BARQUITO 11
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Aquí todo era distinto y, aunque recuperamos la armonía, física y espiritualmente, dándonos las mismas libertades sexuales de antes, se instaló en mí un afán independentista; ya no quería depender económicamente de él y para eso necesitaba reafirmar mi auto estima con un trabajo.
Por medio de un amigo político de mi madre, conseguí un puesto en el Ministerio de Acción Social; era un plan materno-infantil que se desarrollaba en el Hospital Alvear y consistía en coordinar el trabajo de las asistentes sociales y la entrega de productos a las madres
En realidad no había tomado con demasiado apego aquella tarea administrativa que me aburría, pero quiso el destino que necesitaran gente para cubrir una guardia los días sábado y con esa involuntaria ansiedad de estar siempre ocupada en algo por lo que me mantenía sexualmente en vilo, me ofrecí.
En realidad, se trataba de un intento por establecer nuevos hábitos entre los pacientes, pero las visitas eran escasas, casi nulas y en general, transcurría las cuatro horas tomando mate, leyendo o haciendo palabras cruzadas. MI jefe era el doctor Martini con el cual tenía una buena relación y distraíamos nuestro aburrimiento, estableciendo pequeñas competencias privadas en la solución de enigmas y grillas.
Cierta mañana lluviosa y fría, yo estaba particularmente perturbada por unos extrañamientos mentales que me remitían casi físicamente a momentos más felices, volviendo a colocar olvidados escozores en el fondo de mis entrañas. Tratando de escapar a esos recuerdos que conllevaban situaciones dolorosas y tristes, argumentando que una frase me proponía más dificultad de la esperada, le pedí a Martini que me ayudara.
Como me sucedía frecuentemente en los últimos tiempos con cualquier hombre, su cálida proximidad incrementó ese calor que acumulaba en el fondo del sexo y el brutal golpe de deseo que oscureció mi mente por una fracción de segundo hizo que ni siquiera intentara protestar cuando él, sentándose junto a mí en el largo banco de madera y hierro, apoyó como al descuido su mano sobre el muslo.
Viendo como mi indiferente calma se aproximaba a la aquiescencia, deslizó la mano hacia la rodilla y desde allí trepó por el muslo debajo de la pollera en dirección a la entrepierna. Acodada en la mesa, apoyé el mentón en una mano y ante esa caricia, sólo ladee un poco la cabeza para mirarlo soslayadamente con reprimida picardía mientras separaba invitadoramente las piernas.
Yo sabía que esa imagen de casta madre de familia asociada con mi cuerpo firme y la diafanidad de mis ojos claros, me convertían en una presa codiciable para los médicos y, como Arturo me había aleccionado para que jamás cuestionara en absoluto esa casi ciega preferencia por las perversiones sexuales siempre que aquellas no trascendieran públicamente, consideraba que no tenía nada de que arrepentirse ni avergonzarse, ya que nunca había sido etiquetaba como promiscua por la sociedad.
Entendiendo esa pasividad como una autorización para seguir adelante, el médico me atrajo pasándome un brazo por la cintura y, acercándose, comenzó a besarme con suave prepotencia. Yo era naturalmente incontinente y considerando que cada nueva persona con la que hubiera mantenido relaciones fuera para mí una revelación, ahora deseaba protagonizar un descubrimiento del cual no deseaba privarme, especialmente en mi treintena.
El pedíatra frisaría los cuarenta y era un hombre corpulento, aunque no musculoso. Yo no había conocido tantos labios masculinos como para evaluar su competencia, pero el sólo hecho de no agredirme hacía que aceptara gustosamente sus besos y la esquiva presencia de la lengua que no terminaba de decidirse a invadir mi boca en tanto que la mano que rodeaba el torso sobaba suavemente mis tetas por encima de la ropa
Desprendiéndome parcialmente del abrazo, alcé la pollera hasta casi la cintura y apoyando de costado una pierna encogida sobre el banco para acomodar el cuerpo, me aferré a su nuca para iniciar una serie de intensos chupones que convencieron al médico que no había estado desacertado al avanzarme sexualmente. En tanto que respondía a mis besos con apasionamiento, Martini dejó que los dedos acostumbrados a manejar la fragilidad de los bebés, volvieran a buscar la entrepierna y exploraran curiosos por debajo de los elásticos de la bombacha en procura del sexo.
