Venganza fantasmal.
Este es un relato de humor macabro donde cuento como me asesinaron y despues de muerto cobré mi venganza..
—¿Qué cojones? —exclamé confuso mirando a Marta. Ella, con una pala de la mano, miraba al interior del hoyo que había en el suelo. Claramente pasaba de mí.
—¡Vamos! Date prisa, —la apremió Oscar entrando en la estancia. Los dos se pusieron a echar tierra al agujero, Marta con la pala y él con la tapa de un cubo de basura.
—¿Pero qué hacéis: estáis tontos? —les pregunté, pero no obtuve respuesta. Insistí con la pregunta con el mismo resultado. Entonces miré al agujero y me quedé petrificado. En el fondo, a punto de ser tapado por la tierra, estaba yo, estaba mí cadáver.
Las imágenes vinieron de repente. Recuerdo haber bajado al sótano a por una botella de vino en compañía de Oscar, mi mejor amigo. Vimos el hoyo en el suelo y nos acercamos a investigar. En ese momento sentí un fuerte golpe en la cabeza y no recuerdo nada más.
—¡Estoy aquí, joder! —insistí poniéndome delante de Marta. Ella con la pala, siguió como tal cosa echando tierra a través de mí. Me quedé como sin respiración, mirando a todas partes, supongo que con cara de gilipollas.
—Tranqui tío, —oí a mi espalda—. No pasa nada, solo estás muerto.
Me giré en redondo, y vi a un individuo sentado en una estantería. Era joven, bien parecido, y vestía ropa antigua, como de principio del siglo XX.
—¿Quién eres tú? —le pregunté—. ¿Y qué haces en mi casa?
—Me llamo Amadeo, y te equivocas, ya no es tu casa. Me temo que ahora es la suya, —respondió señalando a Oscar—. Y tu mujer, también.
—¿Pero qué cojones estás diciendo?
—¡Joder tío! Hay que ser memo, —respondió el desconocido con tono de resignación—. El tal Oscar, se calza a la tal Marta, tu señora, desde que vinisteis a esta casa, hace diez años. Y me da la impresión de que ya lo hacía antes.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—¡Coño!, porque llevo aquí más de noventa años, —respondió riendo—. Los he visto follar muchas veces cuando tú te vas de viaje a Nueva York. Por cierto, tu mujer está como un tren.
Intenté sentarme en un viejo baúl pero no pude, me iba para abajo, no me sujetaba.
—Tranquilo, ya aprenderás. A los novatos siempre les pasa, —me dijo saltando de la estantería. Mientras tanto, Marta y Oscar habían terminado de llenar el agujero, de enterrarme.
Rápidamente me puso en antecedentes. Había bajado con Oscar, como ya he dicho, y al acercarnos al hoyo, me había clavado un cuchillo en la nuca. El muy hijo de puta me había dado la puntilla, como a los toros de lidia. Lo tenían pensado desde hacía más de un año, desde que me tocaron a los ciegos seis millones de euros. Sobre mi nuevo estado me dijo que es lo habitual en la gente que muere violentamente.
—Te quedas apegado al lugar donde te matan, —me dijo guasón—. No te quejes, has tenido suerte, si te hubieran asesinado en medio del campo te aburrirías como una ostra viendo pastar a las vacas. Aquí, por lo menos le verás follarse a tu mujer.
Me explicó que con el tiempo se coge práctica, y que incluso se pueden mover objetos. Al ser un recinto cerrado, podía moverme por toda la casa.
—¿Y tú, qué haces aquí? —le pregunte.
