TEEN SWEET MODELS Agency – 1/4 Reconciliarme con mi hija
(っ◔◡◔)っ Un hombre debe reconocer algo difícil para recobrar el amor de su nena. 😍..
© Stregoika 2021
𝑉𝑎𝑟𝑖𝑎𝑠 𝑛𝑒𝑛𝑖𝑡𝑎𝑠 𝑑𝑒 𝑚𝑖𝑠 𝑟𝑒𝑙𝑎𝑡𝑜𝑠 𝑠𝑒 𝑟𝑒𝑢𝑛𝑒𝑛 𝑓𝑖𝑛𝑎𝑙𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒, 𝑝𝑜𝑟 𝑜𝑏𝑟𝑎 𝑑𝑒𝑙 𝑑𝑒𝑠𝑡𝑖𝑛𝑜, 𝑒𝑛 𝑢𝑛𝑎 𝑎𝑔𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑑𝑒 𝑚𝑜𝑑𝑒𝑙𝑜𝑠. 𝐶𝑜𝑠𝑎𝑠 𝑚𝑢𝑦 𝑟𝑖𝑐𝑎𝑠 ℎ𝑎𝑛 𝑑𝑒 𝑜𝑐𝑢𝑟𝑟𝑖𝑟…
Siempre que sabía, por noticias o cosas que pasaban en el barrio, sobre algún tipo que era sorprendido ‘abusando’ de su hija, mi única reacción era sumarme a la furia rabiosa de la gente. Deseaba tener en frente al hijo de puta que lo había hecho para darle la putiza de su vida y al final, ponerlo de rodillas y dispararle en lo alto de la frente. Imaginarlo me hacía sentir mejor… Un momento. Algo no cuadra ¿cierto? ¿Por qué esa fantasía violenta me haría sentir mejor? Para sentirse mejor de alguna manera, hay qué primero sentirse mal de otra. Entonces, si un desconocido sentaba a su bella hija en el canto para deleitarse sintiendo su trasero suave y redondo y al final no resistía, iba más allá y se armaba un escándalo ¿por qué sentía yo parte de la culpa y quería purgarla? Ya vieron que puse ‘comillas’ en la palabra “abusando”, al inicio. Ya deben suponer de qué va esta historia.
Mi hija Paula tenía doce años. Nuestra familia no era nada fuera de lo común, todo sacado del mismo aburrido molde que exigía lo ‘normal’: Un padre trabajador y dedicado, que amaba a su esposa y a sus hijos, una madre entregada y leal, y un par de muchachos en edad escolar que asisten a clases por la mañana y hacen deberes y se divierten un poco por la tarde, con sus amigos del barrio. Una vida de ensueño en un vecindario de clase media en un país tercermundista. Hasta que mi esposa sorprendió a Paula haciéndole una mamada a un chico de su colegio.
—Yo ni siquiera quería contarte por miedo a cómo vas a reaccionar. Pero al fin… no hay un motivo lo suficientemente grande como para ocultarte algo así. Sería peor —me dijo Amanda, mi esposa.
—Haces bien —le respondí.
Me costaba pensar. Acababa de escuchar el relato de Amanda sobre cómo se asustó de que hubiese tanto silencio repentinamente en el estudio, después de oírlos reír tan animadamente. Se asomó a hurtadillas y sorprendió a la joven pareja. El chico estaría tendido en su asiento, concentrado, disfrutando a ojos cerrados y con la cabeza recargada en sus propias manos a manera de almohada. Tendría la cola puesta en el borde de la silla, casi acostado, las piernas bien estiradas y abiertas. Y mi Paula, estaría arrodillada en medio, con su cabecita subiendo y bajando, una mano ocupada, dándole sustento sobre uno de los muslos del chico; y la otra, agarrándole el pito. También, me explicó mi esposa, que tenía los ojos cerrados y chupaba tan fuerte que se le ahuecaban las mejillas.
El hecho que Amanda me hubiera graficado tanto los detalles de la escena, solo aumentó la confusión en mi cabeza. ¿Por qué lo había descrito hasta las minucias? Pero, como se imaginarán, no había suficiente espacio en mi cabeza para esa cuestión. Ya pronto se resolvería la duda, de cualquier forma.
