Verito — Capítulo IV
De niña a mujer.
Capítulo IV: Otra vez el mendigo
Hoy vino el mendigo nuevamente. Mi madrina a estas horas no está porque ella trabaja en un taller de costura hasta las 5, por eso es que yo me encargo de cocinar en estos días de vacaciones. Mi padrino viene a almorzar porque su jornada termina a la 1 y luego se va como a las 4 y ya no llega hasta las 8. Cuando sentí el timbre pensé que era mi Rafita, pero no, era el mendigo que nuevamente me extendía su tarrito pidiéndome comida; se lo recibí un poquito contrariada porque no era a él a quién esperaba ver, pero luego me recriminé porque… ¿qué culpa tenía este caballero? Así es que quise ser amable y le dije que me esperara en el living y nuevamente fui a la cocina a buscar algo para darle. Por raro que parezca juro que hasta ese instante no pensé en lo que había hecho con él días antes, ahora mi mente estaba ocupada en mi Rafita y mi padrino, aunque yo quería pensar solamente en mi Rafa, pero mi mente se manda sola parece porque siempre termino pensando en mi padrino también.
—¿Quiere que le ayude en algo, patroncita?, la voz del mendigo me saca de mis cavilaciones.
—No, respondo, ya voy.
—Ud. sabe que puede pedirme lo que quiera, insiste.
Un estremecimiento me recorrió la espalda; no, no quería hacer eso de nuevo; me acerqué a la puerta de la cocina y ahí estaba él, tocándose, no, no tocándose, agarrándose el pico por fuera del pantalón; ¿tan grande era?, recordé esa otra mañana y los colores se me subieron por la cara.
—Está solita… —agregó el mendigo—, y recordé las palabras de mi padrino de no dejar entrar desconocidos a la casa.
Quería decirle algo coherente, pero ningún sonido salió de mis labios; nos miramos y comprendí que estaba perdida; no porque él me estuviera obligando a nada, sino porque yo era incapaz de resistirme, eso me atraía como un imán.
Poco a poco me acerqué y sin decir nada él dejó caer los pantalones y sus calzoncillos dejando a la vista su verga erguida y sus cocos rotundos, rosados, peludos y viriles; mi chorito lo sentía pegajoso, húmedo.
Me incliné ante él y afirmándome en sus piernas volví a engullir su miembro como aquella primera vez; por un instante pensé en que este había sido mi primer pico y que le debía respeto ¡qué cosas tan estúpidas se me ocurrían a mí! Decidí mejor concentrarme en mamárselo con ganas y con mis ojos bien abiertos miraba los abundantes vellos púbicos, crespitos, negros y brillantes. Me dieron ganas de comerle los cocos; me saqué la pichula de la boca y le chupé un coco a la vez, ¡los tiene tan grandes! En la parte interior de su pierna izquierda tiene una manchita café que tiene la forma de un zapallito italiano, le pasé la lengua por allí y él levantó la pierna y puso un pie en el sillón como dándome acceso a sus partes más privadas, pero eso no se hace ¿no?, no creo que nadie haga eso. Volví a chuparle el pico. En eso, él se inclinó y logró bajarme los calzoncitos y puso su mano abierta en mi chorito y con un dedo alcanzó mi botoncito, una descarga eléctrica hubiera tenido menos efecto en mí que temblé ante la caricia.
—Está toda mojadita —me susurró.
Yo seguí chupando, me gustaba el sabor medio saladito del pico.
—¿Quiere que se la meta?, —me dijo—, arrastrando las palabras.
—… Hasta ese instante no se me había ocurrido que también podíamos hacer eso, y de solo pensarlo más loca me puse y con más fuerza le chupé el pico.
—Tranquilita —me dijo—, mientras con una mano me tomó del brazo y me puso de pie.
—Venga —me guió—, mientras se sentaba en el sofá y con una mano mantenía erguida la enorme verga de venas azules.
—Siéntese aquí —me dijo.
Y yo, sacándome los calzones, me senté; a horcajadas frente a él, me senté.