—Yo estoy enterrado, a tu lado, —me respondió con una carcajada—. Por muy poco, no me desentierran a mí. Compre esta casa en 1.922 cuando me casé con una zorra que saqué del convento, ya sabes, acuerdos de familias. Tenía una mercería cerca de Pontejos y ganaba mucho dinero, me iba bien. La muy hija de puta se enrolló con un aprendiz de la tienda y me envenenaron con matarratas a los pocos días del Alzamiento Nacional. Me enterraron aquí y simularon que los milicianos me habían paseado. Te darás cuenta de que lo peor es verla follar con tíos, y en mi caso alguna tía, delante de tus barbas, y dejarse hacer cosas que a ti no te permitía. A mí nunca me la chupo, la daba asco, y al crío tendrías que ver como se la comía. Cuando controlé mi nuevo estado pensé en vengarme, pero al final, salvo un día que la di un azote en el culo mientras follaba y la gusto, desistí.
—¿Venganza? ¿La puedo pegar? —pregunté vivamente interesado mientras veía como Marta y Oscar subían las escaleras del sótano.
—Y te la puedes follar si quieres. No te corres, pero lo pasas bien: con el entrenamiento suficiente lo puedes conseguir. Puedes penetrarla, y a él también.
Se me abrieron los ojos como platos. Dar por el culo a Oscar: me gusta la idea.
—¿Y esto cómo va, tú me enseñas, o qué?
— No, no. Con el tiempo, esto se aprende solo.
—Pero si tú me ayudas, aprenderé más rápido y me podré vengar antes, —razoné.
—¿Vengarte para qué? Hazme caso, dedícate a la vida contemplativa, es lo único que te queda.
—Puedo dedicarme a contemplar como la puteo, y a él también, antes de que decidan irse de esta casa.
—No se pueden ir de esta casa. ¿Se van a ir dejando un fiambre, bueno dos, enterrados en el sótano? No merece la pena, pero tú mismo. Bueno vale, no tengo nada más importante que hacer. Pero no pienses que esto será rápido.
Y no era mentira, tardé mucho en conseguirlo. Durante tres años me dedique a mirar como un tonto, todo lo que hacían en mi casa, y en mi cama, y en ocasiones, me dejaban con la boca abierta.
—Oye Amadeo ¿El tema de las posesiones cómo va? —le pregunté en una ocasión en que los dos asistíamos a una sesión porno protagonizada por mi mujer y Oscar. —. ¿Hay que ser un demonio para hacerlo?
—¿Demonios? —repitió y soltó una carcajada—. Tú has visto muchas películas. ¿En este tiempo cuántos demonios has visto? Los únicos que pueden hacer posesiones son los espíritus viejos.
—¿Qué cojones es un espíritu viejo? Nunca me has hablado de eso, —me estaba poniendo negro viendo a Marta chuparle el ojo del culo a Oscar—. ¡A mí no me hacía nada de esto esta hija de puta!
—Ya te dije que es cuestión de entrenamiento. Conozco a uno que puede hacer posesiones, lo ejecutaron hace trescientos años.
—Yo no puedo esperar trescientos años, además ¿Cómo es que conoces a otro espíritu? Aquí no hay nadie más.
—Muy sencillo, porque hace más de cuatrocientos años, los terrenos de esta urbanización eran un cementerio. Hay nueve que pueden moverse por los límites del antiguo cementerio, y uno que puede hacer posesiones. Nosotros no podemos salir de la casa, pero ellos sí pueden entrar.
—¿Qué tal te llevas con él? —le pregunté.
—Bien, es un golfo que te cagas. Posiblemente se habrá follado a todas las tías de la urbanización sin que se den cuenta.
—¿A Marta también?
— No lo dudes.
—¿Pero cómo lo hace? —insistí.
—¡Joder!, pareces tonto tío, posee al hombre y se folla a la mujer. Te aseguro que las echa el polvo de su vida. El no se cansa, puede estar horas follándolas. Eso sí, al poseído lo deja para el arrastre. ¡Ah! y a dos tortilleras.
—¿Dos tortis en la urbanización? ¿Dónde? —pregunté vivamente interesado en plan cotilla total.
—Las de enfrente.
—¿Qué dices? Si son hermanas.
