BARQUITO 10
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Aunque hacía ya dos meses desde que me separara de Arturo tras aquella discusión en la que el orgullo no nos dejara reflexionar que éramos responsables por las chicas, todavía no había podido digerir el tener que sufrir la humillación de volver a vivir en la reducida dimensión de mi viejo cuarto de soltera.
Como en toda separación, yo culpaba a Arturo de haberme conducido a ese enfrentamiento y la iracundia y el odio hacia él no me abandonaban un instante; en la soledad de la cocina, mi mente rabiosa hervía pensando de qué manera cobrarme revancha y aunque no renegaba de nada que hubiera hecho, consideraba que de no ser por él, mi comportamiento sexual hubiera sido diferente.
La visita de mi madre con los chicos a la casa de una pariente, puso en mi psiquis trastornada la oportunidad ansiada de vengarme, creyendo que inmolándome a conciencia en la denigración conseguiría humillarlo de la peor manera.
Por esos días, también se alojaba en la casa mi primo Julio, que recién separado de su mujer, viajaría a Mendoza para hacerse cargo de un corretaje comercial. Llamándolo a la cocina con el pretexto de servirle un café, mientras lo preparaba de espaldas a él de frente a la mesada, con toda la pícara desfachatada lascivia que sabemos manejar las mujeres casadas, le pregunté si aun recordaba nuestros días adolescentes.
Julio no sabía de sutilezas y conociendo la situación por la que atravesaba, no se hizo rogar para captar la indirecta sobre aquello que sucediera entre nosotros hacía ya tantos años. Rápidamente se acercó detrás de mí y empujándome contra la mesada, puso una mano en la garganta para arquear mi cabeza hacia atrás al tiempo que hundía su boca bajo el recortado cabello de la nuca y la otra mano se apoderó en burdos apretujones de mis tetas.
Al sentir sus manos y cuerpo contra mí, un ramalazo de odio, sed de venganza y rabia, me encegueció. En una fracción de segundo desfilaron por mi mente el recuerdo de las perversiones a que Arturo me indujera, sus, aunque deliciosas, aberrantes penetraciones, las orgías, su incitación al lesbianismo y la humillación de saber como se regodeaba sabiéndome poseída por otros hombres.
Toda la lujuria e incontinencia que me hicieran gozar de aquello, parecieron concentrarse en ese instante y dispuesta a una entrega total, dejé que una de mis manos se dirigiera hacia atrás a la búsqueda del bulto que presionaba mis nalgas. Ya no era la tímida colegiala ni él el torpe muchachote de otro tiempo y toda mi sapiencia sexual se volcó en la habilidad de la mano para que se deslizara ligera dentro del pantalón que Julio había desabotonado. Aunque húmeda de sudores y jugos masculinos, el contacto con la verga me encantó y con diestros movimientos, inició una masturbación que dio sus frutos con el endurecimiento de la verga.
Con los años, él había ganado en corpulencia y dominándome totalmente, me obligó a abrir las piernas. Levantándome el vestido hasta la cintura, aferró la ya dura verga y avasallando la débil resistencia de la bombacha, me penetró violentamente. Yo no estaba gozando de la cópula por una mezcla de temor, asco y vergüenza por lo qué y cómo estaba haciéndolo, pero, inclinándome aferrada a las canillas, continué debatiéndome y meneando la grupa para que él me penetrara mejor, sintiendo como flexionaba las piernas para darse impulso y la cabeza del falo golpeaba duramente contra el cuello uterino.
Obnubilada por ese placer-odio, me debatí hasta desasirme de sus manos y dándome vuelta, me dejé caer arrodillada para aprisionar al falo. Golosamente, hice tremolar la lengua a lo largo del tronco humedecido y subyugada por los aromas y sabores, inauguré un juego infernal en el que labios y lengua competían en lamer y succionar cada centímetro del falo que era realmente grande.
