El Castillo de Naipes que Derrumbé – (Parte 4)
Sara llega destrozada a la casa de su tío Raúl, se ducha para borrar las marcas, pero el dolor y la culpa no se van. Ethan aparece con sus papeles, sus ojos grises buscando respuestas. Ella miente, pero su silencio y su cuerpo roto empiezan a delatarla..
El autobús traqueteaba por una carretera oscura, y yo estaba hundida en el último asiento, con la cabeza contra la ventana fría. Mi cuerpo era un mapa de dolor: mis tetas magulladas bajo la camiseta rasgada, mi vaginay mi culo ardiendo como si todavía tuvieran las vergas de esos cabrones dentro. El semen seco me tiraba la piel canela, pegado en mi cara, mi pelo rizado y mis muslos gruesos. Olía a tierra, a sudor, a ellos, y cada bache del camino me hacía apretar los dientes para no gritar. Mis uñas negras se clavaban en la mochila, lo único que me quedó después de que esos cuatro me destrozaran en el lote baldío.
Bajé en Chula Vista, las piernas temblándome como gelatina. La calle estaba silenciosa, solo el zumbido de un poste de luz medio roto y el eco de mis tenis contra el pavimento. La casa de mi tío Raúl era un departamento modesto, con pintura descascarada y un buzón torcido. Golpeé la puerta, mi pelo rizado cayendo en mechones sucios sobre mi cara, mis tetas apenas cubiertas por la tela rota. Raúl abrió, en pijama, sus ojos abriéndose al verme.
—¡Sara, qué chingados! ¿Qué te pasó? —dijo, su voz gruesa llena de susto. Me jaló adentro, el olor a café y pan pegándose al aire.
—Nada, tío… me caí, nomás —mentí, mi voz rasposa, apenas audible. No podía mirarlo. Mis caderas anchas se tambaleaban mientras cojeaba al baño, la mochila cayendo al suelo con un thud. Cerré la puerta con llave, el clic sonando como un disparo en mi cabeza.
Me paré frente al espejo, y lo que vi me dio náuseas. Mi piel canela estaba manchada de tierra, mis tetas grandes marcadas con moretones rojos, los pezones café hinchados por los pellizcos. Mi pelo rizado era un nido, con pedazos de semen seco pegados como si fuera pegamento. Mi cara tenía rastros blancos, la barbilla raspada por la barba del gordo, y mis ojos cafés, con esas pestañas largas, estaban vacíos, como si alguien los hubiera apagado. Me quité la camiseta rota, los jeans y mis calzoncillos, dejándolos en un montón en el suelo. El agua de la regadera salió helada, pero me metí de todos modos, frotándome con jabón hasta que la piel me ardió.
Froté mi vagina, mi culo, mis tetas, mis muslos, como si pudiera borrar lo que pasó. El agua se llevaba el semen, la tierra, pero no el dolor. Sentía sus manos sucias todavía, sus vergas partiéndome, sus risas cortándome. “Pinche putita”, habían dicho, y la palabra se me clavó en el pecho, mezclándose con la culpa por Miguel, por esos besos que no debí dejar. Pensé en Ethan, en su voz grave diciendo “No seas terca, Sara”, y sollocé, el agua ahogando mis gritos. No tomé la pastilla del día después —estaba tan rota, tan ida, que ni lo pensé, lo olvide. Mi cabeza era un nudo, y mi cuerpo, un trapo usado.
Salí de la ducha envuelta en una toalla vieja, el espejo empañado escondiendo mi reflejo. Raúl me dejó ropa limpia —una sudadera suya y unos pants—, y me tiré en el sillón de la sala, mis caderas anchas hundiéndose en los cojines. No hablé, no comí, solo miré la pared, mis uñas negras rascándome las muñecas hasta dejar marcas. Raúl intentó preguntar, pero lo corté con un “Déjame, por favor”. No podía contarle. Nadie podía saber.
Cuatro días después, el 19 de febrero, la puerta sonó otra vez. Me quedé tiesa, mi pelo rizado todavía húmedo cayendo sobre la sudadera. Raúl abrió, y ahí estaba Ethan. Alto como un maldito roble, 1.90, con sus hombros anchos llenando el marco. Su pelo negro corto estaba desordenado, sus ojos grises clavándose en mí como agujas. Llevaba una chamarra gastada, sus brazos fuertes tensos mientras dejaba una carpeta en la mesa.
—Sara —dijo, su voz grave cortando el aire como un látigo—. ¿Por qué te fuiste?
Me encogí en el sillón, mis tetas apretándose bajo la sudadera, mis muslos gruesos cruzándose como si pudiera esconderme. La carpeta tenía mis papeles —los documentos que Raúl había recibido, los que me hacían legal. Dos semanas, solo dos malditas semanas, y yo no esperé.
—No sé… estaba harta —mentí, mi voz temblando. No podía mirarlo. Sus ojos grises me escaneaban, fríos, metódicos, como si ya supiera que algo estaba mal. Se sentó frente a mí, sus manos grandes apoyadas en las rodillas, su barba rala brillando bajo la luz tenue.
—¿Qué pasó, Sara? —preguntó, más lento, cada palabra pesada—. No me vengas con mentiras. Mírate. Estás… diferente.
Mi corazón se detuvo. Mis pestañas largas temblaron, y apreté los puños, las uñas clavándose en las palmas. Quise gritarle todo —lo de Miguel, los cuatro cabrones, el lote, el semen, el dolor—, pero mi lengua pesaba como plomo. “Unos amigos me ayudaron a cruzar”, dije, mirando al suelo, mi culo firme hundiéndose más en el sillón. Era una mentira tan débil que casi me reí de lo patética que sonaba.
Ethan no dijo nada, pero su silencio era peor. Sentí sus ojos grises quemándome, buscando grietas, como siempre hacía. Se levantó, acercándose, y me puso una mano en el hombro. Su toque, que antes me hacía sentir segura, ahora me dio pánico. Me aparté rápido, un “No me toques” escapándose antes de que pudiera parar.
—Okay, Sara —dijo, su voz baja, pero había algo en ella, una chispa de duda que me heló—. Vamos a arreglar esto, pero no me mientas para siempre.
Raúl carraspeó desde la cocina, rompiendo el momento. “Ya están aquí los dos, pues. ¿Qué sigue?”, dijo, pero yo no contesté. Ethan agarró la carpeta, guardándola en su chamarra, y me miró una última vez. “Nos vamos a Pittsburgh en unos días. Descansa, Sara. Lo necesitas.”
Me quedé sola en el sillón, mi pelo rizado cayendo sobre mi cara, mis tetas dolientes bajo la sudadera. El dolor en mi coño y mi culo seguía ahí, un recordatorio de lo que pasó. La culpa por Miguel, por no pelear más en el lote, por mentirle a Ethan, me comía viva. No pensé en la pastilla del día después, no pensé en nada. Solo quería desaparecer, pero Ethan estaba aquí, y sus ojos grises no me soltarían tan fácil.
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