Sola con mis hermanos
Tres hermanos y la pequeña Graciela huyen de su padre violento. Se enfrentarán a una vida a solas y lejos de sus amigos, pero Graciela sólo piensa en sexo.
La casa del abuelo tenía muchas habitaciones, pero era muy fría. Estaba en el bosque, al que se llegaba a través de un camino de tierra que se separaba de la carretera. El pueblo más cercano estaba a media hora en auto y sólo por suerte o benevolencia de los servidores públicos, tenía drenaje. Fue esa la casa a la que mis hermanos y yo llegamos luego de escapar a mitad de la noche.
-No es la gran cosa, pero estaremos seguros aquí – dijo Arturo, de 21 años.
-Siento que el fantasma del abuelo está en alguna de estas habitaciones manoseando a la abuela – dijo Miguel, de 18.
-¡Quiero la habitación más grande! – exclamó Roberto.
A mí no me importaba ese lugar sólo pensaba en nuestra casa, el lugar de dónde veníamos.
-Debimos quedarnos a esperar a papá. Se va a enojar si no estoy ahí para él – respondí.
Los tres me miraron al mismo tiempo. Todos lo hicieron con lástima. Arturo dejó la maleta llena de dinero en el suelo y me puso las manos sobre los hombros.
-Papá ya no podrá hacerte daño – dijo él.
-Sí, aquí estarás bien – agregó Roberto.
-Y podrás tener novios de tu edad.
Seguía sin sentirme convencida.
-¿y mamá?
Los tres se miraron mutuamente y luego a la maleta con dinero. Nadie quiso responder. En vez de eso se separaron y comenzaron a explorar la casa.
No pasó ni una hora antes de que cada uno eligiera su habitación. Arturo tenía una que estaba justo sobre la entrada principal. A su lado estaba la más grande, de Roberto, y la última de aquel lado era la de Miguel. La mía estaba en el extremo opuesto, luego de un par de habitaciones que nadie quería utilizar.
Aun así, todos nos reunimos en la de Roberto en la noche y nos acurrucamos en la empolvada cama matrimonial para resistir el frío. Sentir sus cuerpos, aunque fuera con ropa, me hizo recordar a papá. ¿Qué estaría haciendo sin nosotros? ¿Cómo se la estaría pasando sin mí? ¿Estaría bien? A pesar de la oscuridad, un rayo de luz lunar iluminaba la mejilla de Miguel justo donde papá lo había golpeado antes de salir de la casa. Lo derribó porque él se le puso en frente, preguntando dónde estaba mamá.
Arturo y Miguel lloraron al comprender qué había pasado. Se lo explicaron también a Roberto y luego me miraron con preocupación. Miraron mi cuerpo desnudo y lleno de marcas moradas y tomaron una decisión a la vez. Me vistieron a pesar de la prohibición de papá y subieron a empacar. Arturo tomó la maleta llena de dinero con la que había llegado papá luego de salir con mamá llena de llanto, y salimos todos a la vez. Tomamos el auto del abuelo, ahora de Arturo, y condujeron por casi tres horas. Al final, llegamos a la casa del abuelo y yo aún tenía preguntas.
A mitad de la noche comencé a sentir cosquillas. Era una necesidad que me había nacido desde hacía no mucho. Algo en mí vibraba como lo hacían las tripas al tener hambre. Sólo que en estas ocasiones había una sensación caliente y húmeda. Mis pezones se ponían duros y mi colita se llenaba de agua. Me daba por sobarme, pero no era suficiente. Me metía el mango de un cepillo para cabello, y eso servía más. Pero cuando papá, ebrio, me encontró haciéndolo, me mostró cómo se solucionaba esa necesidad. Se sacó la verga y me hizo chupársela para tenerla húmeda y así no hacerme daño. Luego me metió los dedos para abrírmela más. Funcionó porque también me mojó todavía más. Luego me la metió por mi vaginita. Quise gritar, pero no lo hice porque los gritos son de dolor y yo no sentía eso. Era como comer el mejor pastel de la vida. Casi me partió en dos, pero lo gocé como nadie tenía idea. A pesar de estar ebrio, lo hizo con mucho cariño, no como con mi mamá, a quien golpeaba y jalaba del cabello hasta hacerla llorar. En ocasiones, llamaba a amigos y cobraba por hacerle lo mismo en la sala, mientras nosotros nos acurrucábamos en los cuartos de arriba.
Pero papá ya no estaba. Huimos de él. Unos días antes escuché a un hombre hablar con papá. Mamá estaba de rodillas mamándole la verga a ese señor, pero él hablaba con papá sin problemas. Le ofrecía dinero por su mujer, pero no por tenerla unas horas, sino para siempre. Papá dijo que tenía una mejor mujercita, y por ello no extrañaría a su esposa. Luego de terminar con ella, papá le inyectó algo a mamá y la dejó dormida a mitad de la sala. Estaba desnuda y sucia, pero ahí la dejó. A la mañana siguiente, el mismo hombre con otros dos ayudantes llegaron con un gran auto y metieron a mamá dentro. Papá recibió una maleta con dinero a cambio. A mí me miraron al darse cuenta de que los observaba desde la escalera.
-Cuando ya no la uses, véndemela – dijo el hombre que se llevó a mamá.
Papá le dijo que lo haría luego de darle un par de hijos.
Mis hermanos llegaron después de que el comprador se fue. Miguel lo confrontó y se ganó un golpe que lo dejó en el suelo. Papá se llevó unos billetes de la maleta y se fue a celebrar. Nosotros nos fuimos. Y ahora, yo estaba con las cosquillitas calientes y papá no estaba.
