La última vez que fui ella
Gracias totales!! y hasta nunca.
Habían pasado unos meses desde todo lo que había vivido en casa. Mi vida había vuelto a la normalidad… o algo parecido a eso. Dirigir mi propia empresa me ocupaba casi todo el tiempo, pero últimamente sentía una energía distinta en mí, como si hubiera dormido, esperando despertarme.
Cuando surgió la oportunidad de viajar a Miami por trabajo, lo vi casi como una escapatoria. Era una misión importante: expandir parte de mi negocio al mercado estadounidense. Como dueña de la empresa, estaba acostumbrada a reuniones tensas, firmas de contratos, cenas diplomáticas… pero esta vez era distinto.
Mi amiga Camila, que hacía años vivía en Miami, insistió en que me quedara en el mismo hotel que ella. Trabajaba en el mundo de los eventos y siempre estaba rodeada de gente importante. Además, tenía guardaespaldas propio, algo que a mí me parecía un lujo excesivo… hasta que lo conocí.
La primera noche, bajé al lobby a encontrarme con Camila. Ella estaba impecable, como siempre. A su lado, estaba él: Marcus. Alto, imponente, piel negra, traje oscuro perfectamente entallado. Tenía unos brazos enormes y una postura que no dejaba lugar a dudas: nadie se le acercaría si él no quería.
Camila sonrió y me lo presentó:
—Alma, te presento a Marcus, mi seguridad personal.
—Mucho gusto, señora —dijo él, con esa voz grave y pausada que parecía retumbar en el pecho.
Cuando me miró a los ojos, sentí un leve cosquilleo recorrerme la nuca. Me obligué a mantener mi porte serio y profesional. Después de todo, yo era la dueña de una empresa, estaba en un viaje de negocios… No podía dejar que un simple cruce de miradas me desestabilizara.
Durante la cena, Marcus se mantuvo firme, a cierta distancia. Parecía concentrado en vigilar el lugar… pero de vez en cuando, sentía su mirada clavarse en mí. Y cada vez que sucedía, me costaba volver a concentrarme en lo que Camila decía.
Algo en mí estaba alerta, como si una parte mía, cuidadosamente guardada, comenzara a despertar.
Habían pasado solo dos días desde que llegué a Miami y ya me sentía diferente. No sabría decir exactamente qué me estaba pasando, pero algo en mí se había encendido.
Quizás tenía que ver con estar lejos de casa, lejos de las miradas conocidas… o tal vez era Marcus. Su sola presencia me hacía estar más consciente de mi cuerpo, de cada movimiento, de cada mirada.
Por las mañanas, me vestía como siempre: trajes elegantes, blusas de seda, faldas lápiz. Pero en el fondo de la valija había llevado ropa que nunca me hubiera atrevido a usar en Buenos Aires. Vestidos ajustados, telas que se pegaban a la piel, escotes más profundos de lo habitual.
Y empecé a usarlos. No para nadie en particular… o al menos, eso me repetía.
La noche siguiente, tenía cena con un grupo de empresarios locales. Me puse un vestido rojo, entallado, que me marcaba la cintura y se ceñía en las caderas. El escote era pronunciado, aunque no vulgar. Me miré en el espejo y me sentí… poderosa. Sexy.
Pero también vulnerable. Así que, antes de salir, me cubrí con un saco negro largo, casi hasta las rodillas.
Cuando bajé al lobby, Camila me esperaba, radiante como siempre. Y, a unos metros detrás de ella, Marcus.
—Alma, estás divina —dijo Camila, dándome un rápido vistazo de arriba abajo—. ¿Vas a ir tapada toda la noche con ese saco?
—No seas tonta —respondí, riendo—. Es solo para disimular un poco…
Marcus no dijo nada. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, noté cómo sus ojos bajaron un instante hacia mi escote, apenas visible entre las solapas del saco. Y luego volvió a mirarme a los ojos, serio, aunque había algo distinto en su expresión.
No pude evitar que un leve calor me subiera por el cuello. Me sentí descubierta… y, para mi sorpresa, me gustó.
Los días pasaban entre reuniones, cenas de negocios y eventos interminables. Yo me mantenía firme, profesional, impecable. Pero por dentro, cada noche que cruzaba miradas con Marcus, algo se me desordenaba.
