EXTRAÑO TU BOCA, Y TÚ A LA MÍA (2)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Mar1803.
Cada vez que me era posible, te acariciaba las tetas, me acomodaba abrazándote desde atrás y, sin dejar de masajearte el pecho, te besaba en el cuello y la cara. Te calentabas de inmediato. “No me calientes porque no tengo tiempo ahorita”, protestabas restregando tus nalgas en mi pubis. Después te volteabas para bajarme el cierre de la bragueta. Al sacarme la verga te ponías a mamarla con mucha gula.
—¿No te dieron verga ahora?
—Esta semana no está mi marido en la ciudad y tengo muchas ganas… —decías al sacar momentáneamente mi falo de tu boca, y seguías afanándote para que mi pene quedara tieso.
Al tenerlo del tamaño que querías, te bajabas los pantalones y los calzones pidiéndome que te penetrara. Yo te cargaba y te llevaba al sofá del despacho. Te pedía que te encueraras y tú protestabas porque tenías poco tiempo “encuerados no…”, decías, pero te seguías quitando la ropa; yo hacía lo mismo, quitarme la ropa.
Nuestras relaciones eran más frecuentes cuando tu esposo andaba fuera, y disminuían si él no salía pues en estas ocasiones respondías a mis peticiones con un “no debemos, sólo mi cónyuge me debe hacer eso”. Te refutaba con el argumento “yo solamente te voy a mamar, eso no te lo da él” y aceptabas después de fingir un poco de resistencia.
—Yo no hubiera sido capaz de hacerlo con otro, pero mi esposo me deja sola mucho tiempo…
—¿Cogen mucho cuando él está en la ciudad?
—Sí, acostamos temprano a los niños y nos vamos a la cama. A veces desde las ocho ya estamos empiernados.
—No lo dudo, estás tan buena que él ha de querer estar siempre adentro de ti.
—No, a él no le gusta tanto, yo soy la que lo obliga. Se viene pronto y quiere dormirse.
—¿Y qué haces tú?
—Lo dejo descansar un poco y luego le mamo la verga y los huevos, le gusta tanto como a ti.
—¡Es que lo haces muy rico!, se la has de parar de inmediato.
—Sí, cuando se le vuelve a parar yo me subo y empiezo a cabalgar hasta que me vengo dos o tres veces, lo dejo descansar otro poco y lo vuelvo a mamar. Si no se viene así en mi boca, me vuelvo a subir…
—Seguro que se duermen hasta que él se vacía en tu hermosa boca mamadora…
—Sí… —contestas y llenas tu boca con mi falo.
—¿A que saben las venidas de tu esposo?
—No siempre saben igual, no sé por qué. Pero la que quiero probar es la tuya —me contestaste completando el 69.
Alguna vez me pediste que no te chupara con tanto ímpetu en las tetas pues una vez quedaste con un moretón que advirtió tu marido y preguntó por ello; le dijiste que no recordabas qué te pudo haber pasado, “quizá en un juego con los niños ellos me golpearon o pellizcaron”, le contestaste restando importancia al asunto y siguieron él y tú con los juegos del sexo.
A veces disponíamos de más tiempo y descansábamos llenándonos de caricias en tanto que contestabas mis preguntas con la espontaneidad mayor que he visto en una mujer a quien le requieren que hable sobre sus momentos más íntimos.
—¿Tu esposo te besa y acaricia mucho? —pregunté y me contestaste con una negativa—. Malo… ¡Qué menso es, estás tan buena…! —te decía al tiempo que te acariciaba con más ternura y mi boca se afanaba en desparramar besos sobre tu cuello y hombros, que eran con los que no me podías negarte al resto de mis caricias. Eso acostumbraba a hacer hasta que restregabas tus nalgas en mi pubis, ronroneando para pedir que te cogiera.
—¿Qué haces en las noches que estás caliente y sin marido?
