En la ducha con Yeimi
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Hombreenelespejo.
Al darse cuenta de mi presencia, su rostro se sonrojó desvelándome su coqueta timidez. Balbuceó algo que no entendí y agitó sus manos nerviosamente.
Distinguí una redondez natural en su blusa. No llevaba sujetador.
Mi pene se estremeció con un latido.
Le dije a Yeimi que se tranquilizara, que no pasaba nada.
Y le pedí que no se fuera.
Sus ojos verdes me prodigaron una mirada atónita.
Sentí otra punzada en el pene.
Estaba empapado pero me acerqué a ella. Arrimé mis manos a las suyas. Estaban secas e inquietas.
Varios charcos se formaron en torno a mis pasos dados.
La boca de Yeimi dejó escapar un “no” titubeante.
Su blusa turquesa y su pantalón blanco se mojaron al restregarse con mi cuerpo. Segundos después, sus labios también se remojaron con los míos.
Su resistencia sin convicción hizo más candente mi tan esperado paladeo de sus labios.
Mi pene fue sacudido por otra intensa ráfaga de sangre.
Tocar su piel fue como lo imaginaba: una sensación fragante.
Su cuerpo de mujer treintañera es perfecto para la caricia más devota, aquella que no se da ni a uno mismo.
Abrazarla, rodear su espalda, apretujar sus pechos, oler su cabello, enredar las piernas en las suyas fue definir al erotismo sin la incomodidad de las palabras.
Yeimi cerró los ojos. Mi humedad obró a favor de su convicción.
Mi pene alcanzó su grosor definitivo y su curvatura acostumbrada.
Yeimí refregó su vientre en mi miembro. Yo hice justicia al momento, así que le sujeté la cara, mezcle mis dedos entre su larga cabellera y le comí la boca sin piedad.
Ella jadeó.
Aprovechando su arrebato, mandé mis manos a una profunda labor de reconocimiento de ese diminuto y curveado cuerpo.
Le recorrí cada escondite de la piel con mis dedos. La rasguñé delicadamente. Exprimí exquisitamente sus pechos y sus caderas con mis manos.
Fue arrebatador.
Fuimos beso a beso, roce a roce, mutuamente despojándola de las incomodas telas que le cubrían el cuerpo.
Hasta que Yeimi quedó desnuda.
Mi gusto se colmó al ver libremente sus pezones erectos y su enjambre sexual.
No lo pude evitar, así que lancé mis labios a sus pechos y mis dedos a su vulva.
Yeimi plantó sus manos en mi pene y comenzó a hurgarlo desesperadamente.
Lo más embriagante del momento fue que Yeimi aceptó mi pacto de gestos y me concedió plena autonomía para arar su piel y cultivar placer en sus poros. No hay nada más exquisito que la libertad para explorar un cuerpo femenino.
Y sujetarla del talle,
lamerle arrebatadoramente los pezones,
tatuarle el cuerpo a besos,
estimularle el sexo con los dedos,
escucharla jadear
sentir ese liquido recorrerle por los muslos.
Creo que Yeimi se sintió culpable del goce, por eso se agachó frente a mí, situó su mano izquierda en mis nalgas, la otra en mi carnoso y palpitante pene, y arremetió a lengüetazos mi rojizo glande.
Era excitante sentir su lengua recorrer mi miembro, sorber mi glande e introducirse en su boca mis diecisiete centímetros.
Sus labios rozando mi escroto me hacían sentir espasmos en mi vientre.
Yo también me sentí culpable.
Así que la levanté y, a punta de besos violentos, la llevé a la ducha.
El agua tibia se evaporaba en nuestros cuerpos ardientes.
Le recargué la espalda en la pared, froté mi pecho en sus respingados pezones, levanté su muslo izquierdo a la altura de mi cintura, y llevé mi pene al umbral de su rosada vulva.
Estaba empapada.
Me introduje poco a poco, dejando que mi glande coqueteara con sus paredes vaginales. Despacio, suave y delicadamente.
Estaba cálida y acogedora.
Empujé hasta el fondo y nuestros vellos púbicos se fundieron en un solo sudor. Más que disfrutar el tocar fondo, me enloquece esa unión de vellosidades.
Ella bufó.
Yo sentí contracciones.
Ella se aferró a un tubo de la ducha.
Yo la tomé de las caderas y aumenté la cadencia de mis movimientos.
Los dos flotábamos en el aire. Parecía que habíamos vencido a la gravedad.
Después de unos minutos, me salí de ella y la volteé. La empujé cariñosamente de la espalda. Ella se inclinó y se volvió a sostener del tubo de la ducha.
Siempre me ha desquiciado la imagen de unas nalgas y una raja abierta.
Puse mis manos en sus caderas y me acerqué lentamente, para alargar el preámbulo.
Entonces, mi pene recorrió sus muslos, sus curvas, y llegó a sus labios vaginales. Les propinó un beso ensalivado y entró lenta pero decididamente en su interior.
Yeimi emitió un grito ahogado.
Yo sentí vértigo cuando mi pelvis tocó la carne de sus nalgas. Ese es otro de mis placeres más desenfrenados.
Y sujetarme firmemente de las caderas.
Y manosear la espalda inclinada.
Y entrar y salir mientras estimulo el clítoris con mi escroto y con los dedos.
Yeimi gritaba pero no dejaba de acompañar mis movimientos con sus ondulaciones.
Cuando era adolescente yo creí que era una anormalidad la pronunciada curvatura de mi pene en erección, bastante parecida a la de una banana. Pero después me di cuenta de que es una bendición: estando dentro y haciendo movimientos serpenteados, desgarra de placer a las mujeres.
Diez minutos después, Yeimi chorreó mi pene con un líquido viscoso y aromático.
No hay nada más placentero que prodigar placer.
Sin dejar de sujetarme del paraíso de sus caderas, le besé sus nalgas y deslicé mi lengua por la curvatura de su espalda. Sentí como su piel se erizó.
Mis manos cubrieron sus pechos.
Ella gimió.
Entonces, sin abandonar la postura, y mordisqueando el lóbulo de su oreja, empujé con convicción.
Minutos después, una sensación de desvanecimiento me cubrió el cuerpo. Perdí la conciencia durante unos segundos en los cuales mis venas fueron inyectadas de una celestial sensación de serenidad.
Nos cubrimos con las toallas.
Verla secar su cuerpo me pareció muy sensual.
Yeimi me dio lo que, a la postre, fue nuestro último beso en los labios.
Y salió del baño convencida de que seguiría conservando a su amiga, en ese entonces, mi novia.
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