No pasaba nada entre nosotros. Ni un gesto fuera de lugar, ni una palabra más de las necesarias. Y sin embargo… todo estaba dicho en el modo en que él me miraba cuando creía que nadie lo notaba. En cómo se colocaba siempre un paso detrás mío, como si fuera una sombra protectora.
Yo seguía usando mis vestidos más atrevidos, pero siempre tapados por un abrigo elegante. Y él, siempre impecable, con ese cuerpo que parecía hecho para el pecado y esa seriedad que me ponía los nervios de punta.
En los eventos, varios hombres se me acercaban. Algunos con modales y sonrisas sinceras. Otros, más insistentes, con comentarios sutiles que rozaban lo inapropiado.
Una noche en particular, en un cóctel de cierre, un empresario canadiense se pasó de la raya. Me había estado siguiendo por todo el salón, intentando convencerme de tomar algo “en privado”. Yo le había respondido con diplomacia, pero él insistía. Se acercó demasiado. Me rozó la espalda al hablarme al oído.
Y ahí apareció Marcus.
No sé en qué momento se había colocado a mi lado, pero de pronto lo sentí. Su cuerpo imponente, su brazo que me rodeó suavemente por la cintura para alejarme del hombre sin decir una palabra.
—La señora no está interesada —dijo con voz grave, sin alzarla, pero con una firmeza que congeló el ambiente.
El canadiense retrocedió, murmuró una disculpa y desapareció. Yo me quedé inmóvil, con la respiración agitada.
Marcus aún tenía su mano en mi cintura. Solo por un segundo más… pero fue suficiente.
Me aparté despacio, acomodándome el saco, sin mirarlo. No podía. Sentía el pulso latiéndome entre las piernas.
Esa noche, al volver a la habitación, cerré la puerta y me apoyé contra ella. Jadeaba. Me quité el saco. El vestido rojo se me pegaba al cuerpo. Me quedé así, a oscuras, sola… y tan mojada como hacía tiempo no me sentía.
Los días siguientes transcurrieron entre reuniones y eventos, pero también con pequeños momentos a solas con Camila. Era mi cable a tierra en esa ciudad que me resultaba tan excitante como agotadora.
Una tarde, después de una serie de conferencias interminables, decidimos tomar algo en la terraza del hotel. El sol caía sobre los rascacielos y todo parecía teñido de oro. Yo llevaba mis lentes de sol, el saco negro, y debajo, un vestido de seda azul que apenas se insinuaba.
Camila me observó de reojo mientras me servía una copa de vino blanco.
—Últimamente estás distinta —me dijo, con esa sonrisa suya, medio cómplice, medio curiosa.
—¿Distinta cómo? —pregunté, intentando sonar casual.
—No sé… —dijo, moviendo la mano en el aire—. Como… más viva. Más luminosa. Y no me vengas con que es solo el viaje de negocios, ¿eh?
Me reí, encogiéndome de hombros.
—Son tus ideas. Será el clima de Miami.
—Ajá —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Tiene algo que ver con cierto guardaespaldas alto y grandote?
Tragué saliva, intentando mantener la compostura.
—Camila… por favor. Es tu seguridad personal, no mío.
—Pero él te mira. Y vos lo mirás a él. —Hizo una pausa, bajando la voz—. Alma… Marcus no es cualquier tipo.
La forma en que lo dijo me dejó fría.
—¿Qué querés decir?
Camila se llevó la copa a los labios, dudando. Bajó la vista hacia el patio del hotel, donde Marcus estaba apostado cerca de la puerta, con sus brazos cruzados, escaneando el lugar.
—Nada… —dijo finalmente—. Solo… que tengas cuidado.
—¿Cuidado de qué? —insistí.
Camila me miró y se limitó a decir:
—A veces no todo es lo que parece.
Antes de que pudiera seguir preguntando, ella cambió de tema con habilidad. Empezó a contarme anécdotas de empresarios famosos, de fiestas exclusivas, de contratos millonarios. Pero algo se había instalado entre nosotras.
Esa noche, cuando volví a mi habitación, me sentía más revuelta que nunca.
