Verito — Capítulo I
Una adolescente de campo trasplantada a la ciudad va dejando la inocencia encaminando sus pasos por la senda del sexo de la manera más inusual..
Capítulo I: El mendigo
Hace unos días que salí de vacaciones del cole y he aprovechado de levantarme tarde. Mis padrinos se van temprano al trabajo así es que estoy sola en casa. Vivo con ellos y los quiero como si fueran mis padres. Mi madre vive con mis hermanos en un pueblo y a mi padre no lo conocí. Me llamo Verónica y me dicen Vero, o sea, una típica y corriente colegiala de 14 años sin nada que hacer en estos días.
Me preparo el desayuno. Sólo unas tostadas y un jugo, quiero adelgazar. Sé que estoy un poquito pasada de peso. Culpa de mi padrino que insiste en que las niñitas bien alimentadas son más saludables.
Hay un chico que me gusta. Vive cerca de mi casa y me hace sentir cositas raras en la guatita cuando lo veo. Creo que yo también le gusto porque lo he notado observándome cuando salgo a comprar. Nunca he tenido novio, pero me gustaría mucho saber qué se siente teniendo uno. No sé cómo hacer para que me hable. Es tímido y como yo también soy tímida no se ve muy favorable el panorama.
No sé qué me pasa últimamente que ando rara. Me fijo mucho en los hombres y fantaseo con que me hacen cosas. De sólo pensar en esas cosas mi cara me empieza a arder, pero no lo puedo evitar. Y no es sólo con chicos de mi edad ¿eh?, también me fijo en el almacenero y los hombres que pasan por la calle; algunos bastante mayores. Es que me causa mucha curiosidad saber cómo son los hombres. En las noches, sola en mi cama, me imagino que estoy con un hombre y que me acaricia y me habla bajito, me dice cosas lindas y me acaricia la orejita como vi un día en una película. En esos momentos me dan ganas de llorar porque me dan ganas de que alguien me quiera y me proteja y… bueno, que me enseñe cosas.
Me sirvo más jugo de naranjas y me voy a la sala a ver televisión. No, mejor prendo la radio y escucho música, eso me gusta más que los programas de la mañana en la tele. Están tocando una canción romántica y me dejo llevar por la imaginación, allí sentada en el sofá. Cierro los ojos y de pronto el cantante se está dirigiendo a mí. Me dan ganas de llorar. No sé por qué estoy tan sentimental.
Hay cosas que me da vergüenza decir, pero siento que me atormentan más y más. A veces me imagino que el chico que me gusta golpea a mi puerta y viene a conversar conmigo y así, a solas, me da un beso. ¡Qué lindo sería!, mis padrinos llegan en la tarde y nadie nos interrumpiría. En fin, lo que me da vergüenza decir es que también me gustaría que me enseñara sobre el sexo. No, voy a ser más clara: me gustaría verlo desnudo; saber cómo es un hombre realmente al desnudo. Quisiera ver su pene y acariciarlo y que él me tocara mis pechos. A veces yo me toco mis pechos en las noches y me gusta sentir los pezones duros cuando los rodeo con mis dedos. ¿Cómo sería si lo hiciera un hombre?.
Me siento acalorada. Aún estoy con la bata de baño y nada debajo. Me gusta estar así. Me gusta andar sin calzones porque siento un airecito rico ahí abajo. En la escuela dicen que se llama vulva. Qué raro nombre. Me paro frente al espejo del recibidor y abro mi bata. Mis pechos se ven grandes. Al menos más grandes que los de mis amigas del cole. Debe ser porque soy gordita. Me gustaría ser flaca para gustarle a mi vecino. Rafael se llama. Su papá también es muy buenmozo. Un día me encontré con él en el almacén, con el papá, digo, y sin querer, juro que fue sin querer, se me fue la vista a su entrepierna y se le notaba un bulto por el costado. Sólo fue un segundo, pero se me pusieron los cachetes colorados de vergüenza. No sé si él se dio cuenta, pero de reojo veía que me miraba y más nerviosa me ponía.
Me toco un poquito ahí y siento que estoy algo húmeda. Cierro bien las cortinas, no vaya a ser cosa que me vean desde afuera, aunque nadie pasa cerca de la ventana nunca porque hay un jardincito al costado. Me siento en el sofá nuevamente y me toco. Qué rico se siente cuando una se toca su botoncito. Juego con él y más húmeda me pongo. Trato de meter un dedito, pero un poquito no más porque mi madrina dice que no hay que tocarse ahí. Me sigo tocando, acariciando la rajita mientras con la otra mano tomo uno de mis pezones y lo aprieto con fuerza. Cuando me siento así no me duele nada. No sé por qué será.
