TÍO JERRY 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por gymphantom.
Después de una larga espera sentados en las escaleras, por fin llegó el casero. Estacionó su bien cuidado auto frente a la que sería nuestra nueva casa. Un barrio muy tranquilo de clase media, con amplios y verdes jardines que sugerían privacidad para cada vecino. Mi padre, Daniel, sentado a mi lado, alzó la vista al ruido del motor. Exhaló ruidosamente y se levantó para encontrarse con nuestro casero. Su figura alta y bien cuidada se dirigió hasta la banqueta y con un apretón de manos saludó al hombre recién llegado. Siempre vestido con caquis, camisa azul clara de manga corta y zapatos cafés. Ese era mi papá. Era interesante el contraste entre su ropa clásica y aburrida, sus lentes de ligera armazón y su cuerpo atlético y sus facciones masculinas y cara de adolescente que lo hacían muy guapo. Intelectual. Siempre lo recuerdo a esa edad como un Clark Kent. Cosas de niños, cosas de cuando idealizas a tus padres. – Una disculpa, Sr. Tamez, el tráfico, ya sabe…a esta hora todo el mundo sale a comer. – Me imagino – contestaba mi padre, ya con la frente aperlada por el calor veraniego – llegamos como dos horas antes y no tenemos cómo entrar – su tono denotaba ya cierto cansancio y agobio por la espera, el calor y el hambre. El casero, un hombre alto de barba, de espalda ancha, con un poco de panza y piernas prominentes, de unos 45 años, pasó a mi lado. A mi corta edad me atraía ver a un varón bien formado. – Hola, pequeño – la ligera brisa que corría hizo llegar hasta mi nariz el masculino perfume de su desodorante mezclado con un sudor limpio y agradable. Muy rico. Yo lo veía mientras metía la llave en el cerrojo. Me guiñó un ojo juguetón y me sostuvo la mirada un par de segundos. Tímidamente sonreí mientras mi carita se tornaba roja. Moví mi mirada hacia su antebrazo velludo, con muchas venas y muy ancho, donde lucía un tatuaje enorme a colores de un dragón. Luego bajé la vista al suelo y me levanté por fin de las escaleras. Siempre fui un niño amanerado, fino en mis movimientos. Siempre fui muy dócil, muy risueño, pícaro e inocente. Tras un rápido reconocimiento del interior, el casero se despidió. – Cualquier cosa estoy a 5 minutos a pie, ya sabe dónde vivo o bien, llámeme. Si la casa necesita cualquier cosa por aquí andamos. – Dejando la llave en manos de mi padre, y despidiéndose de ambos, salió y nos dejó solos. – Jul, nene, si quieres descansar ve arriba, ven peque, te muestro tu cuarto. – Mi papá me alzó de una y me cargó como la novia es cargada por su prometido. Alcancé a reír y entrelacé mis manitas atrás de su cuello. Mientras me hablaba le veía de reojo su pectoral superior bien marcado y unos centímetros justo abajo, algunos lindos vellos de su pecho. También de ahí estaba sudado, pero olía rico. Subíamos las escaleras lentamente mientras me decía que ese sería nuestro nuevo hogar, que mientras yo dormía una siesta el bajaría las cosas del auto y cenaríamos más tarde. Yo asentía como niño muy bien portado. Me sentía protegido con papi a mi lado. ¿No se los he descrito aún? Mi papá en ese entonces tenía unos 30 años. De 1,78 y tez blanca, iba rasurado cada día, aunque su pecho semivelludo siempre estuvo adornado de una hermosa colchita de vellitos finos color castaño oscuro. A esa edad, con un divorcio recién experimentado y un pequeño hijo de casi 6 añitos uno pensaría que había dejado de lado cualquier cuidado personal. Todo lo contrario. Si bien no era un asiduo a la metrosexualidad, se las arreglaba para mantener su cara muy bien cuidada y gracias a su genética, siempre fue fuerte, atlético, y lucía ejercitado, aunque últimamente dejaba asomar una pancita curiosa que para nada hacía que perdiera su encanto. Su trabajo lo hacía vestir de la manera más sosa: caquis ajustados tipo Dockers y alguna