Prisionera múltiple (Episodio 1)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Sindrome33.
El pasillo era largo, lúgubre y en algunos tramos las luces fluorescentes tintineaban gastadas, acentuando la dureza de los ángulos de cemento que marcaban las paredes.
Los pasos de Luis resonaban con reverberación y se entrelazaban con los del guardia que le conducía desde hacía unos minutos por aquellos variados pasadizos, como si de un frío laberinto se tratara.
El sonido del golpeo de los zapatos en aquél suelo brillante sólo se veía interrumpido por las interferencias del walkie del guarda.
Tras un par de giros más Luis y su vigilante escolta, al que había oido llamar por el nombre de Ramiro, se plantaron ante aquella enorme puerta de acero con multitud de tornillos soldados y una diminuta ventana en el centro, como si de una escotilla se tratase.
El guarda Ramiro golpeó la puerta con varios toques que fueron respondidos a los pocos segundos.
La puerta se abrió y ambos prosiguieron el camino, esta vez por un pasillo más corto y mejor iluminado, las paredes ahora presentaban decoración de madera y algún que otro cartel decoraba aquí y allá.
Parecía que aquél lugar respiraba más calidez, más humanidad.
Al fondo una puerta doble permanecía abierta y custodiada por dos guardias más.
De ella emanaba una intensa luz y se percibían cada vez de manera más clara una pequeña muchedumbre de voces masculinas y femeninas, conversando como si de una alborotada reunión se tratara.
Llegaron a la puerta y Luis enseguida observó la sala, un gran salón con una docena de mesas ordenadas por hileras y con dos o tres sillas por mesa.
A los lados se amontonaban más sillas y mesas replegadas la una sobre la otra.
A la derecha del salón se extendía una hilera de mesas alargadas y sobre ellas se podía ver un enorme termo de café, un buen puñado de vasos de papel y un par de boles con azúcar y cucharillas de plástico.
– Estaré vigilándole, así que mucho cuidado con lo que haga con la cucharilla o el vaso.
No se permite dar nada a las prisioneras, bajo ningún concepto – espetó el guarda a Luis, que seguía observando callado y afirmaba haber entendido con un discreto movimiento de cabeza.
– No se preocupe, agente, lo tendré en cuenta.
Alzó la mirada y vio que en la esquina opuesta a donde se encontraba había una mesa libre, con algunos vasos de café esparcidos por el centro.
Se acercó y se sentó.
En cada mesa había generalmente dos personas conversando, en la mayoría de ocasiones parecían maridos con sus mujeres.
O quizás con sus parejas.
O incluso meros familiares.
Lo que Luis no ignoraba bajo ningún concepto es que estaba allí para ver a su mujer, a Ángeles.
Su Ángeles querida.
Aquella hermosa muchacha de 26 años que tuvo que afrontar, varios meses antes, el injusto ingreso en aquella prisión de las afueras de la ciudad.
Le encontraron varias bolsitas de cocaina en el bolso durante aquella noche en la que ella y sus amigas habían salido a tomar algo a los pubs del puerto.
Él prefirió quedarse en casa ya que se encontraba cansado y al día siguiente le tocaba un duro turno de mañana.
La vuelta de Ángeles se alargó más de lo normal y una fugaz llamada a primera hora de la mañana confirmó su arresto.
A partir de ahí calabozo, abogados, juicio y prisión.
La fianza era imposible de asimilar para una pareja modesta como ellos y la sentencia era de 8 meses por tenencia y posible tráfico de drogas.
Y ahora, varios meses después, Luis se encontraría de nuevo con su querida Ángeles.
Sería la tercera visita que le hacía.
Apenas la dejaban recibir visitas y debía repartirlas con las de sus padres, sus hermanos y, por último, con él.
Por ello las visitas a Ángeles se convertían en todo un evento para él e iba preparado para que la visita supusiera todo un esperado y añorado encuentro, repleto de amor, de cariño y de bonitas palabras hacia su chica.
Se afeitaba al milímetro, se rociaba con la mejor de sus colonias y lucía el más elegante de sus trajes.
Se abrió la puerta doble que había al otro lado de la sala y de allí salió Ángeles, ataviada con aquél mono de presidiaria de color ocre con grandes números bordados en el pecho y unas negras botas de goma, sin cordones.
Iba con otro guarda de seguridad que sujetaba fuertemente su brazo y su mirada se iluminó al ver a Luis sentado en aquella mesa.
