¿Se le podrá decir que no a un amante?
Este relato, escrito hace unos años, es preámbulo para uno que me pidió escribir una ‘amiga’ de SST hace unos días..
Al igual que toda mujer enamorada, me gusta que suavemente me lleven hacia el lecho, que con caricias y besos me dobleguen, que hagan inevitable el camino hacia el coito. También, si con el tacto siguen encendiendo mi cuerpo y con la lengua me abrasan, pido a gritos que me penetren. Eso sucedió en el noviazgo, con quien ahora es mi marido. Me acariciaba el cuerpo y yo invariablemente me calentaba; pronto le pedía que cambiara sus dedos por su pene. Me movía sin parar a pesar de tener orgasmo tras orgasmo y sólo detenía mi movimiento cuando sentía el calor de su semen golpeando en las paredes de mi útero. Yo apretaba mis paredes vaginales deseando exprimirle todo el amor que mi ser le había producido en los testículos.
Al fin, después de varios meses de amarnos completamente, la regla dejó de bajarme. Le dije que seríamos padres y él se puso feliz. Buscó un lugar para vivir juntos, me llevó al registro civil e hizo trámites en la parroquia de mi barrio para efectuar nuestra boda. Yo me sentía dichosa. Mi esposo nunca dejó de hacerme el amor. Ahora eran dos o tres veces diarias en las que yo sentía su fuego en mis entrañas. También, me gustaba el sabor de su semen y al menos una vez al día tomaba mi ración de leche. Confieso que cuando éramos novios él me pidió que le chupara la verga. La primera vez me negué, pero su insistencia y mi calentura hicieron que lo complaciera. Primero eran chupadas en el glande y lengüetazos en el tronco. Me gustaba lamer la cabecita y succionar su líquido preseminal. poco a poco me fui acostumbrando a metérmelo y hacerle una chaqueta mientras lo mamaba, pero un buen día, sus jadeos y gritos estimularon mis ganas de mamar hasta que se vino en mi boca; me sorprendí cuando sentí el golpe de su chorro en mi garganta, pero dos más llenaron mi boca. Me calentó más sentir la tibieza del semen y el sabor delicado que degustaba, y, sin sacarme la verga mi lengua friccionaba su glande para probar su amor en tragos. Guardé un poco para dárselo en un beso que él quiso evitar, pero no le permití que despegara su boca de la mía, metí mi lengua acariciando la suya y cedió… Al terminar de besarlo, sonrió moviendo negativamente su cabeza y volvió a probar su ser en mi gusto. Yo seguía con el miembro entre mis manos, jalando un remedo de verga mojada, escuchando de sus labios un “te amo”.
Los días de amor no aminoraban, aunque aumentara el volumen de mi panza. Me mamaba las chiches cuando lo cabalgaba, pero un día se separó de mi pecho con rapidez y vi en su cara un gesto de desagrado.
—¿Qué pasa? —pregunté al sentir que su turgencia disminuía.
—Tienes leche y no me gustó el sabor, me dieron náuseas —contestó separándose de mí y fue a enjuagarse la boca al baño.
Mientras él se enjuagaba, metí el pezón en mi boca y exprimí para ver cómo sabía. No me agradó el sabor y comprendí el porqué de su contrariedad.
Seguimos haciendo el amor diariamente hasta el día de parto. Aunque el médico nos dijo que nos abstuviéramos dos semanas, no pudimos esperar tanto tiempo, ¡éramos muy calientes! Antes de cumplirse una semana ya estábamos cogiendo como si nada hubiera pasado. Después, en las noches, cuando le daba de mamar a mi bebé, mi esposo también me daba “mi biberón”, al tenerlo erecto se acostaba levantando las rodillas para que me sirvieran de recargadera cuando me ensartaba para “mecer” al niño mientras éste comía.
