Ella
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Hombreenelespejo.
No, no fue por mis acostumbradas miradas de admiración femenina. Ella tenía algo especial. Calculo que cerca de los 40 años (edad en que madura el atractivo de las mujeres), de piel almendrada, ojos penetrantes y un cabello negro semi ondulado que se acoplaba a su caminar altivo, ella me pareció muy atractiva. Su falda de seda negra que le marcaba la circunferencia de las caderas, terminó por hacerla más suculenta a mis ojos.
Eso fue hace poco más de un mes. Desde entonces, casi diariamente venía a la biblioteca y se sentaba en un lugar adelante del mío, siempre dándome la espalda. A veces, al pasar me ofrecía una mirada seria, nunca una sonrisa. A mí no me importaba, por eso, cuando se recogía el cabello, yo fijaba los ojos en su cuello y en los fragmentos de sus labios que eventualmente se asomaban de su perfil. Fue así como descubrí las pecas de su espalda y los granitos de sus mejillas.
Por supuesto, cada que ella se levantaba para ir al baño o por un café, una incansable fuerza se apoderaba de mí para obligarme a abandonar todo lo que estuviese haciendo y observarla embobadamente. Fue así también como me di cuenta de que no tenía el trasero firme ni redondo, pero igualmente hermoso. Yo no dejaba de admirar su delicioso porte al caminar: cada que veía el meneo de sus caderas unas palpitaciones agudas me abrumaban el vientre. A los 30 años el deseo comienza a ser selectivo, pero no deja de ser intenso.
Creo que algunas veces se percató de mis viciosas miradas pues en ocasiones ella volteaba inesperadamente hacia mí o, al regresar con un café en su mano, colocaba sus ojos detenidamente en mi lugar. Gracias a mi acostumbrada timidez, yo siempre agachaba la vista, así que no cruzamos la mirada más de dos veces.
Aunque le di varias ojeadas a sus papeles y a su laptop, no pude averiguar su nombre. Por eso, para mí sólo era “ella”.
“Ella” se me fue convirtiendo en una de esas inquietudes que hacen sudar las manos y humedecer la ropa interior. Cada que la evocaba, mi boca producía saliva en su honor. El placer que mis manos no podían conceder a su cuerpo, lo desquitaban en el mío.
Y así fue… hasta hoy.
Todo parecía normal, rutinario, monótono, como todos los días.
Cuando me levanté de mi lugar jamás me imaginé lo que sucedería. No lo podía creer. Tuve un momento de incredulidad, un aturdimiento de incomprensión. Mi cara lo reflejó, por eso un conato de sonrisa se dibujó en el rostro de ella. Yo me sentí más imbécil. Pero seguía sin creerlo. ¿Se había equivocado? ¿O lo había hecho yo? Como quiera que fuese, pero ella y yo estábamos solos en el mismo cuarto de baño.
Aunque reconocí el lavabo donde tantas veces me había aseado las manos, no dije nada e intenté salir de ahí con una premura producto de mi ansiedad. Ella detuvo mi huida tomándome la mano, haciéndome a un lado y accionando el seguro de la puerta. El roce con su piel despertó al desquiciado perro que habita en mi pecho.
Se volvió hacia mí y me dedicó una mirada seductiva. Yo comencé a sudar. Dio un paso hacia mí y yo sentí como si la piel se me fuera a resbalar de los músculos.
Estiró sus brazos, tomó mis manos y las dirigió hacia su cintura. Ahí las dejó. Sus manos no eran ni tersas ni arrugadas; eran sus manos.
Yo no dije nada, no sólo por no saber con qué idioma comunicarme con ella, sino porque ninguna palabra o frase podía traducir fielmente lo que mi cuerpo experimentaba.
Ella tampoco dijo nada, pero porque en su caso sí sabía lo qué hacía.
Me volvió a mirar con esa certeza de saberse dueña del momento y de mí.
Posó sus dos manos en mis mejillas. Yo volví a sentir su inquietante calidez.
Sus ojos eran una hoguera.
Un fulminante golpeteo de sangre convulsionó mi cuerpo y me esclavizó al de ella.
La vi morderse sus labios rosados. No me vi, pero sentí mi cara enrojecida.
Entonces, en lo que fue un glorioso instante, sin dejar de tocarme las mejillas, acercó su rostro al mío y humedeció mis labios con los suyos.
Su aliento me embriagó. Por eso, mis manos, antes temerosas, sostuvieron con fervor su cintura para no dejarla ir. Mi lengua se estrujó gustosamente con la suya. Su boca sabía a fresa azucarada, a champagne acaramelado, a exquisita incredulidad.
Un hilito de saliva se derramó de la comisura de mis labios.
Exploré su boca, chupé su lengua, mordisqué sus labios.
Aspiré su vaho, absorbí su humedad, provoqué su agitación.
El pantalón comenzó a estorbarme porque lo sentí chico y mojado.
Mis dedos se colaron entre su blusa y reconocieron los poros de su espalda. Sentí su piel erizarse. Acerqué su cuerpo al mío para que ella sintiera lo que me había provocado. Sentí la masa de sus pechos. Mi pene hecho bolas en mi pantalón friccionó su vientre y se depositó en la hendidura de su entrepierna.
Mi mano izquierda recorrió delicadamente el contorno de sus caderas, bajó hasta el límite de su falda y se detuvo en la piel de sus piernas. Ella acelero su respiración y abandonó sus efímeras resistencias.
