Tentaciones de verano
Mis padres deciden rentas unas habitaciones y mi madre se divertía con los huéspedes.
Me llamo Javier y la historia que voy a contar sucedió cuando tenía 18 años. vivía con mis padres, mi padre trabajaba en una empresa pesquera, mi madre en casa con sus cosas, Mi madre, Paola, es una mujer que no parece de aquí. Medía 1.64, ni alta ni baja. Tenía la piel blanca y el pelo castaño, siempre con una cola de caballo. Sus ojos son marrones.
Pero era su cuerpo… Su cuerpo era otra cosa. No lo mantenía para presumir, decía que era por salud, pero el resultado era el mismo. Tenía unas tetas perfectas, ni grandes ni chicas, que se mantenían firmes solas. La cintura era fina y de ahí bajaba a unas caderas bien marcadas, de mujer de verdad. Y su culo… Dios, su culo era una tentación. Redondo, duro y alto, gracias a que corría todas las mañanas por la playa. Cada paso que daba lo movía de una forma que me dejaba mirando. Y las piernas, largas y fuertes. En resumen, era la tía más guapa que había visto, y además, era mi madre.
Vivíamos en una ciudad costera que en verano se llenaba de turistas a reventar. Mi padre, Esteban, era pescador en una empresa. Se levantaba a las dos o tres de la madrugada y volvía a casa hecho polvo, con solo ganas de cenar y dormir. Él quería tener su propio barco, pero para eso hacía falta una pasta que no teníamos.
Mi madre era la que se quedaba en casa. Se levantaba con el sol para ir a correr, comía cosas sanas y tenía la casa siempre impecable.
Una noche, no podía dormir. Fui a la cocina a por un vaso de agua y oí sus voces en el salón. Hablaban en voz baja. Mi padre sonaba frustrado, mi madre con su calma de siempre.
—No sé qué más hacer, Paola. Cada día me siento más jodido. Tengo que sacar el dinero para el banco y no hay forma de conseguirlo sin arriesgar.
—Tranquilo, mi amor. Ya saldrá.
Oí el suspiro de mi padre y supe que era mi momento. Entré en el salón como si nada y me senté. Los dos me miraron sorprendidos.
—Javier, ¿qué haces levantado a estas horas? —me dijo mi madre.
—No podía dormir. Oí hablar de dinero… —dije yendo al grano—. Yo sé una forma de conseguirlo.
Mi padre me miró raro. —¿Tú? ¿Y qué sabes tú de negocios?
—Más de lo que te crees. Tenemos dos habitaciones vacías arriba. ¿Por qué no las alquilamos a los turistas?
La idea se quedó flotando en el aire. A mi padre no le gustó nada. —¿Extraños en casa? Ni locos. No quiero gente que no conozca metiéndose aquí mientras yo no esté.
—Espera, Esteban, déjale hablar —dijo mi madre—. ¿Cómo, Javier?
—Hay una app. La usa todo el mundo. Subes las fotos de las habitaciones, pones un precio por noche y la gente reserva. Es fácil. Con la de turistas que viene aquí, las tendríamos llenas todo el verano.
Mi padre seguía moviendo la cabeza. —No me gusta. Es mi casa, mi sitio. No voy a convertirlo en un hotel.
Pero mi madre ya estaba pensando. Se tocaba la barbilla. —Y si no son solo las habitaciones… —dijo más para ella que para nosotros—. ¿Y si ofrecemos las zonas comunes? La cocina, el salón, el jardín de atrás… Podríamos anunciarlo como algo más auténtico. A la gente le gusta eso.
Se giró hacia mi padre con esa cara que él nunca sabe negarle. —Esteban, es una buena idea. Es dinero que necesitamos y es una solución fácil. No hacemos nada malo, solo compartimos un poco de nuestro sitio.
Vi cómo mi padre se rendía. Asintió, muy despacio, con cara de vencido.
—De acuerdo —dijo—. Pero si hay un solo problema esto se acaba. ¿Entendido?
Después de aquella noche, mi padre y mi madre comenzaron a preparar la casa. Mientras mi padre arreglaba problemas, como contactos que no servían o puertas que no cerraban bien, mi mamá y yo nos enfocamos en tomar fotos y publicarlas en la aplicación.