Como de costumbre, la presencia de unos dedos extraños – en realidad me daba lo mismo que fueran extraños o conocidos; los dedos eran maravillosos – me conmovían y terminando de cruzar la pierna para quedar acaballada al banco, facilité la caricia con la apertura de las ingles. Aunque estaba entusiasmada por la promesa de aquel sexo furtivo e inesperado, no dejaba de tener conciencia de que estábamos en un sitio público y que, de ser sorprendidos, podíamos quedar expuestos, no sólo a la difamación sino hasta el despido mismo.
Removiéndome inquieta entre los brazos del médico le expresé esos temores, pero él me sacó rápidamente de esa desazón al decirme que, previendo que se concretaría lo sucedido y sin que yo me diera cuenta, había cerrado con llave la puerta del consultorio.
Saber que Martini había planeado acostarse conmigo sin siquiera demostrarme antes la intención de un mínimo coqueteo, me molestó; me hizo sentir tan asequible como para ser considerada una mujer fácil, una cosa tan útil a sus propósitos como una prostituta, pero también asumí que mi descomedimiento sexual desde la misma adolescencia escapaba a esa definición tan sólo porque no cobraba por hacerlo, con lo que entonces la acepción se correspondía con la de aquellas que, como yo, lo hacíamos sólo por gusto y, sí, me reconocí tan puta como había querido serlo. Inmediatamente me consideré calificada y decidí que si ese era el juego que quería jugar el hombre, lo jugaría y evitaría así todo compromiso o actitud que nos denunciara en público.
Quitándome el suéter, me recosté en el banco y mientras, alzando las caderas dejaba que él me despojara de la falda y la bombacha, me desprendí del corpiño. Extasiado por la sólida contundencia mi cuerpo, Martini se sacó el guardapolvo y procedió a desnudarse con arrebatada urgencia. Estirándome voluptuosamente en el largo banco, encogí las piernas abiertas y sosteniéndolas por los muslos, le pedí con impúdica franqueza que me hiciera sexo oral.
Ansioso como si cobrara un premio, montó también el asiento y tomando entre sus grandes manos las nalgas, alzó el cuerpo para acercarlo a la altura de su boca como abrevando en él. Sus labios eran gruesos y se combinaron con la lengua vibrante para exacerbar los tejidos de la vulva que, rápidamente, incrementó su volumen adquiriendo un oscuro matiz rojizo. Tan excitada como el pediatra, llevé mis manos a la entrepierna para que los dedos abrieran, no sólo los labios mayores sino también los menores, aquellos que adquirían ese impresionante aspecto de colgajos sangrientos para dejar expuesto el maravilloso espectáculo del hueco que, rosado y húmedo, prometía placeres infinitos al hombre.
La rolliza lengua engarfió su punta tremolante y recorrió la superficie sorbiendo los jugos agridulces, deteniéndose por unos instantes a socavar el hoyo de la uretra para después bajar a la inmediata caverna de la vagina, dilatada y pulsante. Apretándolo entre sus dientes, hizo que el órgano perdiera su elasticidad para convertirse en una aguda barra de carne sólida que, como un pequeño pene, penetró varios centímetros y, al ritmo cadencioso del vaivén de la cabeza, entró y salió en una mínima y placentera cópula.
Tras años de práctica tan intensa como alocada de un sexo en el que con mi marido lo moral y decente había sido gozosamente dejado de lado, recibía jubilosa la prepotencia de aquella boca que me volvía a introducir a esa dimensión de arcanos disfrutes. La boca del médico ahora se ocupaba en succionar con violentos chupones las aletas carnosas de los pliegues en tanto que dos de sus largos dedos espatulados se introducían en la vagina a la búsqueda de aquella callosidad que me enloquecía.
Conocedor de la anatomía femenina, apoyó la palma de su otra mano en la sima que precede al Monte de Venus y, sabiendo que desde allí se extendía la red de tejidos sensibles del clítoris, presionó con un frotar circular que comprimió la uretra, incrementando el disfrute del roce de los dedos contra la prominente fibrosidad interna.
Los dedos realizaban en el canal vaginal una tarea de orfebrería; rascando encorvados las mucosas naturales se deslizaban arriba y abajo en un moroso vaivén en tanto que la muñeca le imprimía un giro con el que rastrillaba placenteramente al conducto. Con los pies asentados firmemente en el suelo, yo apoyaba todo el peso del cuerpo en hombros y cabeza, manteniendo el cuerpo alzado en un arco perfecto que cimbraba con las ondulaciones del coito.
