Tia Maria los adictos al sexo
María, en un movimiento que hizo gritar a ambos, se sentó sobre el dildo abandonado mientras chupaba a Pablo y masturbaba a Tomás al mismo tiempo.
Tomás tenía las rodillas raspadas y la camiseta manchada de pasto. Acababa de caerse persiguiendo a su perro alrededor del rancho, pero eso no le importaba. Lo que sí le importaba era el bulto incómodo en sus pantalones cortos cada vez que veía a su tía María inclinarse para recoger la ropa del tendedero.
Pablo lo observaba desde la hamaca, mascando un palillo. «Te va a crecer la nariz si sigues mirándola así,» dijo, aunque él tampoco podía evitar fijarse en cómo el escote de su tía se abría cuando se agachaba, dejando ver el borde de un sostén negro.
La piscina relucía bajo el sol, vacía excepto por una toalla abandonada en una tumbona. María se acercó al borde, descalza, y se quitó la blusa holgada sin pensarlo, quedando en bikini. Tomás tragó saliva. Era la primera vez que la veía así, con tanta piel expuesta—los lunares en sus hombros, la curva de su cintura que se hundía y luego se expandía en caderas redondas.
Los dos primos intercambiaron una mirada rápida, cargada de algo que no sabían nombrar. Pablo se bajó de la hamaca y caminó hacia la piscina, fingiendo indiferencia. Tomás lo siguió, sintiendo el calor no solo del sol, sino de algo más profundo, más urgente, que le hacía olvidar que solo tenía doce años.
Tomás y su primo Pablo observan a su tía María mientras ella realiza tareas domésticas, notando su cuerpo voluptuoso con creciente interés sexual. Cuando ella se acerca a la piscina en bikini, los adolescentes se sienten atraídos hacia ella, compartiendo una mirada cómplice antes de aproximarse, impulsados por una curiosidad hormonal que aún no comprenden del todo.
María se sumergió en el agua con gracia, dejando que el bikini se pegara a su cuerpo. Los adolescentes se quedaron parados al borde, observando cómo el tejido se volvía casi transparente al mojarse. «¿No se van a meter?» les preguntó María, sacudiendo el cabello mojado. Sus pezones se marcaban bajo la tela, duros y tentadores.
Tomás sintió que su entrepierna palpitaba. «Sí, tía», murmuró, pero en lugar de saltar, se sentó en el borde y metió los pies. Pablo hizo lo mismo, rozándole el hombro a Tomás en un gesto que decía claramente: *no podemos dejar pasar esto*. El agua estaba fresca, pero nada comparado con el fuego que sentían dentro.
María nadó hasta ellos, y cuando emergió, el agua le escurría por el escote. «Se me olvidó la crema», dijo, señalando una botella en la tumbona. Pablo saltó como un resorte. «Yo te la pongo, tía». Tomás casi se ahoga con su propia saliva. María sonrió, como si supiera exactamente lo que pasaba por sus mentes juveniles, pero en lugar de alejarse, se recostó en el borde de la piscina, ofreciendo su espalda al sol… y a ellos.
Las manos de Pablo temblaron al verter la loción. Tomás lo observaba, fascinado, cuando los dedos de su primo se deslizaron por los hombros bronceados de María, bajando lento hacia la parte media de su espalda. Ella dejó escapar un suspiro que no tenía nada de casual. «Más abajo, cariño», murmuró, y Pablo obedeció, alcanzando la cintura donde el bikini anudado prometía soltarse con un simple tirón.
María invita a Tomás y Pablo a unirse a ella en la piscina, donde el bikini mojado enfatiza su sensualidad. Los adolescentes, paralizados por la excitación, apenas logran interactuar hasta que Pablo aprovecha la oportunidad de aplicar crema en la espalda de su tía, descubriendo que ella parece disfrutar deliberadamente su contacto, incitándolo a explorar más allá de lo inocente mientras Tomás observa, hipnotizado.
El aire olía a coco y a algo más denso, un aroma que Tomás solo había percibido en las noches cuando creía que todos dormían. María arqueó la espalda, haciendo que el ajustador del bikini se aflojara. La tela resbaló unos centímetros, revelando el inicio de la hendidura entre sus nalgas. Pablo respiró hondo y, sin pedir permiso, hundió un dedo entre la tela, rozando piel que no debía tocar.