Una vez terminamos, parecía que mi idea no había funcionado. Pasaron días y no recibíamos ninguna notificación, era como si a nadie le interesara. Pero un día, mi madre me llamó desde el salón con el móvil en la mano.
—Javier, ¡mira! —dijo, con los ojos muy abiertos—. ¡Alguien alquiló una habitación por una semana!
—¿En serio, mamá? —pregunté, acercándome para ver la pantalla.
—Sí, hijo. Parece que son una pareja de jóvenes.
—Genial, hijo —dijo mi mamá, ya animada, dándome un abrazo.
Llegó el día en que iban a llegar los jóvenes. Eran extranjeros y solo hablaban inglés. A mi mamá le costó un poco entenderse al principio, pero lograron arreglárselas con gestos y la traductor del móvil.
Pasó la semana y se fueron. —¿Crees que la pasaron bien? —me preguntó mi mamá un poco nerviosa.
—Veremos cómo nos califican —le dije.
Para mi sorpresa, al día siguiente recibimos la notificación. Nos calificaron con cinco estrellas y dejaron muy buenos comentarios.
Al pasar los días, ambas habitaciones estaban ocupadas. Esta vez era una familia: el señor se llamaba David, su esposa era Sarah, y tenían dos hijos pequeños, un niño y una niña. Nos dijeron que se quedarían un mes.
Todo parecía ir muy bien, pero una mañana, todo cambió. Bajé a la cocina por un vaso de agua. Mi padre ya se había ido a trabajar, y el silencio de la casa solo lo rompía el murmullo de la cafetera. Mi mamá estaba de espaldas a la puerta, mirando el día por la ventana. Se estaba preparando para salir a correr. Llevaba una sudadera ancha, pero abajo, unos leggins negros que se le pegaban al cuerpo como una segunda piel. No quedaba nada a la imaginación. Cada curva, cada músculo de sus piernas y, sobre todo, la forma perfecta de su culo, estaban ahí, a la vista de cualquiera.
Fue entonces cuando vi al señor David bajar por las escaleras. Debía haberse despertado sediento. Se acercó a la cocina y se detuvo en seco, justo a unos metros de mi mamá. Sus ojos se clavaron en ella, en su trasero, y se quedaron ahí un buen par de segundos antes de que se diera la vuelta.
—Buenos días, Paola —dijo con una sonrisa fácil, sin dejar de recorrerla con la mirada.
—Oh, buenos días, David. ¿Ya está despierto? —respondió mi mamá, amable como siempre.
—No podía dormir más. Es que el aire de aquí es muy agradable —dijo, y dio un paso más cerca—. Me encanta ver que empieza el día con tanta energía. Correr todas las mañanas… es muy admirable.
Mi mamá sonrió, un poco tímida. —Es una costumbre, me ayuda a despejarme.
Mientras hablaba, sus ojos no se apartaban de sus caderas y de sus piernas. Yo estaba escondido en el pasillo, y me entró una sensación rara, una mezcla de rabia y otra cosa que no quería reconocer.
—¿Sabe? —siguió David, acercándose un poco más, invadiendo su espacio personal—. Mi esposa y yo estamos encantados con su hospitalidad. Pero creo que la mejor parte de quedarse aquí es… la vista.
Mi mamá se quedó quieta, y vi cómo se ponía un poco tensa. —Bueno, la casa tiene un jardín bonito y son lindas las vistas hacia la playa…
—Si no le molesta —la interrumpió él, con una sonrisa—, ¿qué le parece si salimos ambos a correr?
Mi mamá lo miró sorprendida, sin saber qué decir. Asintió con la cabeza y luego reaccionó. —Sí, claro, sería un placer. ¿Esperamos a su esposa? —preguntó mi mamá.
—No hace falta, a ella no le gusta hacer ejercicio —respondió el señor David mientras se agachaba para amarrarse bien las agujetas de sus tenis.
Mi mamá, aun sin saber cómo manejar la situación, solo dijo: —Vale, está bien, entonces vamos.
Y ambos salieron de la casa.