Ahora no solo me excitaba la presencia de Marcus. Sino que empezaba a preguntarme qué estaba escondiendo Camila… y por qué sentía que había mucho más detrás de la mirada intensa de ese hombre.
Después de aquella conversación en la terraza, algo cambió en mi manera de mirar a Camila.
La conocía hacía años, pero ahora, cada vez que hablaba de su trabajo, me parecía que dejaba cosas afuera. Decía que se dedicaba a organizar eventos, fiestas, conferencias… pero había demasiados silencios, demasiadas miradas evasivas.
Estábamos en la terraza del hotel, al atardecer. El cielo estaba teñido de rosa y naranja. Camila parecía inquieta, moviendo el tallo de su copa de vino entre los dedos.
Yo la miré fijamente.
—Camila… ¿Qué está pasando? —pregunté—. Te conozco. Estás rara hace días.
Ella bajó la vista.
—No quiero que me juzgues, Alma.
—No voy a juzgarte —le aseguré—. Pero necesito saber la verdad.
Respiró profundo, como si se preparara para saltar al vacío.
—Alma… Yo no solo trabajo en eventos. También soy creadora de contenido para adultos.
La miré, parpadeando.
—¿Creadora de contenido… sexual?
—Sí —dijo, alzando un poco la barbilla—. Hago fotos, videos, sola o con otras personas. Todo profesional, consensuado. Es mi negocio. Me va bien.
Me quedé callada unos segundos. No sabía bien qué decir. Ella siguió rápido, como temiendo mi reacción:
—Y antes de que me preguntes… sí, Marcus grabó una escena conmigo. Fue una sola vez. Nada más. Él no es actor ni creador de contenido. Fue algo puntual, me hacía falta un partner, y él… bueno, aceptó.
—¿Y por qué él? —pregunté, todavía procesando.
—Porque es un bombón —dijo, medio riéndose, medio avergonzada—. Y porque es alguien de confianza. Pero no estoy enamorada de él ni nada. Fue puramente trabajo.
Tragué saliva.
—¿Por qué no me contaste antes?
Camila me miró con ojos brillosos.
—Tenía miedo de perderte, Alma. Sos mi amiga, sos mi familia en muchos sentidos. Y pensé… “¿Qué va a pensar Alma de mí si se entera?”
Suspiré. La miré largo.
—Camila… —dije finalmente—. No te voy a dejar de querer porque seas creadora de contenido. Sos mi amiga igual. Me sorprende… sí. Pero no me voy a alejar de vos.
A Camila se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ay, boluda… —dijo, riéndose entre lágrimas—. Te amo.
Me reí también, aunque el corazón me latía fuerte.
—Pero Marcus… —dije, bajando un poco la voz—. No sabía nada de esto.
—Él no quiere que se sepa —respondió Camila—. No le gusta hablar del tema. No es su mundo. Sólo me hizo el favor.
—¿Y él sabe que vos me estás contando esto?
—No… —admitió Camila—. Me pidió que no te dijera nada. Pero no puedo más. Te veía mirándolo distinto, y vos no entendías nada… y me sentí horrible.
Me quedé en silencio, mirando las luces que empezaban a encenderse en la ciudad. Todo me daba vueltas en la cabeza.
Camila me tomó de la mano.
—No me odies, Alma.
—No te odio —dije con suavidad—. Solo… necesito tiempo para procesar.
Ella asintió, aliviada.
En ese momento, sentí una sombra a nuestras espaldas. Me di vuelta… y ahí estaba Marcus, serio, imponente, con los brazos cruzados.
Nuestros ojos se encontraron. Y aunque todavía me sentía desconcertada, el deseo volvió a subir por mi cuerpo como una llamarada.
Y Marcus… cada vez que alguien nombraba a Camila, él tensaba apenas la mandíbula. Como si se le activara algún recuerdo que prefería no tener.
Una noche, después de una cena protocolar, Camila me arrastró a un bar algo más informal, lleno de luces de neón y música electrónica. Yo llevaba un vestido negro muy corto, debajo de mi inseparable saco. A Marcus lo vi más relajado, sin corbata, aunque igual de atento.
Mientras bailábamos, Camila se acercó a mi oído:
—No sabés lo que es tener a Marcus en la cama…
Me quedé helada.
—¿Qué dijiste?
