Ascensor al cielo
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Ascensor al cielo
Alma era una joven estudiante de abogacía que por recomendación de uno de sus profesores, consiguiera una pasantía en la secretaría legal de una gran empresa y esta estaba en un ala de la planta baja de la amplia fábrica de una manzana.
Frecuentemente debía ir a llevar y retirar documentos o a pedir firma a ejecutivos cuyas oficinas se encontraban en un pent-house del último piso; en sus escasos veinte días, descubrió que había una forma de eludir la espera y el posterior apretujón que se producía en los dos ascensores y esta era escabulléndose en un viejo ascensor de la parte vieja que ya casi ni se utilizaba y ella encontrara por casualidad al perderse en los vericuetos de la enorme fábrica.
Ver las manecillas del reloj superar ampliamente el horario de salida, la hizo apresurarse en recoger los documentos y luego de despedirse de la secretaria del gerente financiero junto a los ascensores hasta el lunes, ya que el viernes era feriado y principio de un fin de semana largo, corrió los casi cincuenta metros hasta el viejo ascensor para encontrar que en él había dos operarios de mantenimiento; tanto ella como los hombres se sorprendieron mutuamente pero los operarios le dijeron que si necesitaba bajar urgente para la salida, ellos podían proseguir su trabajo después.
El más joven se inclinó para apretar el botón de planta baja y apenas el ascensor bajó un par de metros, pulsó el de stop mientras el otro la sujetaba desde atrás tapándole la boca para que no pudiera gritar; diciéndole que era inútil que tratara de resistirse ni pedir ayuda, ya que en esa zona ya no quedaba nadie, el más joven le explicó que en realidad no estaban reparando el ascensor, sino que hacía días habían detectado quién lo usaba y sabiéndola sola a esa hora, con la perspectiva de un largo fin de semana por delante para permitirles divertirse tanto como lo quisieran, le dijo amenazadoramente que se desvistiera.
Como Alma seguía pataleando y retorciéndose en procura de soltarse, el más viejo le dijo que si la quería difícil, ellos se la iban a hacer más difícil todavía, tras lo cual le liberó la boca para sujetarle las manos a la espalda; ella no se resignaba a entregarse así como así y con su lenguaje más rastrero aprendido en su crianza infantil en un barrio marginal en el cual defendiera literalmente con uñas y dientes su virginidad adolescente hasta que pudo salir de él, los insultó con un nivel de grosería que asombró a los hombres.
Ellos parecieron divertidos porque la pulcra abogadita sacara a la luz su verdadera personalidad de origen y recordándole que cualquier cosa sería en vano por tres días, ayudado por el más viejo, el joven fue sacándole la corta chaqueta y en esa posición arqueada a que la sometía el hombre desde atrás, la blanca blusa finamente bordada se distendía por la presión de las tetas que, sin ser demasiado abultadas, parecían querer desbordarla.
Sin ser de una belleza espectacular, la joven de veintitrés años tenía lo suyo y el cuerpo se redondeaba en los sitios precisos; sin tener apariencia de “tetona”, los senos poseían una maciza solidez que los mantenía erectos aun sin ayuda del sostén y lo que sí era notable era su culo, cuyas nalgas endurecidos por los Pilates, se proyectaban con una prominencia que la enorgullecía.
El vientre chato y las largas pero torneadas piernas completaban el panorama que la cabeza no desmerecía, ya que el fino rostro levemente morocho de un suave tono canela, mostraba una corta y recta nariz cuyo rasgo destacable eran las sensibles narinas que expresaban sus emociones más hondas y los ojos, grandes, de un extraño color miel que los hacía destacables por su transparencia, estaban enmarcados por la sombra de largas pestañas negras y cejas naturalmente arqueadas; lo que realmente atraía a los hombres era la boca, grande y generosa, de labios mórbidos y maleables que tanto se distendían en una espléndida sonrisa que dejaba expuestos los blanquísimos y delicados dientes, como se contraían contritos por una pena o enojo. Completando el conjunto, su melena de un castaño casi negro que merecía el elogio de hombres y mujeres, destacaba más el rostro por el tirante peinado que culminaba en una larga y baja cola de caballo.
Con ojos alucinados vio como el más joven acercaba sus manos al escote y de pronto, sin mediar palabra, de un violento tirón él hizo saltar los pequeños botones y su pecho a la vista golosa del hombre; aun pretendía defenderse con las piernas y elevándolas trató de golpearlo para alejarlo, pero él las sujetó por los tobillos para llevarlas hacia atrás donde el otro las encerró entre las suyas.