Ángeles era una chica morena, de tez más bien oscura y con unos enormes y llamativos ojos verdes.
Sus labios carnosos esbozaban una gigantesca sonrisa y, a escasos centímetros de la boca, se distinguía una gran peca que era la diana de todas las miradas.
Su pelo rizado se alargaba hasta casi tocar sus hombros y denotaba el origen de su familia puertoriqueña, aunque ella había nacido ya aquí.
– ¡Luisi, mi amor! – gritó, suelta ya del brazo del guardia, que la dejó ir a los brazos de su amado Luis.
– ¡Peque! ¡Mi peque!
Se fundieron en un estrechísimo abrazo, convirtiéndose en uno solo, sintiendo su cuerpo, sus brazos, sus cuellos, sus respiraciones interrumpidas por los sollozos de las lágrimas que ambos soltaban en aquél momento.
La mano de ella se escondía en la nuca de él y, de la misma manera, la mano de él se sumergía en aquella maraña de pelo rizado totalmente negro.
– Ven.
mi peque ven.
sentémonos aquí y hablemos, no vayamos a liar demasiado escándalo – le dijo él al oido, advertido por las intimidantes miradas de los guardias.
– ¿Por estos? No te preocupes mi amor, ellos están acostumbrados.
Se sentaron junto a la mesa con las manos entrelazadas e inseparables.
Ella todavía temblaba de la emoción, no paraba de sonreír y él de secarle las lágrimas que corrían por su tersa piel facial.
– ¿Cómo estás peque?¿Qué tal ha ido esta semana?¿Te dejaron visitar la biblioteca? – le preguntó Luis a su amada presidiaria.
– Es.
estoy bien mi Luisi, tengo un poco de hambre y muchísimas ganas de salir de aquí, pero sí, me dejaron visitar la biblioteca y hace unos días empecé en el taller de encuadernación – le explicó la chica, con la respiración alterada.
– ¡Anda! Suena bien, encuadernación.
¡al final resultará que los libros son lo tuyo!
– Pues sí – se secó las últimas lágrimas residuales del rostro – estoy leyendo muchísimo, me dejan tomar un libro diferente cada día y estoy descubriendo muchísimos autores.
Algo bueno tendrá estar encerrada en esta inmunda pocilga.
– Shhh.
tranquila mi peque, ya queda mucho menos.
¿Te apetece un café? – le preguntó Luis
– Te lo preparo yo mi amor, déjame que por lo menos te prepare un cafetito, como en los viejos tiempos – le guiñó el ojo la chica y sonrió de la manera más dulce que Luis recordaba.
Se levantó y se dirigió a la mesa donde el termo aguardaba listo para servir café.
El guarda que vigilaba la mesa del café observó sin perder ni un detalle el paseo de Ángeles a aquella parte, sin mediar palabra, pero también sin pestañear.
En aquél momento Luis no supo si el subconsciente o los meses de soledad le jugaron una mala pasada, pero lo cierto es que mientras Ángeles preparaba metódicamente el café, a tan solo una decena de metros de él, se inclinaba sospechosamente, dejando ver claramente a través de la dura tela de su indumentaria el redondo y respingón trasero que tenía y que aquél mono de presidiaria permitía intuir.
Lo movía con sensualidad en cada gesto y, en uno de esos vaivenes, Ángeles se giró y le preguntó cuánto azúcar quería.
– Tres cucharaditas, mi peque – respondió Luis, gesticulando con tres dedos al aire.
– Está bien mi amor – y le volvió a guiñar el ojo en una actitud que Luis recibió como más que provocativa.
Estaba claro que Ángeles, su mujercita, estaba sedienta de amor, de cariño, de compañía.
pero también de sexo.
Lo pensó fugazmente, pero al fin y al cabo pasó por su cabeza como si de un rayo de electricidad se tratara.
Regresó a la mesa poco después, con un paso más desasosegado y tranquilo.
También se había preparado un café para ella.
– No nos permiten consumir esto ahí dentro, ¿sabes? – le miró apenada – así que aprovecho cuando venís a visitarme para beberme alguno que otro.
– Ya imagino mi peque.
prepararé cientos de ellos cuando salgas, te lo prometo – le dijo acariciando levemente la mano de ella que sostenía el vasito de papel repleto de negro café.
Durante 10 minutos charlaron café en mano sobre mil y un temas.
