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Incestos en Familia, Sexo con Madur@s, Voyeur / Exhibicionismo

Una piedrita rosada, un culito sudoroso y un caracol que nunca existió

La niña de 6 años que aprendió que los deseos adultos necesitan coartadas…

La piedrita de cuarzo rosa —un trozo de montaña reducido a la medida de un amuleto infantil— había desaparecido. Para Lara, de seis años, esto equivalía a una verdadera catástrofe. Había llorado con ese llanto sincero que solo los niños pequeños pueden producir, donde cada lágrima parece contener toda la tristeza del mundo.

—La buscaremos —había dicho Miguel, desnudo como siempre en el Edén, sintiendo una genuina ternura paterna. —Pero tienes que ayudarme. Recuerda dónde jugabas.

El jardín de la casa de los Flores era un pequeño paraíso: arbustos de tomates cherry, hierbas aromáticas, un limonero y un espacio de césped donde Lara solía tender sus «hospitales para insectos». La tarde estaba en su punto más caluroso, haciendo que los cuerpos desnudos brillaban con una fina película de sudor.

Lara comenzó su búsqueda con la concentración feroz de un sabueso. Se arrodilló junto al rosal, metió la cabeza entre las ramas, su espalda curvada, las nalgas pálidas apuntando al cielo. Miguel la observó un momento, fascinado muy a su pesar por el inocente cuerpo de su pequeña hija. Luego se unió a la búsqueda.

—¿Aquí, papá? —preguntó ella, señalando debajo de un arbusto de lavanda.

Miguel se acercó. Para mirar donde ella señalaba, tuvo que agacharse también. Su cuerpo, más grande, más pesado, se colocó detrás del de ella. Fue entonces cuando la casualidad tomó el mando.

Al agacharse, su pene —flácido, cansado por el calor— se balanceó y rozó la espalda baja de Lara. Ella ni siquiera lo notó. Pero Miguel sí. Sintió el contacto y algo en su sangre respondió con un primer latido.

Ajustó su posición. No se apartó. En cambio, buscó inconscientemente (o quizás… conscientemente) un mejor ángulo. Cuando se arrodilló completamente, su pelvis quedó a apenas unos centímetros de las nalgas de Lara. Y su verga, ahora despertando lentamente, se encontró apuntando directamente al espacio entre ellas.

Lara, sin darse cuenta, se inclinó más. Apoyó las manos en la tierra, bajó los hombros, elevó ligeramente la cadera. Fue un movimiento necesario para poder ver más allá de las raíces. Pero el efecto fue devastador.

Su culito, ese agujerito precioso y rosadito, quedó perfectamente alineado con la pelvis de Miguel. A la altura exacta. A la distancia exacta.

Miguel contuvo la respiración. Su erección, que había comenzado como un simple murmullo sanguíneo, se hizo de repente urgente, demandante. Sintió cómo su pene se hinchaba, se alzaba, buscando el calor que intuía tan cerca. Y entonces, al ajustar él también su posición para «mirar mejor», sucedió.

El glande, ya húmedo con la primera secreción de anticipación, encontró no el aire caliente, sino la piel. La piel de Lara. Específicamente, el pliegue suave, cálido, ligeramente húmedo de sudor, de su pliegue anal.

No fue una penetración (Miguel nunca la penetraría). Ni siquiera una presión firme. Fue un encaje. Una coincidencia geométrica tan perfecta que pareció diseñada por algún dios perverso. El glande se atascó suavemente en ese repliegue, como una llave que encuentra por casualidad la cerradura para la que fue hecha.

Lara hizo un pequeño sonido. —Ay, papá!

—Es… mi rodilla —mintió Miguel, su voz extrañamente ronca. —Estoy incómodo.

Pero no se movió. No podía. El calor que emanaba de ese contacto era tan intenso, tan específico, que le paralizó la voluntad. Sintió cada detalle: la suavidad absoluta de la piel infantil, el calor húmedo del sudor y de algo más íntimo, la manera en que el pequeño anillo muscular parecía, solo por un instante, ajustarse alrededor de la punta de su pene.

No fue una contracción activa. Probablemente fue solo un espasmo involuntario de Lara al mantener la postura incómoda. Pero para Miguel, en ese momento, fue un apretón. Un reconocimiento. Un «hola» del cuerpo de su hija al suyo.