Ahora, yo era el dueño del momento.
Mi lengua retozaba en la suya.
Mis labios mordían los suyos.
Mis pectorales palpaban sus pezones.
Mi sexo coqueteaba con el suyo.
Mi mano derecha acariciaba su cuello.
Mi mano izquierda provocaba el temblor de sus piernas.
El espejo del baño comenzaba a empañarse.
Vencí el último reducto de mi timidez, retiré mis labios de los suyos, y la miré con devoción. Ella se sonrojó. No di tiempo a la incomodidad, así que volví a abrazarla. Le besé su oreja izquierda, olfateé su cabello, volví a acariciarle las piernas y froté nuevamente mi rígido pene con su tibio sexo.
Su piel era una caldera.
Le besé la mejilla y comencé a pasear mis labios por su nuca. Circulé apeteciblemente mis dedos por sus glúteos hasta cruzar la frontera de su ropa interior. Mis labios siguieron su recorrido natural, así que lamieron sus hombros y su cuello hasta bajar a sus prometedores pechos. La despojé de su sujetador y entonces brotaron dos pechos tan tersos y jugosos como dos melocotones inacabables.
Ella respiraba agitadamente.
Al ver sus peones rozados y erectos, dejé que mi boca probara esa tentadora fruta madura con delicia y esmero. Mis oídos escucharon las agitadas palpitaciones de su corazón.
Chupé y relamí sus pezones mientras dejé que mis dedos alcanzaran su destino final. Entonces, toqué con delicadeza su piel rugosa más íntima.
Ella estaba empapada.
Mis dedos abrieron senderos en su vulva y se embadurnaron de un líquido pegajoso que me llevé a la boca para probarlo. Ella rasguñó mi espalda y aprisionó mis nalgas entre sus uñas.
Ella comenzó a quitarme el pantalón. Yo le ayudé a terminar la obra y ante ella emergió un pene duro, de carne roja y húmeda que desde hace un mes ya la esperaba.
Ella lo sujetó con sus dos manos, lo acarició y comenzó a amasarlo enajenadamente, deslizándose con ayuda el líquido preseminal.
Yo sentí como un espasmo me recorría por todo el cuerpo.
Sin dejar de lamerle los pezones, llevé mis dedos al montículo de su vulva.
Ella jadeó.
Le quité su prenda interior y le levanté la falda hasta su cintura. Su piel más íntima quedó al descubierto. Ella cerró los ojos, llevó sus manos a mi cuello y abrió más las piernas.
Entonces, la tomé de las caderas y acerqué mi pene hasta la entrada de su vulva. Lo pasé por encima, lo froté, lo restregué.
Dejé que mi glande besara sus labios vaginales.
La sostuve de sus glúteos, la levanté y la senté en el lavabo.
El espejo reflejó mi cara sudorosa.
Ella se desvaneció en mis brazos.
Le levanté el rostro con un beso.
Mientras le chupaba los labios, metí suavemente mi sediento pene en el néctar de su vagina.
Ella quitó su boca de la mía y expulsó un templado gemido de placer a manera de bienvenida.
Había entrado al paraíso.
Metí mi pene hasta el fondo. La estreché fuertemente en mis brazos y la besé desesperadamente.
Saqué despacio mi pene.
Lo volví a meter apetitosamente, patinándola en su lubricación.
Ella mordió mi hombro.
Nuestro sudor se confundió con nuestros líquidos sexuales.
Un dulce olor a sexo se impregnó en el aire.
Yo me movía firme pero gustosamente dentro de ella, explorando cada hueco, copando cada rincón.
Fue entonces cuando me di cuenta del placer que le provocaba mi movimiento lateral hacia la izquierda.
Así que seguí por ahí.
Sin dejar de asirme de su cintura, acariciarle las caderas, succionarle los pezones, probarle los labios, ni contemplarle el rostro, la penetraba como si la vida se me fuera en ella, saboreando cada segundo de esos momentos.
Entonces llegó el climax.
El sudor fue más pegajoso.
Los rostros más descompuestos.
Los movimientos más intensos.
La confianza más inquebrantable.
Sentí que su corazón estaba a punto de salírsele del cuerpo.
Cuando yo estaba a punto de rendirme, ella echó su cabeza hacia atrás y su boca expulsó un ligero gruñido de ahogo. Yo entendí el mensaje, así que no desistí.
Me moví hacia el frente, de forma circular y hacia abajo.
Ella depositó sus uñas en mi espalda.
Yo abracé su cintura y seguí con mi impulso.
Entonces, ella dejó escapar un placentero sollozo, rasguñó mi espalda, y mi pene se cubrió de un viscoso fluido.
Sus poros se erizaron y su cuerpo se arropó de una paz relajante.
Cerró sus ojos y descansó su rostro en mi hombro derecho.
Me sentí el rey del mundo.
“Entonces es mi turno”, pensé.
Sin embargo, cuando había decidido liberarme, cuando estaba seguro de tocar definitivamente el cielo, miré el reloj, levanté la vista y todo se esfumó.
Ya era viernes por la tarde, hora de regresar a casa y su lugar seguía vacío.
Ella tampoco iría a la biblioteca ese día.
La semana se me fue sin verla.
Guardé mis cosas y salí.
No, no sucedió.
Pero me encantaría que sucediera… si no fuera por la promesa de fidelidad que le hice a mi esposa hace cinco años.
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