Así inmovilizada y a pesar de no ser precisamente pequeña, ya que medía más de un metro con setenta, se sintió impotente para evitar que las manazas rudas del obrero se deslizaran sobre el fino bordado del corpiño y cuando él lo asió del medio para tirar bruscamente y destrozarlo, las tetas cayeron blandamente sobre el abdomen; la hermosura de lesas tetas era realmente para alucinar a cualquiera, ya que a la forma perfectamente ovalada, se sumaba el aspecto de las aureolas que, chatas y amarronadas, estaban cubiertas de finos gránulos sebáceos y en el centro mostraban la sólida presencia de unos largos, gruesos y rugosos pezones.
Sujetándole las manos detrás con una sola de las suyas, el otro fue despojándola de las prendas hasta que el torso quedó totalmente expuesto, ocasión que aprovechó el más joven para sobarle con sorprendente delicadeza las tetas y cuando su lengua comenzó a recorrer una de ellas en lentos círculos concéntricos, los dedos del más viejo se posesionaron de la otra en insólitamente tiernos sobamientos; a su edad, la abogada admitía que nunca se había destacado por su pacatería y disfrutaba de una sana sexualidad al elegir ella sus ocasionales parejas, el momento, la oportunidad y la profundidad de las relaciones en las que no se privaba de nada, pero la actitud de los hombres la sumía en la más humillante vergüenza.
La certeza de lo que los hombres decían era verdad, pues a esa hora ni siquiera el personal de seguridad frecuentaba esa zona, la hizo recapacitar sobre esa circunstancia y rápidamente llegó a la conclusión de que todo cuando intentara sería en vano, por lo que trataría de capear el momento de la mejor manera posible, sin hacerlos violentar para no recibir daño alguno y, si era posible, sacarle algún provecho personal a la situación.
Relajándose mansamente, dejó que el más joven le quitara la pollera y que luego de juguetear con los dedos sobre la bombacha que hacía juego con el corpiño, haciendo vulgares comentarios sobre la honra de las mujeres que usaban esas prendas tan lujosas, puso tres dedos a rastrillar sobre el refuerzo rascando rudamente su concha; ante su instintivo encogimiento, le dijo que se tranquilizara ya que tenían mucho tiempo para esas cosas y sin más, le bajo la prenda para sacársela por los pies al tiempo que le quitaba los zapatos.
Ante los sollozos apenas contenidos que la hacían hipar descontroladamente, el hombre abrió el amplio bolso que había llevado en la mano y de él sacó una frazada doblada prolijamente y un estuche cuadrado que dejó en una esquina. Desplegando la manta para doblarla en cuatro y formar una especie de alfombra, le dijo al otro hombre que la acomodara sentada sobre ella.
Apoyada en la fría pared de metal, encogió las piernas para envolverlas con sus brazos protectoramente y entonces, los hombres se acuclillaron a su frente para explicarle pacientemente cómo habían seguido su rutina durante una semana y que habían buscado esa noche porque el feriado les aseguraba una impunidad casi total. También le dijeron que no eran pervertidos y que habitualmente no hacían esas cosas, pero que su juventud y belleza, sumados a la total ignorancia de la planta, los habían tentado y ahí estaban, los tres juntos; para demostrarle que sólo querían divertirse y en lo posible hacerla disfrutar de su virilidad, diciéndole que así como ellos sabían que se llamaba Alma, ella debía conocer sus nombres para hacer menos ingrata la relación, presentándose entonces como Mario el más joven y el otro como Raúl.
Ella aun lloriqueaba pero los modales gentiles de los hombres la fueron tranquilizando y al verlos desvistiéndose, se preguntó cuál de ellos sería el primero; todavía conservaba la cabeza baja entre las manos sobre las rodillas pero sus ojos no pudieron evitar ver su corpulencia y eso puso un extraño picor en el fondo de sus entrañas, ya que Mario no alcanzaría los veinte años mientras Raúl no excedería en mucho la treintena y sus miembros colgaban como gruesas y fofas morcillas que se movían aleatoriamente.
Cuando estuvieron absolutamente desnudos, se sentaron en el suelo contra la otra pared y le dijeron que ella sería quien comenzaría con el espectáculo; Alma no entendió el sentido de aquello y hablándoles por primera vez con cierta calma, les preguntó cómo y de qué formas querían que lo hiciera y su gran sorpresa fue cuando le contestaron que siempre habían soñado con mirar a una mujer masturbándose y ella les daría ese gusto.
De momento, algo como un gran alivio la tranquilizó y esperando que el cumplirles sus fantasías incidiera para que no la sometieran más tarde a maltrato alguno, decidió que lo haría y quizás también con gusto, ya que hacía tiempo no lo practicaba y se consideraba una experta en pajearse; de cualquier manera, no le sería fácil hacerlo ante esos espectadores, ya que como le aclararan, aquello sólo sería el aperitivo para el festín que pensaban darse con ella.