—Por favor, no le digas nada —me suplicó Amanda.
—No, obvio no. busquemos ayuda —propuse.
Y así lo hicimos. Amanda, el día que sorprendió a nuestra Paula chupando un pene, volvió y retrocedió a hurtadillas. Muy seguramente se acordó de su propia experiencia —aunque ella tenía 17—, cuando me lo estaba mamando a mí y su hermano mayor nos sorprendió. Armó un escándalo que le costó a Amanda su estilo de vida, amigos y casi la familia. Para su hermano, lo principal ese día, era que nadie le llenara de semen la boca a su hermana. Pero Amanda, sabiendo las consecuencias del escándalo en su propia vida, prefirió que la boquita de su hija se inundara de la esperma de un suertudo muchachito, antes que avergonzarla a muerte armando un quilombo y arruinarle la vida.
Buscamos ayuda directamente con el psicólogo de su colegio. Enfatizamos en el secreto y al parecer lo logramos. Nunca habría pasado a mayores de no ser por una estupidez que cometí. Paso a contarles.
Unos tres meses después del rico oral que practicó mi hija y que presenció mi esposa, creíamos tener todo bajo control mediante todo lo que nos sugería hacer el psicólogo. Ya habíamos hablado de sexo con ella y de responsabilidad. Pero Paula seguramente nos escuchaba con condescendencia, ya que, ella era más recorrida a los 12 de lo que nosotros éramos a los 18. Como nos enteraríamos después, ella y ese suertudo muchacho habían estado viendo porno en la casa, evadiendo las restricciones de la red usando VPNs y otras argucias. También tenían ambos multi-cuentas en redes sociales, con el fin de presentar a sus padres aquellas que reflejaban su conducta intachable. Pero en las otras hacían toda clase de cosas, sobre todo sexuales.
Pero Amanda y yo no sabíamos eso aún, y como idiotas, según el psicólogo ‘construyendo una relación de confianza’, le permitimos seguir llevando chicos a la casa y les dimos espacio. Yo, después de una hora de privacidad de Paula con su amiguito, simplemente no resistí y me acerqué con disimulo al estudio. Al acercarme solo oí una risilla de ella, que, comparada con el silencio esperable de una mamada, me tranquilizó de entrada. Pero cuando me asomé, supe de qué iba esa risilla. El chico le hacía cosquillas bajo la falda.
Necesité meses de terapia para saber qué fue lo que pasó por mi mente en ese preciso instante y poder contárselos. La imagen de Paula que se desplegó en mi mente, fue una correspondiente a cuando ella tenía once años y representó un baile folclórico en su colegio. Era el Baile del Garabato, que se representaba con atuendos nativos, sobre decir que, muy escasos y reveladores. Yo me hice justo en frente del escenario para tomarle unas fotos a mi hija con sus amigos, así que la vi desde abajo. Haberle visto sus cuquitos blancos ceñidos a la sensualidad innegable de su cuerpo, su figura de nena que está por cumplir los 12, accedió a mi mente por un canal que yo no conocía. O que sí conocía pero que negaba. Por suerte, no había conflicto. Ese culito y esa panochita estaban allá, donde debían estar, intactos y sagrados. Pero entonces, ver una mano hundida casi hasta el codo bajo la colorida falda de seda de Paula, sí fue, en cambio, rotundamente conflictivo. Ese culito y esa panochita estaban siendo profanados. ‘Profanados’.
Me lancé sobre el chico, que cuando me vio, brincó como gato e intentó botarse por la ventana. Pero lo agarré como se agarra un sucio violador y quise darle puños hasta me dolieran los nudillos. Pero algo quedaba dentro de mí, todavía con un ápice de lucidez. «Es un mocoso de once años» me escuché decir por dentro «¿Quiere usted irse a la cárcel?». Entonces lo saqué de la casa y lo arrojé a la calle empujándolo con la zuela de mi bota derecha.