Tres fueron los embarazos y decidí ligarme, pues de otra forma me llenaría de hijos con tanto amor que nos dábamos. Lo que ambos disfrutábamos mucho era chuparle el pene hasta que él se venía y yo dormía con su rico sabor en mi boca. Un día le pedí que él me chupara la vagina. Bajó a mi triángulo, restregó su cara en mis vellos, me abrió los labios y después de dos lamidas al clítoris se separó y dijo que no le gustaba mi sabor. Fue al refrigerador, prendió la televisión y se quedó en la sala hasta que terminó una cerveza. Recordé la escena cuando me salió la leche y metí mis dedos en la vagina; lentamente acerqué la mano a mi cara y entendí por qué le desagradó a mi esposo el sabor: olía desagradable y sabía pésimo. Me levanté, fui a la sala y le quité la botella a mi esposo para tomar un buen trago de cerveza… ¡Tampoco me gustó, sabía horrible! Tomé un vaso de agua y me fui a dormir.
Cuando los niños eran pequeños, no nos preocupaba andar en calzones o desnudos en la casa. Me interponía entre él y la televisión, dándole la espalda y me agachaba con las piernas abiertas. Mi esposo veía mi raja, se quitaba los calzones y se acercaba para empalarme.
—¡Eres divina de perrito, mami!
—Me gusta que me cojas así, me entra toda, mi amor, le decía y él se movía hasta que eyaculaba. Ahí concluía mi último orgasmo, los cuales empezaban con su movimiento al sentir la firmeza de sus manos en mis caderas.
—¡Qué nalgas más bonitas tienes! —decía por último antes de caer en el sillón sin soltarme.
El, desfallecido, quedaba callado y yo, aún arrecha, me colocaba mejor para besarlo. Él separaba su boca para tomar aire y no me quedaba nada más que besarlo en las mejillas y darle chupetones en el cuello.
Una de esas veces, cuando me embestía, mi hijo de tres años se acercó y le preguntó “¿Qué le haces a mi mamá?”. Mi marido se separó de golpe y el niño quedó sorprendido al ver el falo mojado y parado. “Nada, sólo jugamos” fue toda la contestación que le dio al nene y le ordenó que se fuera otra vez a su cuarto. Fui a verificar que no se le ocurriera “jugar” así con sus hermanitas.
En otra ocasión, en que llegó de madrugada y borracho, me puso en cuatro para cogerme de perrito, lo cual a mí me encendía que me tomara en esa posición, aunque él estuviera borracho. Decidí recargar mi cabeza en la almohada ofreciéndole mi grupa. Él estaba de pie sobre la cama y en el espejo de mi peinador vi que su rostro se iluminaba y la sonrisa se hacía enorme, lo mismo que su pene que se estiraba como pocas veces.
—¡Qué ricas nalgas tienes, mi mujer! ¡Tu culito se mira hermoso! —dijo hincándose y me dio unos lengüetazos en el ano, acariciándome las nalgas.
Se acomodó agarrando con firmeza mis caderas y me empezó a penetrar por el culo. Me resistí ante el dolor, pero su fortaleza pudo más y junto con un ardor tremendo sentí chocar sus huevos en mis nalgas y mi panocha. Grité pidiéndole que me lo sacara y sin misericordia se movió cada vez más rápido. El dolor era tanto que pensé que me desmayaba. Afortunadamente se vino rápido, sentí el calor de sus fuertes chorros de semen y se quedó descansando sobre de mí. Aproveché para separarme y lo tiré hacia un lado de la cama. Se oyó un estallido hueco cuando el pene se salió y mis piernas se llenaron de esperma, heces y sangre. Me dolía más el culo, no podía mover las piernas y cojeando fui al baño. me senté en el retrete escuchando como goteaba mi trasero; hice mis necesidades fisiológicas, me limpié y se calmó poco a poco el dolor. Al regresar a la cama, mi esposo dormía profundamente. Nunca le permití que volviera a cogerme por allí.