Más tarde, regresaron juntos. Me sorprendió al ver que reían e incluso se hablaban como si se conocieran de hace mucho. Ambos sudados entraron a casa. La esposa del señor David, Sarah, ya se había levantado.
Mi mamá, al verla, se puso un poco incómoda, como esperando un tipo de reclamo por haber salido a correr con su esposo, pero parecía que a ella le daba igual.
David entró, habló un momento con su esposa y luego dijo: —Bueno, iré a darme un baño.
Mi mamá solo asintió. Entonces, la señora Sarah se acercó a mi mamá y comenzó a platicar con ella, hablando del lugar y pidiendo sugerencias de sitios para visitar.
Pasaron dos semanas, se convirtió en una rutina que mi mamá y el señor David salieran a correr juntos desde aquel día. Y no solo era eso lo que me llamaba la atención, sino cómo mi mamá empezó a cambiar.
Empecé a percatarme de que vestía ropa diferente. Ahora usaba shorts de licra que apenas le llegaban a mitad del muslo y tops deportivos ajustados que dejaban ver el contorno de su pecho y su espalda.
Una mañana la vi frente al espejo de su habitación mirándose, girándose, viéndose de perfil. Se tocó el estómago plano y se ajustó el pelo en una cola de caballo alta. No se estaba preparando para correr, se estaba preparando para que la vieran.
Era como si le gustara que el señor David la mirara. Y él, por supuesto, no desperdiciaba la oportunidad. La forma en que sus ojos se posaban en ella cuando bajaba las escaleras era diferente. Ya no era una mirada rápida cualquiera, era una mirada de hambre, de posesión. Y mi mamá, en lugar de sentirse incómoda como al principio, ahora le devolvía una pequeña sonrisa, como si compartieran un secreto.
Una madrugada, mi mamá estaba despidiendo a mi papá, que se iba a trabajar. Eran las tres de la mañana. Ella lo miraba irse desde la puerta principal, vestida solo con un camisón rosa.
Yo me había levantado para ir al baño y vi todo desde el pasillo. Cuando mi papá se perdió de vista, mi mamá cerró la puerta con cuidado y se quedó apoyada en el recibidor, escribiendo en su móvil. En eso, escuché cómo se abría una puerta detrás de mí. Entré al baño y, sin encender la luz, me quedé inmóvil.
Vi como salía el señor David de su habitación, con solo una bata de dormir puesta. Se acercó a mi mamá con sigilo. Me sorprendió mucho escucharlo hablar en voz baja.
—¿Ya se fue? —preguntó David.
Mi mamá no respondió con palabras. Lo abrazó por los cuellos y comenzó a besar al señor David con una hambre que nunca le había visto. Se besaron un buen rato, hasta que ella se apartó, sin soltarlo.
—Vamos a mi habitación —dijo mi mamá con la voz ronca.
—De acuerdo, Paola —dijo el señor David.
Vi cómo mi mamá lo tomó de la mano y lo guió hacia su habitación. Ambos entraron, cerrando la puerta tras de ellos.
Estaba paralizado, sin poder creer lo que acababa de ver. Mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro. Con una inquietud que me nacía en el pecho, me acerque sigilosamente a la habitación de mis padres. Pegué mi oído a la puerta de madera.
Al principio, solo alcanzaba a escuchar susurros de ellos dos hablando muy bajo. No distinguía las palabras, solo el murmullo de sus voces mezcladas. Pero como pasaba el tiempo, los susurros se perdieron y empezó a sonar otra cosa. Un rechinar rítmico de la cama, lento al principio, y luego más constante. Y con ese ritmo, comencé a escuchar los gemidos de mi mamá.
Eran gemidos que nunca había oído. Eran de placer. Un placer profundo, contenido al principio, pero que poco a poco se volvían más fuertes, más desesperados. Estaba helado por lo que estaba presenciando, mi mente se negaba a procesarlo. Mi mamá… con él… en la cama de mi padre.
Pero poco a poco, entre el shock y el nudo en mi estómago, comencé a sentir una sensación diferente. El miedo se fue mezclando con una curiosidad malsana. El helado shock se convirtió en un calor que me recorría el cuerpo. Me quedé allí, con la oreja pegada a la puerta, sin respirar, tratando de escuchar todo lo que sucedía dentro. Cada gemido de mi mamá, cada golpe de la cama contra la pared, era una puñalada y a la vez una excitación que no sabía cómo controlar.