Haciendo de tripas corazón, se corrió unos cincuenta centímetros hasta el rincón y acomodando el trasero para quedar recostada, apoyó la espalda en el esquinero para luego extender las piernas entreabiertas; debía conseguir la excitación necesaria para ejecutar ese acto tan íntimo y necesitaba aislarse. Haciendo abstracción de la presencia masculina, cerró los ojos y bloqueó su pensamiento para dirigirlo a recuerdos adolescentes cuando aquello llegara a ser una práctica cotidiana que ejecutaba en cuanta ocasión tenía y con esas reminiscencias invadiendo su mente de imágenes que ahora encontraba motivadoras, se cruzó de brazos y acariciándose suavemente, los recorrió desde las muñecas hasta los hombros repetidas veces y descendiendo hasta al nacimiento de los senos, casi con renuencia, dejó que se aventuraran sobre las mórbidas colinas.
Las viejas imágenes restallaban en su mente con una realidad apabullante y tal vez porque desde que comenzara la pasantía, concentrada en cumplir con ese nuevo trabajo que seguramente delinearía su futuro, ni siquiera había pensado en lo sexual y mucho menos en la auto satisfacción, ahora encontraba que el roce de piel sobre piel, comenzaba a despertar en su cuerpo esas sensaciones harto conocidas del deseo.
Casi sin tener conciencia de hacerlo pero plenamente predispuesta, formó con cada mano una especie de cuna en la que sostuvo la comba de las tetas y como si las sopesara, no sólo las alzó levemente sino que los dedos ejercieron una presión por la que se hundían un poco en la carne en tierno sobar; verdaderamente aquello le gustaba y para su sorpresa que encerraba cierto disgusto, comprobó que estaba calentándose más de lo que creía y deseaba.
Aplicándose como en su adolescencia a manosear esos senos que ya no eran como entonces una promesa sino una contundente realidad, encontró que su boca se secaba por la ardiente exhalación que surgía del pecho y que le hacía entreabrir los labios en cortos jadeos de ansiedad; acariciándolos en círculos concéntricos, fue aproximándose a las aureolas y conociendo las cualidades trasmisoras de los gránulos a los centros de placer, puso a sus cortas pero afiladas uñas a relevarlos, obteniendo exquisitos escozores en sus regiones más recónditas.
Eso y las recordadas imágenes de sus dedos excitando al clítoris con delicadeza, la empujaron a buscar un sucedáneo y las yemas lo encontraron en los recios pezones que, evidenciando su excitación, se mostraban erguidos y duros; tras restregar las puntas pulidas, los índices buscaron la complicidad de los pulgares y luego de estrecharlos entre ellos, reconocieron las plegaduras minúsculas de la superficie para después, lentamente, casi sin hacerlo evidente, iniciar un movimiento de vaivén.
Poco a poco, el índice cambió su posición paralela al pulgar para encogerse y hacer que la dura falange media sirviera de base para que el otro dedo comenzara a estregar las mamas en leve retorcimiento y los gemidos que brotaban del pecho tenían origen en la verdadera excitación que iba ganándola; ya no era el show que estaba representando en beneficio de los hombres, sino su propia calentura la que comenzaba a dominarla y manteniendo en una teta el exquisito martirio de los retorcimientos, llevó una mano en rápido examen del vientre hasta recalar en el fino bigotito recortado en la cúspide del Monte de Venus para luego perderse a los lados de la concha.
Su tacto reconoció la suavidad aterciopelada de los minúsculos pelos que se adherían a la piel y en tanto los rascaba haciendo que ese contrapelo incrementara el cosquilleo, fue acercándose al comienzo del sexo donde se hundía la masa aun fláccida del clítoris; buscando el arrugado capuchón que ocultaba y protegía al delicado pene, con la punta de índice y pulgar lo extrajo para iniciar similar tarea que los otros realizaban en el pezón, tratando de hacerle adquirir mayor volumen.
La sensibilidad de las yemas le decía cómo el musculito de adentro aceptaba la caricia e incrementándola placenteramente, sintió como iba cobrando volumen y entonces fueron tres los dedos que, restregándolo en pequeños círculos lo sintieron vibrar endurecido; considerando que ya estaba a punto, fue introduciéndose al interior para tomar contacto con los archiconocidos labios menores que con sus retorcidos frunces le proporcionaban tanto goce; palpando las carnosidades, las encerró entre los dedos para rozarlas intensamente entre sí y ante el conocido placer, hizo a la mano abandonar al pezón para realizar el mismo trabajo en el clítoris.
Ahora sí estaba totalmente lanzada y olvidada de la presencia de los hombres, inmersa sólo en la deliciosa angustia del deseo aun no satisfecho, se entretuvo varios minutos en un estregar de los dedos hasta que, por natural necesidad, la mano dejó los labios para que dos dedos se internaran en la vagina en una fervorosa búsqueda del punto G.
