Sola con mis hermanos 2
Graciela continúa su nueva vida viviendo sola con sus hermanos mayores. Conocen a sus vecinos y Graciela descubre que otro de sus hermanos extraña demasiado a su madre.
La remodelación de la casa fue complicada. Mis hermanos y yo habíamos escapado de nuestro padre violento, pero ahora nos enfrentábamos a mantener una gran edificación imposible de mantener para cuatro jóvenes. Arturo era el mayor y sabía más que todos, pero no era el más fuerte. Miguel hacía gran parte del trabajo pesado y Roberto parecía estar en su mundo. Yo ayudaba llevandoles clavos, madera y demás. Cuando nos cansábamos, íbamos a los sillones cubiertos con sabanas para evitar el polvo. Por lo menos estaban en buen estado.
-Debemos comprar más comida – dijo Arturo, de 21 años.
-Iré yo – respondió de inmediato Miguel, de 18. Él siempre tenía prisa por salir.
-No, tú quédate en la casa con Graciela. Iremos Roberto y yo – respondió Arturo.
Roberto, de 16 asintió.
Tomaron un poco de dinero de la maleta de nuestro padre y subieron al auto que el abuelo le dejó al mayor. En teoría, la casa era para mamá, pero luego de que papá se la entregara a un tipo peligroso a cambio de aquella maleta, sabíamos que jamás la veríamos de nuevo. El auto era sólo para el mayor de todos.
Los vimos irse levantando polvo y el silencio salpicado por sonidos de aves del bosque remarcaron el nerviosismo de Miguel. Yo lo miré con una sonrisita. Para cuando perdimos a nuestros hermanos de vista al dar vuelta en el limite del bosque, donde acababa el camino de tierra, yo ya me había abierto mi blusita.
-Bien. Acabemos con esto – dijo Miguel, antes de irse a sentar en uno de los sillones y abrirse el pantalón.
Papá era un alcohólico y adicto. Golpeaba y rentaba a mamá por dinero, y a mi me usaba para sentir placer. Por dos años me abrió las piernas y me introdujo su grueso miembro para vaciarse dentro de mí. Me lastimaba, pero comencé a tomarle gusto. Para cuando nuestro progenitor vendió a nuestra madre y mis hermanos y yo escapamos con su dinero, yo ya había desarrollado una adicción a las sensaciones que una verga me provocaba. En ocasiones, era lo único en lo que pensaba.
La primera noche no pude controlarme y seguí a Miguel al baño. Se la chupé y luego me cogió mientras yo le daba la espalda. Él lo veía como algo aborrecible, pero ya habían pasado un par de semanas y aun así me lo hacía cada dos o tres días, cuando nos quedábamos solos o lo encontraba a solas en el bosque.
Esta vez, sentado, él desvió la mirada con mala cara mientras yo subía a su cadera. Se había bajado los pantalones lo suficiente para dejar al descubierto su buena verga, lista para ensartármela. Yo ya estaba completamente desnuda y bien mojada. Siempre lo estaba. Me coloqué con las piernas a los lados y dejé que entrara con ayuda de mi olorosa lubricación. Miguel quiso reprimir un gemido, pero no lo logró. Él no tenía que hacer nada. Yo me movía por mi cuenta. Papá me había enseñado a base de nalgadas e insultos. Cuando lo hacía bien, me decía que me amaba. Cuando no, me abofeteaba. Miguel tenía una buena longitud y entró hasta el fondo.
Hice mi trabajo. Me moví en círculos. Descubrí que sólo debía buscar sentir rico y él lo sentiría también. Era de arriba hacia abajo, pero de adelante a atrás al mismo tiempo. Miguel apretaba los dientes mientras lo hacía. No le gustaba sentir placer conmigo.
-Se siente tan rico, hermano… dame tu lechita – le decía mientras me movía – Uy, sí…, por favor…
Su verga se ponía aun más dura con mis palabras. Papá no me había enseñado eso.
Miguel me tomó de las caderas y comenzó a levantarme y bajarme. Por la humedad en mi coño subía y bajaba con mayor facilidad. Él seguía sin mirarme, pero aumentaba la fuerza y la velocidad de cada penetración. Me gustaba, me encantaba. Enloquecía y me hacía querer gritar. El placer se acumulaba conforme la desesperación de mi hermano aumentaba. Él no quería sentir eso, pero su enojo lo hacía cogerme con más fuerza.
-¡¡¡Me vengo, hermano!!!
Mientras yo gritaba y me retorcía, sentía como su verga palpitante disparaba unos potentes chorros en mi interior, justo como papá lo hacía a diario. Lo mejor era que Miguel no olía a cerveza.
