Amanda sorprendida
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Lo que comenzara con un ácido comentario suyo sobre la menguada eficiencia sexual de su marido en una de esas conversaciones cada día más cáusticas que casi como en una competencia satírica sostenían tras coitos tan insatisfactorios como el último, fue derivando en mutuas observaciones descarnadas sobre las falencias y vicios de cada uno hasta terminar en un fuerte discusión a la que ella puso fin vistiéndose apresuradamente y saliendo de la casa.
Normalmente, el manejar era una especie de bálsamo y a esas horas de la madrugada, las calles desiertas, el silencio y la oscuridad, resultaban propicios para que ella hiciera una revisión de las causas de aquella pelea; o bien en los primeros años de matrimonio su marido se había esmerado especialmente, convirtiéndola en una ferviente cultora del sexo o era ella quien continuara evolucionando en esas artes hasta convertirlas en un vicio del que no podía prescindir y ese hecho ponía en evidencia su cada vez más escasa atención y el poco entusiasmo que él ponía en las cópulas, tal como si ella hubiese dejado de interesarle o, lo peor, tuviera otra mujer en la que descargar todo aquel delicioso bagaje que parecía haber olvidado.
La cantidad de orgasmos interrumpidos o no concretados como el reciente, la mantenía en vilo desde hacía meses y esa noche su incontinencia parecía haber estallado. Era tal la ira que sacudía su pecho que, lejos de calmarse conduciendo, estalló en un retahíla de insultos y maldiciones contra su marido y ella misma, por haberle permitido elevarla a las cumbres más altas del deseo y el goce para ahora dejarla tan olvidada como si fuera una muñeca inflable.
Bufaba y sollozaba por el enojo, cuando vio en una esquina las mortecinas luces de un bar que, sin embargo, parecían cobrar una calidez distinta que la llamaba. Estacionando el automóvil, y todavía hipando disimuladamente, se adentró en un ambiente que decir discreto era una ingenua calificación de lo tenebroso.
Sin embargo, los tres o cuatro parroquianos desperdigados por el local y el barman mismo, no le prestaron atención alguna sino hasta que ella pidió con voz extemporáneamente alta que le sirviera un vodka. Con los años había ido desarrollando una buena cultura alcohólica y ahora, a los treinta y seis, se despachaba bebidas que normalmente no toman las mujeres con la habitualidad y forma de los hombres.
El barman que la miraba curiosamente impertérrito, quedó decepcionado cuando ella trasegó el ardiente licor el de un solo golpe sin que se la moviera una pestaña y volviendo a colocarlo sobre el mostrador, le hizo señas que volviera a llenarlo. Y así, casi sin solución de continuidad, la operación se repitió por cinco veces.
Si bien la costumbre hacía que no se sintiera embriagada, el alcohol la ponía volublemente locuaz y las cabezas que ocultaba la semi penumbra, se volvieron hacia ella cuando comenzó a ponderar jocosamente el calor que reinaba en el lugar aun en pleno invierno y entre breves risitas, reclamaba ladinamente al barman que le diera explicaciones sobre cuál era la razón para que, viviendo con mujeres fieles, hermosas y voluntariosas para el sexo, los hombres buscaran aventuras con la primera loca que se les cruzaba en el camino.
Siguiéndole el tren con esa habilidad que tienen los barmen, el hombre la incitó a hablar y ella, mientras se zampaba el séptimo vodka, le confió con voz estropajosa, sin recato ni mesura como, tras condicionarla para ser una perra en la cama, ahora su marido la desatendía a una edad en que más lo necesitaba.
Desde una de las mesas, un hombre alto y vigorosamente delgado se había aproximado discretamente, haciéndole señas al del mostrador para que subiera el volumen de la música. A su edad y aunque joven, como secretaria ejecutiva primero y luego como ejecutiva ella misma, el ambiente casi exclusivamente masculino y los compromisos empresariales que la obligaban a frecuentar agasajos y eventos comerciales, la había hecho ducha en aquello de la seducción, o mejor dicho en lo que los hombres entendían como tal, desconociendo que eran las mujeres quienes decidían cómo, cuándo, dónde y con quien acostarse.