Con las largas piernas abiertas y encogidas, arqueó el cuerpo y echó la cabeza hacia atrás para que calzara en el hueco del esquinero; la actividad de los dedos se hizo vertiginosa y mordiéndose los labios por el placer que le daba restregar el bultito en la parte anterior de la vagina, esbozó una sonrisa alborozada mientras respiraba afanosa con las narinas dilatándose y cerrándose hasta que fue apoyándose en los plantas de los pies al tiempo que con el cuerpo arqueado levantaba la grupa del piso.
Los hombres miraban alucinados a esa hembra en celo que ante sus ojos, exhalando sordos bramidos entre los dientes apretados, meneaba el cuerpo en el aire mientras tres dedos penetraban en enloquecido vaivén la concha al tiempo que la otra mano se multiplicaba para hacer que los dedos rascaran el rojizo interior de esa vulva que se abría como una flor carnívora y en la parte superior, la parte carnosa de la palma estregaba reciamente al clítoris.
Con las imágenes de sus masturbaciones repiqueteando en la mente, sintió que esa iba a ser la mejor de todas y entonces, retorciéndose, desplazó la mano de la vulva para que se perdiera hacia atrás, buscando en la hendidura entre las nalgas el negro agujero del culo; ni Mario ni Raúl daban crédito a lo que la joven y circunspecta abogada estaba haciendo y cuando aquella ladeó más la pelvis para mayor comodidad, distinguieron como el largo dedo mayor se perdía en la tripa y con el inicio de un vaivén que se acompasaba al de los dedos en la vagina, comenzaba a emitir profundos suspiros y gemidos que crecieron en intensidad hasta que, junto con el orgasmo, su cuerpo se paralizó crispado por la tensión y entre los murmullos agradecidos por tanta felicidad, vieron abrillantarse los dedos con el escurrir de la jugosa eyaculación que luego la muchacha llevó golosa hasta sus labios para chupar con fruición.
Seguramente por la situación irregular, algo se había alterado en su psique, ya que aquella le parecía la mejor masturbación de que disfrutara jamás y aun flotando en esa nube casi fluida de placer en que la hundía el orgasmo, mantuvo el dedo en el ano en mínimo movimiento mientras los dedos enjugaban las mucosas vaginales para que ella se diera un banquete con los líquidos agridulces; recién cuando se relajó suspirando satisfecha, sintió como unas manos la tomaban por las caderas para acomodarla mejor en diagonal al tiempo que uno de los hombres se acostaba sobre ella.
Abriendo languidamente los ojos, alcanzó a distinguir entre la neblina que las lágrimas de dicha colocaran en sus pestañas, que quien se acomodaba encima suyo era el más joven que, sin buscar sus labios, comenzó a besar, lamer y chupetearle el cuello al tiempo que sus manos exploraban el cuerpo delicadamente; todavía en el fogón de sus entrañas seguían vivas las ascuas del deseo y liberada ya de todo prejuicio, decidida a beneficiarse cuanto fuera posible de esa incómoda situación de aceptar entregarse como una puta en un sexo consentido en lo que se presentara como una violación cuyas consecuencias pudieran hasta haberle costado la vida, buscó con sus manos la recia espalda musculosa de Mario para acariciarla con fervor al tiempo que sus piernas, en un acto reflejo, se encogían para rodearle los muslos. Sin embargo, otro propósito parecía alentar al hombre, quien buscó con las manos la gelatinosa masa de las tetas y en tanto las sobaba y estrujaba entre los dedos, llevó su lengua tremolante a recorrer a una de ellas.
Si había una cosa que apasionara particularmente a Alma era que alguien le chupara las tetas y en este caso específico, estando aun excitada por el maravilloso orgasmo que se procurara a sí misma, recibía con alegría la boca de Mario que, junto a los dedos macerando sus carnes volvían a elevarla a la cúspide de la exaltación.
Tranquilizado por la aquiescencia que demostraba la joven, el hombre se esmeró en la succión y lambeteo a las tetas, alternándolos con recios pellizcos de los dedos y estrujamientos que conmovían a la muchacha por su dureza; los suspiros ya se habían convertido en excitados gemidos que dieron la pauta al joven que ella accedía gustosamente al sexo y entonces la boca se deslizó a lo largo del vientre mientras las dos manos continuaban la deliciosa tarea de sobar concienzudamente a los senos.
La costumbre, hizo que abriera las piernas y, tomándolas entre sus manos, las encogiera hacia su pecho. Un poco sorprendido por la espontánea colaboración de la mujer, Mario contempló alucinado esa concha de la que veía la raya negra que marcaban los pendejos y la rendija que, en esa posición, se abría para dejar entrever los arrepollados repliegues del interior. La lengua vibró con el elástico tremolar de la un reptil y, poniendo las manos por debajo de las nalgas para elevar aun más sus caderas, la hizo escarcear vívidamente contra los esfínteres anales que aun guardaban humedades del reciente orgasmo y cuando Alma exhaló un hondo suspiro satisfecho, se dedicó con ahínco a estimular el breve trayecto del perineo.