Qué tal le iba el trabajo a él, cuál era la rutina de ella, qué nuevas tenía el abogado que habían contratado para reducir aquellos 8 meses de condena, qué tal estaba la familia, qué tal le iba a él viviendo solo en el piso.
Y cuando ambos parecían disfrutar de su propia burbuja de intimidad en medio de aquél salón repleto de otras parejas, algo interrumpió la calma:
– Tú, ¡359B! – gritó el guardia Ramiro de repente.
Ángeles se giró inmediatamente pues sabía que ese era su código de presidiaria.
El guarda Ramiro se acercó rápidamente a la mesa donde estaba la, hasta el momento, feliz pareja.
– Inspección.
Ya sabes el procedimiento – dejó ir conforme se acercaba a la mesa.
– ¿Inspección? – preguntó extrañado Luis al guarda – ¿Qué inspección? ¿Qué narices?
– Tranquilo, mi amor – le dijo mirándolo fíjamente Ángeles – cuando hay visitas y según cómo quieran los guardas, nos hacen inspecciones para comprobar que los visitantes no nos pasen nada, ningún objeto sospechoso, ya sabes.
– Oh.
entiendo – le respondió el atónito Luis y esbozó una estúpida sonrisa al guarda que esperaba impaciente a Ángeles.
Cuando ella se puso de pie el guarda la agarró del brazo y ambos se dirigieron a la puerta doble de donde había salido hacía apenas 10 minutos.
– Enseguida vengo, no te preocupes mi amorcito – le susurró ella mirando hacia atrás pero caminando hacia adelante con paso firme y ligero, arrastrada por el ímpetu del guarda.
Las puertas se cerraron y ambos desaparecieron tras ellas.
Luis observó entonces el café que ella había dejado a medio beber en la mesa.
Suspiró y perdió la vista en los carteles de seguridad que decoraban el salón.
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– ¡Deprisa, vamos a la habitación 3! – le ordenó Ramiro a Ángeles.
– ¿La 3? ¿Qué ocurre con la 5? – le preguntó extrañada al guarda.
– La tiene ocupada Nely.
Ya sabes cómo se las gasta cuando viene el amante.
– le confesó sorprendentemente confidente el guarda a la prisionera.
– Podrías soltarme un poco, ¿no? – le espetó Ángeles a su portador – no te voy a pegar ni me voy a escapar.
¡que no muerdo! – le gritó cambiando el semblante a una pícara sonrisa de confianza – por lo menos no todavía.
– Mira que te gusta tontear.
– le soltó Ramiro, mientras aflojaba la fuerza en el brazo de Ángeles – ¡Entra! – le señaló la puerta gris cuyo número 3 lucía pintado en la zona alta del quicio.
– A sus órdenes, mi capitán – bromeó ella mientras abría la puerta y observaba el interior de aquella oscura y pequeña habitación.
Se trataba de un habitáculo de apenas 4 x 5 metros con una estantería, una mesa de escritorio, varias sillas, una mesita y un camastro con las sábanas perfectamente dobladas.
Las paredes eran blancas, pero se habían oscurecido con el paso del tiempo y recibían la luz que iluminaba la habitación por una diminuta ventana que albergaba en la zona alta, casi tocando el techo, una ventana alargada que hacía las veces de respiradero.
A lado y lado de la habitación se podían ver posters de campañas preventivas contra las drogas, contra los hurtos y contra el tabaquismo.
Carteles que se habían ido acumulando por el paso de los años en aquella triste habitación.
– ¿Quieres saber si tengo algún objeto sospechoso? – le dijo de repente Ángeles a Ramiro, sentándose rápidamente en el camastro.
– ¿Objeto sospechoso? ¿Más sospechoso que este?
Le preguntó el guarda Ramiro mientras cerraba la puerta con llave desde dentro.
Se giró y de repente la prisionera Ángeles observó como el guarda se había sacado su enorme pene mulato de un intenso color café a través de la cremallera de los pantalones y colgaba ligeramente mirando hacia abajo.
Ya en aquella posición se presentaba ostentoso y gordo, con un diámetro superior a lo normal y una longitud de no menos de 20 centímetros.
Ángeles observó sorprendida, boquiabierta e hipnotizada por la visión de aquél falo que, bamboleándose, se acercaba con cada paso que Ramiro daba en dirección al camastro.
– Mmm.
este objeto es altamente sospechoso, señor agente – le dijo ella a él mirándole a los ojos y relamiéndose la boca.