Poco a poco tuvimos que ser más reservados en nuestras caricias, las cuales se restringían a nuestra alcoba: ya no le mamaba la verga en el auto cuando salíamos con los niños; él sólo me mamaba las chiches cuando estaba sumamente caliente y me cogía, sentada de frente o cabalgándolo; nunca volvió a intentar chuparme la panocha, y me pedía que no gritara en mis orgasmos porque “los niños pueden oír”. A pesar de todo, seguimos amándonos. Quizá con estas pequeñas frustraciones, él se emborrachaba con más frecuencia. Sin embargo, borracho le daban muchas ganas de cogerme y, aunque no me gustaba que tomara, era cuando más veces me cogía. Sábado y domingo eran días de cama si llegaba borracho, yo sólo me levantaba para atender a los críos y volvía al lecho para atender sus reclamos conyugales.
Así fueron mis primeros once años a su lado, de los cuales diez fueron de matrimonio, hasta que tuvimos que separarnos eventualmente por cuestiones de su trabajo y mis necesidades sexuales me obligaron a tener un amante, mi jefe en el trabajo, del cual ya les. Los años que pasé con amante complementaron la visión del amor. Mi fantasía de que me hicieran el sexo oral se cumplió, además de que me sentí tratada con mayor ternura, hasta el grado de sentir también amor por él.
Sin embargo, no me gustaba que mi jefe me dijera puta o putita, aunque lo hiciera cuando más calientes estábamos. Las primeras veces le pedí que no me dijera así.
—No me digas puta, yo sólo cojo con mi marido… y contigo —concluí después de una pausa, dudando de mi palabra.
El tiempo pasaba y no me lo decía, pero mi jefe, en uno de sus momentos de calentura, volvió a llamarme así.
—¡Qué rica puta tiene tu esposo en casa, te ha de gozar tanto como yo! —me dijo cuando se acababa de venir abundantemente y aún me escurría su esperma por las piernas.
Yo estaba en el Cielo y lo dejé pasar. Sin embargo, reflexioné y pensé en que no era puta de mi esposo, tampoco de mi jefe pues no le cobraba. Así, después de que hacía una hora habíamos cogido, me puse a jugar a ser puta. Me senté en sus piernas, le acaricié el pelo y lo besé. Al concluir el beso, sin dejar de acariciarlo, le dije «¿Esto va a ser así, sin nada a cambio?» “No sé, qué quieres”, me contestó. «Pues no debe ser gratis», insistí dándole un beso en la mejilla. “¿Cuánto cobras?, ¿te parece bien $200?” me respondió sacando un billete de su cartera, la cual tomé y saqué un billete más diciendo «Así está bien», dije antes de darle otro beso en la mejilla y me levantó para seguir con mi trabajo. ¡Nunca le devolví el dinero!, pero nunca le pedí otra vez, no me gustó el juego.
Otro día, al llegar, me saludo con la inevitable pregunta cuando mi esposo estaba en la ciudad:
–Buenos días mami, ¿me trajiste panocha con leche?
–Claro, Nene, pero primero toma tu bibi –le contesté sacándome una teta para que me la mamara y él se apresuró a hacerlo, saboreándola y percibiendo que ya me la habían preparado.
–¡Qué rica! ¿La otra también tiene crema?
–Sí, a papi le alcanzó para ponerle a las dos. Mama, mi nene… –contesté sacando la otra y ofreciéndocela también–. Tenga, mi nene, lechita de papi.
Mientras me mamaba me desabotonó la falda, la cual cayó a mis pies. No traía fondo y en mis pantaletas blancas se marcaba el azabache del vello tupido. Nos acercamos al sofá, me senté en sus piernas y acaricié su cabello en tanto que él continuaba pasando la lengua de una areola a otra y lamiendo más allá para limpiarme de la crema que, al humedecerse, volvía a emanar su característico olor.
–Dale un beso a mami con ese sabor tan rico que tiene la crema de papi –le pedí sacando de mi boca la teta de suave masa que tiene una madre de casi 40 años y tres hijos.