Casi imperceptiblemente accedió a los tejidos que coronaban la entrada a la concha y, en tanto el dedo pulgar maceraba apretadamente la prominencia del clítoris, los excitó tremolante en lentos círculos que la acercaban al agujero del que rezumaban pequeñas gotas olorosas. Explorando con precaución el vestíbulo del órgano, la punta afilada fue penetrando hasta encontrar la resistencia de los musculitos que hacen de esfínteres vaginales a los que la excitación de la muchacha les proporcionaba un leve pulsar y, envarándola entre los dientes para otorgarle rigidez, la hizo penetrarlos para degustar los jugos agridulces en los que predominaba un sabor acaramelado.
Las manos de Alma suplantaron a las suyas en el amasar a los senos y mientras ella murmuraba gozosas incoherencias, índice y mayor de la mano separaron los ennegrecidos bordes para que los labios atraparan a los retorcidos frunces carnosos que rodeaban al óvalo. Introduciéndolos en la boca, los apretaba contra el interior de los dientes como si los exprimiera, para luego chupetearlos intensamente hasta que la degustación inundaba sus papilas.
De esa manera recorrieron perezosamente los pliegues hasta que arribaron al hueco detrás del que se ocultaba la cabeza del clítoris. A pesar de la película membranosa que lo cubría, se adivinaba su presencia y entonces la lengua se esmeró en socavar el sitio, consiguiendo el desarrollo del glande hasta abultar como la punta de una bala.
Conseguido ese objetivo, la boca toda apresó la carnosidad y los dientes se complementaron con labios y lengua en la estimulación, en tanto que dos dedos, tras escarbar cuidadosamente en la entrada a la vagina fueron penetrándola en toda su extensión. Los largos dedos, mucho más gruesos que los suyos, buscaron delicadamente en la cara anterior y, encontrado rápidamente el bultito de la pequeña callosidad forma cuyo roce la enloquecía, iniciaron un suave restregar que la abundancia de mucosas hacía más placentero y escuchando los insistentes asentimientos de la muchacha en el sentido de que sí, ese era el sitio, friccionó cada vez con mayor presión hasta que el bombeo de la pelvis le dijo que ya estaba lista; sin cesar en las martirizantes chupadas al clítoris, los dedos encorvados comenzaron con un profundo vaivén que, conforme la muchacha pujaba instintivamente contra la boca, adquirieron un movimiento oscilante que los llevaba a recorrer todo el interior.
Sintiendo como si todo en sus entrañas se derrumbara, Alma reconoció los síntomas de un segundo orgasmo que, acompañado por la abundante eyaculación de los jugos uterinos en violentas contracciones espasmódicas, rompieron los diques de la continencia para fluir a través de los dedos del hombre. Mario continuó con la actividad de manos y boca hasta que ella se relajó blandamente y entonces, se ahorcajó de rodillas a cada lado del torso.
Alma aun sentía los remezones de sus convulsiones internas y, aunque había acabado provechosamente por segunda vez como nunca lo hiciera, ya que no era multi orgásmica, aquellas sensaciones de ganas de orinar no satisfechas que indicaban el grado de su excitación no sólo no la abandonaban sino que acicateaban placenteras su vejiga. Con los ojos cerrados, percibió desmayadamente como el hombre la reacomodaba y el peso de su cuerpo cuando los glúteos masculinos se asentaron aplastando las tetas.
Inclinándose, Mario sostuvo entre los dedos la masa semierecta de la verga para apoyarla sobre los labios entreabiertos de la joven. Aunque pasaran meses desde que efectuara la última felación, sus sentidos largamente entrenados reconocieron la textura de la verga y sus labios se distendieron para encerrarla en un beso gozoso; aun tumefacto, el volumen del miembro parecía confirmar su primera apreciación y, abriendo los ojos, comprobó su aserto. Fláccidamente turgente, superaba a cualquiera otra verga conocida y la cabeza, exenta de prepucio, brillaba por las exudaciones glandulares del hombre. Tímidamente, la lengua salió de su refugió y en lentas lamidas enjugó la testa que, progresivamente, iba aumentando de tamaño.
Ese sabor nubló su entendimiento y en tanto que una mano se cerraba sobre el tronco y comenzaba a efectuar sobre él un movimiento casi imperceptible de masturbación, la boca se abrió para alojar en su interior la cabeza, cerrando sus labios en el hueco del profundo surco. Temerosa de lastimar con sus dientes la delicada piel de la hendidura, inició un despacioso ir y venir sobre el huevo carnoso y la mano ya no solo ceñía apretadamente a la verga sino que, alternativamente, los dedos acariciaban el arrugado escroto
Admirado por la habilidad con que esa abogadita a la que consideraban, si no virgen, por lo menos no experta en las artes amatorias, aceptaba con voluntariosa mansedumbre practicarle sexo oral, la incitó a profundizar la mamada y fue entonces que ella le pidió que se acostara boca arriba para poder hacerlo con mayor comodidad.