Les ahorraré los detalles del escándalo que sobrevino. Me hice enemigo de sus papás y para proteger a Paula, la sacamos del colegio un tiempo. El psicólogo insistía en ayudarnos, pero yo estaba hecho una fiera y así duré por semanas. Si me encontraba al padre de ese puto violador, seguro le tiraría los dientes. Pero nada de eso era grave, en comparación con lo que ocurrió en la relación padre-hija entre Paula y yo. Ella parecía no querer volver si quiera a verme, y eso sí me dolía. Yo podría separar en partecitas a ese mocoso y a su padre usando una sierra, pero mi Paula a mí, me torturaba diez veces peor, odiándome.
Mi esposa me puso una trampa. Siempre me ponía trampas con buenas intenciones, creo que yo era muy testarudo para hacer las cosas por iniciativa. El psicólogo le había explicado cierta cosa, y la había convencido de que yo, si me hacía a su conocimiento y la aceptaba, se solucionaría todo. Ustedes no son bobos, ya se deben imaginar de qué se trata.
Llegué a casa y saludé a Amanda. Su beso en la boca seguido de un apretado abrazo, me indicaron que algo sucedía. Amanda sabía de sobra que por neurótico que fuera yo, primero me arrojaría por una ventana de un tercer piso que tocarle una pestaña a ella. Sabiéndolo, procedió.
—Mi amor, hay visita —me informó.
—¿Quién? —fruncí el entre-cejo.
—Te está esperando en la sala. Solo no te vayas a enojar.
Claro. Era el papá de aquél putito violador. En mi casa. O eso supuse, cegado por la soberbia. Estiré un lado de la cara, sonriendo socarronamente. Me fui a la sala de mi casa dando pasos de toro bravo. Llegué quitándome la chaqueta y arrojándola a un sillón, dispuesto a estirarle el cuello como a un pavo a… a…
¿El psicólogo?
—¿Usted?
—Señor Zorro. Me permito saludarlo antes —se puso de pie.
—¿Qué hace usted aquí? —pregunté, desarmado por el asombro.
—Esto es completamente no ortodoxo, Señor Zorro, lo reconozco. Pero debo aclararle que si estoy usando mecanismos completamente no ortodoxos, es porque el asunto en cuestión también lo es. ¿Nos sentamos?
Su tono era ofensivamente tranquilo. Le hice un ademán para invitarlo a sentarse, pero para dejarle en claro que yo mandaba en mi casa, me quedé de pie. Al notarlo, dijo:
—No hay que ser displicente, señor Zorro. Yo no tengo ningún problema en hablarle desde la silla. Déjeme empezar por aquí: Yo estoy al tanto de los problemas serios por los que atraviesa usted y su familia —su tono seguía siendo una combinación fastidiosa entre lo tranquilo y lo perentorio, como hacen las mujeres educadas de clase alta que no se dejan de nadie— a causa de su —hizo énfasis en en ese «su», señalándome— reacción violenta contra ese chico.
Yo me acomodé en mi sitio y simulé limpiarme el sudor de la cara. Iba a echarlo de mi casa. Pero él siguió:
—Respóndame algo, señor Zorro: ¿Quiere recuperar el amor de su hija?
—Mire —traté de ser lo más sereno posible—, para empezar, yo no estoy de acuerdo con esta visita así es que —señalé el camino a la puerta.
Pero él siguió:
—Señor Zorro, yo no vengo a imponerle nada. Vengo a ayudarle. Usted no es un enemigo que tenga qué vencer, ni yo soy uno para usted. Solo vine a tratar de abrirle los ojos para que ayudarle a arreglar un problema. Y lo hago por Paula, lógicamente.
Vocalizaba tanto que por un momento pensé que me creía idiota.
—Y acaso usted ¿qué va a hacer para que mi hija vuelva a quererme?
—Nada. Todo lo va a hacer usted. Yo solo le voy a brindar una información.
Me rasqué la cabeza y vi hacia una pared.
—¿Cuál información? Suelte lo que sea, a ver.
El sujeto al fin hizo una cara de que las cosas serían difíciles. Dijo:
—Lamentablemente, no se la puedo decir…
«Hijueputas psicólogos» pensé y di un paso para tomarlo del brazo y sacarlo. Pero él siguió:
—…Si no lo descubre usted mismo, no le servirá de nada —lo tomé del brazo—. Pero lo que sí puedo es guiarlo a que lo descubra —empecé a halarlo—. Señor Zorro ¿Qué le molestó tanto de que un chico manoseara a Paula?