Si bien esa noche, además de la bronca, estaba especialmente excitada o dicho en buen criollo, caliente, no estaba dispuesta a entregarse al primer hombre que la buscara pero, siguiéndole la corriente, simuló dejarse envolver por lo que este pretendía era una conversación de galante coqueteo. Observándolo con atención, el hombre no era desagradable e incluso resultaba atractivo por su rubia melena leonina, un rostro que, aunque basto, estaba bien delineado y su cuerpo que, bajo la chaqueta, parecía ser vigoroso.
Tras media hora de una conversación intrascendente pero en la que se había “dejado” sonsacar por quien se había presentado como Franco las razones del enojo con su marido, consumiendo tres copas más de vodka y sabedora que estaba pisando la delgada línea roja tras la cual caería en la embriaguez incontrolable, se disculpó para dirigirse al toilette.
Aunque limpio y bien iluminado, este merecía escasamente esa denominación y constaba de una mesada de mármol que soportaba a dos piletitas de acero y un oscurecido espejo cuarteado por la humedad. En la pared opuesta, tres cubículos sin puerta albergaban a los inodoros que, justamente desdecían esa calificación.
Mirándose al espejo, concluyó el por qué de las atrevidas alusiones del hombre sobre la evidencia de su insatisfacción; el rimmel corrido otorgaba a sus ojos claros un marco sombrío vampiresco adecuado para que las pupilas exteriorizaran toda el ansia que la carcomía y el resto de su rostro macilento acrecentaba esa apariencia que los cabellos desordenados confirmaban. Realmente, tenía el aspecto de una loca y las expresiones masculinamente groseras con que matizara su conversación, tenían que haber influenciado a los hombres.
Sacando de su bolso el estuche en que guardaba los cosméticos, buscó la pastilla de jabón que llevaba envuelta en papel metálico y, dispuesta a lavarse la cara y el cuello que lucía las chirleras del maquillaje, sabiéndose sola en el tocador, se quitó la blusa para no salpicarla.
Luego de lavar concienzudamente el rostro, se colocó una base suave y una discreta sombra en los ojos, eligiendo un labial que no destacara demasiado su boca. Mojando el cabello, lo estiró con un peine para colocar hábilmente una goma, formando una cola de caballo baja que caía sobre sus espaldas.
Justamente se encontraba buscando la blusa, cuando tomó conciencia de que ya no estaba sola.; enmarcado en la puerta por la luz del local, el hombre la contemplaba con curiosa picardía. Nerviosa más que asustada, trató de protegerse con la prenda, pero el hombre fue más rápido y abalanzándose sobre ella, se la quitó de las manos para luego aferrarla por las manos a la espalda.
Amanda nunca había sido avasallada de esa manera e intentó una resistencia que sabía inútil desde el vamos, ya que si Franco no contaba con impunidad no estaría haciéndole eso y, por otra parte, los vapores del alcohol aun la mantenían en esa nebulosa de vagas sensaciones íntimas de la que sólo saldría una vez que sus deseos fueran satisfechos.
No obstante, ensayó una débil protesta que pronto fue acallada por los labios del hombre que, buscando su boca, succionaron duramente los suyos en tanto una lengua se adentraba vigorosamente en su interior. En verdad, la mezcla de factores contribuyó para ello, pero lo cierto fue que, inconscientemente, se encontró restregando su cuerpo contra el de Franco para responder a los besos en tanto que, liberando a tirones las manos, se abrazaba estrechamente a su nuca.
Al tiempo que la enlazaba entre los brazos, el hombre fue quitándole el corpiño y desprendiendo hábilmente la pollera, la hizo caer a sus pies. Un suspiro gozoso escapó de sus labios cuando las fuertes manos sobaron reciamente los senos y acopló su pelvis contra la de Franco en una clara imitación a un coito.
Y así se debatieron por unos momentos en los que el hombre le bajó la trusa que, con la ayuda de sus manos y piernas, fue a acompañar a la falda y entonces las manos de él se regodearon en recorrer sus nalgas, estimulando con roces ocasionales al ano o explorando acariciantes la comba de la vulva.
Amalia roncaba sordamente en la expansión del deseo, cuando él la hizo arrodillarse y sacando la verga del pantalón, la sacudió ante su cara mientras le preguntaba burlonamente si la mamaba y, restregando el glande de la verga todavía tumefacta contra sus labios, le exigió que la chupara.
