabras que excitaron más a Andrea que permitió que a la fuerza la verga de Samuel entrara más en ella, mientras el dedo de él entraba y salía furiosamente de su ano. Andrea arrugaba su rostro por la molestia, sentía como su hermano la abría con su pene y ahora era él el que se movía. Andrea intentaba ahogar los gritos para no atraer a su madre y sus hermanitos, pero le dolía y le dolió más cuando la mano izquierda de samuel la halo hacia abajo desde su cintura y siguió con el movimiento adentro y afuera. Su vagina le ardía pero estaba muy caliente, ese acto duró unos minutos porque Samuel terminó dentro de ella, entonces Andrea se levantó directo al baño. Se revisó, no sangró, pese a eso le dolía como la primera vez, apenas unas horas atrás. Salió de nuevo, desnuda a la sala pero nadie estaba allí, solo el televisor prendido y su ropa en el suelo. Aprendieron a sostenerse el uno al otro cuando el mundo parecía derrumbarse. A compartir silencios, a leer gestos, a sanar con abrazos cuando las palabras no eran suficientes.
Hoy, caminan con heridas, sí, pero también con esperanza. Porque, incluso en medio del dolor, supieron ser hogar.
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