Lo empujé hasta afuera. Durante la expulsión, él dijo:
—¡Cuando pueda usted contestarse esa pregunta, sabrá por qué actuó de manera tan violenta, se dará cuenta de que fue un error, y no le costará nada tomar los correctivos para recuperar a Paula!
El maldito loquero logró sembrarme la duda y ponerme a pensar en la respuesta a esa pregunta durante un tiempo. El suficiente, de hecho, para que se me bajara la espuma y quisiera más información. ¿Y si de verdad podía, así, lograr que mi hija me mirara de nuevo? Yo no soportaba verla en las tardes haciendo su vida e ignorándome como a un desconocido.
«¿Por qué me cabreó tanto que un compañerito le metiera la mano bajo la falda a mi pequeña? ¡Pero qué pregunta estúpida! A ver, si es tan estúpida, contéstela.» Así era el diálogo conmigo mismo durante las noches, al afeitarme, al manejar y al cagar. Y un buen día dí lo que, según sabría después, fue un paso de superación enorme: Me permití responder a la pregunta.
—Pues porque nadie le va a tocar la cuquita a mi hija, NADIE —le dije al psicólogo.
Había pasado casi un mes, pero haciendo de tripas corazón y tratando de no desinflar el pecho, lo busqué. Todo por mi Paula.
—Está bien, esa es su respuesta candidata por ahora —dijo, con las palmas de las manos unidas delante de la cara—. Piense: ¿Esa respuesta va a reconciliarlo con Paula?
—Pues claro, porque la estoy protegiendo…
—Señor Zorro, no sé dé respuestas que satisfagan su posición. Así como se permitió tratar de contestar a la pregunta y venir aquí, arriésguese ahora a encontrar una respuesta que no le guste. No tiene qué gustarle —se puso de pie—, tiene que abrirle los ojos. ¡Piense! ¿Ese chico estaba forzando a Paula? ¿Ella estaba retorciéndose tratando de liberarse y clamando auxilio?
—Ay por favor —me enojé— ¿me va a salir con qué lo estaba disfrutando?
—Sí, le voy a salir con eso, imagínese —me retó.
—¡Pero si es una niña!
—¡Y ¿quién está diciendo lo contrario?! —vociferó el loquero.
Luego se quedó viéndome y agregó:
—Mírese ahí sentado, señor Zorro. Está sumamente incómodo y muy seguramente con ganas de agredirme, porque ese es su mecanismo para negar algo que usted siente pero no se lo permite.
»Déjeme preguntarle algo —se me acercó de forma amenazante— ¿Recuerda el caso de El Mosntruo de Santarem?
Me puse de pie.
—¿Para qué quiere verme cabreado? —pregunté.
—No, señor Zorro. Yo no quiero verlo cabreado. Quiero que usted mismo se vea cabreado y se pregunte por qué se cabrea. ¿Le gustaría darle una muenda a Iván Andrés Cibrán¹?
¹De los relatos Mi papi https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/incestos-en-familia/mi-papa-se-vino-dentro-de-mi/
y Cura para mi disfunción: ¡Mi hija! https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/incestos-en-familia/cura-para-mi-disfuncion-mi-hija/
—Pues claro —afirmé categóricamente.
—Miente usted, señor Zorro.
—¡¿QUÉ?! —me cabreé, al fin.
—¡Usted quisiera darse una muenda a sí mismo! —me vociferó en la cara.
No supe qué responder.
—Cuando usted sabe de (e imagina) un caso de incesto, lo percibe inconscientemente como un caso de abuso, y reacciona de acuerdo a ello. Y ¿Sabe por qué a las personas les disgustan las cosas que hacen los demás? Por que son inmaduras y no ven en los demás a lo demás, sino a sí mismos.
Me pasé las manos por toda la cabeza.
—A usted, señor Zorro —volvió a señalarme con su índice como si de él fuera a salir una bala calibre 38—, se le incendia la sangre de saber que alguien sí hace lo que usted se reprime.
—¿Qué? —pregunté, casi con ganas de burlarme de su verborrea.