Con mansa sumisión, tomó en la mano al amorcillado pene para, inclinándose, tremolar con su lengua en la base del tronco, dejando a los dedos la tarea de realizar movimientos envolventes sobre el glande y prepucio. Su predisposición encantó al hombre que la alentó para que prosiguiera chupándolo y entonces multiplicó el énfasis de sus chupeteos al tronco que, al estímulo de los labios y lengua iba adquiriendo mayor tamaño y rigidez.
Al darse cuenta que ya no quería satisfacer al hombre sino que ella era quien se deleitaba al juguetear con esa verga que, definitivamente, iba adquiriendo categoría de falo, escarbando con la punta engarfiada de la lengua en la sensibilidad del surco que protegía el prepucio, hizo estremecer de goce a Franco.
Amanda estaba fascinada por la creciente tiesura de ese miembro que, ya a esa altura, superaba ampliamente al archiconocido de su esposo y esa certeza puso en su mente un perverso propósito; tras lambetear con insistencia la monda cabeza, los labios fueron enjugando la saliva en breves chupeteos hasta que los labios fueron envolviendo todo el glande, introduciéndolo en la boca hasta que los labios se ciñeron en la flojedad del prepucio y desde allí, inició un corto movimiento de vaivén al tiempo que succionaba hondamente las carnes.
El sabor y el tamaño del falo la sacaba de sus cabales y, envolviendo con los dedos al tronco, formó una especie de prolongación de los labios a imitación de una vagina y así, subiendo y bajando por la verga, cada vez la introducía un poco más en la boca y ya no eran solamente los labios los que se apretaban contra la piel sino que el filo romo de sus dientes la rastillaba cuidadosamente sin lastimarla.
El hombre rugía de placer proclamando lo puta que era mientras hamacaba el cuerpo como si la penetrara por el sexo. Eso y la fatiga que sentía por el entusiasmo conque succionaba al pene, la hacían alternar las chupadas con violentas masturbaciones de las manos que se movían de arriba abajo en divergentes movimientos circulares hasta que percibió que estaba por alcanzar su merecida recompensa. Tras dar dos o tres largas succiones en la que la punta de la verga alcanzaba su garganta mientras ella meneaba la cabeza de lado a lado al retirarla, comenzó una frenética masturbación al tiempo que la lengua salía de la boca como una alfombra para recibir la eyaculación del hombre que, cuando llegó, lo hizo con abundantes y espasmódicos chorros de esperma que ella se apresuró a contener, cerrando la boca para sentirlos golpeando el paladar y deglutir despaciosamente su sabor a almendras dulces.
En tanto recuperaba el aliento sentada en sus talones, se sintió asida por los cabellos y el hombre, como si su acabada hubiera accionado el mecanismo de un deseo loco, la alzó para hacerla sentar sobre el espacio que quedaba entre las piletas. Alucinado por los senos bamboleantes que exhibían en su vértice las granuladas aureolas oscuras y la erguida fortaleza de los gruesos pezones, le abrazó el torso por la cintura para encerrar entre sus labios semejante portento y la boca entera se entregó a macerar los pezones en ruidosas succiones mientras distraía una mano para estrujar la mórbida carnosidad del otro pecho y luego pellizcar al pezón entre pulgar e índice.
Recuperando parte de su recato, Amanda presionaba con sus brazos sobre la cabeza del hombre pero, impedida de librarse de él por su corpulencia, no hizo otra cosa que marcarle el camino. Abandonando los senos, la boca premiosa se deslizó por el vientre hasta arribar al pubis y encogiéndole las piernas abiertas con violencia, la boca se alojó golosa sobre el sexo para chupar los jugos que lo humedecían y ese sabor lo enajenó.
Contemplando deslumbrado el tamaño de la depilada vulva por cuya rendija escapaban los bordes ennegrecidos de los labios menores, acercó la boca al sexo para oler con fruición la tufarada almizclada de la vagina, haciendo que la lengua saliera presurosamente vibrante para recorrer la oscura raja desde el ano hasta el erguido clítoris.
Aferrada con sus manos al borde de mármol por temor a resbalar, ella apretujaba hombros y cabeza contra el espejo, recibiendo con beneplácito la presencia de dos dedos penetrándola en placenteros vaivenes que estregaban todo el interior vaginal. Al parecer saciado con esa masturbación, el hombre se irguió para abrirle aun más las piernas y hundir en el sexo oferente la majestuosidad de la verga portentosa.