Creo que los ojos se me pusieron blancos, me puse frenética; solo recuerdo que saltaba con la pichula dentro como queriendo dejarla ahí para siempre, la sentía quemarme; me estremecía la sensación de cómo me resbalaba hacia dentro de mi zorrita, así he escuchado que le dicen. El mendigo me tenía fuertemente sujeta de las caderas, sino creo que me hubiera caído.
De pronto todo se me nubló; mi vagina la sentía aferrándose al pico en estertores de extremo placer, mientras el mendigo me apretaba fuertemente a su entrepierna y boqueaba con los ojos cerrados, ajeno a todo aquello que no fuera el placer de su propia eyaculación.
Así nos quedamos un rato, mirándonos como idiotas, como marionetas, como dos monos de trapo; me dolían las piernas, me dolía la guatita como cuando uno hace gimnasia.
Y entonces hice algo terrible… lo besé en la boca.
—Caballero, yo… —intenté una explicación, mientras aún sentía su pene latir en mi cuevita.
—Me llamo Rigoberto, —me dijo—, para luego chuparme el pezón de mi teta derecha, ¿Y usted?
—Yo, Vero —repliqué.
—Es muy rica ud. Verito, y quién le haya enseñado a culear, es un maestro.
Eso que dijo me hizo pensar en mi padrino y me acordé del aseo, y me acordé del almuerzo y de todo aquello que había olvidado la primera vez, así que me paré rápidamente y corrí a la cocina a buscarle el tarrito con comida.
Al despedirlo, me miró nuevamente y repitió —Es muy rica ud. Verito, está hecha para culear, va a hacer muy feliz a los hombres que tengan mi suerte, y se fue… con mis calzones.
En los días siguientes solo tuve ojos para mi Rafita; ni a mi padrino lo quise mirar mucho porque no quería que mis pensamientos me traicionaran, quería pensar solo en mi Rafita y en sus besitos y sus caricias, pero sin maldad; incluso un día que fui al almacén, vi al almacenero en una escalera y en cualquier otro momento estoy segura que lo hubiera mirado ahí, pero esa vez me concentré solo en las verduras que iba a comprar y nada más… bueno, casi… porque en un momento en que estaba eligiendo las verduras me topé con un nabo blanco y grande que me sugirió una enorme pichula, pero inmediatamente deseché ese pensamiento porque no quiero ser así, ¡ojalá el Rafa nunca se entere que eso me gusta tanto!
Me da vergüenza acordarme que ya dos hombres me la han metido, ¡y los dos con pichulas tan grandes! ¿Por qué será que a mí no me dolió nada cuando mi padrino me la puso la primera vez? Me gustaría tanto no pensar en eso, pero no hay caso, cada día que pasa, más tiempo me la llevo pensando en los hombres, también en don Rigoberto, el mendigo; si él tuviera una ropa más decente pasaría por un hombre común, creo, porque al menos, no anda nunca sucio como son los pordioseros; también pienso mucho en mi padrino, en cómo me hizo sentir esa vez en que me volvió loquita de gusto y… aunque nunca había pensado en él, también últimamente me he estado acordando de las cosas que me hacía el caballero ese con el que se casó mi mamá; pienso que a lo mejor por eso no me dolió nada cuando me la metió mi padrino.
Creo que a mi padrino también le pasa algo como a mí porque me mira con esa mirada que yo sé que es de ganas, pero no hemos podido hacer ninguna cosa, ¡menos mal que mi madrinita que la quiero tanto no sabe nada! Me siento tan mal, pero a la vez, me siento tan bien. ¡Ay! ¡Ni yo sé cómo me siento!
El día domingo pasó algo que no sé si fue malo o no; mi madrina fue a misa solita porque yo le pedí quedarme a preparar el almuerzo porque mi Rafita viene a almorzar; yo quiero hacer una carne al horno, algo bien rico, pero necesito preparar las cosas con anticipación así que me levanté tempranito y me puse a hacer aseo. Mi padrino también se levantó ante tanto ajetreo y cuando mi madrina se fue a la parroquia, él se quedó sentado en el living viendo tele; se puso unos shorts y una polera. A mí me da no sé qué que ande así porque me da por mirarle las piernas peludas y hoy no quiero hacer eso porque me voy a atrasar, pero igual lo miro de vez en cuando y él también me mira. A eso de las 11 ya tenía el aseo listo y hartas cosas adelantadas en la cocina así que me senté un ratito en el living frente a mi padrinito.