«Tía…», comenzó Tomás, pero María lo interrumpió con un movimiento: giró de golpe y tomó las manos de ambos chicos para colocárselas sobre sus senos. La tela mojada apenas existía; sentían los pezones erectos como clavos. «Aprendan», dijo María, y su voz ya no era la de una adulta, sino algo más oscuro, compartido. Pablo fue el primero en atreverse, apretando con fuerza mientras Tomás solo podía mirar, hipnotizado por el contraste entre sus dedos infantiles y aquellas curvas de mujer. El bikini superior cedió.
María jadeó cuando los dedos de Pablo encontraron carne desnuda. Tomás vio cómo su primo se atrevía a pellizcar un pezón, cómo María no lo detenía. Al contrario, arqueó el cuello y dejó escapar un gemido. El agua de la piscina goteaba entre sus senos, corriendo por el valle que Tomás ahora ansiaba lamer. Sin pensarlo, se inclinó y clavó los dientes en el otro pecho. El sabor a cloro y sudor lo embriagó; nunca había probado algo tan adulto.
Pablo, más audaz, ya tiraba del hilo del bikini inferior. «Déjenme verlos a ustedes primero», ordenó María, pero era una mentira obvia; sus pupilas dilatadas pedían otra cosa. Los chicos se quitaron los shorts mojados con torpeza. Los penes erectos de ambos brillaban bajo el sol. María los comparó con una sonrisa: el de Pablo más grueso, el de Tomás más rosado. «Qué lindos», murmuró, pero era Pablo quien ya estaba tras ella, frotándose contra sus nalgas mientras Tomás miraba, paralizado entre el miedo y una excitación que le quemaba las entrañas.
La mano de María encontró la entrepierna de Tomás antes de que pudiera retroceder. Sus dedos expertos lo envolvieron, midiendo, comparando. «Así empiezan todos», dijo, y luego se inclinó para lamerle la punta. Tomás gritó. El sabor salado de su pre-eyaculación mezclado con el cloro de su piel hizo que María cerrara los ojos como si recordara algo. Pablo, impaciente, ya le mordisqueaba el cuello mientras una mano buscaba bajo el agua, hacia donde nadie debía tocar. El gemido de María les dijo que la habían encontrado.
Tomás no sabía si cerrar los ojos o mirar fijo cuando su tía se arrodilló frente a ellos, el bikini ahora solo un amasijo de tela en el borde de la piscina. El vello púbico de María brillaba mojado, recortado en ese triángulo perfecto que los hizo contener la respiración. «Uno por uno», ordenó, pero Pablo ya empujaba a Tomás de costado para hundir la cara primero. El olor a mujer adulta los mareó; especias y algo agrio que los hizo babear literalmente. Tomás, desde atrás, vio cómo los labios de su tía se abrían como una fruta madura bajo la lengua de su primo.
María se retorció, agarrando la cabeza de Pablo para empujarlo más fuerte contra sí. «Chupa, así, exactamente así—» Sus palabras se cortaron cuando Tomás, movido por un impulso que no entendía, le mordió un pezón mientras una mano torpe se atrevía a rozar su clítoris. El grito de María hizo que los perros del rancho ladraran a lo lejos. Ninguno de los tres se detuvo.
El cambio de posiciones fue natural: María se recostó contra el borde de la piscina, abriendo las piernas para que Tomás, el más inseguro, pudiera verlo todo de cerca. Pablo, detrás, ya estaba frotando su erección entre las nalgas de su tía. «No ahí—», protestó María, pero era demasiado tarde; la punta de Pablo ya asomaba en su entrada vaginal, estrecha incluso para su pene adolescente. Tomás vio el momento exacto en que su primo la penetró: cómo el cuerpo de María se arqueó, cómo los músculos de su abdomen se tensaron, cómo sus labios vaginales se estiraron para acomodar ese intruso inesperado. «Dios, qué apretada estás», jadeó Pablo, y Tomás, en un arrebato de celos, clavó dos dedos en la boca de su tía para que los chupara mientras él observaba cómo el pene de su primo desaparecía una y otra vez en esa carne rosada que nunca imaginó tocar.