Me dejé caer sobre él exhausta. Mis brazos rodeaban su cuello y mi cuerpecito sudado no podía controlar su respiración. Me sentía de maravilla. Y él, apretándome contra sí, parecía sentirse igual, muy a su pesar.
Pero escuchamos unas llantas en el camino de tierra.
Miguel me apartó de encima suyo de inmediato, y con gesto apresurado se subió los pantalones y los cerró. Me ordenó vestirme de inmediato, cosa que hice.
Sin embargo, no eran nuestros hermanos quienes llegaban. Era una camioneta un poco vieja y gastada por mucho trabajo. De ella bajaron dos hombres, uno mayor, de unos 60 años, y otro de unos cuarenta. Ambos llevaban unas escopetas en las manos.
-Salgan de ahí, invasores. Esta es propiedad privada, así que si no salen de aquí le darán explicaciones a San Pedro.
Miguel, seguro de sí, salió de la casa, aunque con las manos en alto.
-Esta es nuestra propiedad. Ustedes son los invasores.
El viejo levantó la escopeta de doble cañón. Le apuntó a Miguel. Yo terminé de vestirme y salí también de la casa.
-Les doy hasta tres para que se vayan: Uno…, dos…,
-¡Espere! – grité – Esta casa era de nuestro abuelo. Nos la dejó a nosotros.
El de cuarenta años bajó el arma y miró al de sesenta. El viejo de bigote no imitó al otro, pero sí apartó la vista de la mira.
-¿Son nietos de Mateo? – preguntó el viejo.
-Nuestro abuelo se llamaba Miguel, igual que yo – respondió mi hermano.
Los dos hombres se miraron. El viejo volvió a hablar.
-¿Son hijos de Raquel o de Alberto? – preguntó el de cuarenta.
-¿Qué? – preguntó Miguel perplejo – Nuestro abuelo no tuvo a ningún hijo con esos nombres.
-Mamá se llamaba Sonia – agregué.
Los hombres se volvieron a mirar y ahora sí, el viejo bajó su arma.
-Perdonen, amiguitos. – dijo el de cuarenta años – En estos tiempos hay muchos queriéndose quedar las propiedades de otros. Vienen y se quedan sin permiso y luego no se quieren ir. Hace un par de años tuvimos que dispararle a otro que vino a dormir a esta casa y decía ser el dueño. Espero que no les moleste que lo hubiésemos enterrado en la parte de atrás.
-Demasiados detalles, Manuel – dijo el viejo – No le hagan caso a mi hijo, pero sí, es verdad. Muchos vienen y quieren quedarse una casa bonita. A veces buscan comprarla y convertirla en un hotel o algo. Yo era amigo de su abuelo. Conocí a la mamá de ustedes hace años. ¿Por qué no está ella aquí?
Miguel y yo nos miramos. Era la primera vez que teníamos que responder a esto.
-Murió – dijo Miguel.
-Mis otros dos hermanos y yo venimos aquí para escapar de papá. – solté.
Miguel me miró enojado. Tal vez estaba hablando demasiado.
-Pero deben estar con su papá – dijo Manuel, el de cuarenta años – Es su obligación cuidarlos.
-Él mató a mamá – respondí rapido, antes de que Miguel agregara una mentira o algo similar. Además, debíamos aceptarlo. Papá era quien había acabado con mamá.
Los dos hombres se volvieron a mirar sin saber qué decir. No esperaban algo como aquello. El de cuarenta se aclaró la garganta.
-Pero ustedes son muy jóvenes…
-Tengo 18 – respondió Miguel – y mi hermano Arturo 21. Roberto tiene 16.
-y yo 14 – agregué. Recordar mi edad me hizo ser consciente de la sustancia blanca de mi hermano bajando por el interior de mi vagina.
El viejo se cruzó de brazos, pensativo.
-Pues sí son mayores, pero están chavos de todas formas. ¿Las autoridades saben de esto?
-Huimos al único lugar que consideramos seguro, con el abuelo – dije.
-Miguel lo está arreglando con las autoridades. Por ahora nos quedaremos aquí con nuestros ahorros – agregó Miguel.
El cuarentón se aclaró la garganta, incomodo, pero amable. Viendolos bien, no parecían gente peligrosa o malintencionada. Dio un paso hacia nosotros y, aunque llevaba un arma todavía, se mostró lo más hospitalario posible.
-Somos sus vecinos. Yo soy Manuel y él mi papá Josué. Vivimos a un kilometro carretera arriba. Pueden venir a comer cuando quieran, o a lavar ropa, lo que necesiten. La familia de don Miguel también es nuestra familia. ¿Cierto, pa?
El viejo abrió la escopeta y sacó los cartuchos.
-cierto.
