Trío en la piscina con nuestra adorable hija
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por LadyClarisa.
Un año transcurrió desde aquella sesión de masturbación con Laura, y durante todo ese tiempo, logré mantenerme cuerda, tratando de que la lujuria alimentada por amar el infantil cuerpo de mi hija no me invadiera las entrañas.
Nuestra relación se había vuelto algo lésbico, secreto y amoral; algo que no merecia ser confesado a nadie, pues se trataba de un abismo sin fondo del cual ni ella ni yo queríamos salir.
La intimidad entre nosotras se materializó en una extraña evolución mental de Laura.
Era como si la inocencia de mi nena hubiese sido puesta en tela de juicio y después, enviada a ejecutar por el verdugo del placer abstracto.
Así pues, ahora mi hija miraba la vida de una forma distinta.
Desarrolló una madurez impropia para alguien de su edad.
La perversión de mis actos, poseyéndola cada dos o tres noches, logró cambiar su mirada y la ternura que la caracterizaban antes.
—Quiero meterme algo —dijo cuando le bajé los diminutos boxers de encaje que le había comprado la semana pasada.
Separé sus piernas y admiré su vulva enrojecida.
—¿Qué cosas? —le pregunté.
Tenía en mis manos un poco de crema para pasteles, y coloqué una traza sobre su diminuto clítoris.
También separé sus labios y exprimí un poco de aquella espuma dulce dentro de su vagina.
Mordí la parte interna de sus piernas y acaricié su vientre, bajando hasta el monte de venus.
—Una polla.
Arqueé una ceja mientras empezaba a lamer el sexo de la niña.
Esta era la segunda vez que Laura me pedía algo así.
Seis meses atrás, la pequeña mano de mi hija se introdujo por completo en mi vagina, haciendo que ella se sintiera fascinada por la penetración, y había intentado hacer lo mismo con su cuerpo.
No obstante, la presión sobre su himen le producía un dolor que no estaba dispuesta a correr por su cuenta.
Necesitábamos un hombre si quería que Laura se conviertiera en una mujercita hecha y derecha.
Y el único hombre disponible era mi esposo, Felipe.
Se trataba de un individuo de mentalidad abierta.
Adoraba el sexo conmigo, pero también tenía gustos en cuanto a cosas fuera de nuestra intimidad se trataba.
Cuando Laura tenía seis años, yo lo había masturbado en la ducha, y mi niña, inocente, no le había prestado atención a la cantidad de esperma brotando de aquel maravilloso órgano.
A Felipe le gustaba exhibirse, y no era raro que se la pasara medio desnudo por la casa.
La idea de que él fuera quien desvirgara a Laura me llenó de algo parecido al miedo, pero que tampoco era tan complejo como para dar la vuelta y renunciar a todo lo que había pasado en el último año.
Además, yo me moría de ganas por adentrarme en el cuerpo de mi hija.
Necesitaba sentir su calor y la humedad provocada por sus ternísimos tejidos.
Dentro de unos años, comenzaría la adolescencia y entonces perdería esa gracia infantil de la cual yo estaba tan enamorada.
Así pues, abordar el tema con Felipe no fue fácil.
Decidí hacerlo mientras nos relajábamos en la piscina de una vieja finca que teníamos en un pueblito alejado de la ciudad.
Los altos muros de concreto de cuatro metros de alto nos daban una privacidad envidiable, perfecta para que tomáramos el sol mientras Laura se bañaba con un infantil bikini.
—¿Crees que Laura está desarrollándose correctamente? —le pregunté a Felipe.
Él tenía la vista puesta en un libro erótico, pero mis palabras le hicieron mirar a su hija.
Desde allí, la transparencia de la tela revelaba unos pechos aun sin levantar, y un sexo limpio y puro todavía.
Las piernas mojadas estaban relucientes y ella las tenía fuertemente cruzadas.
Estaba jugando con una consola de vídeo que le había regalado luego de que ella comenzara a sentirse culpable por hacer el amor conmigo.
—Creo que está creciendo bien.
Ya tiene más carne en el cuerpo.
—Las niñas desarrollan más rápido.
No me impresionaría si quisiera tirarse al novio a los doce años.
—Estará bien, mujer.
Acaricié la entrepierna de mi marido, y él me lanzó una mirada interrogadora.
Decidí ignorarla.
—Anda, pero si mira cómo se te ha puesto sólo de verle el culo a tu hija.
—¿Te sientes bien? —rio él.
