Los amantes platónicos
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anónimo.
Alejandro y María, amantes platónicos desde la infancia, se citaron para amarse con la mirada. La idea de amarse se le ocurrió a ella, la de hacerlo solamente con la mirada a él. Pensaba que los amantes platónicos debían de preservar parte de sus deseos si querían sostener el hechizo que los unía.
A María la idea le parecía completamente extravagante, pero aceptó porque no le quedaba más remedio. Era un martes, día propicio para separarse justificadamente de sus respectivas parejas, pero martes al fin y al cabo, y, por tanto, un día mediocre. Uno de tantos. Ambientaron la habitación como si de un templo se tratara. La idea más original era la del espejo ocupando todo el raso del techo. Aquella tarde, lo más sagrado que se podía adorar era la imagen, por lo que los demás espejos, uno flanqueando el lado de la cama más alejado de la ventana, y, el otro, colocado en la pared que colindaba con el cabecero de la cama, no resultaban inapropiados.
También había una única vela, alta y gruesa, cuya imagen, reflejada en todos los espejos, llegaba a ser caleidoscópica.
Como quiera que no podían tocarse se fueron desnudando el uno al otro diciéndose con la mirada lo que querían retirar del otro. Alejandro, descendió por el rostro de María con delectación hasta el cuello y luego recorrió la parte del suéter que le recorría la clavícula para detenerse en una fila de tres botones. La mirada le palpitaba de puro nervioso que se encontraba.
Ella se fue desabrochando con sensualidad. La mirada de Alejandro descendió entonces al borde inferior del suéter que le ocultaba el ombligo y ella, tras un movimiento también lento y seductor, se deshizo definitivamente de la prenda. Sus senos, enmascarados por un sujetador de seda blanca, emergieron al exterior. Alejandro, entonces, se detuvo en la observación de la copa cóncava del sujetador y luego en el hombro, para regresar después al recuerdo infantil de la compostura educada que María siempre había mostrado y que a él le echaban algo para atrás en sus intentos amorosos. Quizás por eso nunca dejó de ser un amor platónico, -pensaba mientras la mirada de María le sugería la idea de desabrocharse los botones de una camisa que tardó muy poco tiempo en descubrir su pecho-. Para ella el pecho representaba una pared, un muro que nunca había atravesado. Ni tan siquiera se había acercado para apoyar su pecho, o para escuchar el latir de su corazón.
Ella había sido una disciplinada en la distancia física, pero afectiva en la cercanía emocional. Por fin estaba frente a él, y, aunque deseaba tocarlo, no lo hizo. Ahora que se había hecho una mujer y lo que verdaderamente deseaba era acercarse a Alejandro, resultaba que no podía porque las reglas de la sesión no le permitían…
No hizo falta seguir mirándose más porque la manera resuelta conque ella se deshizo de su falda y luego de las botas, le determinaron a hacer lo propio. María se tumbó en la cama y Alejandro la siguió. Tras un momento, -ella con los brazos apoyados en la nuca y en la almohada, y él, aunque a su modo, perfectamente estirado en el colchón-, durante el que se observaron en el espejo del techo, María se ladeó para encontrarse con el cuerpo de Alejandro igualmente ladeado hacia ella. Se miraron con dulzura. Ella se quitó el sostén sin que se lo pidiera. Sus senos cayeron vencidos por su peso debido a la posición en que se encontraba. Se los acarició suavemente sin dejar de mirarle, primero con la mano, y luego con algunos dedos hasta rodear el pezón una y otra vez.
Giraba y giraba el dedo de María en torno a su pezón en sentido inverso a las agujas del reloj, y recíprocamente, la mirada de Alejandro giraba y giraba perdiendo poco a poco la noción de las cosas hasta retroceder en el tiempo y recuperar las sensaciones vividas con ella. Hubo un tiempo en que aquel pecho voluminoso sobre el cual se aplicaba la fuerza giratoria del dedo de María le pareció que había ido alisándose hasta recuperar la forma primitiva de la infancia, pero esta sensación duró lo justo porque María inclinó su mirada sobre la braga de seda con encaje que cubría y, en parte descubría su sexo, para que Alejandro se llegara hasta allí. Nunca había descubierto el sexo prohibido de María.