—Nada, nada —dijo ella, riéndose y moviendo las manos como si espantara un mosquito—. Estoy borracha, no me hagas caso.
—Camila…
—¡Alma, bailá! —cortó ella, dándome vuelta y empezando a moverse con la música.
Pero yo ya no podía sacarme esa frase de la cabeza.
Un rato después, fuimos al sector VIP, donde algunos hombres se acercaron a charlar. La mayoría con intenciones bastante claras. Uno de ellos, un ejecutivo local, se puso especialmente insistente. Me tocó el brazo mientras hablaba, se acercaba demasiado.
Marcus apareció detrás de mí en silencio, como un muro.
—Señora Alma, ¿necesita algo? —preguntó, con esa voz suya que parecía retumbar en el pecho.
—Estoy bien, Marcus —murmuré, aunque me costaba mirar al hombre que estaba intimidando.
El ejecutivo intentó bromear:
—Ey, tranquilo, solo charlábamos…
Marcus no le respondió. Solo lo miró fijo. El tipo se fue en menos de diez segundos.
Me quedé temblando. No solo de nervios, sino… de otra cosa. Era como si Marcus supiera exactamente cuándo intervenir. Y cada vez que lo hacía, sentía que me latía el corazón entre las piernas.
Esa noche, de vuelta en mi habitación, me senté frente al espejo, todavía vestida, con el saco apenas abierto. No podía dejar de pensar en dos cosas:
Primero, en cómo me excitaba la forma en que Marcus me protegía.
Segundo… en lo que había dicho Camila.
No sabía exactamente qué me estaba ocultando, pero algo me decía que Marcus y ella compartían un pasado mucho más íntimo de lo que imaginaba. Y que, de alguna forma, yo estaba metiéndome en medio de eso… sin poder ni querer evitarlo.
Esa noche, no podía dormir. Tenía el cuerpo encendido, los sentidos en alerta. Todo me alteraba: el aire cálido de Miami, la ropa que usaba debajo del saco, las miradas de Marcus…
Estaba tirada en la cama del hotel, en silencio, con el celular en la mano. Dudé unos segundos, y abrí el chat con mi marido.
Hacía días que nuestras conversaciones eran breves, casi frías. Él estaba ocupado, distante, como si yo estuviera a miles de kilómetros… que, en realidad, lo estaba.
Aun así, me animé a mandarle un mensaje:
—Hola… ¿Estás despierto?
Pasaron varios minutos antes de que contestara:
—Sí. ¿Qué pasa?
Tragué saliva. Escribí:
—Te extraño.
Hubo otro silencio. Hasta que finalmente llegó su respuesta:
—¿En serio?
—Sí… Me cuesta dormir sola.
—¿Qué llevás puesto?
Eso me tomó por sorpresa. No solía hablarme así. Me quedé mirándolo, dudando, con el corazón acelerado. Luego escribí:
—Un camisón de seda. Negro.
—Mostrame.
Saqué una foto. Nada demasiado explícito: mis piernas cruzadas en la cama, el tirante caído en el hombro. La mandé.
—Estás hermosa —escribió él—. Tocáte.
Sentí un cosquilleo recorrerme el cuerpo. No era ternura lo que sentía. Era deseo. Brutal, urgente.
—Decime cómo… —contesté.
Empezó a escribirme qué quería que hiciera. Yo obedecí. Me deslicé la mano por el muslo, subiendo despacio, mientras él seguía enviándome mensajes cada vez más explícitos.
En pocos minutos, terminé. Me mordía el labio para no gemir. Él también pareció llegar al clímax, aunque nunca estaba segura con él.
Apenas segundos después, me escribió:
—Bueno, me voy a dormir. Mañana madrugo. Buenas noches.
—Buenas noches… —respondí, con los dedos todavía temblando.
Apagué el celular. Me quedé sola, desnuda, con una sensación extraña entre las piernas… y en el pecho.
Suspiré. Me levanté y me envolví en el saco negro. Necesitaba aire. Bajé en silencio al lobby.
Allí estaba Marcus, en su puesto habitual, con los brazos cruzados y esa mirada seria.
Me detuve un segundo. No podía evitarlo: cada vez que lo miraba, algo me vibraba adentro. Y esta vez, después de lo que acababa de hacer, la sensación era todavía más intensa.