María gimió alrededor de los dedos de Tomás, sabiendo que debía detenerlos pero incapaz de hacerlo. El calor del agua clorada se mezclaba con el sudor que corría por su pecho cuando Pablo aceleró el ritmo, agarrándole las caderas con fuerza. Tomás, hipnotizado, vio cómo las gotas que caían del cuerpo de su tía se perdían entre el vello púbico, cómo su ano se contraía con cada embestida, cómo los senos saltaban al compás de los empujones. «Pruébala», ordenó María de pronto, arrancándose los dedos de la boca para empujar la cabeza de Tomás hacia su entrepierna. El sabor fue abrumador: salado, metálico, con un regusto a tierra húmeda que lo hizo toser. Pero cuando la lengua de María guió la suya hacia su clítoris, algo hizo clic. Tomás lamió como si estuviera devorando un helado en verano, sintiendo cómo su tía se estremecía y cómo Pablo, detrás, gruñía al sentirla contraerse alrededor de su pene.
El orgasmo de María los tomó por sorpresa. Un gemido rasgado salió de su garganta mientras sus piernas se cerraban alrededor de la cabeza de Tomás, ahogándolo entre muslos temblorosos. Pablo, al sentir las contracciones vaginales, no pudo aguantar más. «Me voy a venir—», anunció, pero María, aún jadeando, lo detuvo con una mano en la cadera. «Adentro no», susurró, y con una agilidad sorprendente, se soltó de Tomás y giró para tomar el pene de Pablo justo cuando las primeras gotas blancas brotaban. El chorro cayó sobre su lengua y entre sus senos, manchando el agua de la piscina con hilos lechosos. Tomás, todavía arrodillado, miró fijamente cómo su tía lamía el semen de sus propias tetas antes de ofrecérselas. «Ahora tú», dijo María, y Tomás supo que no habría vuelta atrás cuando sus labios se cerraron alrededor de un pezón todavía húmedo del orgasmo de su primo.
El sabor a semen mezclado con sudor y cloro le revolvió el estómago, pero la mano de María bajando por su abdomen lo mantuvo en su lugar. Cuando sus dedos enroscados encontraron su erección otra vez, Tomás sintió que el mundo se inclinaba. «Así se hace», murmuró María, guiando su pene hacia el espacio entre sus muslos. La piel mojada y caliente lo envolvió en una fricción que no era su vagina, pero que lo hizo gemir igual. Pablo, recuperándose, observaba con los ojos brillantes mientras se masturbaba lentamente, embobado por la escena. «Frótate así, hasta que no aguantes más», instruyó María, y Tomás obedeció, empujando entre sus muslos como si su vida dependiera de ello.
El clímax llegó con una urgencia que lo dejó sin aliento. Tomás gritó algo incoherente cuando su pene palpitó contra el vello púbico de María, rociándole el vientre con hilos blancos más finos que los de su primo, pero igualmente abundantes. María rio entre dientes, recogiendo la mezcla de semen con dos dedos para metérselos a la boca. «Aprenden rápido», dijo, pero su mirada iba más allá, hacia la sombra que se acercaba por el rancho. Los tres contuvieron la respiración al reconocer la silueta de la abuela en la distancia, cargando una canasta de ropa. María maldijo en voz baja mientras buscaba el bikini con el pie. «Vístanse. Rápido.» Pero ni el peligro ni el agua fría lograban apagar la electricidad que recorría sus cuerros. Pablo, audaz hasta el final, le susurró al oído: «Esto no ha terminado.» Y el brillo en los ojos de María confirmó que no era una pregunta.
La abuela llegó cuando los chicos apenas se ajustaban los pantalones mojados, las entrepiernas aún visibles por la tela pegada. «¡María! ¡Qué desvergüenza!» La voz temblorosa de la anciana cortó el aire como un látigo. Tomás tragó saliva al ver cómo la mirada de su abuela recorría sus muslos manchados de loción y algo más. «¿Qué demonios están haciendo aquí?» María se envolvió en la toalla con una calma fingida. «Solo les estaba enseñando a nadar, mamá.» La risa que siguió fue tan falsa como el rubor en sus mejillas. La abuela no era tonta; sus ojos se estrecharon mientras olfateaba el aire cargado a cloro y sexo. «¡A la casa, ahora mismo!» El dedo arrugado señaló hacia el camino de tierra. Pablo hizo un gesto de fastidio, pero obedeció, arrastrando a Tomás por la muñeca. María, en un movimiento calculado, rozó la mano de Tomás al pasar, dejando entre sus dedos un trozo de papel doblado que olía a su perfume barato y a semen seco.