Casi le parecía que sus incursiones, -siempre infructuosas-, hasta su habitación para espiar cómo se cambiaba a través del ojo de la cerradura, constituían un delito prescrito, tal era la sensación de culpa conque las había vivido. Pasados muchos años, ella era la que con la mirada le conducía al lugar que él siempre había imaginado. Se fue retirando la braga con lentitud, adelantado y retrasando la cadera para insinuarse, -ella probablemente quería conculcar las normas establecidas para esa ocasión-, hasta que el descubrimiento entero de su pubis moreno le hicieron detenerse. Alejandro también se detuvo en él.
El pubis de María, por fin ante su mirada, constituía el triángulo simbólico que significaba la fuerza femenina descendente, la pasividad que necesita ser cubierta por la fuerza activa masculina. Por fin estaba desnuda ante su mirada. Era hermoso verla así, con esa inocencia con la que la contemplaba. Tanto tiempo desnudándose el uno al otro, tanto tiempo diciéndose la verdad sin temor a perderse el cariño, tanto tiempo vividos en una proximidad tan cercana, para posponer innecesariamente el momento del conocimiento de sus cuerpos. Alejandro recorrió con la mirada el pubis de María.
Todos los pubis femeninos en general le atraían extraordinariamente, pero aquel era un pubis crecido que él sabía que había tenido un tiempo de siembra. Hubo un momento que deseó recorrer con la yema de sus dedos el pubis negro de María, pero fue consciente del peligro de deshacer el embrujo del amor idealizado hacia ella y se detuvo como tantas veces se había detenido antes. A cambio se imaginó un duende introducido en el bosque capilar que tenía justo enfrente de sus ojos, y se perdió en él mientras María escrutaba el sentido de la mirada introspectiva de Alejandro. Dentro del pubis de María se residenciaban los recuerdos de la infancia. Estos eran las semillas que justificaban el crecimiento de ese vello hermoso que contemplaba, y, de algún modo, se sentía dueño de la tierra. No del fruto, ciertamente, pero sí de la parte oculta por el vello que, aunque le perteneciera en la infancia, nunca había logrado ni mirar ni tocar. Todo se había quedado tupido.
El crecimiento de María, su madurez biológica, llegada mucho antes incluso de que le correspondiera, habían ocultado su infancia debajo del césped moreno que cubría su sexo, pero, para Alejandro, ese pubis simplemente constituía una red que protegía que otros pudieran acceder al crisol de la infancia de María. El duende se paseó por el triángulo púbico recorriendo sus infancias. Se vio así mismo muy pequeño persiguiéndola por las calles de la ciudad, o por el campo, o en la piscina, o acercándose a ella con rubor sabiendo que su distancia terminaría por alejarlo, pues María nunca se significaba. Le vinieron todos lo olores de aquel tiempo extraordinario que ahora le parecía un cuento de hadas.
El olor del tabaco Jean de su padre, pero también el de ciertos juguetes, el colegio, las rabas y el vermouth habitual de los domingos. María concentraba en el pubis todos aquellos recuerdos excelsos que se habían erigido en un refugio.
Hubiera deseado tocarlo, pero el duende, extraviado, se llegó hasta el confín del triángulo más allá del cual la piel desnuda de María descubría la llanura. ¿ Qué te pasa Alejandro?, -inquirió con cierta dulzura irónica, consciente como era, de la atracción que su vello le producía. "Nada, -contestó él-, estaba perdido dentro de un bosque muy hermoso". Ella calló, pero entreabrió algo sus piernas, y entonces un olor intenso penetró por la pituitaria de Alejandro. Aquel olor era nuevo. Nunca antes hubiera podido imaginar que existiera en ella. Había olido otros en otras mujeres, pero no imaginaba que ella pudiera alzarse con las fragancias naturales que enervan los sentidos. En realidad es posible que nunca la hubiera visto como una mujer. Pero ella era una mujer, y olía como huelen las mujeres. El aliento de su sexo se transformó entonces en un viento que le transportó hasta el momento presente.