Encontré a Roberto solo en el bosque. Salía a mirar los arboles y a escuchar a los pájaros. En ocasiones se sentaba en una roca y respiraba a solas. Siempre llevaba una pequeña mochila donde guardaba una pequeña consola de videojuegos, unas llaves y demás cosillas. Al detenerse a mirar la naturaleza, lejos del ruido de sus hermanos haciendo reparaciones o limpiando el polvo, cerraba los ojos y abría sus pantalones.
La primera vez que lo encontré, no supe qué hacer. Sacó unas bragas azules y se las llevó a la nariz. Me asusté y por poco salgo de mi escondite para preguntarle que qué hacía. Pero en eso se abrió el pantalón y se sacó la verga. Yo estaba a unos veinte metros y aun así me sorprendí. La veía a la perfección incluso a tanta distancia. Él comenzó a frotarse la verga mientras olía aquella ropa interior.
Desde entonces lo había visto otras dos veces. Siempre sacaba algo diferente y se lo llevaba a la nariz mientras se jalaba la verga. En vez de unas bragas, también sacó un brasier y una escotada blusa.
La tercera, no pude evitar acercarme con tanto silencio como las ramitas y hojas del suelo me lo permitieron. Él estaba con los ojos cerrados y tan concentrado en sentir el aroma de aquella prenda que no me vio. Estaba usando las bragas de nuevo en la cara. Junto a él estaba la ajustada blusa. Era morada. La reconocí de inmediato.
Papá no le permitía a mamá usar ropa normal, por decirle de alguna forma. Siempre la hacía usar ropa de puta. Diminutas faldas y shorts, además de blusas de tirantes, camisas sin los botones de arriba o camisetas excesivamente ajustadas y transparentes eran lo único que tenía permitido usar. Aquella blusa de tirantes morada era de esa colección. Era de mamá.
Me quité mi blusita y la dejé caer al suelo lleno de ramitas y hojas secas. Roberto se sobresaltó al notar el ruido y se puso de pie de inmediato, sin saber qué hacer.
-Graciela… ¿Qué haces aquí? Vete… maldita sea… ¡Vete!
Pero no hice caso. Sentí la frescura del ambiente en mis pezoncitos, ahora duros, y tomé sin inmutarme la blusa de mamá. A mí también me quedó ajustada, aunque no tanto. De mi pantaloncito corto saqué una liga y amarré mi cabello justo como lo solía llevar mamá. Una diosa castaña.
-Imagina que soy mamá.
Trató de responder, pero su verga en su mano se puso dura. Su boca se movía y emitía ruidos raros, pero no decía nada. Se había quedado sin habla. Y yo aproveché para arrodillarme frete a él. Abrí la boca, pero él comenzó a masturbarse. No quería que se la chupara, sólo me miraba y se la jalaba a toda velocidad.
-mami… te abandonamos…
Yo intercambiaba miradas entre su verga y su rostro. Lo miraba sin saber qué hacer, pero al mismo tiempo deseosa. ¿Deseosa de qué? no estaba segura. Quería que me cogiera, estaba bien mojada, pero me sentía bien al verlo producirse placer. Comencé a sobarme los pechos por encima de la tela. No apartaba la mirada de él y trataba de imitar aquella forma con la que mamá movía los ojos cuando cocinaba y uno de nosotros llegaba. Sin duda, Roberto lo notó y comenzó a resoplar. Se bombeaba cada vez más fuerte. Y fue entonces que ya no pudo contenerse.
-¡Te amo, mamá! – gritó al disparar tres potentes chorros blancos sobre mí. Uno en la cara y los otros dos en el pecho.
La blusa de tirantes morada se llevó la mayor parte de la sustancia. Me miré la ropa para observar el alcance de aquel tsunami. Maravilloso. Pasé un dedo por uno de los coágulos de leche y me lo llevé a la boca. Salado, pero delicioso. No sabía como el de papá. Era mucho mejor.
Roberto jadeaba y me miraba avergonzado. Aun tenía la verga dura, sólo que empapada en semen. Sus dedos estaban totalmente impregnados e incluso caían hilillos blancos y transparentes.
Aun arrodillada, di unos pasitos hacia él para poder chupársela, pero él retrocedió.
-Déjame limpiártela. Eso habría querido mamá – dije.
Fue entonces que sus ojos se llenaron de lágrimas y su pecho comenzó a subir y bajar por nuevos jadeos, sólo que esta vez de furia, tristeza y frustración.
-No hables de ella en pasado. Sigue por ahí, en algún lado.