La nota quemaba en el bolsillo de Tomás durante el regaño interminable. La abuela los sentó en la mesa de la cocina, blandiendo una cuchara de madera como si fuera un arma. «¡A su edad, comportándose como animales!» El golpe contra la mesa hizo saltar los platos. Pablo bajó la mirada, pero Tomás solo podía pensar en el papel que le rozaba el muslo. Cuando por fin los dejaron ir, corrió al baño y abrió el mensaje con manos temblorosas. La letra de María era torpe, apresurada: *»Granero. Medianoche. Trae hambre.»* Debajo, dibujado con el lápiz de labios que siempre llevaba en el escote, un garabato imposible de confundir: un falo enorme, tan grueso como su muñeca, con gotas estilizadas cayendo de la punta. Tomás sintió que el piso se movía bajo sus pies.
El granero olía a heno viejo y madera podrida cuando Tomás empujó la puerta con el hombro, una hora después de que la casa quedara en silencio. La luna llena filtrándose por las tablas rotas iluminó a María en el centro del espacio, sentada en una manta sucia, con las piernas abiertas de par en par. Entre ellas, clavado en el suelo como un poste, un consolador negro de doble punta que haría llorar a cualquiera. «Ven aquí, mi niño,» susurró María, y el título sonó tan dulce como prohibido. Tomás avanzó, hipnotizado por el juguete que brillaba bajo la luz lunar, más grande que cualquier pene real que hubiera visto. María sonrió al ver su expresión. «Primero tú,» dijo, agarrando el dildo con una mano mientras con la otra desabrochaba sus pantalones. El corazón de Tomás latía tan fuerte que temió que lo oyeran en la casa. Pero cuando María lo jaló hacia ella, toda duda se esfumó. «Vas a aprender lo que es una mujer de verdad,» murmuró, y la promesa en sus palabras lo hizo estremecer.
El primer contacto fue un shock. María embadurnó el juguete con algo frío y resbaladizo—lubricante, Tomás entendió después, cuando el olor a menta artificial le quemó las fosas nasales. Ella lo guió con manos expertas, haciéndolo agarrar la base del dildo mientras colocaba la punta contra su propia entrada. «Mírame,» ordenó, y Tomás obedeció, viendo cómo los labios carnosos de su tía se estiraban para tragarse el primer centímetro del monstruo de goma. El sonido fue obsceno: un *clach clach clach* húmedo que retumbó en el granero vacío, cada embestida más profunda que la anterior. Tomás sintió que su propia erección palpitaba al ritmo de esos empujones sucios, mientras María jadeaba y se retorcía en la manta, clavándose el juguete hasta el fondo como si fuera un castigo que merecía. «Ahora tú,» gimió de repente, y antes de que Tomás pudiera protestar, sus manos estaban guiando el dildo hacia él, hacia donde ningún objeto había tocado jamás. El dolor fue instantáneo, pero María no dejó que retrocediera. «Relájate, mi amor,» susurró, y el contraste entre sus palabras dulces y la invasión brutal lo dejó sin aire.
La mezcla de lubricante y fluidos naturales formó un charco brillante bajo ellos. María se movió como una posesión demoníaca, alternando entre empujar el dildo en Tomás y clavárselo a sí misma, siempre manteniendo ese ritmo de *clach clach clach* que pronto se convirtió en el único sonido en el universo. Tomás lloró, pero no de dolor—al menos no solo—sino de una excitación tan profunda que le quemaba las entrañas. María parecía fuera de control, sus senos botando con cada sacudida, los músculos abdominales tensos como cuerdas. «Así es como se hace,» jadeó, arrancando el juguete de Tomás para hundirlo en su propia vagina con un grito ahogado. El líquido goteaba por sus muslos, mezclándose con el sudor y el heno picado. Tomás, ahora libre pero extrañando la invasión, se arrastró hacia ella, buscando cualquier parte de su cuerpo que pudiera tocar, lamer, poseer. María lo recibió con los brazos abiertos, pero antes de que pudieran fusionarse, un crujido en la puerta los paralizó. Pablo estaba allí, despeinado y con los ojos inyectados en sangre, mirando la escena como si fuera un sueño febril. «No me dejaron fuera, ¿verdad?» dijo, y la risa de María fue la respuesta suficiente.