Regresé a mi habitación cuando el sonido de la cama se detuvo, dejando un silencio denso y pesado en el pasillo. No pasó mucho tiempo cuando la puerta de la habitación de mis padres se abrió lentamente, con un chirrido casi inaudible.
Solo escuché el susurro de pasos descalzos sobre el suelo. Alguien salía para entrar luego a otra habitación. Me asomé con cuidado, con la puerta de mi cuarto entreabierta, y vi que no era otra persona más que el señor David. Caminaba de vuelta a su habitación, con su bata de dormir puesta, sin mirar atrás.
Fue entonces cuando vi a mi mamá salir. Estaba desaliñada, con el pelo en desorden y el camisón rosado arrugado. Se quedó quieta en medio del pasillo, mirando la puerta de la habitación de David hasta que se cerró.
Luego ella fue al baño. Cerré mi puerta un poco más, pero no del todo. Desde mi cama escuché al momento, cómo comenzaba a caer el agua de la regadera.
Me tumbé boca arriba en la oscuridad, mirando el techo, Mi mente no dejaba de pensar, y peor aún, comenzaba a imaginarlo. No podía evitarlo. Veía a mi mamá en esa cama, la cama de mis padres, y a David encima de ella. Veía sus manos recorriendo el cuerpo que yo había visto tantas veces, pero de una manera totalmente nueva. Imaginaba sus gemidos, la forma en que se movía, cómo otro hombre la hacía suya. Cada imagen que me venía era peor que la anterior, una tortura que a la vez me mantenía despierto, con el cuerpo tenso y una sensación extraza ardándome por dentro.
Por la mañana, ya cuando el sol salía, mi mamá ya estaba lista. Vestida provocativamente para salir a correr, con unas mallas muy ajustadas, esperaba a David. Él salió y ambos se sonrieron al mirarse, una sonrisa de complicidad que no se les escapó a ninguno de los dos.
—Pensé que no saldrías a correr —dijo mi mamá, con un tono juguetón.
—¿Y por qué me lo iba a perder? —respondió él.
—Bueno, pensé que estarías cansado… luego de hacer cardio en la madrugada —dijo mi mamá, riendo.
David se acercó un poco más y le dijo en voz baja: —Puedo con eso y con más.
Luego ambos salieron de la casa para ir a correr.
Los días siguientes, no tan consecutivamente pero sí muy seguido, David se follaba a mi mamá en la habitación de ella cuando mi padre ya se había ido a trabajar. Eran encuentros rápidos y silenciosos en la madrugada, siempre con el mismo ritual: él volvía a su cuarto, ella se duchaba.
Pero una noche fue diferente. David no regresó a su habitación después de follársela como lo hacía regularmente. Ese día ya había amanecido cuando la esposa de David, Sarah, se había levantado. Solo yo sabía que David y mi mamá aún estaban acostados en su habitación.
—De seguro ya se fue a correr —dijo la señora Sarah al bajar a la sala, con su taza de café en la mano.
Ella me miró y sonrió, sin saber que en realidad su esposo todavía estaba con mi mamá. Poco después, la primera en salir fue mi mamá de su habitación, con su cara sonriente pero desaliñada.
—Hola, señora Sarah —dijo mi mamá, saludándola.
—Buen día, señora Paola. Pensé que había ido a correr con mi esposo —dijo ella.
—Ah, no. Esta vez me sentía un poco mal del estómago y no salí. Me voy despertando —dijo mi mamá, con una calma que me resultaba insultante.
No obstante, mientras ellas hablaban, yo miraba hacia las escaleras, mientras me decía a mí mismo: Si solo supiera que su esposo está ahí arriba, en la habitación de mis padres.
Era evidente que mi mamá y el señor David disfrutaban el riesgo de ser descubiertos. Habían pasado ya tres semanas desde que llegaron a nuestra casa. El señor David y su esposa estaban a punto de irse, ya que el mes estaba por terminar. Yo ya me había acostumbrado a escuchar por la puerta el gemir de mi mamá, y aunque estaba un poco aliviado porque pronto terminaría la infidelidad de mi mamá, me sentía decepcionado. Una parte de mí quería que, al menos una vez, fuera yo el que la tomara.