Fuerzo mi imaginación para dar paso a la imagen del Rafa que me cubre las tetas con sus manos retorciéndolas, acariciándolas. Su pecho fuerte está frente a mí. Lo acaricio. Sus brazos son fuertes y tiene un tatuaje en el hombro izquierdo. Quiero que me bese, y me besa. Imagino que toma mi mano y la pone en su entrepierna y siento su cosa dura a través del pantalón. ¡Oh!, ¡De pronto es a mi padrino a quien tengo tomado por su miembro!. ¡Qué rabia!, mi imaginación siempre me juega malas pasadas, pero sigo igual de acalorada. ¡Necesito que alguien me toque o me pondré a gritar!
A veces pienso en mi padrino también. O sea, no es que piense en él como mi príncipe azul ni mucho menos, pero hay ocasiones en que me sorprendo pensando en cómo será cuando se acuesta. Sé que tiene muchos vellos en el pecho porque siempre se los veo salir de la camisa y en algunas ocasiones lo he visto con la camisa abierta. Una vez incluso, lo vi en calzoncillos en su pieza, pero apenas porque yo iba por el pasillo y mi madrina iba saliendo de la pieza y alcancé a ver algo, no mucho.
Me siento rara. No debería pensar en esas cosas. Eso es malo. Además, si a mi me gusta el Rafa, ¿por qué siempre tengo que estar pensando en otros hombres?. Pero no lo puedo evitar. Lo que pasa es que me causa mucha curiosidad el cuerpo de los hombres y no puedo dejar de mirarlos. Cuando voy a la iglesia no puedo confesarle eso al curita porque tendría que decirle que también me he fijado en él. ¡Ay!, ¡no sé qué hacer!
El timbre. Inmediatamente me imagino que es el Rafa y que hará todo lo que imaginé hace un momento, pero entro en razón, no puede ser él si nunca me ha saludado siquiera. ¡Soy tan tonta!
Voy a abrir, pero justo antes me acuerdo que ando en bata de baño. Bueno, abro un poquito no más.
—Patroncita, ¿no tiene algo de comida para este pobre hombre? —me dice un pordiosero.
Pobrecito, se ve muy humilde. —Espere —le digo— y me marcho a la cocina, pero ¿qué le puedo dar?. ¡Ah!, ya sé. Sacaré algo de la comida que sobró de ayer. Me da pena darle comida añeja, pero no se me ocurre qué más darle. A ver, le doy en un plato o… cómo lo hago —pienso. Voy a la puerta nuevamente.
—¡Tiene un plato o algo para darle comida? —le pregunto.
—Si, patroncita, en este tarrito no más –me responde.
Me pasa un tarro que alguna vez fue de café y me da pena. ¿Por qué la vida será tan injusta?.
En fin, voy a la cocina nuevamente y lleno el tarro con unos fideos con salsa que saqué del refrigerador. Luego pienso que eso debe estar muy frío. Me devuelvo nuevamente a la puerta y le digo si puede esperar un rato a que le caliente la comida.
—Sí, patroncita —me dice con la cabeza gacha—, cómo usted quiera.
Voy a la cocina nuevamente y pongo los fideos en un plato y de ahí al microondas. Mientras tanto veo que el pobre hombre sigue ahí parado con la puerta entreabierta. Me siento mal de tenerlo ahí esperando. Voy y le digo que pase y me espere en el recibidor.
—Patroncita —me dice— ¿no sería mucho pedirle que me permitiera pasar al baño?, estoy que me meo.
Me dio risa la forma vulgar de hablar del hombre, pero me aguanté para no herirlo. Después pienso si realmente lo podría herir una sonrisa. El pobre hombre ya ha tenido bastante mala suerte en la vida.