– No tenemos mucho tiempo, prisionera Angy, proceda a inspeccionar – le ordenó burlonamente el guarda a la chica, que ahora inclinaba ligeramente su cabeza y estiraba su brazo derecho a la búsqueda de aquél desproporcionado miembro.
Lo agarró suavemente y condujo su boca al glande de aquél pene oscuro.
Sacó la lengua y la paseó por toda la cabeza, aplicando una fina capa brillante y húmeda, con saliva caliente, casi ardiente, por toda su punta.
Asomaba también una brillante gota de líquido preseminal que rápidamente mezcló con su propia saliva y saboreó tímidamente.
En cuestión de apenas unos segundos aquél miembro creció y creció, hinchándose y marcándose en él unas enormes venas que latían al ritmo del frenético corazón del guarda.
– Oh.
jodida Angy.
¡qué guarrita estás hecha! – le dijo Ramiro a la prisionera en un tono distinto al que había tenido hasta el momento, acariciando el pelo rizado de esta y presionando ligeramente con sus grandes manos latinas para que su boca abordara la mamada que estaba a punto de recibir.
La boca de Ángeles se abrió por completo para recibir aquél duro mástil y dejó que entraran uno a uno cada uno de los centímetros de carne oscura, más allá del primer cuarto, más allá de la mitad y llegó hasta que la cremallera y una ligera arcada la detuvieron.
Retrocedió, dejando tras de sí un par de pegajosos hilillos de saliva que colgaron arqueándose del tronco de aquella herramienta lujuriosa.
Sus ojos sólo podían observar el instrumento que su boca deseaba con auténtica devoción.
En ese momento el guarda aprovechó para desabrocharse los pantalones y dejar caerlos por su propio peso al suelo, junto a unos sencillos calzoncillos oscuros, dejando ver la inmensa envergadura de aquél pene erecto que bien podía alcanzar los 25 o 26 centímetros, más ancho que el brazo de la propia presidiaria.
– Joder Ramiro.
no sabes las ganas que te tenía, ¡cabrón! – le soltó Ángeles mirando hacia arriba, con los labios a apenas varios centímetros de aquél glande hinchado y palpitante.
– Come, aliméntate con ella – sonrió el guarda, esta vez usando las dos manos en la nuca y el cuello de la prisionera que había cambiado de repente el semblante de una inocente y asustada corderita a la más despiadada y hambrienta de las lobas.
Ángeles reinció de nuevo el vaivén de su boca a lo largo de aquél portento, deslizándose desde la punta hasta allá donde su garganta le hacía parar, bien cerca de la unión de los escasos pelos púbicos del guarda con aquel mastodóntico falo.
Cerraba los ojos y se centraba en saborear cada poro, en repartir enormes cantidades de saliva por toda su extensión, saliva que empezaba a acumularse bajo el pene y regar los oscuros y arrugados testículos de aquél guarda dotado.
Su lengua acariciaba en el interior de la boca toda la extensión de las venas, rozando y presionando con distintas oleadas que facilitaban el movimiento casi mecánico de su cuerpo.
Con sus pequeñas manos realizaba distintos movimientos, exploraba la zona pélvica del chaval, rozaba una y otra vez sus huevos, exentos de cualquier resto de vello, limpios y ahora brillantes debido a las sensuales babas de aquella desbocada joven.
El movimiento se aligeró y Ángeles controlaba ahora por completo la situación, miraba con deseo y lujuria a Ramiro, cuya cabeza oscilaba de vez en cuando mirando al techo y soltando pequeños suspiros de complaciencia.
Ella sonreía con aquél pedazo de carne ocupando por completo su cavidad bucal.
Ella sabía que por un instante tenía el control de aquél hombre y disfrutaba a la vez del hecho de poder probar semejantes manjares.
Aceleraba su movimiento y su mano derecha había regresado ahora a la base de aquella brillante y oscura polla, para ayudar a frotar su superficie de manera cada vez más rápida y lograr su único objetivo: hacer llegar al guarda al culmen de su propio éxtasis.
Pasaron cinco minutos en aquella tesitura, Ramiro permanecía de pie, tambaleándose cada poco, mientras ella cómodamente sentada en la cama proseguía con aquél movimiento casi automático.
De vez en cuando sacaba aquél miembro de su boca para masturbarlo rápidamente con sus diminutas manos o incluso golpear su rostro con rabia, pero con una electrizante carga de lujuria.