La última semana fueron constantes las veces que se folló a mi mamá el señor David. Cada madrugada, todos los días sin excepción, lo hacían. Hasta que llegó el día que se tenían que ir. Su esposa e hijos estaban en la sala con su equipaje, esperando el taxi que los llevaría al aeropuerto. El señor David les estaba entregando las llaves. Ellos estaban arriba.
En eso, llegó el taxi. Ayudé a la señora Sarah y a sus hijos a subir el equipaje.
—¿Qué tanto está haciendo David? —dijo la señora Sarah ya arriba del taxi, un poco impaciente.
Me ofrecí a avisarle que ya lo estaban esperando. Así que entré en la casa y subí a buscarlos. Para mi sorpresa, los encontré follando en una de las habitaciones. Mi mamá estaba empinada sobre un escritorio, con sus panties y su pantalón hasta las rodillas, mientras David la embestía con fuerza. Mi mamá se tapaba la boca para no gritar.
Los había visto en la parte final del acto. No sabía cuánto llevaban haciéndolo, pero David, enseguida, con tres empujones profundos, se corrió dentro de mi mamá. Luego salió de ella y se subió los pantalones con prisas. Mi mamá, aun con los suyos abajo, se giró y comenzó a besar a David.
—Prométeme que me escribirás —dijo ella, con la voz rota.
—Sí, claro que lo haré —respondió él.
Luego mi mamá se subió la ropa. Yo me metí al baño para que no me vieran. Ambos bajaron y los seguí por detrás. Vi cómo el señor David subía al taxi. Todos se despedían y luego se arrancó el taxi. Mi mamá se quedó mirando hasta que lo perdió de vista. Luego entró en casa.
—Hola, hijo. ¿Estabas aquí dentro? —preguntó—. No, estaba con la señora Sarah.
—Pero entré rápido al baño —dije, disimulando para que no sospechara.
Pensé que todo volvería a la normalidad, pero qué equivocado estaba. Los días siguientes no recibimos algún huésped y pensamos que era porque estaba por terminar el verano. Mi mamá seguía con su rutina con normalidad, hasta que un día nuevamente nos llegó la solicitud por ambas habitaciones.
El día que llegaron los huéspedes eran seis chicos. La mayoría hablaba alemán, solo dos hablaban español con un acento raro. Eran muy altos y se dividieron las habitaciones, tres en cada una. Por lo regular, solo llegaban a dormir, ya a muy altas horas, cuando mi padre se iba a trabajar. Poco después se los veía regresar a casa. Sin duda disfrutaban de la fiesta. Era raro no verlos borrachos al llegar y, por las mañanas, siempre se veían desvelados.
Fue entonces cuando noté que mi mamá no los dejaba de ver. Incluso trataba de charlar con ellos, aunque ellos se reían al no entenderle. Pero los que sabían español sí le seguían el juego. Sentía como si ella quisiera llamar su atención, y no tardé en comprobar que así era.
Una noche, cuando ellos llegaban borrachos, mi mamá salió de su habitación con un juego de lencería, sin nada más que eso. Los recibió y ellos se alocaron. Decían «wow» y algo en alemán que no entendía, pero se veían muy animados. Ella caminaba entre ellos con tanta naturalidad, incluso pasaba sus manos por sus brazos. Fue ahí que entendí que los estaba provocando, en busca de algo más.
Los chicos, al verla tan receptiva, incluso la invitaron a seguir tomando en la sala. Ella aceptó, pero dijo: —En la sala no, porque no quiero molestar a mi hijo. ¿Qué les parece si vamos a una de las habitaciones?
Los que hablaban español sabían muy bien a qué se refería, así que todos se metieron en una de las habitaciones. Desde mi cuarto solo se escuchaban sus gritos y risas, y el choque de botellas. Dejaron la puerta entreabierta, ya que salían muy seguido al baño. Fue ahí donde me acerqué a ver qué sucedía.