—Claro que me siento bien.
Vamos a nadar con ella.
Estuvimos en el agua durante un rato.
El cuerpecito de Laura se frotó accidentalemnte con el de mi marido en varias ocasiones, y en la mayoría de ellas, era yo quien lo provocaba.
No tardé en darme cuenta de que Felipe comenzaba a seguirme el juego, quizá dándose cuenta de que Laura también era una mujer en miniatura, pero con una ingenua perversión asomándose por sus ojos negros.
Eso ayudó.
—Se te quedarán las líneas de bikini —le dije a mi nena antes de desabrocharle el listón del brasier y lanzar su prenda al agua.
Sus pechos ya comenzaban a adquirir una forma curvada y deliciosa.
Los míos, por el contrario, eran más firmes y torneados.
—Qué crecida ya estás —mencionó Felipe, sin poder evitarlo.
Laura se echó para atrás, haciendo que sus senos adquirieran un ángulo sugerente y revelador.
Cuántas veces me había metido esos diminutos pezones a la boca.
—¿Qué hay de los míos? —le pregunté, amazándome las tetas.
La pequeña nadó hacia mí, acariciando mis pechos y tanteándolos con los dedos.
Felipe no dejó de mirarnos.
Noté el fuego encendiéndose detrás de sus pupilas cafés.
—Joder, me van a poner loco ustedes dos.
Reí y abracé a Laura, asegurándome de que mis manos le cubrieran los pequeños pechos.
—¿Qué haces mirándole los senos a tu nena?
—No lo estaba haciendo —rio él.
Le guiñé un ojo, y como si una conexión empática y corrupta hiciera contacto con mi esposo, él nadó hasta nosotras.
Yo estaba de espaldas a Laura, presionando las puntas de sus pechos.
No pude ver la cara de mi hija mientras su padre, desnudo de la cintura para arriba, se ponía frente a ella para cubrirla como si ella fuera el relleno de un emparedado.
Advertí sus pectorales presionando los infantiles encantos de nuestra hija.
Él y yo nos mantuvimos en silencio, guiándonos con los ojos, haciendo promesas de infinita perversión y deseo incestuoso.
En poco segundos le hice saber cuáles eran mis intenciones, y él pareció acceder a ellas.
—Creo que todos… nadaríamos mejor si nos quitáramos la ropa —dijo él.
Laura asintió, pues previamente le había dicho que trataría de que su padre estuviera con ella como su primer hombre.
Mi esposo no lo sabía, pero estaba siendo víctima de dos inteligencias perversas.
Así pues, nos desnudamos dentro del agua.
Laura tiró su bikini y mi marido sus bóxeres.
Arrojé mi tanga para que flotara sobre el agua.
Estábamos al natural, y era tan mágico saber que ya nada se interponía entre nuestros cuerpos.
Laura nadó hasta su papá.
Lo abrazó con una timidez propia de una niña que no sabe cómo proceder ante una nueva realidad.
Yo sonreí lo más maternal que pude, indicándole a mi marido que aprobaba y quería que la situación siguiera su curso natural.
Él cerró los ojos, conmovido por lo que el cariz de la situación sugería.
Abrazó a Laura con fuerza y la sacó del agua.
Subió por las escaleras con ella todavía pegada a su cuerpo varonil.
Sus manos la sujetaban de las nalgas mientras los muslos de la nena estaban enredados alrededor de su cintura.
Salí por el otro lado de la piscina y tendí una toalla sobre el césped.
Felipe recostó a la menor con suma delicadeza, y mi hija agradeció abriendo las piernas para él.
En ese momento, mi marido se quedó paralizado.
Su pene, levantándose, demostró ir en contra de los pensamientos morales que, de la nada, buscaron un sitio dentro de la depravada mente de Felipe.
—¿Qué pasa? —pregunté, arrodillándome junto a Laura y descubriéndole la frente.
—No… no sé qué hacer.
¿Qué está pasando, Michelle?
—Lo mismo que estás pensando.
Felipe, es tiempo de que… hagamos esto.
—No —bufó mi marido, alejándose de nosotras.
Laura me miró, sorprendida por la reacción de su papá—.
Esto… dejará traumatizada a Laura.
—No sucederá así —le dije—.
Mírame, Felipe.
Él lo hizo, y cuando capté su atención, le ofrecí mis senos a mi nena.
Su lengua se apoderó de mis puntitas y succionó su interior como si quisiera extraer leche de ellos.