Lo hago pasar al baño y me dirijo a la cocina, pero en ese mismo instante un mal pensamiento se me cruzó por la mente. Y si….¿y si lo observara por la cerradura?. Nunca se daría cuenta. Me pongo muy nerviosa de estar pensando esas cosas en esas circunstancias, pero la curiosidad me vence. Voy despacito a la puerta del baño y acercando mi oreja escucho. Nada. Me agacho rápidamente y miro por la cerradura. ¡Oh!, ¡qué grande tiene su cosa ¡. Nunca imaginé que un hombre así pudiera tener algo tan largo y grueso. El chorro cae potente en la taza del baño. Me invade un calor por toda la cara. ¿Y si se da cuenta que lo estoy mirando?. No, no puede darse cuenta. Es imposible que se de cuenta. Sigue orinando. ¡Cuánta necesidad tenía!. ¿Qué hace?, parece que se corre el pellejito hacia atrás. Se le ve la cabezota roja. La sacude y luego se queda sin hacer nada. No, se da vuelta hacia la puerta con su cosa afuera. Se lo mira y se lo acaricia con una mano. Ahora mete su mano más abajo y se saca los cocos. Son enormes y rosados. Se le ve mucho pelo también. Mira hacia la puerta de nuevo. Me quiero morir.
El horno comienza a sonar avisando que ya se puede retirar la comida. Me paro y salgo rápido de allí. Me dirijo a la cocina y un minuto después aparece el hombre. Estoy toda colorada. Siento que me observa. Lo miro y se queda allí parado sin hacer nada. Sólo me mira. Le digo que espere que le echo la comida en el tarro. Lo hago y me dirijo a él para pasárselo. Me lo recibe y me da las gracias.
—¿Qué puedo hacer por usted, patroncita? –Si quiere le puedo barrer el frente de la casa o… si quiere algo, lo que sea, dígame. Ud. ha sido muy buena conmigo –agrega.
Lo miro, no sé qué decir. Es horroroso lo que estoy pensando. Mi vista se va hacia su entrepierna por un segundo. Suficiente para que él lo note. Se sube un poco su pantalón y veo esa cosa abultando todo un lado de su pantalón. Nuevamente los colores se suben a mi cara.
Me mira fijamente y con una mano baja lentamente el cierre de su pantalón sin quitar la vista de mí. Su bulto ha crecido. Se inclina un poco y lo saca. Yo estoy paralizada. No puedo dejar de mirarlo. No a él exactamente. Es de su pene que no puedo despegar la vista.
Se queda parado con su cosa tremenda, erguida, potente, apuntándome con ella. No dice nada. Yo me acerco con las piernas temblorosas y cuando estoy cerca de él, siento su mano en mi hombro y me fuerza hacia abajo. Caigo en mis rodillas y temblando lo tomo en mi mano. Está caliente. No sé qué más hacer. Lo aprieto un poco y veo que de la punta sale una gotita transparente.
—Chúpelo, mijita –me dice en voz baja.
Lo chupo. Pensé que me daría asco, pero no, tiene un sabor indefinible y un olor a …. no sé a qué, a hombre, tal vez.
—Me lo lavé en el baño, mijita. Chúpelo no más.
Me lo meto todo a la boca y me desespera. Qué rico se siente tener esa carne entre los labios. Me gusta, pero me da nervios pensar que se la estoy chupando a un pordiosero. De pronto me la saca y dejando el tarro en el suelo, se suelta el cinturón y sus pantalones caen al suelo. Se baja el calzoncillo y aparecen sus pelotas. Enormes. Me recuerdan a esas pelotas para jugar al tenis. Son muy peludas. Las acaricio y les paso la lengua. Siento como el hombre suspira.
—Hágalo así –me dice, tomando el pene con su mano y meneándolo un poco de la base.
Le hago caso. Lo pajeo sin sacarlo de mi boca. Me duele un poco la quijada de tener la boca tan abierta, pero no quiero dejarlo. Se lo chupo con más fuerza, como queriendo sacarle algo de ahí. El hombre suspira nuevamente.
—Qué bien lo hace, mijita –me dice. Se nota que le gusta la pichula.
Esa palabra. Me parece tan vulgar cuando lo dice, pero más me calienta. Siento que se tensa. Sus piernas se ponen rígidas y su pico parece engrosarse en mi boca. Sigo chupando cuando de pronto algo muy caliente y viscoso entra en mi boca. Casi vomito. Intento sacarlo de mi boca, pero él me ha puesto una mano en la nuca y no me lo permite. Trago, toso. Un poco de semen me sale por la nariz, mis ojos se ponen llorosos. Otro chorro de esperma caliente me da en la cara y entre los ojos. Me paso la mano por la cara. La siento mojada con ese líquido.
—¿Le gustó mi niña? –me dice medio sonriendo mientras se guarda su cosa y acomoda sus ropas.
—Ya. Ahí tiene su comida, le digo muy seria y avergonzada. Él toma el tarrito y se va.
Torux
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