Al mirar hacia dentro, vi a cuatro chicos sentados en el suelo fumando y tomando. Mi mamá estaba arriba en la cama con uno de los chicos a su lado, besándola, mientras otro la manoseaba, tocándole las tetas y su entrepierna.
Poco a poco, la tensión crecía. Las manos se volvieron más atrevidas. El que la besaba pasó a morderle el cuello con suavidad, y el que la manoseaba deslizó su mano bajo el delicado encaje de la lencería. Vi cómo se la quitaban por la cabeza, dejándola completamente desnuda sobre la cama, expuesta bajo las luces tenues de la habitación. Su piel brillaba, y sus pechos se movían al ritmo de su respiración agitada. Ellos se fueron desvistiendo igual, tirando la ropa al suelo sin ceremonia.
Uno de ellos, un rubio alto y musculoso, se puso entre sus piernas. Ella le dijo algo en español, con voz suave pero firme: «Ponte un condón». Pero él, que no hablaba español, solo sonrió, creyendo que era parte del juego, y sin más, la penetró de un solo golpe, seco y profundo.
Mi mamá arqueó la espalda y soltó un grito ahogado que se mezcló con un gemido de placer. No había tiempo para protestar. El chico comenzó a moverse dentro de ella con una fuerza brutal, sin piedad, mientras los otros dos se acercaban a la cama. Uno se arrodilló a su lado y comenzó a chuparle un pezón con avidez, y el otro tomó su mano y la guio hacia su miembro, ya erecto. La cama se balanceaba con cada embestida, y los gemidos de mi mamá llenaban la habitación, más altos y descontrolados que nunca. Ya no era la madre que conocía, era una mujer entregada al placer más salvaje, en medio de cuatro hombres que la usaban como su juguete.
La escena se descontroló por completo. Ya no eran cuatro, sino los seis chicos en la habitación, todos con los ojos llenos de lujuria, todos deseándola. La cama se convirtió en el centro de un torbellino de cuerpos sudorosos. Mi mamá ya no era una persona, era el objeto de su deseo colectivo.
La cambiaron de posición. Uno se acostó boca arriba en la cama y la hicieron montarlo a él. Mi mamá, con la respiración entrecortada, comenzó a subir y bajar sobre su miembro, mientras otro se acercó a su cara. Sin dudarlo, ella abrió la boca y comenzó a chupárselo con ganas, con los ojos cerrados, perdida en la sensación. Un tercero se puso a su lado y la tomó de la mano para que se lo masturbara. Estaba llena de ellos, usada por los tres a la vez.
El ritmo era frenético. El que estaba debajo la agarraba de las caderas para embestirla con más fuerza desde abajo, mientras ella intentaba mantener el ritmo con la boca. Oían sus gemidos ahogados, mezclados con las palabras en alemán que ellos gritaban, frases como «Ja, so weiter!» o «Mach weiter, Schlampe!», que ella no entendía, pero que sonaban a una orden excitante.
—Duro… más duro —logró decir ella entre gemidos, y ellos obedecieron, aumentando la fuerza de sus golpes.
Luego llegó el momento que me heló la sangre. Dos de ellos la tumbaron boca abajo sobre la cama. Uno se colocó detrás de ella, y otro frente a ella, levantándole la cadera. Ella pareció saber qué venía, porque miró hacia atrás con una mezcla de miedo y anticipación. Uno la penetró por el culo, con un movimiento lento pero implacable, haciéndola gritar. Casi al mismo tiempo, el otro se metió por delante, en su vagina. La atraparon entre los dos, embistiéndola al mismo tiempo, en un ritmo sincronizado. Mi mamá gritó, un grito de placer puro y abrumador, mientras los dos la llenaban sin descanso. Sus cuerpos se golpeaban contra el de ella, sin piedad, y ella solo podía aguantarse, entregada a la doble penetración.
Se turnaron uno por uno. Cada uno la tomó en diferentes posiciones, como si fuera un trofeo que debían probar. La doblaron sobre la cama, la hicieron arrodillarse en el suelo, la levantaron en brazos. En cada cambio, ella gemía y pedía más, perdida en una orgía de dolor y placer. La vi con las piernas abiertas, con el semen de varios de ellos corriendo por sus muslos, mientras esperaba al siguiente con la boca abierta y los ojos vidriosos.
