El Castillo de Naipes que Derrumbé – (Parte 5)
Sara se hunde en la culpa en casa de Raúl, evitando a Ethan mientras su cuerpo grita el trauma. Las náuseas empiezan, haciéndola temer un embarazo. Ethan la presiona con su mirada gris, y ella miente más, sintiendo que su castillo de naipes está a punto de colapsar..
El sillón de la sala de Raúl olía a humedad y cigarros viejos, y yo estaba hundida en él, con las rodillas pegadas al pecho como si pudiera hacerme invisible. Habían pasado dos días desde que Ethan llegó a Chula Vista con mis papeles, y sus ojos grises seguían taladrándome cada vez que me miraba. Mi pelo rizado, todavía húmedo de una ducha que no me limpió nada, caía en mechones desordenados sobre la sudadera de Raúl, demasiado grande para mí. Mis tetas grandes dolían bajo la tela, los moretones empezando a ponerse morados, y mi coño y culo seguían ardiendo, un recordatorio constante de lo que pasó en ese lote baldío. Mi piel canela, que antes brillaba como si el sol la quisiera, ahora parecía apagada, y mis uñas negras rascaban mis muñecas sin parar, dejando rayas rojas que nadie veía.
Ethan estaba en la cocina con Raúl, sus voces bajas mezclándose con el sonido de una cafetera que tosía vapor. “¿Entonces ya están listos para Pittsburgh?”, preguntó Raúl, y Ethan respondió algo que no alcancé a oír, su voz grave haciendo eco en mi cabeza. Me encogí más, mis caderas anchas apretándose contra el sillón, mi culo firme todavía magullado por las manos sucias de esos cabrones. No podía pensar en Pittsburgh, en empezar de nuevo con Ethan, cuando mi cuerpo seguía gritando lo que hice —lo que me hicieron.
Esa mañana, me había despertado con el estómago revuelto, una náusea que me subió a la garganta como bilis. Corrí al baño, la puerta golpeando contra la pared, y vomité en el retrete, el olor ácido quemándome la nariz. Me quedé ahí, de rodillas, mi pelo rizado cayendo sobre mi cara, las lágrimas pinchándome los ojos. “No, no, no”, susurré, mis manos temblando mientras me limpiaba la boca. No podía ser. No podía estar embarazada. Pero la idea se me clavó como un cuchillo, y no la solté. No tomé la pastilla del día después, después del lote, no pensé en nada, y ahora mi cuerpo estaba hablando por mí, pero solo eran un par de días apenas.
—¿Estás bien, Sara? —dijo Ethan desde la puerta del baño, su sombra alta llenando el marco. Me giré rápido, mi camiseta levantándose un poco, dejando ver mi cintura estrecha marcada por rasguños que no expliqué. Sus ojos grises me escanearon, fríos, metódicos, como si ya estuviera armando un caso en su cabeza.
—S-sí, nomás comí algo malo —mentí, levantándome torpe, mis muslos gruesos temblando bajo los pants. No lo miré. No podía. Sus manos grandes, apoyadas en el marco, parecían listas para atraparme si corría, y su barba rala brillaba bajo la luz tenue, haciéndolo ver más duro de lo que ya era.
—No comes nada desde que llegué —dijo, su voz grave cortándome como vidrio—. ¿Qué te pasa, Sara? Habla de una vez.
—Nada, Ethan, déjame en paz —espeté, empujándolo para salir, pero su cuerpo no se movió, un maldito roble que no cedía. Me atrapó el brazo, no fuerte, pero firme, y sentí su calor quemándome la piel.
—No me mientas —dijo, más bajo, sus ojos grises clavándose en los míos—. Te fuiste sin decir nada, cruzaste con quién sabe quién, y ahora estás así. ¿Qué escondes?
Mi corazón se detuvo, mis pestañas largas temblando mientras intentaba soltarme. “Unos amigos me ayudaron, ya te dije”, murmuré, mi voz rompiéndose. La mentira era tan flaca que casi me reí, pero el dolor en mi coño, mi culo, mi garganta, me calló. Sus dedos apretaron un segundo, luego me soltó, dando un paso atrás.
—Okay, Sara. Pero no soy idiota —dijo, girándose hacia la cocina. Su espalda ancha se alejó, y yo me quedé parada, mis tetas subiendo rápido bajo la sudadera, el aire atascándose en mi pecho.
Me tiré en el sillón otra vez, mis uñas negras rascando más fuerte, la piel de mis muñecas ahora en carne viva. Raúl salió a comprar comida, dejándonos solos, y el silencio entre Ethan y yo pesaba como una losa. Él se sentó en una silla frente a mí, sus manos grandes cruzadas, su pelo negro corto desordenado como si hubiera pasado la noche pensando. No dijo nada, pero su mirada era un maldito reflector, y yo sentía que cada moretón, cada rasguño, brillaba bajo mi ropa.
—Tengo náuseas —solté de pronto, no sé por qué, como si decirlo en voz alta lo haría menos real. Ethan levantó una ceja, sus ojos grises entrecerrándose.
—¿Náuseas? —repitió, lento, como si probara la palabra—. ¿Desde cuándo?
—Hoy… no sé, tal vez es el estrés —dije, mirando al suelo, mi culo firme hundiéndose más en el sillón. No podía decirle que no me había bajado, que el miedo a un embarazo me comía viva. ¿Y si era de él? Habíamos follado antes de la pelea, pero también estaba el lote, esos cuatro cabrones que me llenaron de semen. La idea me dio otra náusea, y me tapé la boca, respirando rápido.
Ethan se acercó, agachándose frente a mí, su cara a centímetros. “Sara, mírame”, dijo, su voz grave pero suave ahora, y yo obedecí, mis ojos cafés encontrando los suyos. Había algo ahí, no solo duda, sino preocupación, y eso me dolió más. “Si estás enferma, vamos al doctor. Si es otra cosa… dime.”
—No es nada, Ethan —mentí otra vez, mi voz temblando, mi pelo rizado cayendo sobre mi cara como una cortina—. Solo necesito descansar.
Se quedó callado, sus manos grandes apoyándose en mis rodillas, y el toque me hizo saltar, un “¡No!” escapándose antes de que pudiera parar. Me miró, su barba rala tensa, y se levantó, dando un paso atrás.
—Descansa, entonces —dijo, frío, volviendo a la cocina. El sonido de una taza golpeando la mesa fue lo único que rompió el silencio.
Esa noche, dormí en el sillón, o lo intenté. Las náuseas volvieron, más fuertes, y el dolor en mi cuerpo no aflojaba. Mis tetas, mi coño, mi culo —todo gritaba lo que pasó, y la culpa por Miguel, por no pelear más, por mentirle a Ethan, me aplastaba. Pensé en su voz diciendo “No me mientas para siempre”, y supe que mi castillo de naipes estaba a nada de caerse. No sabía cómo iba a seguir, pero en unos días nos iríamos a Pittsburgh, y el miedo a lo que mi cuerpo escondía venía con nosotros.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!