Iba a decirle lo que Arturo me dijo, que probablemente nunca la veríamos y que aquellos que la compraron le harían de todo y probablemente muriese, pero Roberto se adelantó. No era más fuerte que Miguel, pero sí más que yo. Me dio una bofetada que me desequilibró y luego me tomó del cabello para lanzarme hacia la roca donde antes él estaba sentado. Mi cara quedó casi en las pantys de mamá, las que el usaba para masturbarse. Sentí sus manos tomándome de la cadera con desesperación y de pronto me jaló mi short hacia abajo. Sentí el aire frío en mis pequeñas nalguitas por un breve instante, antes de sentirlo a él, arrodillándose detrás de mí con la verga en la mano.
-Iré por ti, mami… – dijo al separarme las piernas y alinear su verga a mi rajita por detrás – te rescataré y nos iremos a vivir juntos… – intentó metérmela, pero falló el primer intento – seré tu hombre y tú mi mujer… – lo volvió a intentar. Esta vez tocó un lugar blando y más placentero. Solté un gemido – seremos felices juntos y tendremos muchos hijos… Te lo juro – y lo volvió a intentar. Mi humedad le permitió entrar.
Era su primera vez, estaba segura. Le costaba metérmela y muchas de sus reacciones eran como las mías en mi primera vez. Era un mar de sensaciones nuevas para él y no sabía cómo reaccionar a ellas. Pero, por desgracia, estaba enojado, triste y desesperado. Sus movimientos se volvieron agresivos y no correspondían a lo apretado del interior de mi coño. Quería hacerlo rápido como si yo fuera su mano, pero rápidamente se dio cuenta de que eso no era posible. Me tomó del cabello y del hombro para metérmela con más fuerza. Gruñía y soltaba quejidos.
-Sólo relájate, bebé – dije, imitando a mamá.
Eso sólo lo hizo gimotear y aumentar la velocidad. Yo ya estaba mojada desde que me puse la blusa, así que su verga debía moverse con facilidad, pero él no sabía cómo aprovecharla. Se movía cómo podía, con furia. Lloraba y empecé a sentir sus lágrimas sobre mi espalda.
-Shhh, bebé, shhhh – dije como le hacía mamá cuando nos sentíamos mal.
Él me jaló de la cola de caballo. Me mojé aun más y él siguió con fuerza. Sin embargo, hubo un cambio: sí se relajó. Encontró el punto, el movimiento con el que su verga se acoplaba a la mía con mayor facilidad y se dio cuenta de que no se trataba de mover todo el cuerpo encima de mí, sino de mover la cadera. Seguía desesperado, pero ahora sus gruñidos no sólo demostraban enojo, sino placer.
-mami…
-¿sí, bebé?
-Te deseo tanto…
Mi hermano apoyó su cabeza contra mi espalda, dejando caer su peso contra mí y aplastándome contra la ropa. Empecé a escuchar cómo respiraba contra la blusa. La estaba oliendo.
-Quisiera que estuvieras aquí… mataré a nuestro padre… y a todos los que te llevaron… – aumentó la velocidad, pero sin despegar su nariz de mi espalda – te recuperaré y te cogeré… serás mi mujer… – me embestía hasta lo más profundo. Yo lo estaba disfrutando, demasiado a pesar de sentirme aplastada contra una piedra y sentir cómo la cara se me llenaba de tierra en los lugares dónde él había disparado semen – te cogeré… ¡te meteré la verga!… ¡Te embarazaré!… – llegaba hasta lo más profundo, donde yo ya no sabía si sentía placer o si me iba a partir en dos. Como fuera, estaba alcanzando el orgasmo muy rápido – ¡SERÁS MÍA! – gritó. Me la metió con aun más fuerza y más rápido con ayuda de mis jugos – ¡SERÁS MI PUTA!… ¡MI.. PUTA… EMABARAZADA! – y me la clavó hasta el fondo, donde sus palpitaciones sólo indicaban que estaba disparando potentes y densos chorros de leche.
Ahogué mis gritos de placer y mis lágrimas con mis manos. Las bragas de mi mamá estaban contra la roca y se pegaron a mí por el semen de mi hermano. Para cuando acabé de venirme, él sacó su pene y dio unos pasos hacia atrás. No parecía arrepentido como Miguel, sino avergonzado por haber gritado tanto. El dulce Roberto no era así, no ante nadie.
-Graciela… – dijo, como si me reconociera.
Yo no pude responder. Me encontraba jadeando sobre la roca con el culo desnudo y con su leche goteando y escurriendo por mis muslos.
Sin saber qué hacer. Se acercó a mí y con manos torpes, agiles y avergonzadas, me quitó la blusa de mamá y me dejó caer al suelo lleno de hojas secas y ramitas. Metió las prendas de mamá a su mochilita y salió corriendo hacia nuestra casa. Yo me quedé ahí, luchando por respirar, con el coño húmedo y con ganas de mucho más.
Hay carajo, qué delicioso relato!
Me encanta tu forma de relatar, es realmente buena