—¿Todo bien, señora Alma? —preguntó él, con voz grave.
—Sí… —dije, aunque mi voz salió un poco más ronca de lo normal—. Solo… necesitaba un poco de aire.
Marcus me sostuvo la mirada un instante. Luego asintió y volvió a escanear el lugar, como si nada. Pero yo me quedé ahí, clavada, sintiendo el pulso retumbarme en el cuerpo.
Y, aunque no lo sabía aún, algo me decía que tanto Marcus como Camila escondían secretos mucho más grandes de lo que imaginaba.
Estábamos en la terraza del hotel, al atardecer. El cielo estaba teñido de rosa y naranja. Camila parecía inquieta, moviendo el tallo de su copa de vino entre los dedos.
Yo la miré fijamente.
—Camila… ¿Qué está pasando? —pregunté—. Te conozco. Estás rara hace días.
Ella bajó la vista.
—No quiero que me juzgues, Alma.
—No voy a juzgarte —le aseguré—. Pero necesito saber la verdad.
Respiró profundo, como si se preparara para saltar al vacío.
—Alma… Yo no solo trabajo en eventos. También soy creadora de contenido para adultos.
La miré, parpadeando.
—¿Creadora de contenido… sexual?
—Sí —dijo, alzando un poco la barbilla—. Hago fotos, videos, sola o con otras personas. Todo profesional, consensuado. Es mi negocio. Me va bien.
Me quedé callada unos segundos. No sabía bien qué decir. Ella siguió rápido, como temiendo mi reacción:
—Y antes de que me preguntes… sí, Marcus grabó una escena conmigo. Fue una sola vez. Nada más. Él no es actor ni creador de contenido. Fue algo puntual, me hacía falta un partner, y él… bueno, aceptó.
—¿Y por qué él? —pregunté, todavía procesando.
—Porque es un bombón —dijo, medio riéndose, medio avergonzada—. Y porque es alguien de confianza. Pero no estoy enamorada de él ni nada. Fue puramente trabajo.
Tragué saliva.
—¿Por qué no me contaste antes?
Camila me miró con ojos brillosos.
—Tenía miedo de perderte, Alma. Sos mi amiga, sos mi familia en muchos sentidos. Y pensé… “¿Qué va a pensar Alma de mí si se entera?”
Suspiré. La miré largo.
—Camila… —dije finalmente—. No te voy a dejar de querer porque seas creadora de contenido. Sos mi amiga igual. Me sorprende… sí. Pero no me voy a alejar de vos.
A Camila se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ay, boluda… —dijo, riéndose entre lágrimas—. Te amo.
Me reí también, aunque el corazón me latía fuerte.
—Pero Marcus… —dije, bajando un poco la voz—. No sabía nada de esto.
—Él no quiere que se sepa —respondió Camila—. No le gusta hablar del tema. No es su mundo. Sólo me hizo el favor.
—¿Y él sabe que vos me estás contando esto?
—No… —admitió Camila—. Me pidió que no te dijera nada. Pero no puedo más. Te veía mirándolo distinto, y vos no entendías nada… y me sentí horrible.
Me quedé en silencio, mirando las luces que empezaban a encenderse en la ciudad. Todo me daba vueltas en la cabeza.
Camila me tomó de la mano.
—No me odies, Alma.
—No te odio —dije con suavidad—. Solo… necesito tiempo para procesar.
Ella asintió, aliviada.
En ese momento, sentí una sombra a nuestras espaldas. Me di vuelta… y ahí estaba Marcus, serio, imponente, con los brazos cruzados.
Nuestros ojos se encontraron. Y aunque todavía me sentía desconcertada, el deseo volvió a subir por mi cuerpo como una llamarada.
Al otro dia me propuso ir a una fiesta:
—Dale, Alma. Solo una vez. No tenés que hacer nada si no querés —me decía Camila mientras elegíamos ropa frente al espejo.
—¿Y si me encuentro con algo que no quiero ver? —pregunté, con media sonrisa nerviosa.
—Entonces das media vuelta y te vas. Pero te aseguro que te va a volar la cabeza —dijo ella, ajustándose un vestido rojo tan ajustado que parecía pintado.