La sensación era maravillosa; algo que nunca había pensado podría disfrutar la estaba socavando como un ariete. Apoyada de lado en un codo, se asía a las canillas mientras que, entusiasmado por la estrechez de su vagina, él la aferraba por las caderas para darse impulso, haciendo que el prodigioso pistón de carne la penetrara como nada lo había hecho en su vida, avasallando las débiles aletas cervicales. Con el chasquido sonoro de las carnes mojadas estrellándose, un desenfrenado arrebato parecía haber invadido a Franco, quien no solo penetraba vigorosamente su sexo sino que, haciéndole levantar una pierna verticalmente, hundió profundamente uno de sus pulgares en el ano de Amanda, sacándole ansiosos gemidos de satisfacción y, cuando vio su respuesta, sacando el falo empapado por sus mucosas vaginales, lo apretó contra la tripa y empujó.
Si bien había demorado ser sodomizada hasta después de los diez años de matrimonio, no le disgustaba de ninguna manera y en cambio era a su marido al que no lo satisfacía hacérselo. De hecho, gran parte del placer que ella encontraba en aquello, era esa forma masoquista de obtenerlo, en la que el dolor prologaba mágicamente a una de las formas más extraordinarias del goce.
Cuando finalmente sus esfínteres cedieron a la presión, fue todo un regocijo sentir como semejante barra de carne se internaba en el recto. En respuesta a sus enronquecidas afirmaciones, el hombre sacó totalmente el falo para comprobar la dilatación en que permanecía el agujero, dejándole divisar la blanquecina tripa antes de cerrarse para entonces volver a penetrarla.
El dolor-goce había abotagado su rostro y la boca volvía a expresarse en lastimeros gemidos que se mezclaban con el ánimo que le daba para que la hiciera acabar más y mejor, hasta que el hombre, en la cumbre del clímax, aferrando sus bamboleantes senos para afirmase en sus embestidas, tras varios remezones que respaldaba con roncos bramidos de entusiasmo, derramó en la tripa el calor de su simiente.
La satisfacción y la rudeza del hombre, unidos a la natural “pequeña muerte” del orgasmo, la sumieron en una precaria modorra que fue interrumpida cuando dos manos la asieron de las axilas para hacerla bajar de la mesada. Al abrir los ojos, comprobó con espanto que ya no se trataba de Franco sino de otro de los hombres que la rodearan en el mostrador. Acallando su boca con una mano mugrienta, le dijo que ya no era momento para hacerse la delicada y que con ellos sí iba a alcanzar la satisfacción que su marido le negaba.
Ayudado por Franco, el otro hombre al que llamaba Augusto, la llevó hacia uno de los retretes donde se apresuró a acomodarla en el borde de la tapa del inodoro, encogiéndole las piernas abiertas para luego colocarlas a cada lado de sus hombros. Inconscientemente, Amanda agradeció al yoga que le permitía adoptar y soportar posiciones tan absurdas sin el menor esfuerzo y facilitándole el trabajo al hombre, sostuvo sus piernas encogidas con las manos por detrás de las rodillas.
Acuclillándose a su frente, fue penetrándola con su verga y ella aprendió súbitamente el placer de sentir como la redonda cabeza, y merced a la fuerte curvatura del tronco, estimulaba como nadie lo había hecho su punto G. El glande estregaba rudamente la protuberancia y luego seguía más allá por la concavidad superior del anillado canal vaginal hasta estrellarse contra la estrechez del cuello uterino y, como el otro lo había hecho en el ano, sacaba la verga para contemplar la palpitante boca abierta mientras pinceleaba con su flujo los labios ardientes de la vulva para luego volver a introducirla sin cuidado alguno hasta que sus testículos le golpeaban el ano.
El placer le había hecho perder contacto con la realidad y mientras hamacaba su cuerpo al ritmo de la cópula, con los dientes apretados y el cuello a punto de estallar por la tensión, le pedía broncamente al hombre que la hiciera disfrutar aun más. Satisfaciéndola, salió de ella para hacerla levantar y sentándose él en su misma posición, le exigió que lo montara. Con los pies asentados firmemente a cada lado del sanitario, fue haciendo descender el cuerpo hasta que las mojadas carnes de su sexo tomaron contacto con la verga que él mantenía erecta con su mano.