Cuando Mario ocupó su lugar en la manta, ella se precipitó hacia la entrepierna y así, medio de costado y medio invertida, le abrió las piernas para mirar extasiada la enorme masa de la pija. Con minuciosa lentitud, los dedos recorrieron de arriba abajo las anfractuosidades para luego, abrir la boca y empezar a meter en ella la fálica carnadura; el grosor, que apenas conseguía abarcar sin que sus dedos llegaran a tocarse, le supuso un problema al traspasar más allá del glande pero, cual si un mandato secreto ordenara que sucediera, sus quijadas parecieron dislocarse para permitir a la boca abrirse totalmente.
Usando la lengua extendida como alfombra, apoyó en ella la verga y, con suavidad, fue introduciéndola hasta que la punta rozó el fondo de la garganta, provocando un atisbo de nausea que rápidamente fue suplantado por una íntima gula y cerrando los labios contra la carne, comenzó una chupada cuya fuerza se incrementaba en la medida que llegaba al glande; la mano acompañaba el periplo de la boca y cuando ella se ensimismó en cortos chupeteos a la cabeza, los dedos resbalaron sobre la saliva acumulada en prieta masturbación. Mario bramada por el goce y en tanto la alentaba para que no cesara en tan maravillosa maniobra, una de sus manos buscó la entrepierna expuesta de la muchacha para acariciar la concha.
Extasiada por el placer que encontraba al chupar aquella pija descomunal con tanta comodidad, se esmeró en alternar aquellas penetraciones bucales con entusiastas chupadas a los testículos mientras la mano se dedicaba a macerar al glande con repetidos movimientos envolventes. Íntimamente, deseaba degustar el sabor de la que suponía sería abundante leche, pero después de unos momentos de tan afanosas succiones, el hombre la empujó a un costado para incorporarse y comenzar a meterle la verga en la concha.
Ciertamente, con los meses que llevaba sin practicar sexo, los músculos parecían haberse contraído y los tejidos sensibilizarse ante el menor roce. A pesar de la anterior dilatación obtenida por la boca y los dedos, se mostraban reacios a ceder y soportó firmemente la dolorosa penetración hasta sentir a la punta golpear más allá de donde nadie había accedido jamás; el falo había destrozado tejidos y lacerado las carnes y, aun así, un regocijo desconocido la embargó cuando el glande traspasó el cuello uterino para raspar en las mucosidades del endometrio, sintiéndolo como si golpeara en su mismo estómago. Las piernas abiertas se cerraron contra los poderosos muslos del hombre y su cuerpo se dio envión para proyectarse contra él.
Comprendiendo que el placer superaba el sufrimiento de la muchacha, Mario hamacó su cuerpo y a no mucho, ambos se encontraban empeñados en una cogida tan satisfactoria como violenta. Sin embargo, la paja y la mamada habían agotado a Alma, quien ya no tenía fuerzas para colaborar con el hombre. Asiendo sus piernas para colocarlas de costado, él le hizo encoger una y alzando la otra para apoyarla en su pecho, se dio envión con ella para incrementar aun más la hondura de la penetración, provocando indisimuladas quejas mezcladas con alborozados gemidos en la joven.
Paulatinamente, la enérgica fuerza del muchacho iba modificando su posición e, impensadamente, se encontró de rodillas con la cara y las tetas restregándose en las frazada mientras el culo se elevada en oferente exhibición. Esa posición le gustaba desde el primer día en que la poseyeran y, acomodando mejor las piernas para incrementar el ángulo de apertura, recibió complacida el embate de la pija. Cubierto por la abundancia de sus mucosas internas, el canal vaginal soportaba plácidamente el transito la verga a pesar de los colgajos de piel destrozada.
Asiéndola por las caderas, Mario apoyó uno de sus pies sobre el piso y eso lo proveyó del arco necesario con que hamacar su vigoroso cuerpo. Sintiendo el líquido chasquear de sus nalgas contra la pelvis del hombre, ella misma se dio impulso para acompasar su cuerpo al ritmo de la penetración, preguntándose cuando Mario descargaría la melosa carga seminal.
Verdaderamente, el muchacho tenía una potencia extraordinaria y, sin sacar la pija de la concha, fue recostándose sobre la manta hasta quedar nuevamente boca arriba. Sostenida por él, quedó ahorcajada sobre la verga y, cuando Mario reinició el golpeteo de la pelvis contra la suya, comprendió la intención; acomodándose para que sus rodillas comprimieran el cuerpo del hombre, se irguió e inició instintivamente un suave galope. Nunca había probado esa posición y el ángulo con que el falo socavaba su interior fue conduciéndola a un estado casi de desesperación. Con las manos apoyadas en las rodillas, no sólo subía y bajaba la grupa sino que también le imprimía un movimiento atrás y adelante que incrementaba la satisfacción de sentir esa enorme masa musculosa dentro de ella.