Experta en mamadas, desplegué todo mi repertorio, haciendo bramar a Julio cada vez que, después de introducirlo en la boca hasta que el glande invadía mi garganta, movía la cabeza lado a lado para luego sacarla lentamente, ciñéndola con los labios y dejando que los dientes trazaran surcos en la piel de la verga.
En el ínterin, fui bajando los pantalones y calzoncillos de mi primo y las manos se aferraban a las poderosas nalgas para hacerle emprender un vaivén con el penetraba mi boca como si fuera un sexo.
Tan enfurecidamente excitado como yo, él acercó una silla y sentándose, me levantó por las axilas al tiempo que me ayudaba a que lo montara. Sacándome la bombacha mojada y resollando agitada, me ahorcajé contra su cuerpo, deslizándose hacia abajo para sentir como todo el falo se introducía en la vagina. Con los pies asentados firmemente en el piso y asiéndome con las dos manos a su nuca, inicié una cabalgata que arrancó groseros epítetos en él elogiando mi calidad como viciosa putita doméstica, lo que provocó un iracundo deseo de sacrificarme como si con ello le infligiera a mi marido algún daño físico.
Sacándome el vestido por sobre la cabeza, estiré las piernas en toda su longitud para que el cuerpo se alzara y luego me dejé caer sobre la verga en un trote que se convirtió en furibundo galopar y entonces, como si aquello no hubiera bastado, me di vuelta para quedar de espaldas y apoyándome en sus rodillas, dirigí con una mano el falo de mi primo para tratar de embocarlo en el ano, deseando comprobar cuanto placer obtenía todavía con la sodomización.
El goce parecía haber exacerbado la brutalidad de Julio, quien, asiéndome por la cintura, me arrastró hasta la mesa cercana. Aplastándome rudamente boca abajo contra el tablero, hizo que mi cabeza golpeara contra la madera y, mareada por el porrazo y la intensidad que me dejaba sin aliento, sentí como él apoyaba la punta del falo en el cuño y apretaba con bestial empuje. No podía calificarlo sólo como dolor pero la distensión de los esfínteres había puesto esa conocida sensación de clavo caliente en la columna vertebral que estallaba en su nuca y, soltando un bramido tan animal como no me consideraba capaz de hacerlo, sentí estrellarse la pelvis de Julio contra mis nalgas.
Con Arturo había aprendido lo maravillosa que puede llegar a ser la sodomía y como del mayor dolor surgen los mejores placeres no permitiendo distinguir cuando finaliza uno y comienza el otro; ahora confirmaba como el sufrimiento podía ir mutando hacia el goce pero no me permití la flaqueza de admitirlo. Sintiendo como la verga socavaba totalmente la tripa y poniendo voluntariamente la rodilla de una pierna encogida sobre la mesa, recibí aun con mayor vigor la intrusión al recto y, verdaderamente experimenté toda la belleza de aquel sexo.
Tomando la pierna encogida del tablero, Julio la alzó verticalmente para apoyarla en su hombro y así, semi de costado, apoyada con un brazo en la mesa y mis aberturas dilatadas hasta su máxima expresión, él fue alternando la penetración del ano a la vagina. Finalmente, me colocó acostada boca arriba sobre el borde de la mesa y haciéndome encoger las piernas hasta que las rodillas rozaron mis orejas, volvió a penetrarme por el ano mientras se inclinaba sobre mi pecho para que labios, lengua y dientes hicieron una carnicería en las tetas oscilantes hasta que, en el límite de su eufórica exaltación y en medio de terribles remezones, anunciándome su inminente eyaculación, me hizo arrodillar delante suyo para volcar el calor de su leche en la boca que buscaba desesperadamente abierta la descarga del semen.
Deglutiendo los espasmódicos chorros melosos del esperma luego de masturbarlo y chuparlo con vehemencia, me deleité en sorber con fruición hasta la última gota que lograra arrancarle, tras lo cual Julio alzó calzoncillo y pantalones de sus tobillos y dejándome temblorosa en el piso por tan violenta cópula, se metió en su habitación como si nada hubiera sucedido.
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