—Si, lo son. Y duermen todas las noches juntas y se comen los chochitos. Sebastian es muy locuaz, me cuenta sus aventuras.
—¡La madre que me parió! —exclamé—. Qué sorpresa te da la vida.
—En tu caso la muerte, —soltó Amadeo con una carcajada.
—Me gustaría hablar con el tal Sebastian y proponerle un juego cuando acabe con el entrenamiento.
—No sé cuándo aparecerá por aquí cerca, —me dijo Amadeo—. Me pondré en la ventana a ver si le veo pasar.
Tres años después de mi vil y cobarde apuntillamiento, ya era capaz de controlar objetos físicos y ejercer fuerza sobre ellos. Todo lo relativo a mi venganza ya estaba hablado con Sebastian, que estaba entusiasmado, y el día propicio sería la víspera de un largo viaje que tenían previsto hacer a África. Nadie les echaría en falta. Esa noche, Sebastian poseyó a Oscar y colocó a Marta un arnés de sado que la sujetaba los brazos a la espalda. Últimamente se habían aficionado a esa modalidad erótica. Después, Oscar, mejor dicho, Sebastian, la estuvo follando un buen rato. A continuación, la bajó al sótano y allí, Oscar se puso unas esposas con las manos a la espalda que yo cerré con mis nuevas habilidades. Finalmente, cerré la puerta del sótano por fuera, y eché la llave. Atravesé la puerta y bajé de nuevo al sótano.
—Tío ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Es muy cruel, —me preguntó Amadeo.
—¿Cruel? —le espeté mosqueado—. Me apuntillaron como a un toro de lidia, supongo que por los cuernos. He estado echando cuentas. Esta hija de la gran puta, se casó conmigo, cuando mi mejor amigo, Oscar, ya era su amante. La de confidencias que le habré hecho al muy cerdo, le contaba todo, y él me animaba a casarme con Marta cuando se la estaba follando.
—Vale, vale. Pero los vas a tener aquí, contigo, toda la vida…
—Eso es lo que quiero, que pasen por lo que yo estoy pasando… y algo más.
Marta miraba a Oscar que estaba como ido. Había visto cómo se cerraba la puerta y oído como se echaba la llave.
—¿Cariño que hacemos aquí? Sabes que el sótano no me gusta, —le preguntó a Oscar que reaccionó cuando Sebastian abandonó su cuerpo.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó sin entender nada—. ¿Y qué hago con las esposas puestas? Quítamelas.
—¡Imbécil! ¿Cómo te las quito? Me has puesto el arnés y me has bajado aquí.
—Marta, no me acuerdo de nada. Estábamos besándonos en el dormitorio y ahora estamos aquí.
—Me pusiste el arnés y me follaste durante casi una hora. Y sin lubricante hijo de puta.
—Te repito que no me acuerdo de… —calló cuando notó que algo, yo, le sujetaba la cadera y me abría paso con una gran presión en su ano. Comenzó a gritar como un energúmeno mientras Marta le miraba con ojos desorbitados. Oscar corría por todo el sótano ensartado en mi polla, y golpeándose la espalda con la pared.
—¡Tío, lo tienes que probar! —les dije a Amadeo y Sebastian, que miraban lo que pasaba sentados arriba de la escalera—. Es mejor que un rodeo. Yuupppiiiii.
Finalmente, agotado y llorando, cayó de rodillas al suelo mientras yo seguía dándole por el culo. Marta, se decidió a mirar por detrás y vio el enorme hueco en que se había convertido su ano, totalmente dilatado. Modestia a parte, tengo una buena herramienta… para desgracia de Oscar. Se abandonó gimoteando y seguí sodomizándolo mientras con una sonrisa de placer miraba a Marta, que aterrorizada, lloraba histérica en un rincón. No exagero, más de una hora estuve dándole, y una mezcla de sangre y mierda salía de su interior. Finalmente, solté el musculoso cuerpo de gimnasio de Oscar que cayó al suelo con las muñecas destrozadas por los esfuerzos por soltarse de las esposas.