Me puse algo discreto… dentro de lo posible. Un vestido negro al cuerpo, con escote sutil y un tajo en la pierna. Obvio, encima me puse un saco largo. Todavía no me animaba a mostrarme del todo.
La fiesta era en una casa grande, moderna, alejada de la ciudad. Iluminación tenue, música envolvente, cuerpos hermosos moviéndose con soltura, como si estuvieran en otro plano de libertad.
—Acá nadie juzga a nadie —me susurró Camila en la entrada—. Algunos son creadores, otros empresarios, algunos vienen a mirar, otros a jugar. Vos hacé lo que sientas.
Yo asentí, medio abrumada. Caminamos entre gente hermosa, algunos con ropa llamativa, otros directamente en ropa interior, o menos. Parejas besándose sin pudor, miradas intensas que te recorrían de arriba abajo.
—¿Querés algo de tomar? —me ofreció Camila, mientras se le acercaba una chica que la saludó con un beso más que amistoso.
Tomé una copa de vino espumoso y me quedé en una esquina, observando. Sentía las mejillas calientes, la piel más sensible, como si el ambiente entero me rozara.
Un hombre alto, de barba prolija, se acercó.
—¿Primera vez? —me preguntó con voz suave.
—¿Se nota tanto? —le dije, con una sonrisa tensa.
—No lo digo como algo malo. Es hermoso ver a alguien descubriendo este mundo.
—Solo vine a mirar —aclaré.
—Mirar también es jugar —dijo él, y me guiñó un ojo antes de alejarse.
Me quedé helada. Respiré hondo. Camila pasó a mi lado, dándome un toque con el hombro.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Todo… muy intenso.
—¿Te gusta?
—No sé. Me confunde. Pero me excita —confesé, con un hilo de voz.
En eso, lo vi. Marcus estaba en el fondo, vestido con una camisa negra arremangada, pantalón ajustado. No hacía nada fuera de lugar, solo observaba… pero sus ojos se clavaron en los míos y mi cuerpo reaccionó solo.
Hubo otros intentos de seducción. Una mujer preciosa se me acercó, me elogió el perfume y me dijo que le encantaría bailar conmigo. Un hombre me ofreció “mostrarme algo interesante” en una de las habitaciones privadas.
Yo sonreía, agradecía, pero no. Algo dentro mío me decía que no era con ellos. Que si en algún momento iba a perder el control, tenía que ser con él.
Cuando sentí que la cabeza me ardía de tanto estímulo, salí al patio a tomar aire. Estaba oscuro, pero sentí que alguien se me acercaba. Me giré. Marcus.
—¿Estás bien? —me preguntó, serio.
—Sí… creo —dije, con una sonrisa cansada.
—¿Querés que te lleve?
Lo miré. No lo pensé. Asentí.
—Sí. Llevame.
El auto avanzaba por las calles oscuras. Marcus tenía una mano en el volante, la otra descansando relajada sobre su muslo. Su perfil recortado por las luces del tablero era puro control y presencia.
Yo miraba por la ventana, todavía algo aturdida por la fiesta.
—¿Te incomodó? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.
—No sé si es incomodidad lo que sentí… —respondí con honestidad—. Fue como si me hubieran sacado de mi cuerpo. Todo… tan abierto, tan libre.
—Pero no participaste.
—No. No era el lugar. No era con ellos.
Me miró de reojo.
—¿Y conmigo sería?
Lo miré. Le sostuve la mirada por primera vez sin escapar.
—No lo sé —dije. Pero mi voz ya no sonaba firme. Sonaba… expectante.
Él volvió la vista al frente, pero una sonrisa leve se le dibujó en la boca.
—Alma, vos me mirás como si quisieras decirme algo hace tiempo. Y cuando lo hacés, te arrepentís a la mitad.
—¿Y si te dijera que sí? ¿Que quiero algo, pero tengo miedo?
—Te diría que no tenés que tener miedo conmigo. Que no voy a hacer nada que vos no quieras. Pero si me das una sola señal… —dijo, con la voz grave— …no pienso contenerme.
El resto del camino fue silencio tenso, cargado. Una electricidad espesa flotaba en el aire.