– Vamos Ramiro.
dame tu leche joder, ¡quiero tu leche! – le empezó a pedir de manera sumisa, implorándole con la mayor cara de vicio posible.
– Métetela hasta el fondo, zorrita.
quiero.
llenar.
tu garganta de zorrita – le ordenó entrecortado el guarda a la chica, que contempló las palabras como todo un reto y procedió a agarrar de la base aquél mástil que ahora lucía hinchado, apretado al máximo, desafiante y amenazador.
De pronto empezó a meter poco a poco toda la longitud de la barra oscura de Ramiro en su boca.
Soltó la base para dejar que aquellos 4 o 5 centímetros ocupados por sus finos dedos acabaran de ser absorbidos por aquellos labios que se engullían centímetro a centímetro aquella herramienta color café.
Su boca llegó a la base que unía el pene con el resto del cuerpo, su garganta le pedía que dejara de continuar, que tirase hacia atrás.
Pero su parte más perversa y lujuriosa le pedía que mirase hacia arriba para demostrar a Ramiro que era buena achacando órdenes, que estaba dispuesta a seguir al pie de la letra lo que la mente del pervertido guarda quisiera.
Se mantuvo unos segundos y de repente, instintivamente, se inclinó hacia atrás para dejar ir en décimas de segundo toda aquella monstruosidad hacia el exterior de su boca.
– Ya me vengo, ya.
me.
– acertaba a gritar entrecortado el guarda, sumido en una oleada de placer inmediato.
Ella agarró rápidamente de nuevo la polla por el tronco, a sabiendas de lo que a continuación le regalaría.
Notó como las venas recibían un hinchazón repentino y, acto seguido, un primer y discreto chorro de semen apareció por la punta del glande para, sin apenas dejar un segundo a la contemplación, dejar que un segundo y abundante chorro saliera disparado hacia su boca y parte de su mejilla izquierda.
Abrió más la boca, sabiendo que aquél mástil iba a descargar una cantidad ingente de leche como en otras ocasiones.
Y así fue.
Tres, cuatro, cinco y hasta seis fueron los disparos de líquido blanco que fueron a parar a distintas partes de su rostro, su cuello, sus manos y su regazo.
Las manos de él apretaban ahora con fuerza los hombros de ella, en un orgasmo interno que recorría su espina dorsal hasta hacerlo perder el equilibrio, recuperándolo penosamente con cada sacudida.
– Ah, así, cariño.
¡déjalo ir todo!
Ella sonreía satisfecha ahora, notando como aquél líquido espeso y caliente se escurría por todo su rostro y dejando salir la lengua, solo para recoger con la juguetona punta los restos más cercanos a la boca y la comisura de sus labios.
Siguió un suave movimiento de vaivén con sus manos a lo largo del tronco de aquella monstruosidad latina, que ahora empezaba a encurvarse y perder poco a poco fuelle.
Su mano ahora se dirigió a su rostro para intentar recoger, a ciegas, los restos de aquella fuente seminal que se desperdigaban por aquí y por allá.
Ángeles había descubierto con Ramiro el gusto por el semen y, buena muestra de ello, era el hecho de que no desperdiciaba ni una sola gota de lo que el guarda había repartido a modo de salpicaduras en su rostro.
Uno a uno, recogía los borbotones blanquecinos, los introducía en la boca, los chupaba, los saboreaba y, al ser engullidos, relamía el dedo para volver a buscar una nueva porción.
Cuando notó más o menos limpia la cara, se acercó de nuevo al miembro del guarda, que ahora daba pequeños saltos al compás de los latidos de aquél hombre exhausto y sumido en el placer.
Lo agarró por la base, rodeó de nuevo el glande con sus labios y absorbiendo el aire hasta dejar sus mejillas hundidas hacia adentro, hizo vacío estirando aquella morcillona herramienta hasta soltarla con un sonoro chasquido de boca.
– ¡Lista! – soltó la prisionera mirando a su vigilante, que tras aquél cariñoso y tierno gesto se separó medio metro para subir sus calzoncillos y sus pantalones, acomodar aquél blanduzco miembro y proceder a abrochar y gestionar el cierre de la cremallera y el botón del pantalón.
Ella se incorporó, se acercó a la mesita que había junto a la cama y de ella sacó una caja de pañuelos de papel desechables.