—Que usted, señor Zorro, quisiera agarrar a palos a Iván Andreś Cibrán, El Monstruo de Santarem, porque él se dio libertad de hacer algo que usted reprime.
Ahora sí iba a matar a ese hijo de puta psicólogo de tres pesos. Me paré bien de frente a él.
—¿Está insinuando que le tengo ganas a mi Paula?
—Saque pecho todo lo que quiera, que de nada le va a servir para reprimir la verdad, señor Zorro.
Lo agarré violentamente de las solapas.
—Usted está enfermo —lo acusé.
—Y usted está sanando —dijo, ahí violentado—, no deje que la ira lo nuble. Si acaba de descubrir algo, acéptelo. Sólo le falta eso ¡solo un paso, señor Zorro!
Como desde el principio, seguía usando ese tono tranquilo y retador.
—Máteme, si quiere —agregó—. Eso solo lo dejará aún más lejos de la sanción y de recuperar a Paula. Y enfadarse no volverá verdad aquello que usted quisiera que fuera verdad pero no lo es. La verdad es verdad por sí sola, así usted se enfade. Lo que puede hacer es aceptarla y vivir mejor.
»Piense. Paula no es por nada la niña más popular y asediada del colegio, no solo por sus compañeros de curso sino por los grandes, y vaya Dios a saber si también por algunos profesores o padres de sus amigas. ¡Es una hermosura! Y usted, preciso usted, es el que más cerca la tiene y el qué más prohibido tiene tocarla.
Lo tiré con fuerza hacia su escritorio, que se corrió casi medio metro. Pero yo seguía sin saber qué decir.
—Usted, sin saber la causa de su ira —siguió él, arreglándose serenamente las solapas—y por ende, tampoco pudiendo controlarla, actuó envenenado y sacó a ese chico a empujones y patadas de su casa, se echó de enemigos a los papás de él, armó un escándalo que después no pudo controlar y le dejó una experiencia muy amarga a Paula.
Sus palabras traían tantas verdades que dolían más que los puños de un peso pesado.
—Mi trabajo está hecho, no puedo hacer más por usted. Le deseo que pueda arreglar las cosas con su hija. Ofrezca una disculpa a ese chico, a sus padres y por supuesto, a Paula. Sabiendo la verdadera causa de su ira, ese ofrecimiento de disculpas será sincero y efectivo, a diferencia de una apología hipócrita. Sobre todo con Paula —se retiró de su oficina no sin antes decir—: Queda usted en su casa, señor Zorro.
O sea que me gustaba mi hija, yo mismo no lo sabía y actué como un cavernícola sin importarme qué sintiera mi niña, sino en función de que yo daba su culito por mío y que, si yo no lo tocaba, nadie lo haría nunca. ¡Mierda! interesante la psicología.
Lo de ofrecer disculpas a quien yo llamaba deliberadamente ‘el pequeño violador’ y a su padre, fue muy difícil. Pero el amor por mi hija era más grande, y vaya manera de comprobar cuánto —y de qué manera— la amaba. Luego, las disculpas a ella, fueron todavía más difíciles, para ambos. Amanda ayudó mucho.
Mientras subsanaba lentamente el corazón de mi nena, y con nuevos intereses en mi haber, se presentó sin pensarlo la respuesta a otro viejo interrogante.
—¿Desde cuando lees psicología? —me preguntó Amanda, cuando se metió en la cama al lado mío.
—Desde esta mañana. Pero estoy decepcionado. Esto está aburridorsísimo. ¿Cómo puede alguien aprender tanto y ser como el psicólogo del colegio de la niña, leyendo cosas tan jartas? —cerré el libro con desprecio.
—Pues te sugiero que sigas leyendo, para que seas tu propio psicólogo, porque te va a dar un soponcio cuando escuches esto.
—Y ahora ¿qué?
—Volvieron a Llamar de Teen Sweet Models. Insisten en que Paula debería ser modelo. Ya no puedes ponerte como un gorila en celo, mi amor. Si quieres di que no, pero sin arrojar piedrones por los aires ¿si?
—¡Oye, oye, oye, espera un momento! —le dije, haciéndole un ‘alto’ con mi palma.