Cuando llegamos al garage, bajé sin hablar. Caminé hacia el ascensor. Él me siguió. No me tocó. Ni una palabra.
Entramos a mi piso. Me saqué el saco, dejando que mi vestido al cuerpo hablara por mí. Me giré hacia él.
—Marcus… —dije, con la voz casi quebrada—. Necesito ayuda con algo.
—Decime.
—Subí conmigo.
Él asintió, y subió los escalones detrás de mí en silencio. Su respiración era profunda, controlada, pero sentí la tensión en su cuerpo como una fuerza detrás mío.
Cuando entramos al cuarto, me di vuelta. Lo miré.
—¿Sabés cuántas veces imaginé esto? —susurré.
Marcus cerró la puerta con suavidad. Se acercó despacio, como una fiera que mide cada paso.
—¿Y en qué parte te detenías? —me preguntó, con la voz oscura.
—En la parte donde te besaba. Y vos me agarrabas como si se te acabara la paciencia.
Eso fue todo. En un segundo, su boca se estrelló contra la mía con una urgencia cruda, sin ternura ni permiso, solo hambre. Su cuerpo, enorme, duro, se apretó contra el mío como una muralla caliente. Sus manos fuertes rodearon mi cintura y me alzaron como si no pesara nada.
Me sostuvo contra su pecho, sus labios aplastados contra los míos, y yo me abrí a él como si mi cuerpo lo hubiera estado esperando desde siempre. El beso fue húmedo, sucio, salvaje. Lo deseaba con una desesperación que no sabía que tenía.
Me llevó hasta la cama sin dejar de besarme, dejándome caer con una suavidad que contrastaba con la violencia de su deseo. Se agachó sobre mí, su mirada encendida, feroz.
—Estás tan buena, Alma… —gruñó, como si fuera un secreto que ya no podía guardarse.
Le acaricié la cara con dedos temblorosos, mi cuerpo ardía.
—No te contengas —susurré, jadeante—. No vine a que seas suave.
No necesitó más. Me arrancó el vestido, literal, lo bajó de un tirón y lo dejó caer al suelo. Yo no me opuse. Me quedé en ropa interior, con la piel erizada, la respiración entrecortada y el centro palpitando de deseo.
Su mirada me recorrió, lujuriosa, devorándome. Se agachó y empezó a besarme el cuello, bajó lento, su lengua dibujó un sendero ardiente entre mis pechos, por mi abdomen, hasta el borde de la bombacha.
—No sabés las veces que me imaginé haciéndote esto —murmuró, con voz grave.
Me quitó la ropa interior con los dientes, rozándome apenas. Yo me retorcí, ya empapada, jadeando.
—Quiero sentirte —le dije, sin pudor—. Toda.
Cuando se sacó la ropa, contuve el aliento. Su cuerpo era brutal: piel oscura, músculos marcados, el torso amplio. Pero lo que tenía entre las piernas me dejó sin habla. Era grande. Más que eso. Era intimidante.
Él lo notó. Sonrió.
—¿Te asusta?
—Me calienta —le respondí, sin pestañear.
Me abrió las piernas con esas manos enormes, firmes. Me tocó sin apuro, con conocimiento, con precisión. Cuando me penetró, lo hizo despacio, estirándome centímetro a centímetro, haciéndome gemir con fuerza, sintiendo cómo mi cuerpo se rendía, se abría, lo aceptaba.
Era demasiado. Y era perfecto.
Sus embestidas fueron profundas, rítmicas, implacables. Me empujaba con fuerza, sujetándome de las caderas, haciendo que lo sintiera hasta el fondo. Yo gritaba, me aferraba a él, lo arañaba, lo insultaba entre jadeos.
No era amor. Era puro sexo. Crudo. Real. Necesario.
Me giró. Me tomó de espaldas, de rodillas, con una mano en mi cintura y otra en mi nuca, controlándome. Yo gemía como nunca antes. Me sentía suya, usada, llena. Y lo adoraba.
Cada estocada era una descarga. Cada vez que me decía mi nombre entre gruñidos, me corría otra vez.
Me hizo acabar más de una vez. Me temblaban las piernas, me dolían los muslos de tanto apretarlo con ellos. Pero él seguía. Incansable. Dominante.