En realidad, -se decía así mismo-, pudiera ser una idiotez no tocar aquel cuerpo o dejarse mecer por él, abandonarse y adentrarse. Lo deseaba, pero lo reprimía, aunque el aroma de María no hacía sino añadir un elemento de confusión en su mente. De pronto notó que el pene se le había erizado. María, ya en ese momento, había concentrado su atención en el slip abultado de Alejandro. Había en ella una necesidad de cálculo, de ponderación del crecimiento del niño. Le miró como diciéndole que a qué esperaba, pero se lo dijo con ese divertido sentido crítico que la caracterizaba. El se retiró suavemente la prenda y entonces emergió un pene mediano muy sonrosado en el glande. En el glande se residenciaba el domicilio de una peca, una extraña isla puesta en medio de aquello. Ella la distinguió y rió.
Hubiera deseado palpar ese sexo elevado, y Alejandro hubiera deseado que hubiera estado tan terso como lo estuvo en la juventud, pero había algo que hacía declinar progresivamente la fuerza activa de su miembro que resultaba imponderable.
A ambos les hubiera gustado ofrecerse como había estado hacía unos pocos años, pero eso ya no resultaba posible. Habían llegado tarde, pero más tarde hubieran llegado si más tarde se hubieran reunido para desnudarse con la mirada. Ella, por fin, había decidido no poner la llave en el ojo de la cerradura, y él había tenido la valentía de no mirar por donde no debía.
Alejandro se irguió para sentarse cerca del sexo de María. Ella entonces, abandonando la posición ladeada de su cuerpo, se dispuso boca arriba. Su imagen se reflejaba perfectamente en el espejo del techo. Cuando él se aproximó un poco más, ella reclinó las piernas flexionándolas hacia atrás, alzando las rodillas que, ahora juntas, jugaban traviesamente a esconder lo que la mirada de Alejandro anhelaba. Hubiera separado las rodillas con sus manos, pero no podía contravenir las normas. Siempre auto controlándose, siempre manteniéndose en el límite justo, la historia de Alejandro, a veces, constituía una sucesión de oportunidades perdidas.
Ella en realidad deseaba que se las abriera, que descubriera enteramente su secreto, y por ello nunca le hubiera dicho nada si él hubiera conculcado su propia norma. Pero María no era como Eva, María no jugaba a que el hombre se traicionara así mismo, así que calló y cerró un poco los ojos.
Era la primera vez que lo hacía desde aquella tarde. Sus ojos entonces, cerrados como persianas, le trajeron el recuerdo de su pareja, a la que quería mucho, pero también ciertas necesidades eróticas insatisfechas que afloraban a su superficie casi como si de una explosión adolescente se tratara. Mientras Alejandro deseaba que aquellas rodillas se separaran, ella, por vez primera en la tarde, se debatía en una lucha interior que solamente podía resolverse de dos formas. Los ojos cerrados, aunque Alejandro lo desconociera, simbolizaban lo mismo que las rodillas juntas. Es decir, cierto detenimiento a ser descubierta por la mirada.
Alejandro instintivamente cerró la suya y recordó a su mujer. Viajó en el recuerdo imaginando todos sus momentos eróticos desde que la conociera ejercitando una regresión muy inoportuna para el momento, pero, no obstante, había una fuerza que tendía a hacerle abrir lo ojos de nuevo. El olor del sexo de María inundó de nuevo las galerías de su mente despertándole los sentidos y, entonces, abrió de nuevo los ojos. Cuando lo hizo, la mirada castaña de María había regresado al mundo y sus labios esbozaban una sonrisa entre tímida y traviesa. Abrió sus piernas para que Alejandro pudiera verla.