Me besó metiendo su lengua en mi boca, nuestras lenguas se trenzaron y se acostó sobre mi cuerpo, pero no me soltó de las chiches.
–Sé que te gusta mucho la leche y que últimamente haces un sacrificio cada vez que te abstienes de ella por dármela a mí ¿Tu esposo te mama mucho las tetas? –preguntó.
–No. Una vez le salió calostro y no le gustó –contesté, ofreciéndole un pezón.
–¡Muy mal! No sabe lo que es rico –dijo abriendo la boca para chuparme.
–¿A ti si te gusta? –pregunté sorprendida.
–Sí, el calostro y la leche, aunque sólo la he tomado de pocas mujeres, siempre me ha parecido deliciosa.
Después, besó mi triángulo que despedía mucho calor y el aroma de puta que tanto le gusta de mí, el pelambre me brillaba, la fragancia de mi vagina enervaba su pensamiento y sólo pensaba en mamarme la panocha. Se prendió de mi clítoris y con la succión me masturbaba divinamente. Grité (me valía madres que nos oyeran, pues mi jefe era uno de los socios de esa compañía) y por mis muslos escurrió más flujo. Me soltó para acostarse sobre de mí, me abrazó para penetrarme dándome un beso que sólo terminó con el gemido que provocó la dicha que tenía al inundarme. Descansando su cuerpo sobre el mío, continuó con otro beso al tiempo que su pene navegaba en el mar de mis pasiones satisfechas. Ahora fue su propia leche la que tomó de mi vagina, mientras sus manos recorrían mis nalgas firmes.
–Me gustan tus nalgas, están muy ricas –me dijo haciéndome que me pusiera de pie para modelárselas.
–A mi esposo también le gustan mucho… –le dije y él me agachó y me lamió el ano. ¡Yo estaba otra vez en la cima de mis calenturas!
–Es que son muy bonitas, y tu culito es delicioso… –dijo antes de seguir lamiéndome –¿Ya te cogió tu marido por allí? –me preguntó y quedó expectante de mi respuesta.
–Sí, una vez, pero me dolió mucho –contesté reflejando disgusto al recordar aquello.
–Tal vez no supo cómo hacerlo. Un día te llevo a un hotel, te limpio y te pongo lubricante para que poco a poco se te vaya dilatando el anillito –dijo antes de volver a chuparme y meter su lengua.
–Sí, Nene, lo intentamos cuando quieras –le contesté gozando de su lengua y sorprendiéndome de mi manera de contestar, pero segura de que él sí lo haría bien.
Me dio una pequeña nalgada y me empezó a vestir, cubriéndome la piel de besos antes de la ropa.
Esta historia ya la habías publicado en el foro de CuentoRelatos. Está bien para preámbulo, pero cuenta ya cómo te fue con tu amante en esa aventura de decirle que sí y darle las nalgas con todo y agujero. Ya no la hagas de emoción.
Mira quién lo dice, una que tardó dos años en escribir uno que prometió. Ya lo empecé a escribir, voy lenta, no te desesperes.
¡Qué rica has de estar, Mar! Ya leí los otros relatos que habías puesto. ¡Eres cachondísima!
Me gustaría conocerte. Ya te mandé un correo con mi foto completa, no como otros que sólo mandan de la panza para abajo. Contéstamelo de igual manera ¿Habrá manera de conocernos?
Ya vi tu foto y contesté tu correo con la dirección a donde puedes ver mis fotos. La verdad, no sé ni dónde vivas, ¿cómo crees que puedas conocerme?
Viendo tus fotos, la que me mandaste y las que publicaste, me daría un espacio para visitarte y hacer el recorrido por tu cuerpo. Tú dime cuándo, al fin y al cabo estoy en México.
No me tientes, Ber que se me antoja recorrer tu pene y los hermosísimos huevos con mi lengua…