—¡Hostias tíos! Me noto como flojo, —les dije a mis fantasmales amigos—. Lo he soltado porque notaba que me fallaba la consistencia.
—Ya te dije que se requiere mucha energía, —me contestó Sebastian—. Y los fantasmas no tenemos mucha precisamente.
—¿Entonces esta? —les pregunté mirando a Marta que seguía gimoteando en el rincón con los brazos inmovilizados por el arnés.
—Tendrás que esperar un par de días mínimo, pero como lo has dado todo con tu amigo, será más.
—Menuda mierda. Os la cedería tíos, pero quiero ser el primero. Después es toda vuestra.
—Tranquilo, no te preocupes, —dijo Sebastian—. Yo tengo donde elegir. Me voy a buscar algo.
—Por cierto, ¿Las hermanas de enfrente son tortilleras?
—Si, si, lo son.
—Joder tío, si son dos pan sin sal.
—¡Ya! Pues en la cama se lo comen todo, todo, y con una pasión que fliparias.
—Que envidia me das. En fin, resignación.
—Bueno, a la vista de lo que quieres hacer, hay alguna posibilidad. Ya hablaremos.
—¿Qué? —exclamó Amadeo mientras Sebastian atravesaba el muro y salía de la casa—. ¿A qué se refería?
—Si no lo sabes tú, a mí no me preguntes, —le contesté—. Ya nos lo dirá.
Tres días después ya estaba en plena forma y no podía esperar más. Y tres días encerrados en el sótano sin comer ni beber habían pasado factura. Estaban muy debilitados, en especial Oscar por la lucha del primer día. El primer día, una vez repuestos del terror inicial, lo pasaron gritando con la esperanza de que alguien les oyera. Ahora, apoyados contra la pared, dormitaban debilitados.
—¿Conoces la regla del tres? —le pregunté a Amadeo.
—No, ni idea.
—Tres minutos sin aire, tres días sin agua, y tres semanas sin comida, —le dije—. Eso es lo que aguanta un ser humano.
—Pues entonces, estos están a punto.
—Si, ya no puedo esperar más. A ver si esta zorra se me va a morir antes de que me la folle.
Baje las escaleras donde estábamos sentados y me aproxime a Marta. La agarre por los tobillos y la arrastre hasta que la puse bocarriba sobre mi tumba. A pesar de su extrema debilidad intentó zafarse pataleando con el pánico reflejado en su rostro y gimoteando con lágrimas en los ojos. La pasé las piernas sobre mis hombros y la penetré sin los miramientos de tiempos más felices. Aunque ella no me veía, mi rostro estaba pegado al suyo para no perderme el más mínimo gesto de dolor o terror.
—Ya has empezado, —exclamó Sebastian cuya cabeza había aparecido por el techo cuando llevaba un rato largo apretándola—. Se nota en el ambiente que va a haber nuevos… inquilinos de la casa.
Se dejó caer y aterrizo con suavidad en el suelo. Se aproximó a Oscar que recostado en el rincón miraba con los ojos entreabiertos lo que la estaba sucediendo a su cómplice.
—Este no llega a la noche, y tu querida esposa a mañana. ¿Te queda mucho?
—Darla por el culo, —le respondí sacándola y metiéndola sin miramientos por el ano—. Chilla, hija de puta.
Y chillaba, y mucho, mientras su marido la rompía el culo literalmente. Poco a poco se fue formando un charquito de sangre que empapaba la tierra de mi tumba.
—Rectifico, esta tampoco llega a esta noche, —exclamó Sebastian riendo—. Acaba que tenemos que hablar. Esta noche me voy con las hermanitas.
Finalmente, la deje y Marta se quedó tendida sobre el suelo sin moverse. Me senté en la escalera junto a mis amigos.
—No te preocupes hombre, vas a tener la eternidad para fallártela, y a él, también.