—Me acaricio la panocha hasta que me vengo y duermo tranquila. —según me contaste, “panocha” es la palabra que suele usar tu esposo, en cambio, de niña tu madre se refería a la vagina como “el tamal”, pues la apariencia que da una vagina sin vellos es la misma que muestran las hojas de maíz con las que se envuelve la masa de ese alimento típico de México.
—Enséñame cómo te masturbas —pedí incorporándome para sentarme y ver todo tu cuerpo.
—Le hago así… —dijiste comenzando a acariciarte el monte de Venus.
Miraba como cerrabas los ojos y tus masajes tardaban más tiempo en el clítoris que en el monte… Por casi cinco minutos estuviste así hasta que te viniste y con un gesto de amplia satisfacción abriste los ojos para sonreír.
—¿En qué piensas cuando te masturbas? —pregunté queriendo saber más.
—En que me cogen o me chupan…
—¿Quienes?
—Mi marido que me coge rico con su verga grande o tú que me chupas divino… ¿Y tú, te masturbas? —me preguntaste y yo moví afirmativamente la cabeza para contestarte—. ¿Cómo le haces?
—Me la jalo mucho hasta que me vengo —dije resignándome a tener que corresponder con lo que acababas de hacer, pero tu mente estaba en otro nivel…
—¿Y en qué piensas?
—Últimamente en ti, en tu oloroso tamalito —dije al tiempo que me inclinaba para besar tu pucha y aspirar su aroma.
—¿De veras? —preguntaste manifestando evidente emoción y contesté otra vez con un gesto afirmativo, sin soltar de mis labios tu clítoris— ¿Me recuerdas encuerada?
—Sí, encuerada y ensartada, es como te ves más bonita —dije antes de besarte en la boca abrazándote con ternura mientras nuestras lenguas se trenzaban.
La semana en que tu marido no estaba sólo te oponías cuando menstruabas, pero si la ausencia era mayor que una semana eso no te importaba mucho… aunque para mamarme el pene lo limpiabas bien antes…
En los momentos de descanso te pedía que posaras para mí en todas las posiciones de la clásica pornografía. Lo hacías alegremente y sin recato. Fueron muchas maneras en que hice posar y varias veces dejaste que te tomara algunas fotografías. Un lunes, interrumpiste mi trabajo para platicar un poco y a los dos minutos ya me habías sacado el pene para chuparlo. Te desvestí y me encontré con la sorpresa de que te habías rasurado el coño.
—¿Te rasuró tu esposo o tú porque él te lo pidió?
—Yo, porque ayer íbamos a ir al balneario, y no me gusta que se me salgan los pelos.
—¿Y eso qué? Los tienes muy bonitos, deja que los demás los vean y se imaginen lo tupido que está tu panocha.
—No, es de mal gusto.
—A mí me gustan tus pelos.
—¿Así no te gusto?
—¡Claro que sí! —contesté antes de chuparte y constatar que no tenías más de 48 horas de rasurada —. ¿Qué le gusta más de ti a tu esposo?
—Mis nalgas —contestaste volteándote y te inclinaste un poco para que te las viera. Las acaricié y besé, hubiera querido morderlas, pero me contuve sabiendo que te dejaría marcas. Con cada beso y lamida míos, se escuchaba el ronroneo de una gata que exigía la penetración, nunca pude negarme, tampoco esa vez…
Te pedí que abrieras los labios por pares. La luz se reflejaba en lo brillante de tu flujo que se derramaba con el trabajo de mis arremetidas. Bastaba que abrieras las piernas para que la mezcla de mi semen y tu flujo brillara blanca en el interior de tu raja. ¡Te veías magnífica! El diminuto lunar que tienes en el borde de tu labio exterior derecho resaltaba en la piel rasurada.
—¿Y cómo les fue en el balneario?
—No fuimos, porque él se quedó durmiendo “la mona”, se emborrachó el sábado.
—¿Te coge mejor borracho o en sus cinco sentidos?
—Borracho se pone muy caliente, me coge mucho y se viene más veces, pero no me gusta que tome.
—Bueno, aunque no te guste así, aprovéchalo… —como respuesta, sonreíste haciendo a la par un gesto de resignación.
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