—Sí… sí… así —murmuraba una y otra vez, como un mantra, mientras ellos la llenaban una y otra vez, hasta que el último de ellos se corrió sobre su espalda y todos cayeron agotados sobre la cama, dejándola a ella en el centro, desnuda, sudada y temblando, sin poder apenas moverse.
Parecía que el tiempo se detuvo. Perdí la cuenta de cuántas veces se la follaron. El olor a sexo, a sudor y a alcohol era denso en el cuarto. Varias de ellos se percataron de que yo miraba desde la puerta, pero no les importó. Les dio igual. Para ellos, yo no era más que una sombra, un testigo silencioso de su desenfreno. Siguiendo en lo suyo, se la follaron sin descanso.
La noche se convirtió en una mancha de cuerpos gemidos y golpes rítmicos. Vi cómo la pasaban de uno a otro, cómo la usaban hasta que ellos se cansaban y otro tomaba su lugar. Mi mamá ya no gemía con fuerza, sus sonidos eran bajos, roncos, de agotamiento extremo, pero nunca pidió que pararan. Al contrario, a veces movía sus caderas para recibirlos más profundo.
El sol ya había salido cuando la situación parecía no tener fin. Los primeros rayos anaranjados entraron por la ventana, iluminando el desorden de la habitación: ropa tirada por todas partes, botellas vacías y cuerpos exhaustos. Todos estaban agotados, tirados por aquí y por allá, durmiendo o simplemente mirando el techo. Menos uno.
Uno de ellos, el más alto, seguía de pie detrás de mi mamá, que estaba acurrucada de lado sobre la cama, como si estuviera a punto de dormir. Él la penetraba por detrás, con un movimiento lento, constante, casi mecánico. No era una embestida de pasión, era una posesión silenciosa. Cada golpe la hacía temblar ligeramente. Ella tenía los ojos cerrados, con el pelo pegado a la cara por el sudor y el semen, y simplemente lo dejaba hacer, mientras el nuevo día iluminaba su humillación y su entrega total.
Me quedé mirando como todos, ya hechos un desastre, dormían agotados por el suelo y la cama. Mi madre dormía plácidamente en medio de aquel caos, con una sonrisa apenas dibujada en los labios. No fue hasta la tarde que ella salió de la habitación, dejándolos aun dormir. Estaba feliz, rebosante, como si fuera alguien nueva. Incluso recibió a mi padre cuando llegó del trabajo con su comida favorita, y yo la veía, sin entender aún quién era en realidad.
Tres días después, los chicos se marcharon. No obstante, en ese transcurso, se la follaron dos veces más. Ya no entraron todos a la vez, sino por separado, en encuentros más rápidos y discretos.
La temporada de verano ya había pasado y no habíamos tenido más huéspedes. Mi padre estaba feliz, ya que había conseguido algo de dinero con la renta de las habitaciones. Me di cuenta de que mi mamá se había vuelto sexualmente muy activa; incluso escuchaba cómo follaba con mi padre más seguido, con una pasión que antes no tenía.
Semanas después, mi madre nos dio la noticia: estaba embarazada.
En los meses siguientes, supe de más infidelidades de mi madre, pero con personas cercanas a ella. Ya que llegué a ver mensajes con vecinos e incluso con amigos de mi padre, donde se escribían y ella les mandaba fotos íntimas de ella. Su deseo no tenía límites ni se detenía en extraños.
Cuando dio a luz, todos nos llevamos la sorpresa. Era un niño blanco, con cabello rubio y unos ojos azules claros. Por suerte para ella, mi padre lo celebró.
—¡Vaya, salió como mi bisabuelo! —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Sabía que algún día alguien heredaría sus genes!
En ese momento, solo pensé una cosa: Qué ingenuo eres, padre. Y mientras mi familia celebraba la llegada del pequeño, yo me quedé en silencio, guardando el secreto de quién era en realidad mi nuevo hermanito.


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Mi padre es marino y mi madre mide 1.62 y por esas cosas de las coincidencias ella es tremenda puta jajaja