Mi esposo observó la escena con un iracundo miedo en sus entrañas.
Paseó su mirada por mi rostro y luego hasta llegar a la raje de nuestra bebé, que se estaba abriendo y cerrando a medida que ella jugaba con sus piernas.
—Es… hermosa —dijo él, y Laura le miró.
—Papá —susurró mi hija, y esa simple palabra quebró la cordura de mi marido.
Dejó, pues, que su cuerpo le guiara.
Volvió con nosotras, tímido como un estudiante a punto de perder la virginidad.
Se sentó justo entre las piernas de Laura, y ella aprovechó para levantarlas y poner sus tobillos sobre sus hombros.
Felipe, sonriendo con ternura paternal, besó los pequeños deditos y provocó risas en su hija.
Ese mágico sonido, el de las risas de una niña, lograron que él avanzara más.
De los dedos, besó el empeine, y siguió por las piernas hasta que al fin, llegó al sexo que se le ofrecía.
Cerró los ojos y posó su boca sobre la hendidura de la nena.
Laura rio cuando la barba recortada de su papá le pinchó los labios.
Yo me alejé, dejando que ellos interactuaran a solas.
La menor le acarició el cabello a su padre.
Sus ojos cerrados daban cuenta del placer que su clítoris recibía gracias a la lengua mojada que estaba explorando su interior.
Tenía las piernas muy separadas.
Mi esposo, al fin entregado a los corrompidos deseos que nosotras habíamos implantado en él, practicó sexo oral a Laura durante largos minutos.
Se separó cuando la excitación le produjo nuevos deseos.
Una urgencia masculina natural.
Respiraba trabajosamente, como si su ser librara una batalla interna contra su propia mente.
Se acostó en el mismo lugar de Laura, y mi niña, apurada, se arrodilló junto a su papá.
Sus manos recorrieron el amplio pecho, acariciándolo y dándole besos en los pezones.
Él rio y una de sus manos escapó para frotar la espalda bronceada de la nena.
—El pene, amor —sonreí, señalando la polla en erección.
Laura descendió con besos ingenuos por todo el vientre de mi marido.
Bajó en dirección al miembro que apuntaba hacia el cielo, como una protesta contra las leyes sagradas que protegían a los niños y prohibían que se practicara el sexo prematuro con ellos.
Esa era una barrera que yo me había encargado de limpiar.
Esta vez, Laura era la protagonista y yo una mera observadora.
Once años de edad bastaron para que la pequeña se convirtiera en una mamadora eficaz.
Encerró el pene con ambas manos y bebió de su glande, pegándose a él como una sanguijuela que busca extraer el néctar sagrado.
Felipe se contrajo de placer y morbo.
Su vientre subió y bajó mientras trataba de moverse para que Laura no lo poseyera.
No obstante, sus intentos fueron en vano, pues las delicadas manitas sostenían su verga de una forma firme y precisa.
La lengua bañó con saliva la cabeza y descendió hasta los testículos.
Me aproximé para ver mejor lo que sucedía.
Una mano de mi marido se alargó para acariciarme la nalga.
La otra estaba ocupada sobándole la cabeza a Laura.
Los dientes de la niña mordieron la suave piel del saco que mantenía los calientes huevos de su papá.
Succionó uno y lo impregnó de saliva tibia.
Luego, restregó la superficie cubierta de venas por toda su cara angelical.
—Creo que ya es hora de que empiece la verdadera fiesta.
Me fui a por el lubricante.
Quizá me tardé un poco buscándolo, porque cuando regresé, ellos habían cambiado de posición.
Laura se colocó como una gacela a cuatro patas.
Los músculos de sus brazos y sus piernas estaban tensos y su espalda se arqueaba hacia abajo con la misma flexibilidad que una construcción antigua.
Los ángulos de sus curvas y de sus nalgas ofrecían a mi marido una asombrosa visión de los placeres infantiles.
Entonces, Felipe descendió con besos por toda la espalda de la niña.
Yo, aproximándome con cautela, temiendo no romper ese amorío entre padre e hija, empecé a besar las nalgas de Laura.
Felipe se hizo con la otra, y entre los dos llenamos de mordidas el trasero de nuestra pequeña hija.
Lo hicimos de forma pausada, mirando el palpitante sexo de once años esperando por nosotros.
Era un manjar del que aún no queríamos probar.
El postre prohibido, aunque antes teníamos que satisfacernos entre los tres.