El dildo caído entre ellos brillaba obscenamente cuando Pablo se unió al montón. No hubo palabras, solo manos hambrientas y bocas pegajosas. María pronto tuvo a ambos chicos debajo de ella, alternando entre darles órdenes y gemir como una loca. Tomás sintió los dedos de su primo explorando su ano aún dolorido, pero esta vez no protestó. Era parte del ritual ahora, parte del *clach clach clach* constante que resonaba en sus oídos incluso cuando el juguete ya no estaba en uso. María, en un movimiento que hizo gritar a ambos, se sentó sobre el dildo abandonado mientras chupaba a Pablo y masturbaba a Tomás al mismo tiempo. El granero entero parecía vibrar con el sonido de piel contra piel, saliva contra semen, y ese maldito ruido de goma entra y sale que nunca paraba. Tomás cerró los ojos, sintiendo cómo el mundo se reducía a sensaciones brutales: los dientes de María en su pene, las uñas de Pablo en sus pezones, y ese olor penetrante a sexo y menta que lo marcaba para siempre.
La luna se había movido cuando María finalmente los dejó caer, exhaustos y cubiertos de fluidos. Ella misma estaba hecha un desastre, con el pelo enmarañado y los muslos temblando. Pero su sonrisa era de triunfo. «Ahora saben,» dijo simplemente, limpiándose el muslo con un trozo de heno. Pablo, siempre el más osado, la miró con ojos de adoración y terror. «¿Y mañana?» María rio, un sonido rasgado y cansado. «Mañana les enseño lo que es un látigo.» Tomás sintió que su pene, agotado como estaba, daba un salto involuntario. El *clach clach clach* aún resonaba en sus huesos, como una promesa o una amenaza. Fuera, el gallo del rancho empezó a cacarear. El primero de muchos gritos que vendrían.
El regreso a la casa fue una serie de sombras silenciosas. María los guió por el camino trasero, donde los arbustos ocultaban sus cuerpos aún pegajosos. Tomás podía oler a Pablo, una mezcla de sudor y semen seco que se adhería a su camiseta. María llevaba el dildo en el bolsillo del delantal; cada paso producía un suave chasquido húmedo que los hacía sonrojarse. La puerta de la cocina crujió al abrirse, pero dentro, solo los ronquidos de la abuela llenaban el aire. Pablo se deslizó hacia el sofá del porche, pero María agarró a Tomás de la muñeca. «Tú conmigo,» susurró, y el corazón del niño se aceleró al comprender que la noche no había terminado. Su cuerpo protestaba, pero algo más profundo anhelaba continuar.
El dormitorio de María olía a perfume barato y sexo rancio. La cama, aún deshecha de la siesta de la tarde, mostracha las sábanas arrugadas donde había imaginado a sus sobrinos antes de que todo sucediera. Tomás temblaba al cruzar el umbral, sintiendo cómo el pegote seco de semen en sus pantalones cortos se resquebrajaba con cada paso. María cerró la puerta sin hacer ruido y se desabotonó el delantal, dejando caer el dildo usado sobre la alfombra con un plop malsano.
«Quítate eso,» ordenó, señalando la ropa de Tomás mientras ella misma se sacudía las bragas empapadas por los muslos. El niño obedeció con dedos torpes, revelando su pequeño pene flácido y enrojecido por el uso. María lo examinó como un carnicero revisa un filete, pasando un dedo por el glande sensible que hizo a Tomás contener un quejido. «Duele, ¿verdad?» murmuró, pero en lugar de compasión, había orgullo en su voz. Se inclinó y sopló sobre la piel irritada, haciendo que el niño se estremeciera.
Fuera, un ruido de pasos hizo que ambos contuvieran el aliento. Pablo, pensó Tomás. Seguro había seguido el rastro de líquidos secos que dejaban como migajas. María sonrió al ver la expresión de su sobrino y, con movimientos calculados, abrió las piernas sobre la cama, exhibiendo su sexo hinchado y brillante. «Si viene,» susurró mientras se untaba dos dedos en los labios carnosos, «le muestras cómo se lame de verdad.» Tomás tragó saliva al ver el brillo de sus fluidos entre los dedos de su tía. El olor era abrumador: a mar, a cobre, a algo profundamente adulto que lo mareó.
El picaporte se movió. María no dejó de frotarse, incluso cuando la puerta se abrió lo suficiente para revelar a Pablo, despeinado y con los ojos brillantes de excitación. «No podían esperarme,» dijo, pero era una queja vacía. Tomás vio cómo la mirada de su primo se clavaba en los dedos que entraban y salían del sexo de María, y supo, con una certeza que lo aterró, que ésta sería una de muchas noches prohibidas. María arqueó una ceja. «¿Vas a mirar o vas a participar?» Pablo no necesitó más invitación.