Cuando terminó, me llenó con una explosión profunda, caliente, mientras enterraba el rostro en mi cuello y murmuraba mi nombre como un mantra.
Quedamos tirados, transpirados, jadeando. Yo con la mirada perdida en el techo, aún con espasmos en el cuerpo.
Él me acariciaba la cintura, pero yo ya había vuelto a mi eje.
—Fue increíble —dije, sin emoción—. Eso es todo lo que quería.
—Lo sé —respondió, sin molestarse.
Y en silencio, me giré para dormir. Sin abrazos. Sin promesas. Solo con el cuerpo satisfecho como nunca antes.
Volver a Buenos Aires después de ese viaje fue como despertar de un sueño que no sabía si era húmedo o pesadilla.
Me sentía vacía. Culpable. Sucia y, a la vez, poderosa. Como si hubiera vivido algo tan intensamente que ya nada después pudiera igualarlo. Pero también sentía que no podía seguir así. Mis hijos crecían, y no quería que un día me vieran como esa mujer rota, desbordada, perdida entre excusas y mentiras.
Entonces elegí el camino que creí correcto: volví a mi casa, cerré todas las puertas que llevaban a ese pasado, y me propuse reconstruirme. Dejé las aventuras, los deslices, los cuerpos ajenos. Le fui fiel a mi esposo. Me hice la mujer ejemplar que la sociedad adora. O al menos lo intenté.
Pasaron seis años.
Hasta que el año pasado, una tarde cualquiera, me llegaron unas fotos al celular. Eran de Camila. No mandó ni una palabra. Solo imágenes.
Era mi marido. En Italia. Con una mujer. Caminaban por la costa, abrazados. Él reía. Ella también. Y no estaban solos: dos niñas pequeñas jugaban alrededor de ellos.
Mi mundo se quebró.
Me dolió, claro. Mucho. Pero lo que más me golpeó fue la conciencia de que yo no era la mejor persona para indignarme. Había hecho lo mismo. O peor. Lo dejé pasar. Hasta que volvió de su viaje.
Esa noche no grité. No lloré. No rompí nada. Esperé a que los chicos durmieran y lo cité en la habitación. Solo él y yo. A solas, después de años de silencios acumulados.
Le mostré las fotos.
—¿Desde cuándo? —le pregunté.
Él bajó la mirada. Y habló.
—Desde antes de conocerte —dijo sin rodeos—. La conocí en una excursión del colegio, ¿te acordás? Vos también estabas. Te juro que no pensé que se sostendría tanto. Pero tuvimos dos hijas. Y con el tiempo… bueno, no pude dejar ninguna de las dos vidas.
Me quedé muda.
—¿Y por qué te casaste conmigo? —dije casi sin voz.
—Por tu belleza —respondió sin dudar—. Y por el dinero de tu padre. Tenía miedo de que, si te dejaba, él dejara de invertir en mí.
Me partió. Pero no terminé de caer hasta que me soltó lo peor:
—Y sí… lo supe todo. Marcus. Camila. Todo. Hablé con ella. Le pedí que cuidara de vos. Que te distrajera. Que te hiciera bien. Pensé que… si vos también hacías tu vida, todo estaría más equilibrado.
Me dejó sola esa noche. Ni disculpas ni reproches. Solo una verdad cruel.
Y así me sentí: usada. Toda mi vida.
Ya no tenía ganas de conocer a nadie. Ni de fingir. Pero algo adentro necesitaba salir. No sabía cómo sacarme esta mochila de encima hasta que entendí que escribir era mi única forma de liberarme. Así empecé a contar mis relatos, mis recuerdos, mis deslices… mis verdades. A veces, mientras escribía, me excitaba. Me tocaba. Me emocionaba. Otras veces lloraba. Porque sabía que, por más placer que hubiese, siempre volvía ese pensamiento amargo:
— fui un objeto en la vida de los hombres que más quise. –
Y así llego al final. No sé si esta historia me redime, pero al menos me deja en paz.
Me despido de ustedes, mis fieles lectores. Algunos fueron compañeros, otros casi confesores. A todos, gracias. Gracias por leerme, por no juzgarme, por estar.
Todo llega a su fin. Esta soy yo. Esta fue Alma Carrizo.
Un beso grande.
Y hasta nunca.
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