El Castillo de Naipes que Derrumbé – (Parte 3)
Los cuatro migrantes atrapan a Sara en un lote baldío y la violan brutalmente. Se turnan, desgarrándola por todos lados, mientras ella grita y llora, incapaz de escapar. La dejan tirada, rota, con el semen y la culpa marcándola como una cicatriz..
El polvo me raspaba las rodillas, el aire olía a basura y llantas quemadas. Estaba en el suelo, mi mochila tirada a unos metros, la parada de autobús parpadeando como una burla al fondo de la calle. Los cuatro hombres me rodeaban, sus sombras altas cortando la luz rota del poste. El bajito con tatuajes en el cuello, el gordo con barba, el flaco con cicatrices, y el joven de pelo largo. Sus risas eran cuchillos, y yo sentía mi corazón romperse contra las costillas. Mi pelo rizado, empapado de sudor, caía sobre mi cara, mi camiseta gris pegada a mis tetas, marcando mis pezones en el bra como si los ofreciera. Mis jeans apretaban mi culo redondo, mis caderas anchas temblando mientras intentaba levantarme.
—¡Suéltenme, cabrones! —grité otra vez, mi voz rasposa, pero el gordo me agarró del pelo, jalándome hacia atrás. Caí de culo, el suelo frío contra mis jeans, y el bajito se acercó, sus dientes brillando en una sonrisa podrida.
—Pinche putita, qué buena estás —gruñó de nuevo, sus manos sucias yendo directo a mi camiseta. La rasgó de un tirón, el sonido cortando el silencio, y mis tetas quedaron al aire, grandes y llenas, rebotando mientras yo pateaba. Intenté cubrirme, mis brazos cruzándose, pero el flaco con cicatrices me sujetó las muñecas, torciéndolas hasta que grité.
—¡No, por favor, no! —supliqué, las lágrimas quemándome los ojos, pero el gordo ya estaba encima, su panza aplastándome contra el polvo. Sus manos, callosas y oliendo a mugre, apretaron mis tetas, los dedos hundiéndose en la carne suave, pellizcando mis pezones hasta que solté un gemido de dolor. “Qué chichotas, morra”, dijo, su barba rascándome el pecho mientras lamía un pezón, su lengua áspera como lija.
Quise pelear, pero el moreno musculoso me agarró las piernas, abriéndolas con fuerza. Mis muslos gruesos temblaban, los jeans todavía puestos, pero él los desabrochó rápido, bajándolos junto con mi calzón hasta los tobillos. El aire frío pegó contra mi vagina, y sentí sus ojos clavados ahí, mi piel canela brillando de sudor bajo la luz rota. “Mira qué rica”, gruñó el moreno, sus manos fuertes separándome más, sus uñas sucias raspándome la piel.
—¡Para, hijo de puta! —grité, pero el gordo me tapó la boca con una mano, su palma oliendo a sudor y tierra. Sentí su verga contra mi muslo, gruesa y dura, empujando sin aviso. Entró de un golpe, desgarrándome, y mi grito se ahogó contra su mano, las lágrimas corriéndome por la cara. Dolía, dolía como si me partieran en dos, su peso aplastándome mientras bombeaba, su panza chocando contra mi vientre. Mis tetas rebotaban con cada embestida, mis pezones duros por el frío y el miedo, y el polvo se me metía en la nariz, asfixiándome.
—Cállate, putita, o te va peor —dijo el bajito, arrodillándose cerca de mi cara, su verga ya afuera, corta pero ancha, oliendo a sudor rancio. El gordo se corrió rápido, un gruñido gutural mientras su semen caliente me llenaba, goteando por mi vagina hasta el suelo. Se apartó, jadeando, y el flaco con cicatrices tomó su lugar, sus manos huesudas agarrándome las caderas.
—No, no más, por favor… —sollocé, mi voz rota por el llanto, pero él no escuchó. Su verga, larga y flaca como él, entró fácil por el semen del gordo, resbalando dentro de mí. Bombeó rápido, sus cicatrices brillando en la cara mientras gruñía, sus dedos clavándose en mi cintura estrecha. Mis tetas se mecían, el sudor chorreándome por el cuello, mi pelo rizado enredado en el polvo. Intenté cerrar los ojos, pensar en Ethan, en sus ojos grises, pero el dolor me traía de vuelta.
El moreno musculoso no esperó. Me dio la vuelta como si fuera una muñeca, mi cara contra el suelo, el polvo metiéndoseme en la boca. “Por el culo, pa’ que no olvides”, dijo, su voz dura. Escupió en su mano, un sonido húmedo que me heló, y sentí su verga, gruesa y caliente, empujando contra mi ano. Grité, un alarido que rasgó la noche, pero el joven de pelo largo me agarró el pelo, levantándome la cara.
—Abre la boca, pinche zorra —ordenó, su verga ya frente a mí, larga y venosa, goteando algo que olía a sucio. Intenté girar la cabeza, pero me dio una cachetada, el ardor explotando en mi mejilla. Metió su verga en mi boca, ahogándome, mientras el moreno empujaba más, desgarrándome el culo. El dolor era ciego, un fuego que me partía, y las lágrimas me nublaban todo. El joven bombeaba mi boca, su mano en mi nuca, hasta que se corrió, un chorro salado que me hizo toser, goteándome por la barbilla.
El flaco terminó dentro de mi, su semen mezclándose con el del gordo, y el moreno gruñó, corriéndose en mi culo, el calor húmedo resbalando por mis muslos. El bajito fue el último, arrodillándose frente a mí mientras el joven me soltaba. “Abre, putita”, dijo, masturbándose rápido. Intenté apartarme, pero me jaló del pelo, y su semen me pegó en la cara, metiéndoseme en los ojos, la boca, el pelo rizado.
Se turnaron otra vez, cada uno tomándome por donde quiso. El gordo volvió a mi vagina, el flaco a mi culo, el moreno a mi boca, el bajito apretando mis tetas hasta dejarlas rojas. Sus manos sucias me marcaban la piel canela, sus uñas raspándome, sus risas mezclándose con mis sollozos. No sé cuánto duró —minutos, horas, una eternidad—, pero cuando terminaron, me dejaron tirada en el lote, mi ropa rota, mi cuerpo temblando. El semen goteaba de mi vagina, mi culo, mi cara, mezclándose con el polvo y mis lágrimas. Mis tetas dolían, mis muslos estaban magullados, y mi garganta ardía como si hubiera tragado vidrio.
Me arrastré hasta mi mochila, mis manos temblando mientras me ponía los jeans, la camiseta rasgada apenas cubriendo mis tetas. El lote estaba vacío ahora, los cuatro idos, sus risas todavía resonando en mi cabeza. Cojeé hacia la parada de autobús, el dolor entre mis piernas haciéndome jadear con cada paso. Mi pelo rizado colgaba en mechones sucios, mi piel canela manchada de tierra y semen. Pensé en Ethan, en su voz grave, en cómo me mataría si supiera esto. No era solo la traición con Miguel —esto era otra cosa, un abismo que me tragaba entera.
No sabía cómo iba a seguir, pero tenía que llegar a la casa de mi tío Raúl. El autobús se veía a lo lejos, y cada paso era un clavo más en mi castillo de naipes.
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