María alejó los dedos con un *pop* húmedo que hizo temblar a Tomás. «Dedos ya no bastan,» dijo, y extendió la mano frente a ellos, abriendo y cerrando los dedos hasta formar un puño compacto. El mensaje era claro. Pablo silbó entre los dientes. «No cabrá—» comenzó, pero María ya guiaba la mano de Tomás hacia su entrepierna, empujando sus nudillos contra la entrada dilatada que aún goteaba lubricante del juguete anterior. El calor era abrumador. Tomás sintió cómo los músculos internos de su tía se contraían alrededor de sus dedos, como si la misma carne lo jalara hacia adentro.
«Empuja,» ordenó María entre dientes apretados. Tomás obedeció, sintiendo cómo sus nudillos desaparecían lentamente en ese hoyo pulsátil, cómo los labios vaginales se estiraban hasta lo inimaginable para acomodar su puño adolescente. Pablo, al otro lado, jadeaba como si fuera él quien estuviera siendo penetrado. María gimió, arqueándose hacia atrás mientras Tomás enterraba más de su brazo dentro de ella. «Dios, así,» jadeó, y Tomás nunca había visto nada tan obsceno como el bulto que su puño formaba en el vientre bajo de su tía. Pablo, movido por un impulso, lamió ese abultamiento mientras Tomás movía el brazo dentro de María, sintiendo cada pliegue, cada contracción que lo apretaba como un guante de carne viva.
El sonido era grotesco: un *squelch* húmedo cada vez que Tomás retiraba el puño casi por completo para volver a hundirlo. María se masturbaba frenéticamente mientras los dos chicos trabajaban, Pablo lamiendo donde podía y Tomás bombéandole las entrañas como una máquina. «Más fuerte,» exigió María, y Tomás, sudando, aceleró el ritmo hasta que los músculos de su brazo ardían. Pablo, incapaz de resistirse, se desabrochó los pantalones y comenzó a frotarse contra el muslo de Tomás, sus fluidos mezclándose con el sudor y los restos del juego anterior. El aire era espeso, irrespirable, saturado de sexo crudo. María gritó cuando vino, las paredes vaginales aplastando el puño de Tomás como una boa constrictora. El chorro de líquido que salió empapó la cama y a medio Pablo, quien cayó sobre ellos en un éxtasis descontrolado. Tomás, atrapado en el centro de la tormenta, supo que había cruzado una línea de la que no habría regreso. Y cuando María, aún jadeando, murmuró «La próxima vez, los dos adentro,» supo también que esta era solo la primera de muchas transgresiones.
El clic del interruptor los petrificó. La luz cegadora reveló la figura esquelética de la abuela en el marco de la puerta, su bata de dormir amarillenta colgando como un estandarte de la decencia. Sus ojos hundidos, lejos de mostrar horror, brillaban con un reconocimiento malsano. «Se nota que les heredé nuestra obsesión enferma por el sexo,» dijo, y el tono era casi orgulloso. Tomás intentó retirar el brazo, pero María lo detuvo con un apretón de muslos que hizo que el puño, aún dentro de ella, se moviera involuntariamente. La abuela miró el movimiento con interés clínico. «Pero hagan menos ruido,» continuó, como si estuviera regañándolos por jugar a las cartas tarde en la noche. «Algunos queremos dormir.» Dio media vuelta y salió, dejando la puerta abierta de par en par. El aire frío de la casa chocó con sus cuerpos sudorosos.
Pablo fue el primero en reaccionar, echándose a reír con un sonido que rayaba en la histeria. María se unió, sacudiéndose mientras los fluidos goteaban del borde de la cama. Tomás, aún en shock, solo podía mirar su brazo, brillante y viscoso hasta el codo. «Abuela sabe,» murmuró Pablo, y había admiración en su voz. María se incorporó con esfuerzo, haciendo que Tomás finalmente pudiera retirar el puño con un sonido que les erizó la piel a los tres. «Claro que sabe,» dijo María, limpiándose con una sábana manchada. «A ella le enseñó *su* abuela.» La revelación cayó como una bomba. Tomás imaginó una cadena de cuerpos en la oscuridad, generación tras generación, y sintió que algo dentro de él se rompía para siempre. María, como si leyera sus pensamientos, le acarició la mejilla con dedos pegajosos. «Bienvenido a la familia, niño.»
Pablo ya estaba erecto de nuevo.


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