Sacó un par y procedió a limpiar los escasos restos de semen que se resistían a los lados de sus mejillas, así como el borbotón que había ido a parar a su costado izquierdo y que ahora provocaba una mancha de un par de centímetros de espesor en su mono de presidiaria.
– Espero que Luis no la vea.
– se dijo a sí misma, con cierta preocupación.
– ¿Luis? Ese no es capaz de ver nada más allá de sus propias narices – soltó el guarda en tono de guasa, tras una sonora carcajada.
– No te pases, Ramiro.
¡pobrecillo! – reflexionó cabizbaja la prisionera, que ahora, tras todo el alboroto, recordaba el angelical rostro de su chico que la esperaba ansioso en el salón de encuentros de la prisión.
– Vamos, Angy.
sabes que bromeo – le dijo el guarda a Ángeles, que ahora se acomodaba el mono ocre y se dirigía a la puerta – Él te quiere, eso no se puede negar.
Venga, volvamos cuanto antes para no levantar sospechas.
Ramiro convirtió de repente su tez en un símbolo de seriedad, de sobriedad total, en la marca de lo más estricto y protocolario, mientras que Ángeles se arreglaba ahora su alborotado pelo y pasaba por delante de él con el silencio y la aparente inocencia de quien acaba de ser cacheado o registrado.
La mano izquierda de él acompañó suavemente al trasero de la presa, acompañando el gesto de un leve chasquido con la boca.
El guarda abrió la puerta y volvió a tomar a la prisionera por el brazo.
Cerró la puerta de la habitación 3 con un sonoro estruendo y ambos regresaron hacia el salón de encuentros.
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– ¡Peque! – exclamó el bueno de Luis desde la lejanía cuando vio a su pareja aparecer de nuevo en medio de aquellas puertas dobles.
– ¡Mi amor! – respondió ella, con un semblante de felicidad y alegría.
El guarda Ramiro la soltó del brazo y la dejó ir hasta la mesa, no sin antes acercarse a la misma y comentar, en un tono estricto y sereno, que tenían 10 minutos más para completar el encuentro, señalando al gran y viejo reloj que se podía ver en una de las paredes del salón.
– ¿Hubo algún problema, peque? – preguntó el cándido enamorado a su chica.
– Nah.
lo mismo de siempre, te cachean, te interrogan y rellenan papeleo.
¡Todo va con papeleo por aquí! – volvió a sonreir, con cierto tono nervioso, la prisionera Ángeles.
Y durante los siguientes minutos la pareja consumió los cafés que se habían preparado minutos antes de aquél encuentro furtivo en la habitación 3, se hablaron de mil y un temas, consultaron sus dudas, aclararon sus intrigas y compartieron los 10 minutos más comprimidos de su vida.
Como si de una alarma perfectamente balanceada se tratase, el guarda Ramiro se acercó a los 10 minutos y de forma educada pero insistente le dijo a Luis que el tiempo de encuentro había llegado a su fin.
Movidos por una especie de resorte automático, la pareja se alzó en pie y se fundieron en un tierno y alargado abrazo en el cual volvieron a acariciar sus nucas y a restregar, en la medida de lo posible, sus cuerpos.
El guardia contempló aquél espectáculo con total pasividad, conocedor de la auténtica realidad que se escondía tras la cándida expresión de la prisionera 359B.
Luis desfiló y marchó entonces tras las espaldas de Ramiro, observando en todo momento a su querida Ángeles, que ahora estaba siendo escoltada de regreso a su celda por parte de otro guardia, algo más pequeño que el que lo conducía a él.
Ambos, Ángeles y Luis, se amaban y se observaban en la lejanía, sabían que la próxima visita se realizaría al cabo de dos largas y eternas semanas y que, tras ese tiempo, tendrían de nuevo no más de media hora para el encuentro.
Tras recorrer de vuelta aquél laberinto de pasadizos, Luis salió del edificio entristecido, cabizbajo, anhelante del cariño y el amor que por un breve momento había podido compartir con su amada Ángeles.
Ángeles volvió al tercer piso del sector 2, el edificio donde ella compartía celda con otras 200 presas, el lugar en el que debería cumplir condena por unos cuantos meses más.
Ángeles anhelaba también el cariño y el amor de su querido Luis, pero había descubierto casi sin proponérselo, desde hacía varias semanas, que la pasión y la lujuria serían moneda de cambio en aquella prisión.
No solo el guarda Ramiro era quien se lo proporcionaría.
Y ella lo daría sin ningún tipo de reparo.
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