—Y ahora ¿qué? —me preguntó, untada de desespero.
—¿Por qué siempre has alentado a Paula a que sea modelo?
—Ay pues porque Paula es una re-mamasita —cruzó los brazos—. O, después de lo que te hizo descubrir el psicólogo ¿me lo vas a negar?
—¿A ti no te molesta que a mí me guste la niña? —arrugué la frente.
—Para nada.
—¿Y por qué? —agucé mis ojos sobre mi esposa.
Ella se inquietó y quitó el libro de mi regazo, y dijo:
—No te pongas psicológico conmigo, buenas noches —se acostó.
Pero, la terrible sacudida que me había provocado el psicólogo, acosándome con preguntas y atormentándome solo para que viera dentro de mí mismo, ya me había enseñado más psicología que cualquier libro. Me puse coquetamente sobre mi esposa y pregunté con un susurro:
—¿Por qué fuiste tan detallada para narrarme lo de la mamada que le hizo la niña a ese chico?
—Buenas noches, amor, no molestes que tengo sueño —masculló.
—Es porque Paula te parece una re-mamasita ¿cierto?
—Amor, me estás molestando y te va a tocar irte a dormir al sofá —me amenazó.
—¿Te excitó ver a Paula chupándola? Tenía a ese sardino en el cielo ¿cierto?
Yo debí ser un dolor de cabeza para el psicólogo, porque inclusive lo agredí. Pero Amanda era dócil como gatita:
—¡Uhy eso se veía más rico, amor! —confesó, poniéndose sobre mí—. La chupaba durísimo, como si quisiera que saliera dulce de leche.
—O semen —propuse.
—Uhy sí. ¿Será que la niña ya había probado el semen y estaba desesperada por probarlo otra vez? ¿Será que a la niña le gusta el semen?
Amanda ya estaba masturbándome al terminar de preguntar. Yo, perreando en su mano, pregunté:
—¿Será que le gusta tanto como a ti?
Su respuesta fue un ventral gemido con el que se escondió bajo la cobija para chupármelo.
—¡Upa, uhy! ¿Así lo mamaba Paula? —pregunté, retorciéndome un poco.
Ella no pudo sino asentir a boca llena, produciendo un gracioso sonido. Me lo mamó unos segundos más, pero para lo que quería decir, tuvo qué soltar mi verga:
—¿Quisieras que Paula te hiciera una mamada? —me preguntó con perentoriedad.
—¡Uff, con todas las fuerzas de mi alma! ¡Daría un riñón! —respondí con una sinceridad nunca antes imaginada.
Los siguientes cuatro o cinco minutos, fueron mágicos. Amanda me la chupaba con una locura que hacía años no tenía, y yo perreaba en su boca imaginándome toda clase de cosas con Paula. Imaginaba que la agarraba en el cuarto de ropas y la seducía con tantas caricias y besos que al final no se resistía y terminábamos haciendo el amor sobre la ropa recién planchada. Imaginaba también que la cogía en los baños del teatro con su traje de nativa.
Al final, yo estaba respirando como toro, con el antebrazo descansando sobre mi frente y disfrutando de un éxtasis, hasta entonces, sin igual. Mientras Amanda relamía la venida de mi falo, bolas y pubis como si fuera helado, yo me sobrecogía de imaginar cómo sería echar huevitos con mi hija. Serían tal la dicha que ¿para qué el paraíso? Pero no. Si mi amada esposa estaba dispuesta a complacerme con fantasías sobre nuestra hija, sería —supuse—, porque no contemplaba hacerlas realidad. O eso diría Freud. Luego, ella me sorprendió con una pregunta:
—¿Quieres que traigamos a Paula a la cama, a ver qué aprendemos entre los tres?
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Wuauuuuu es algo muy profundo éste relato….exitante y lujurioso….jajajaja….espero que el cuerpo controle a la mente y dejen salir ese deseo que tienen encerrado y compartan tips con su hija…..
Muchas vueltas te estas dando para darle lengua a la rica chuchita de la putita de tu hija.Y mas encima con una esposa que te anima. Que suerte tienes man! 5 estrellas y mañana sigo leyendo la saga