De repente, una mano de Laura bajó por su vientre y abrió su vulva para nosotros.
El amor que sentíamos por la nena se multiplicó al contemplar la perfección de su anatomía.
Las carnes rosadas y jugosas, la ternísima piel que rodeaba aquel clítoris inexperto en muchas cosas todavía.
Era una sensación magnífica a la vista, pero una ofensa a las leyes morales.
Leyes de las cuales nos estábamos burlando.
Miré a mi esposo.
Laura estaba lista para recibirlo.
No obstante, primero nos dedicamos él y yo a lamer a la niña que entre los dos habíamos traído al mundo.
Laura gimió, y los gemidos en una garganta de once años, suenan al canto de los ángeles en un coro efímero y melifluo.
Yo penetré su delicado ano con un dedo mojado de saliva.
Mi esposo se enfrascó con la vagina, mordiendo los pliegues y estirándolos con sus dientes blancos.
El cuerpo de la pequeña se convulsionó al recibir su primer orgasmo.
Perdió la fuerza en los brazos y cayó rendida.
Ni siquiera así nosotros la dejamos en paz.
Seguimos lamiendo toda su entrepierna.
La saliva mezclada de nosotros, su familia, resbaló como hilos de plata por el diminuto orificio de su sexo y su recto.
Continuamos por su espalda, acariciando y masajeando aquella piel tan delicada como el tejido de una araña invernal.
Después de recuperarse, Laura se volvió a poner en cuatro patas.
Rocié una gran cantidad de lubricante sobre su sexo.
Felipe, acercándose con cuidado, empezó a adentrarse en ella.
Irrumpió con fuerza, sin tapujos ni aviso.
El himen estalló.
Laura gritó de emoción, placer y dolor cuando su sexo se dilató para dar cabida a la polla de papá.
Me fui hacia adelante para besarle los labios y limpiarle las lágrimas que corrían por sus mejillas ruborizadas.
La expresión de dolor se conservó en su cara igual que una fea mancha criminal, y por un breve instante, me arrepentí de haberla orillado a esto.
Esa duda desapareció cuando ella, abriendo los ojos azules, sonrió y se paseó la lengua por los labios.
Fue esplendoroso verla así, gemir con esa fuerza, estremecerse con cada violenta embestida.
Mi esposo no tenía consideraciones en que Laura todavía tenía once años.
Aferrado a sus nalgas, penetraba el diminuto sexo como si fuera el mío.
Tragué saliva al verlo darle nalgas fuertes y enrojecerle la piel con sus palmas.
Le miré y en ese momento me sentí muy atraída hacia él.
Un adulto fuerte y atractivo, fibroso y viril, haciendo suya a una menor y brindándole sin discriminación el mismo placer que le brindaría a cualquier otra chica.
A continuación, recostó a Laura sobre la toalla.
Le puso los tobillos sobre los hombros y se inclinó completamente sobre ella.
El pene se el hundió en las mojadas cavidades de nuestra princesa.
Desde atrás, la imagen del coñito siendo penetrado, expulsando jugos lubricantes, era simplemente encantadora.
Los alrededores de la raja se habían enrojecido por la irritación.
Los huevos, que colgaban felices de mi marido, chocaban contra el trasero de su hija mientras el vaivén se hacía más y más intenso y los gemidos de la niña llenaban el jardín con impuros deseos de más sexo.
Sus rodillas blancas tocaban sus pechos, y su cuello rezumaba sudor caliente.
La mandíbula caía libre, permitiendo que su voz infantil llegara a oídos nuestros.
Demasiada excitación para mi esposo, que recurrió a besarla.
Su lengua se mezcló con la de nuestra niña, opacando sus gemidos dulces.
Felipe se inclinó hacia el frente.
Tomó la parte interna de las rodillas de su hija y abrió sus piernas para ver cómo su pene se hundía por completo en la vagina mojada.
Incluso el vientre se le elevaba a Laura, producto de que su cuerpecito luchaba por dar cabida a semejante trozo de carne.
Felipe le acarició el estómago y después, de dos rápidas penetraciones, se detuvo y dejó que su semen invadiera a la nena.
Una vez libre, se acostó y rodó.
Necesitaba descansar.
Laura, por otro lado, siguió con las piernas abiertas exponiendo su sexo y lanzando esperma de su coño.
Su respiración era un frenético vaivén y estaba cubierta de sudor.
Me acerqué a ella para darle besos y limpiarle con una toalla.
Ella sonrió.
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