—Se siente raro —dijo Lara, había curiosidad en la niña. —Como… cosquillas dentro. ¿Es tu oruga, papá?

Miguel, atrapado entre el placer físico que se expandía como un incendio por su pelvis y el horror moral que gritaba en su mente, solo pudo asentir. —Sí, cielo. Es la oruga. Pero está… Solo está… buscando sombra.

Una mentirita piadosa. La oruga estaba palpitando contra ese pliegue prohibido, secretando un líquido que ahora lubricaba el contacto.

Lara, en vez de alejarse, se ajustó ligeramente. Quizás porque la sensación no era desagradable, para ella nunca lo es. Era, de hecho, interesante.

Y al ajustarse, el encaje se perfeccionó. La punta del pene de Miguel se hundió un milímetro más en el pliegue. Era una presión más íntima, más definida. Él sintió cómo todo su cuerpo respondía: un temblor en los muslos, un arqueo involuntario de la espalda, un deseo ciego y mudo de empujar, solo un poco, solo para sentir…

Pero no lo hizo. Se quedó quieto. Disfrutando la presión estática, el calor, la sensación de posesión suspendida. El sudor le corría por la espalda, goteaba desde su barbilla hacia la tierra. Su respiración se hizo entrecortada, pero trataba de controlarla, de que Lara no notara su agitación.

—¿La piedra estará aquí? —murmuró Lara, distraída ya del contacto, volviendo a su búsqueda. Movió las caderas ligeramente, casi imperceptiblemente.

Ese movimiento, pequeño e inocente, fue una tortura deliciosa para Miguel. Su glande, presionado contra el pliegue anal, recibió una fricción mínima. Una punteada accidental. Luego otra. Y otra. Cada pequeño ajuste de Lara, cada intento de mirar desde otro ángulo, producía un roce, una presión rítmica que empezó a tejer un patrón de placer en ambos.

Miguel cerró los ojos. Esto no era un juego planeado. No era un ritual del Edén. Era una casualidad. Un accidente entre los cuerpos. Y eso lo hacía, de alguna manera, más excitante. Porque no había intención, no había culpa de planificación. Solo cuerpos en el espacio, encontrándose.

—Creo que… —comenzó Lara, y su voz sonó distante, como si hablara desde un túnel—. Creo que la veo. ¡Allí! ¡Brilla!

Ella intentó alcanzar, estirando el brazo. El movimiento hizo que su espalda se arqueara más, que sus nalgas se elevaran, que el contacto se hiciera más profundo, más insistente.

Miguel sintió que el orgasmo se acercaba, una ola sorda que subía desde sus testículos. No, pensó. No aquí. No así. Pero su cuerpo no escuchaba. Su cuerpo solo registraba el calor, la presión, el roce, la humedad…

Fue entonces cuando una voz los interrumpió desde el otro lado del jardín.

—¿La encontraron ya?

Miguel abrió los ojos como si lo hubieran electrocutado. Leo estaba allí, a metros de ellos, también desnudo, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. No había llegado gritando; había aparecido en silencio, como un gato. Y había visto. ¿Había visto todo?

Miguel se separó bruscamente, su pene saliendo del pliegue cálido con un sonido húmedo apenas audible. La erección, ahora completamente expuesta, era imposible de esconder. Era gruesa, curvada hacia arriba, la punta brillante y roja, testimonio inequívoco de lo que había estado ocurriendo.

Leo no dijo nada al principio. Solo miró. Sus ojos viajaron de la erección de su padre al cuerpo de Lara, que ahora se enderezaba, triunfante, con la piedrita de cuarzo rosado en la mano.

—¡La encontré! —gritó Lara, su alegría era pura. Corrió hacia Leo, mostrándole su tesoro. —¡Estaba justo donde papá me ayudó a buscar!

Leo tomó la piedra, la examinó sin verla realmente. Sus ojos volvieron a Miguel, que intentaba cubrirse torpemente, ruborizado hasta las orejas.

—Parece que estaban buscando… con mucho entusiasmo —dijo Leo.

Lara, siguiendo la mirada de Leo, vio entonces la erección de su padre. Y luego, mirando a su hermano, vio que algo similar ocurría allí. La punta de la verga de su hermano ya se elevaba, curiosa y alerta.

—¡Oh! —exclamó Lara, sin un ápice de vergüenza—. A ti también se te puso duro, Leo. ¿Es por la búsqueda? A papá también.