Ahí lo ví; es que mi padrino es como todos los hombres, ¡se sientan con las piernas tan abiertas! A lo mejor lo hizo intencionalmente también. Lo ví, lo tenía por un costado del short apoyado en el sofá, no lo tenía duro, pero se veía grueso… bueno, mi padrino tiene un pico que sin estar parado se ve grueso. Miré la tele y quise no hacerle caso, pero en eso mi padrino me dijo que si no quería sentarme al lado de él y yo, como siempre, no supe decir no; no quise decir que no.
Me senté a su lado y él pasó su brazo derecho por sobre mis hombros y con su mano me acarició un pecho, no disimuló siquiera, solo me agarró un pecho y me dio un besito en la frente; yo apoyé mi mano en su pierna peluda, pero esta vez no fue de casualidad, ¡tenía tantas ganas de tocarle sus piernas y sentir sus pelos! Acaricié su pierna suavemente, concentrándome en la sensación tan placentera de tocar a un hombre tan macho como mi padrinito, pero en ese instante ocurrió algo que nos tomó de sorpresa, alguien tocó el timbre. Nuevamente pensé que tal vez era mi Rafa y fui a abrir.
Era don Rigoberto, el mendigo; no sé si sentí rabia o frustración, ¡no era a él a quién quería ver! En realidad, en ese rato ¡no quería ver a nadie! Me quedé estupefacta sin saber qué hacer.
—¿Quién es, mija?, me sobresaltó mi padrino.
—… —No supe qué responder.
—¿Está su papá? —preguntó don Rigo.
—Sí, —le respondí—, no pensé necesario explicarle nada más y me puse todavía más coloradita.
Quise decirle que se fuera, que volviera otro día, pero en ese instante, mi padrino ya estaba parado a un costado preguntándole qué quería.
El pobre hombre bajó su cabeza y humildemente explicó que buscaba un poquito de comida, alargando su ya consabido tarrito. Yo lo tomé y me dirigí a la cocina pasando por un lado de mi padrino y con horror advertí que su short evidenciaba una erección, de la que al parecer mi padrino no se daba cuenta o simplemente no quiso disimular ante aquel hombre. Llené el tarrito con un arroz del día anterior y un poco de pollo arvejado y volví al living; el hombre esperaba a la entrada y mi padrino a su lado.
—Su papá es muy buena persona, señorita, me dijo.
—Yo quise explicar que no era mi papá, pero mi padrino replicó: —y ella es una muy buena hija también, ¿no es cierto, Verito?
—El hombre no dijo nada, pero creí advertir en su mirada un destello que me dejó en claro que él sabía.
Después de esa anécdota, quise preguntarle al padrino, pero él no me dejó; de algún modo creo que la visita del mendigo, que lo haya visto así con el pico parado fue algo que lo calentó demasiado, y yo, debo reconocerlo, también me sentí especialmente deseosa de comérselo entero una vez que cerró la puerta… y eso hice, le bajé el short y le chupé el pico, hincada ahí mismo; mi padrino sólo lanzó un gemido de gusto y me tomó del pelo y me dijo entre jadeos:
—Sí, mijita, así, chúpemelo como ud. sabe.
Luego yo lo llevé de la mano al sofá e hice con él lo mismo que el mendigo había hecho conmigo unos días atrás, me lo ensarté de frente y me lo culié frenéticamente hasta sacarle la última gota de leche de los cocos; mi padrino quedó desmayado en el sofá, con los ojos cerrados, su pico palpitando en mi zorrita y yo inclinada en su pecho con mi cara tocando la suya, dándole besitos en el cuello, en la oreja, en los labios con mis pezones tocando su pecho peludo y sudoroso.
Mientras abría los ojos, creí ver una sombra que se perdía en la ventana mientras mi padrino susurraba algo así como «…que hubiera estado practicando»
Torux
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