Casi con dulzura, el muchacho fue deteniendo esos movimientos para hacerla girar ciento ochenta grados sin sacarla de la vagina. Ella había aprendido que esos cadenciosos meneos la llevaban a experimentar sensaciones desconocidas y, no sólo aumentó la flexión de las piernas para ahondar aun más la penetración, sino que sumó a los movimientos anteriores oscilantes giros y, aunque lo desconocía, su cuerpo se sacudía en una obscena danza del vientre.
La verga entera se movía aleatoriamente, llegando a regiones que una simple cogida jamás alcanzara. A la intensidad de la penetración en que ella misma se inmolaba, se sumaban las no satisfechas ganas de orinar y, mordiéndose los labios para contener los gritos de contento, comenzó a amasar las tetas oscilantes y el contacto de sus dedos pellizcando frenéticos los pezones la encaminaron a la obtención del orgasmo.
Tirando de su cuerpo, Mario la aproximó al pecho y, aferrándola por la nuca, se posesionó de su boca en tanto que aumentaba la intensidad de los remezones con que la cogía. Agradecida por tanto fervor y en medio de los besos y lambetazos, ella le pedía, le suplicaba y le exigía que la llevara al clímax. Agitándose vehementemente, Alma experimentaba las dentelladas de las bestias que carcomían sus músculos para arrastrarlos hacia el caldero de sus entrañas y así, en medio de gritos, gemidos y bramidos de satisfacción, sintió como la catarata de sus jugos internos invadía la vagina para desde allí escurrir en sonoros chasquidos a lo largo de las paredes de ka verga que continuaba macerando su concha.
Abrazándola apretadamente, el hombre no cesó de besarla con la misma intensidad que al principio y, mientras su cabeza descansaba sobre el recoveco del hombro izquierdo de Mario, aquel la aferró por el hueco detrás de la rodilla para hacer que la pierna encogida quedara apoyado de lado contra parte del abdomen, con lo que la intrusión del miembro cobraba un sesgo placenteramente distinto; sumida en la modorra del satisfactorio agotamiento y respondiendo casi automáticamente a la fogosidad de los besos, se abandonaba mansamente a aquel abrazo gruñendo mimosamente y manifestándole su complacencia por los recios estrujamientos de los dedos a sus pechos mientras la verga no amainaba en la vigorosa cogida, cuando una lengua tremoló casi etérea en su culo.
Aun en el marasmo de la satisfacción, no le hizo falta especular demasiando sobre a quien pertenecía. Su instinto la llevó a ensayar una protesta y pretendió desasirse de Mario, pero aquel la mantenía férreamente apretada contra sí al tiempo que le decía que no intentara evitar lo que de cualquier manera sucedería y aprovechara en cambio la ocasión para gozarlo de una forma que quizás nunca se repetiría.
Semi ahogada por la presión del brazo y los hondos chupones del hombre, comprendió que, efectivamente, el goce que estaba obteniendo no se comparaba a los obtenidos jamás, ya que los dedos de Mario se esmeraban en rascar los gránulos sebáceos de las aureolas y ceñir entre los dedos en prietos retorcimientos los congestionados pezones, mientras la verga se deslizaba placenteramente por la inflamada vagina.
La lengua de Raúl se había reducido a recorrer el interior de la profunda hendidura entra las nalgas, pero ahora, con el nuevo ángulo que las separaba, se dedicó a excitar aquella zona entre el culo y la concha que la desesperaba por su sensibilidad, acercándose despaciosamente a los negros y fruncidos esfínteres anales que, a pesar de su prieta apariencia, sabían de esas penetraciones; febril, la punta de la lengua hurgueteó en los tejidos humedecidos por los propios jugos de la muchacha que, ante ese estímulo, respondieron con un mínimo latir que preanunciaba su gozosa dilatación. Con incisiva insistencia, la lengua escarbó para finalmente lograr una pequeñísima distensión de los tejidos y con la anuencia complacida de los músculos, estos se dilataron para permitir su entrada unos pocos centímetros.
Alma refunfuñó mimosa su aquiescencia y cuando un dedo reemplazó a la tibia caricia de la lengua introduciéndose limpia y hondamente en el recto, se envaró como siempre que algo la penetraba para después relajarse, seducida por lo que aquel prólogo significaría; dispuesta a disfrutar de aquel sexo extraño y animal, volvió a acomodar su cuerpo para quedar con su cara enfrentada a la de Mario y, balanceando su cuerpo con las manos apoyadas en la cama, comprobó que la rigidez del falo no había decrecido. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver como el otro obrero se acuclillaba sobre ella y, apoyando el glande contra los dilatados esfínteres, iniciaba una presión que le presagiaba nuevos y alucinantes sufrimientos.