Considerando que ya estaba a punto, se incorporó y, muy lentamente, fue penetrándome; ni siquiera había avizorado la verga de Martini pero sí sentí toda la contundencia de su tamaño. Habían pasado años desde que disfrutara del inaguantablemente pero placentero grosor de las vergas de Raúl y Mario verga, pero ahora, de manera tan imprevista como gozosa, el falo del pedíatra me remitía al mismo inefable sufrimiento. Intenté incorporarme en el banco, pero sujetándome reciamente por el cuello, me impidió todo movimiento y semi asfixiada, soporté estoicamente la penetración que, a pesar de su volumen, no resultó profunda.
Al ver la mansedumbre con que soportaba el tamaño del falo, me liberó y alzando la cabeza, pude observar la verga cuando Martini la retiraba aleatoriamente del sexo. Mientras él la sacudía para azotar las carnes expuestas de mi sexo, comprobé que no se parecía en lo absoluto a ninguna de las que conociera; monstruosamente gruesa, tenía una forma curvada y su cabeza, semi cubierta por un espeso prepucio, era redonda y lisa con un gran agujero en el centro.
El médico sabía que, además del goce, su verga era capaz de hacer sufrir a la mujer más experimentada y por eso, haciendo caso omiso de los jugos que lubricaban la vagina, dejó caer una gran cantidad de saliva sobre el falo para luego volver a introducirlo. Mis músculos disciplinados se adaptaban fácilmente a cuanto objeto fuera introducido en la vagina, pero esa vez, ya fuera por lo sorpresivo de la relación, porque yo estuviera particularmente sensible o porque la verga fuera realmente desusada, el tránsito de lo que socavaba rudamente mis tejidos me producía desgarros que hacía añares no sentía.
El corpulento médico me hizo aferrar las piernas por los tobillos para encogerlas aun más y, acuclillándose sobre mí, flexionó sus piernas para iniciar un alucinante movimiento de vaivén, sacando y volviendo a meter el falo, haciendo que cada vez fuera como la primera. Paulatinamente, el placer fue ganándole terreno al dolor y muy pronto era yo misma quien sacudía mi pelvis para ir al encuentro de aquel miembro alucinante.
Envuelta en el frenesí de aquel coito endemoniado, fui suplantando los ayes y gemidos doloridos por apasionadas palabras que matizaba con soeces maldiciones al requerirle que no demorara en hacerme alcanzar el demorado orgasmo. Ese entusiasmo pareció satisfacer al médico quien, inopinadamente, se incorporó y levantándome por las axilas, me colocó parada frente a un extremo de la camilla.
Separándome las piernas, me empujó el torso para que la cabeza quedara contra la superficie cubierta por una tela blanca. En esa posición, me excitó rudamente con los dedos para luego volver a tomar la verga y reiniciar la fantástica cópula que me hizo estallar en gozosas exclamaciones. Aferrada fuertemente con las manos a cada lado de la camilla, me daba impulso para que mi grupa se proyectara vigorosamente al encuentro del falo y recordándome anteriores penetraciones, el miembro y los músculos de la vagina habían conformado un simbiótico acople, haciendo que ahora el poderoso tronco ya no me molestara sino que me producía sensaciones que creía definitivamente olvidadas.
La pequeña habitación cobijó los ayes, maldiciones y mutuos pedidos de satisfacción que fueron convirtiéndose en rugidos y bramidos que preanunciaban al clímax. En ese momento crucial para los dos, me dio vuelta para hacerme arrodillar frente suyo colocando la verga chorreante entre mis labios y entonces abrí golosamente la boca para succionar y lamer tan virtuoso instrumento. La abundancia de sus jugos facilitó a los labios el poder deslizarse en el primer tramo de la verga y, mientras volvía a degustar el agridulce fluido hormonal de mis propias entrañas, la quijada fue adaptándose a la forma e inicié una serie de cortas succiones que llevaron paulatinamente todo el falo dentro mío.
Retirándolo lentamente mientras lo ceñía con sus labios, lamí con angurria la redonda cabeza y luego, introduciéndola hasta donde el prepucio se remangaba detrás del profundo surco, comencé con lentas succiones que incrementaron su ritmo para adecuarse al de la mano que, resbalando sobre la saliva que fluía de mi boca, masturbaba apretadamente al tronco. Ninguno pronunciaba palabra alguna que interrumpiera la grandiosidad del momento y sólo los rugidos del médico preanunciaron su eyaculación que, cuando se produjo, salpicó abundantemente mi boca y cara.
Al tiempo que lamía y sorbía el deliciosamente agridulce pringue del semen, sentía como mi propio cuerpo expulsaba las cataratas de la satisfacción y, deglutiéndolo con fruición, me dejé estar en la succión hasta que la última gota que brotó del pene escurrió por mi garganta sedienta.
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