Miguel quiso desaparecer. Quiso que la tierra se lo tragara. Pero en medio de la vergüenza, una parte de él —la parte edénica, la parte que había aprendido a convertir el pecado en placer— registró algo más: la excitación de Leo. La complicidad de Leo. Y supo que esto ya no era solo entre él y Lara. Ahora había un testigo. Y el testigo no juzgaba; entendía.

—El calor —murmuró Miguel, la excusa más pobre—. Y el esfuerzo de agacharse.

—Claro —asintió Leo con una sonrisa en sus labios—. El «esfuerzo de agacharse». Te creo, papá.

El aire del jardín pareció espesarse en ese instante, cargado de tres verdades distintas que chocaban sin tocarse: La verdad de Lara: pura, efervescente, sosteniendo su tesoro de cuarzo rosado al sol. La verdad de Miguel: culpable, ardiente, con su erección aún palpitando contra el vacío donde segundos antes había encajado perfectamente. La verdad de Leo: cómplice, alerta, con su propia excitación ya presente como un reflejo involuntario del espectáculo que no vio pero imagina.

El cosquilleo profundo latía justo en ese lugar donde la “oruga” de papá había encajado tan raro y tan rico. Lara con su piedrita en la mano y su agujerito hipersensible tenia frente a ella, tenía otra verga. Una más joven, más recta, que se erguía desde el vello más oscuro de Leo con una insistencia que parecía querer decir algo.

Miguel seguía arrodillado en la tierra, la respiración aún entrecortada, la oruga aún terriblemente erecta y brillante bajo el sol. El rubor de la vergüenza le quemaba las orejas, pero debajo de esa capa de culpa, más profundo, una comprensión sórdida empezaba a cristalizar. Había visto esa mirada en Lara antes. No era malicia. Era curiosidad aplicada. La misma con la que examinaba un hormiguero o desmontaba un juguete. Solo que ahora el juguete era una sensación en su propio cuerpo, y el mecanismo a examinar era el pene de su hermano.

—Leo —dijo Lara, y su voz sonó extrañamente pensativa, como si estuviera calculando—. Creo que… también perdí mi caracol blanco. El que brillaba. ¿Me ayudas a buscarlo?

Miguel contuvo el aliento. La excusa era transparente. El caracol blanco no existía, o si existía, no se había perdido hoy. Pero la lógica infantil era perfecta: si buscar algo con papá produjo esa sensación interesante, buscar algo con Leo podría producir… ¿una sensación nueva? ¿O la misma, pero mejor?

Leo no respondió de inmediato. Sus ojos, todavía fijos en la erección de su padre, se desviaron lentamente hacia Lara. Luego bajaron a su propio mástil, que palpitaba apuntando al cielo, como si supiera que era el centro de atención. El conflicto era visible en su rostro: los músculos de la mandíbula tensos, la mirada entre el deseo y una alarma sorda. Él sí entendía las implicaciones. Él sí veía el guion que Lara, sin saberlo, estaba empezando a escribir.

—¿El caracol blanco? —repitió Leo, ganando tiempo.

—Sí. Era brillante. Como la punta de tu cosa —dijo Lara, señalando la cabeza del glande de Leo, que asomaba húmeda—. Creo que se me cayó por ahí.

Señalando un lugar donde tendrían que agacharse, escarbar, acercarse.

Y en ese instante, Miguel sintió que el suelo bajo sus rodillas ya no era solo tierra caliente, sino el borde mismo del abismo que él había ayudado a cavar. No podía mirar más. No podía presenciar la repetición, ver a su hijo caer en la misma trampa de casualidad y deseo en la que él acababa de caer.

Con un esfuerzo que le hizo crujir las articulaciones, Miguel se puso de pie. Su erección se balanceó, grotesca y trágica, un monumento a su derrota.

—Tengo sed —dijo, y su voz sonó a arena—. Voy a tomar un vaso de agua.

Y eso fue todo. Solo una retirada. Una rendición disfrazada de necesidad fisiológica.

Lara apenas lo miró. Ya tenía la atención puesta en Leo, en la nueva variable de su experimento. Leo, en cambio, sí lo miró. Y en la mirada que cruzaron, padre e hijo, no hubo reproche, ni desafío. Hubo reconocimiento.

Miguel dio media vuelta y caminó hacia la casa.

9 Lecturas/19 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: anal, culo, hermano, hija, hijo, montaña, orgasmo, padre
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