Susurrándole a Mario que retirara la pija por unos momentos, se abrazó estrechamente a él pasando las manos por debajo de la espalda y aferrándose a sus hombros, con las ancas elevadas, esperó. A pesar de la profusa cantidad de líquidos que la boca y dedos de Raúl habían arrastrado hasta el culo, este comprendió que no debía sacrificar de esa manera a la animosa jovencita. Dejando caer en el nacimiento de la hendidura abundante cantidad de saliva, utilizó el glande como un burdo pincel para desparramarla y, sin hesitar, fue hundiendo muy lentamente la verga en la tripa.
Al contrario de cualquier mujer, la sodomía competía en ella con ventaja sobre el sexo tradicional, incluyendo el oral. Sabiendo que tras el intensísimo sufrimiento vendrían esas oleadas de placer que la remitían a las más salvajes sensaciones de la hembra primigenia, se estrechó aun más contra Mario y, cuando la prodigiosa pija se hundió en el culo hasta que los testículos del hombre golpetearon contra su sexo inflamado, no pudo evitar que junto a las jubilosas exclamaciones de placer emitiera el grito angustioso del sufrimiento al tiempo que clavaba sus dientes en la piel del muchacho; jamás hubiera supuesto la magnitud de ese torturante dolor, pero tampoco el goce que aquella tremenda verga le provocaba. Con el rostro bañado por lágrimas, baba y saliva, proclamaba acongojada el placer que experimentaba y, al tiempo que les pedía por más, Mario volvió a introducir su verga en la concha.
Ahora sí, las sensaciones y el martirio eran inéditos, sin parangón alguno y sollozando la histérica necesidad que tenía por la eyaculación de los hombres en sus entrañas, incrementó el ritmo de su hamacar, sintiéndose transportada a otra dimensión del placer. Le resultaba increíble constatar que esas dos macizas barras de carne moviéndose al unísono dentro de ella, en vez de conducirla a experimentar dolor, transformaran a aquello en algo tan exquisito que era imposible de definir.
Como bajo el influjo de alguna droga, su personalidad se desdoblaba y cuanto más los hombres incrementaban la fortaleza de la gran cogida, en su mente se entremezclaban en rápida y aleatoria sucesión, las imágenes de su primera relación y las que luego protagonizaría a través de los años- Ese involuntario repaso por la hondura de su sexualidad, lejos de provocar un natural rechazo en su inconsciente, la complació de tal manera que, haciendo que su cuerpo actuara con los de los hombres como si se tratara de una coreografía largamente ensayada, multiplicó sus esfuerzos al tiempo que, entre sollozos, jadeos, lágrimas y baba que escurría de su boca desmesuradamente abierta, les reclamaba una pronta eyaculación y, cuando sintió derramarse en recto y vagina la bienhechora tibieza de la simiente masculina, fue tan intensa la respuesta de sus entrañas que se desplomó desmayada sobre el pecho de Mario.
Aquel largo fin de semana, a los amantes se les hizo corto ya que, una vez aceptada la situación por la muchacha, no permanecieron en el ascensor sino que ellos la condujeron a una oficina de la vieja gerencia que aun permanecía intacta y en cuyos sillones se dedicaron con ahínco a las cosas más inauditas como alentados por una morbosa perversidad en un convencimiento tácito de que todo cuanto ejecutaran en ese lapso, al finalizar el mismo pasarían al olvido total y absoluto para todos y continuarían con sus vidas como si jamás se conocieran.
Como los tres se habían fijado el mismo objetivo de satisfacerse sin mengua, culpa o vergúenza, cada acto era cuidadosamente conversado y cuando ya fatigada por la constante posesión, ya que los hombres solían turnarse en someterla, ella comentó que jamás había probado ningún “juguete” sexual, los hombres sacaron a la luz aquel misterioso estuche que llevaran al ascensor y del cual extrajeron los más inverosímiles artefactos sexuales conjuntamente con geles y cremas afrodisíacas, aceleradoras y retardadoras de orgasmos que, sumados a algunas pastillas alucinógenas que la muchacha accedió gustosamente a consumir y que la llevaron a situaciones límite por cómo afectaron sus sentidos y hasta la hipersensibilidad de sus partes íntimas, le hicieron conocer los más intrincados vericuetos de la sexualidad.
Ya el domingo por la noche y después de una especie de “festejo” multitudinario, libre ya de la influencia de cualquier droga, preparó meticulosamente sus ropas y tras dormir abrigada en los brazos de esos amantes formidables que horas después desaparecerían de su vida, se despertó al clarear el día para, poco después, enfundada en su pulcra vestimenta de abogada, descender del ascensor en el piso de su oficina como si recién llegara luego de un feliz fin de semana
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