camisa clara de manga corta o camiseta, casi siempre azul. De sus zapatos color café era inseparable. El look lo completaba un peinado impecable y unas gafas. Había sufrido bastante últimamente. Mi madre (esa maldita que le robó todos sus ahorros y terminó yéndose con un viejo de por más feo) recién le había dado el divorcio. Lucía tranquilo, pero deprimido, serio, a veces ausente. Muchas veces lo descubrí con los ojos rojos, como si hubiera estado llorando por mucho rato. Cuando por fin fue libre de la malvada de mi madre, decidió llevarme con él. Olvidamos todo: amigos en común con mi madre, a la familia de mi madre por haber solapado sus tonterías y claro, también decidimos olvidarla poco a poco a ella. Así que su vida se resumía a trabajar muy duro como profesor de matemáticas en una escuela primaria pública, ir al súper por comida y atenderme siempre que podía. Nunca me abandonó. Aunque llegara acabado por su trabajo, siempre tenía un tiempito para mí. Yo, a mi corta edad, podía arreglármelas muy bien. No necesitaba más que a papito aunque a veces me sintiera muy solo. Aún así, sabía que al final de la media tarde siempre lo vería. Mi vida era ser dejado en la guardería más cercana a su escuela, pasar ahí el día hasta las 4 de la tarde y luego ser recogido por papá. Ya en casa, encerrado en mi cuarto o en la sala de estar, mis amigos inseparables eran las caricaturas, mis juguetes y las muñecas. Desde bebé me llamaron la atención desde las Barbies hasta los muñecos Nenuco. Mis padres por una u otra razón, o nunca se dieron cuenta de mis peculiares gustos al jugar, o pensaron que no era de alarmarse. A excepción de esto, todos le decían a mi papá que yo era una copia de él: tez blanca, pelito color castaño, y por mi edad piernudito y con algo de pancita. Esa fue mi vida hasta ese entonces, cuando comenzó lo verdaderamente interesante. ¡PAPI, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?! Habían pasado ya algunas semanas desde nuestra mudanza. El calor del verano azotaba con más rigor. Papá y yo, seguíamos con nuestra vida y nuestra rutina. Durante los fines de semana terminamos cambiando caquis, camisas y jeans por bermudas ligeras y camisetas frescas. A pesar de la temperatura, papá era algo recatado. Incluso con calor, era raro llegar a verlo sin camiseta y con el torso expuesto. Tal vez por no darle una imagen equivocada o irrespetuosa a su pequeño yo. Pero mientras pasaban los días y el calor aumentaba, se fue haciendo costumbre bajar a desayunar los sábados y domingos sólo en bóxers o pantalón de pijama y yo en truzita de Bob Esponja o mis favoritos, los Transformers. A 27 grados centígrados a las 10 de la mañana, lo único que se antoja es bajar, sacar la leche fría del refri y comer un buen plato de cereal. A esa edad, mi único contacto con la sexualidad o con la piel de otro hombre, a lo más era ver desnudo a mi papá del ombligo hacia arriba, cuando le llevaba una toalla a la ducha, ver alguna pareja de adolescentes besándose en el parque frente a nuestra casa o ver algún torso descubierto en esos infomerciales de deportes en la televisión. Eso y una escena de cama fugaz en una de las telenovelas de la tarde, mientras cambiaba de canal para ver Nickelodeon. Por las noches, aunque la casa de 2 recámaras nos permitiera tener a cada uno nuestro espacio, yo prefería cruzar ese pasillo de madera que crujía cada ciertos pasos y acurrucarme junto a papá. Esas noches quedarían grabadas en mi mente a la perfección. Después de tantos años aún recuerdo abrir la puerta de su recámara, escuchar su respiración profunda de varón, treparme a su cama sin hacer ruido, alzar uno de los grandes y fuertes brazos de papá y meterme en ese hueco, dejando caer luego el brazo sobre mi cuerpo. Entonces, sintiéndome en su cama, me abrazaba y se perdía poco a poco en su cansancio otra vez. Luego