Afirmándose en las manos apoyadas en los azulejos, bajó lentamente y cuando el redondo glande tomó contacto con los colgajos de los labios, meneó las caderas en un leve movimiento circular hasta lograr encajar la punta en la boca de la vagina para luego, mordiéndose los labios por la reciedumbre del miembro, ir penetrándose hasta sentir en su depilado Monte de Venus la aspereza del pantalón y entonces sí, dio rienda suelta al deseo y, enderezándose, flexionó las piernas para iniciar un cadencioso galope por el que el falo la invadía hasta sentirlo golpeando en el fondo de sus entrañas.
El goce se le hacía infinito y llevando sus manos hacia los pechos que zangoloteaban arbitrariamente por la intensidad del galope, los apresó para sobarlos y estrujarlos mientras que pulgar e índice retorcían apretadamente los gruesos pezones. Con los ojos cerrados y una amplia sonrisa de felicidad que ponía una nota lasciva en su cara, movía aleatoriamente las caderas para lograr que la verga recorriera todo su interior. Como esa era su posición favorita, se acuclilló aun más ahorcajada a la pelvis y, asiéndose a su nuca, inició un acompasado galope, sintiendo como las manos y boca del hombre se solazaban en sus senos.
Acostumbrada a la coreografía de ese alucinante ballet y al tiempo que su cuerpo ascendía y descendía por la fuerte flexión de las piernas, encogía y estiraba los brazos para darle empuje a sus caderas en una combinación infernal de movimientos hacia arriba y abajo, atrás y adelante más un meneo circular semejante a los de las bailarinas árabes, con lo que sentía todo el poderío de la verga socavándola en todo su interior y, como el hombre daba a su pelvis desplazamientos similares, el coito se le hacía deliciosamente exasperante en esa mezcla de sufrimiento con goce que la llevaba a las más altas cimas del placer.
Sus nudillos blanqueaban por la fuerza conque se asía a Augusto y de su boca comenzaron a brotar angustiosos gemidos de contento en tanto le pedía a voz en cuello que la penetrara más y mejor, cuando sintió como él la inmovilizaba contra su pecho y otra verga exploraba entre los cachetes de las nalgas. Sin darle tiempo a reaccionar, la contundencia de un rígido falo presionó sobre los esfínteres anales y, a pesar de sus gritos desaforados, fue penetrándola hasta sentir como los colgantes testículos se estrellaban contra el perineo.
No era la sodomía, sino el sentir las dos grandes barras de carne estregándose a través de la delgada membrana de la vagina y el recto lo que la conmovía. Nunca, algo tan grande había transitado su interior, pero esa sensación de que algo iba a reventar, asombrosamente y merced al suave balanceo de los hombres, fue transformándose en algo maravilloso.
Entregada ya por completo a tan primitiva posesión, había vuelto a tomarse de la nuca para incrementar la fortaleza de sus remezones en tanto incitaba a los hombres, expresando su contento con groseras manifestaciones en las que asumía de viva voz sus innatas condiciones de puta.
Una mezcla de lágrimas y babas formaban delgados hilos que desde su barbilla goteaban sobre los pechos oscilantes. Con la cara congestionada por el esfuerzo, se mecía para hacer más intenso el roce de los falos y en tanto les suplicaba porque eyacularan en ella, anunciaba jubilosamente el advenimiento de su orgasmo que, cuando llegó, se manifestó en la algazara con que expresaba su satisfacción mientras sentía romper en su interior los diques del alivio.
Inmersa en la rojiza neblina de un pesado sopor el cansancio y el agotamiento por la intensidad del orgasmo la habían derrumbado en el piso y así, mientras trataba de incorporarse asiéndose del roñoso inodoro, escuchó a los hombres conversar animadamente sobre su predisposición para el sexo mientras salían del baño y recién tomó conciencia de lo se había prestado a hacer. En su fuero íntimo, reconocía con cuanto placer había dejado atrás tantos años de represión pero al mismo tiempo se avergonzaba por haber dejado expuesta ante dos desconocidos, la incontinencia que la habitaba desde hacía tanto tiempo y que ahora había dejado aflorar como una manifestación de su verdadera personalidad.
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