Fue entonces que Miguel se levantó para ir al baño. Hacía frío, pero no se iría por mucho. Yo no quise esperar. Lo seguí hasta afuera del pasillo, rumbo al baño. Cuando él cerró la puerta, me quedé ahí, en silencio, en la oscuridad por unos segundos. Luego abrí la puerta.
Él se giró sorprendido. En su mano estaba su verga y orinaba. Estuvo por decir algo, pero no lo permití. Me arrodillé a su lado, a la espera de que dejara de orinar. Cuando finalmente lo hizo, tomé su pene con la mano y lo comencé a estimular.
-Graciela… – dijo, ahogando un gemido.
No costó mucho ponerlo bien firme. Sin darme cuanta ya lo tenía en la boca. Él soltó un gruñido de placer al sentir mis labios. Era una buena verga. No tenía el tamaño de la de papá, pero era gruesa. Me costó metérmela a la boca porque mi boquita no se abría tanto, pero me las ingenié. La lamí, succioné, la chupé cuanto pude. Me la colocaba en la cara y la jalaba como papá me había enseñado a hacer. Él me había enseñado tantas cosas y siempre me decía que cualquier hombre me amaría si se la mamaba como él me decía. Yo sólo escuchaba resoplidos de Miguel, quien no se podía creer lo que estaba pasando. Su respiración acelerada me hacía mojar aún más. Tuve que tomar cartas en el asunto.
Me saqué la verga de la boca y me levanté. Sin luz, él apenas me veía. Bajé mi ropa para que sintiera mi culito y me apoyé en el lavabo. El instinto hizo lo demás. Con una mano tomé su verga y la atraje hacia mi culo, a mis labios vaginales, para ser exacta. Sentí cómo me partía en dos. Solté un gemido al recibirlo en mi cuevita húmeda, pero apreté los labios para hacer el menor ruido posible. Su pieza de carne entró hasta el fondo. Sus manos me tomaron de las caderas y me jalaron hasta él. Nos acoplábamos a la perfección y en cada embestida sentía cómo aumentaba el placer. El ritmo que tomó fue rápido. Hasta dónde sabía, yo era su primera mujer, pero me estaba demostrando que estaba equivocada. Dios… se sentía tan bien. Ya lo necesitaba. ¿Cuántas horas habían pasado desde la última vez que papá me había usado? ¿Diez? ¿Tantas?
Su respiración era un poco accidentada. Trataba de no hacer ruido, pero jadeaba con fuerza. Yo intentaba no llamar la atención tampoco, pero mis gemidos y demás chillidos se me escapaban de vez en cuando. Me mojaba pensar que a un par de habitaciones estaban nuestros hermanos durmiendo mientras a mí me metían la verga. Dios… era maravillo. Como Miguel era más ligero, no se movía con la torpeza del gran cuerpo de papá. Era más rápido, llegaba más profundo. Sentía que me llenaba toda y que debía gritar.
-Miguel…
-Hermana…
Chillé. Me vine con fuerza, pero aguanté con todas mis fuerzas gritar. Él, en cambio, me dio unas cinco embestidas especialmente fuertes y luego me la enterró hasta adentro. Sentía su verga palpitar. Me escupía por dentro como lo hacía la verga de papá.
-Puta madre, no debí hacer eso… – dijo, como si saliera de un trance. Todavía no me la sacaba.
-No importa. Lo hiciste mejor que papá.
-Eso no es bueno, Graciela. – dijo y me la sacó – Vuelve a la cama. Esto no estuvo bien.
Me volvió a subir los calzoncitos y los pantalones. Me empujó para que saliera del baño. Él se encerró unos minutos. Yo ya estaba acostada junto a mis hermanos cuando él volvió. Me dio la espalda por el resto de la noche.
A la mañana siguiente, Miguel no me miró al bajar las escaleras. Había mucho polvo por toda la casa. Parecía flotar. Nos sentamos en el comedor luego de quitarle la sabana que lo protegía para pensar qué íbamos a hacer mientras abríamos las latas de atún que habíamos comprado en el camino.
-Bien, tenemos que hacer un plan. – Arturo tomó la iniciativa – No sé si papá nos busca, pero debemos mantenernos lejos de él. Tenemos que conseguir trabajo y ustedes deben volver a la escuela. – nos señaló a Roberto y a mí.
-Con el dinero debe bastarnos por un rato. Ahora somos ricos. – dijo Roberto.
-No es tanto como crees. – interrumpió Miguel – Quedan menos de un millón de pesos. Es suficiente para sobrevivir un rato, pero no para siempre. Debemos contactar a las autoridades o algo. No sé.
-Tú y yo somos mayores de edad, Miguel. – habló Arturo – Podemos trabajar o incluso cultivar. Lo importante es ganar dinero para mantenernos juntos. Eso es lo que habría querido el abuelo y… mamá.
Todos guardamos silencio al escuchar ese nombre. Todos la dábamos por perdida. Sabíamos que quien se la había llevado era muy poderoso. Daba igual si estaba muerta.
-Entonces arreglemos la casa. – hablé – Hagámosla nuestro hogar hasta estar cómodos aquí. Limpiemos y pongamos luz y calefacción. No tenemos por qué pasárnosla mal – Miré a todos, en especial a Miguel, quien parecía sonrojarse al sentir mi mirada. Él tenía 18, yo 14. No tenía por qué ponerse así. – Vamos, anímense. Yo seré como su mamá en esta casa.
Pero caray, qué delicia! claro, no lo del maltrato ni el que vendiera a la señora.