La observó desde la base invertida del triángulo púbico, recorriéndolo de nuevo, hasta llegar a la punta. Aquel césped hermoso parecía erizado por las emociones y quizás María temblara virginalmente. Observó que su sexo era ancho, como él siempre lo había presentido y que sus labios semejaban los pétalos de una flor. No lo dijo porque temía que a ella le pareciera una bobada. Se imaginó recorriendo con la boca los muslos de María hasta llegar a los pétalos para saborear su néctar, pero tampoco se atrevió e incluso, de haber tenido esa licencia, hubiera dudado hacerlo. En realidad no sabía nada de ella, nada que pudiera darle la más mínima pauta de su comportamiento erótico.
Tampoco sabía si en realidad determinados juegos de amor le parecían excesivos o poco sujetos a la moral. Ella, quizás movida por la intuición, se imaginó recorrida por los labios de Alejandro y entonces cerró de nuevo los ojos retorciéndose de la cintura para abajo, y ladeando la cabeza insistentemente de un lado a otro. Nunca deberían haber llegado a ese momento, pero lo cierto es que allí estaban, detenidos en el instante, saboreándose con la mirada, pero reprimidos a la sensación del tacto. María dio un paso más. Manteniendo la cabeza ladeada descendió con sus dedos por el vientre hasta llegarse al vello púbico. Se lo acarició lentamente con las yemas como si, de aquel paso por él, pudiera encontrar algo perdido.
Pasado ese momento se llegó hasta el sexo para abrirlo con los dedos como si fuera verdaderamente una flor. Alejandro pudo comprobar entonces su color sonrosado. Estaba excitada. Abrió los ojos para mirarle el pene pidiéndole que siguiera. Él siguió, pero siguió sin conculcar en modo algunos las reglas. Se apoyó hincado de hinojos entre sus rodillas y ella las cerró, colocándolas de tal forma que casi rozaban la parte lateral de su abdomen, para significar que le acogía igual a como le hubiera acogido su propia vagina. Alejandro comenzó a estimularse con la mano para alcanzar un orgasmo que probablemente se deseaba sincrónico.
Ambos, mirándose mutuamente, se penetraron hasta el fondo del pensamiento. pero, no obstante, determinada parte de su vida no podía ser escondida porque existía cierta desnudez, liberada hacía muchos años, más profunda que la propia desnudez de la piel. Alejandro tomó aire hinchando su pecho escenificando quizás un acto ritual completamente masculino que la excitó más.
Uno de los dedos de María, se llegó al clítoris para cubrirlo, lo frotó para hacerlo crecer, quizás para expandirlo como el universo y sus movimientos, sin notarlo, se hicieron sincrónicos a los de Alejandro porque había cierta complicidad en el ritmo. Hubo un momento en que las rodillas de María, sin darse cuenta, se cerraron con mucha fuerza sobre los lados abdominales de Alejandro y, en ese instante, él notó su cariño y su importancia, la fuerza posesiva de la mujer en que ella se había convertido.
Deseó agotarse dentro, ella deseó que lo hiciera, pero nadie conculcó las normas. La voz de María se transformó, evolucionó del jadeo a la musicalidad continuada pero última del orgasmo, y él también la acompañó con la voz hasta estallar. Su semen, conculcando las normas para esa tarde, regó su vello púbico cayendo sobre él.
Poco a poco se fue introduciendo en la densa red capilar morena hasta alcanzar la piel que simbolizaba la infancia. María notó el calor del semen sobre el suelo de su piel y se sintió protegida porque, por vez primera, algo del Alejandro niño llegaba a los confines del tiempo donde ambos habían sido felices. Lo hundió con la mano más profundamente en su vello y lo restregó extendiéndolo por toda la piel escondida.
Pensaba, con cierto sentido de la metáfora, que Alejandro, por fin, era una semilla puesta en el vientre de su infancia y fue entonces cuando se arrepintió de haber puesto la llave en el ojo de la cerradura. Luego, al calor del sueño, los amantes dormidos fueron secuestrados por el reflejo de los espejos hasta el despertar.
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