—¿Cómo es eso? —le pregunté sorprendido mirando a Amadeo que estaba igual de sorprendido, valga la redundancia.
—Escucha atentamente que no lo voy a repetir, y si os lo digo es porque me caéis bien. Primero, van a morir atados, y sus espíritus seguirán atados. Y en ese estado es difícil, casi imposible, que desarrollen sus habilidades. A no ser que les quieras enseñar como Amadeo ha hecho contigo.
—¿A ver? Va a ser que no.
—Ya lo suponía. Por lo tanto, te los puedes calzar siempre que quieras. Y tú también Amadeo.
—A mí el Oscar no me mola, soy mi clásico. Pero a ella si me la tiraba, —respondió Amadeo con una sonrisa.
—Amigó mío, todo lo mío es tuyo, —dije riendo también, y mirando a Sebastian añadí—. Y tuyo, por supuesto.
—Segundo, sobre lo de salir de la casa, —continuó captando inmediatamente la atención de los dos—. Estáis necesariamente apegados a esta casa, pero si desaparece, pasaréis a tener los limites del antiguo cementerio, como yo.
—¿Y cómo la hacemos desaparecer? —preguntó ingenuamente Amadeo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Oscar captando nuestra atención. Por fin su espíritu estaba ante nosotros.
—Mira tío, estás muerto. Todos los que ves aquí estamos muertos, menos la zorra esa, pero pronto lo estará también, —contesté señalando a Marta—. Como no me apetece explicar las cosas dos veces, quédate calladito y cuando mi querida esposa se muera, os lo cuento a los dos.
—Sigamos. Coño, Amadeo, quemando la casa. Pero tiene que arder totalmente y como es de madera no habrá problema. Hay que conseguir que el fuego se inicie aquí, en el sótano.
—Eso es fácil, las conducciones de gas entran por aquí y hay una vieja cocina en ese rincón. Si la enciendo y dejó caer algo encima… ¿Pero y estos dos?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marta mirándome con ojos como platos.
—Anda, la zorra ya sé ha muerto, —dije mirándola—. Si, hija de la gran puta, estas muerta, y yo, y este, y ese, incluso el maricón de Oscar. Y ahora calladita mientras terminamos de hablar.
—Estos dos no son problema, estarán dentro de los límites del cementerio, pero va a haber unas risas que te cagas cuando los vean desnudos y atados. Y así seguirán, te aseguro que nadie los ayudará. A todos nos interesa.
—¿Por qué nos interesa? —preguntó Amadeo.
—¡Joder colega, eres corto eh! —le soltó Sebastian—. En los noventa años que llevas aquí metido ¿cuántos polvos has echado?
—Ninguno.
—Ninguno, —repitió Sebastian.
—¿Ninguno? —pregunté yo.
— Si, ninguno, qué pasa. No he tenido oportunidad.
—Pues ahora la tienes, —le dijo Sebastian señalando a los nuevos, que con los ojos como platos, asistían a la conversación sin atreverse a abrir la boca—. Y si se destruye la casa, puedes salir fuera. Y dentro de unos años, muchos años, harás posesiones. Mientras la tienes a ella.
Y así fueron las cosas. Amadeo y yo estuvimos tirándonos a Marta y Oscar hasta que nos hartamos. Un año después de su muerte, una noche, de madrugada, se declaró un incendio en la casa que ardió por los cuatro costados. Que sensación tan extraordinaria poder salir al exterior. Conocer a los demás espíritus, cazar a Marta o a Oscar por una zona mucho más amplia, y sobre todo, ver a las dos hermanas de enfrente comerse los chochitos. Mi esposa y su amante tuvieron mucho éxito, los demás fantasmas libres hacia cola para echarles un polvo. Puedo asegurar, que más de tres cuartas partes de cada día estaban penetrados. Mi venganza estaba consumada, aunque el resultado final sobrepasaba mis expectativas.
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