de eso, su cálido y fresco aliento rebotaba en mi nuca y cabecita toda la noche. Me agradaba el calor y el perfume natural de su cuerpo y especialmente de su pectoral de piel suave, duro y peludote, así que me acomodaba y acercaba lo más posible nuevamente hasta quedar bien unidos. Era el lugar más bello del mundo a mi edad. Por la mañana, era común que entre tanto movimiento, yo amaneciera arriba de mi padre acurrucado y recostado en su torso, casi siempre babeado involuntariamente por su retoño. A él no parecía importarle. Era su hijo y, ¿cómo me reprendería por un poco de babita de nene? No era a propósito. Día con día todo se repetía: levantarse, vestirse, papá dejándome en la guardería y yendo a trabajar, yo jugando y aprendiendo de mis tontas e inexpertas maestras, papá recogiéndome en la tarde, tele o muñecas, cena, ducha y a la cama. La diferencia es que papito se veía cada vez más tranquilo, me ponía atención, y sus ojos dejaron de estar rojos. Poco a poco íbamos acomodándonos a nuestro nuevo entorno. El ejercicio se había convertido en una parte más esencial de su día a día y su autoestima también fue mejorando. De pronto llegaba a admirarme lo bien que lucía con esas camisas a cuadros de manga corta, ceñidas y con un par de botones superiores al aire, dejando ver su piel tan clara y brillosa y esos vellos que algunas noches me servían de almohada. Sus brazos estaban más hinchados, con más venas y tersos. Eso sí, no olvidemos aún el ñoño peinado y las gafas. Yo lo lucía orgulloso por el parque, en el súper, en el cine, en la guardería. – ¡Cárgame papi! – Y ahí estaba ese joven semental de mi padre para complacer a su pequeño y orgulloso hijo, deseoso de ser un héroe para su nene Una noche en la que el calor era especialmente húmedo y denso, comencé a dar vueltas en mi cama. Mi papi me había acostado unas tres horas antes, pero yo llevaba ya varios minutos que había despertado abochornado y con la frente mojada. Una, dos, tres vueltas…y otra más…y luego otra más. Me senté en el borde de la cama entre somnoliento y aturdido. Mi cabellito también estaba un poco mojado por el sudor. En los segundos siguientes, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y un halo de luz muy tenue de debajo de la puerta me llamó la atención. Volteé a ver el reloj de pared de gato negro, de esos que tienen la cola de péndulo de luz verde. El palito grande y el chiquito se juntaban apuntando hacia el techo. Eran exactamente las 12. Mojé mis labios con un poco de saliva y bajé de la cama. Tenía sed. Iría a ver a papá para que me diera agua de la cocina. Con la débil luz que emanaba del reloj, palpé con la mano mis pantuflas de tigre, me las puse y caminé lentamente hacia la puerta. Al abrirla, caí en la cuenta de que papito no había apagado la luz del pasillo aún. Debía estar despierto. Me moví silencioso hasta el fondo del pasillo y casi para llegar a la puerta de su recámara, aminoré la velocidad de mis pasos por instinto, pues comencé a escuchar de dentro del cuarto ligeros gemidos, como lamentos o quejidos. Pero yo tenía sed. Al empujar la puerta semiabierta, me quedé pasmado contemplando hacia la cama… -¡Papi, ¿qué estás haciendo?! – ¡Jul, nene…! – Entre sorprendido y asustado y su atlético cuerpo totalmente desnudo y brilloso bañado en sudor, encontré a mi papito con su pitote duro en una mano, mientras la otra frenaba las caricias que, tremendamente excitado, le propiciaba a su mojado pectoral. La fuerte escena de mi padre, y el penetrante y hechizante olor a sexo y a piel sudada que el cálido cuarto resguardaba, fueron el inicio de una travesía que si naciera de nuevo, gustoso repetiría una y otra vez. Su mirada se detuvo en mí, pero no el movimiento que su mano le hacía a su viril miembro. Y entonces, entré a su habitación… Continúa…
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