BARQUITO 15
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
A pesar de nuestras salidas, el matrimonio había entrado con los años en esa rutinaria repetición de hechos que se convierten casi en trámites obligados por la convivencia. En lo íntimo y después de años en que con Arturo no nos priváramos de ningún “gusto”, la satisfacción que obtenía de mis manos con el auxilio de cambiantes sucedáneos fálicos no sólo era efímera, sino que se convertiría lentamente en un vicio del que no podría prescindir, llevándome inexorablemente a una adicción inconducente que no le acarrearía más que disgustos. A despecho de las bromas mis hijas y mi esposo con respecto a que me dedicara a esas cosas a los cuarenta y tres años, decidí convertir aquellos excedentes de energía y vacuidad en algún estudio que me gratificara como persona.
Mi objetivo no era iniciar una carrera sino el reencausar conocimientos perdidos y sociabilizar con gente común que no estuviera vinculada a mí por vecindad o parentesco. Las referencias de otras personas me llevaron dejar de lado aquellos cursos o seminarios que estaban teñidos de un cierto esoterismo enigmático y, en la búsqueda de algo más práctico, encontré que en una escuela pública cercana me era posible hacer un curso nocturno de educación secundaria
Anotándome como si alguna vez no hubiera obtenido mi diploma de docente, entré a un mundo que se me antojó mágico. El grupo no era numeroso pero sí variado; había jovencitas que concurrían porque de día debían trabajar, gente mayor que a la vejez deseaba completar una educación interrumpida y otras que, como yo, necesitaban canalizar su aburrimiento. Rápidamente me acomodé en el grupo de estas últimas y las clases comenzaron a hacérseme verdaderamente divertidas, ya que a la salida, nos metíamos en algún café cercano para conformar una bullanguera cofradía y compartíamos alegremente anécdotas o circunstancias cotidianas.
Como sucede generalmente, ya fuera por empatía, edad o situación social, el grupo fue decantando hasta reducirse a unas siete u ocho personas. Casi todos oscilábamos en la misma edad y, con los primeros calores primaverales, fuimos organizándonos para que los otros miembros conocieran a nuestros cónyuges. Como poseía una amplia terraza, eligieron mi casa para el primer encuentro.
Lo avanzado de la primavera nos proporcionó el clima ideal y, en medio de jacarandosa alegría, los comensales compartieron una agradable velada en la que, a los postres, los cantos y las guitarreadas nos permitieron exhibir nuestras virtudes melómanas, matizadas con la danza que propiciaba la música de un mini componente.
Como suele suceder habitualmente, hubo personas que simpatizaron, otras que se ignoraron y algunas que tuvieron un marcado rechazo. Entre las primeras, Arturo y yo tuvimos especial inclinación hacia dos matrimonios y, al terminar la reunión, quedamos en volver a vernos para compartir otra noche de diversión. El viernes siguiente, y cuando creía que aquello había sido una fórmula de despedida, recibí la llamada de una de aquellas mujeres para invitarnos a una reunión que realizaría en su casa en la tarde del sábado.
Puntualmente a las tres, tocábamos el timbre del departamento de Susana y, cuando aquella salió a recibirnos, pudimos ver que Graciela y su marido Ricardo ya estaban en el interior. Las dos parejas mostraban un profundo contraste; mientras Susana, sin ser gorda, había sido generosamente dotada por la naturaleza y Miguel, su marido, era un hombre grande y vigoroso, Graciela era una mujer de pequeña talla con un cuerpo aparentemente “normal” y su marido, no difería en mucho con Arturo.
Sentados en un amplio sillón en forma de L, como era la moda del momento y provistos de sendos vasos de tragos largos, rápidamente nos enzarzamos en una animada conversación, entrecruzando comentarios sobre temas cotidianos de interés general. Con el paso del tiempo, de lo general habíamos ido derivando hacía temas más personales y, a favor de los tragos que preparaba Susana que, sin embriagarnos, nos alegraban, menudearon las referencias explícitas al sexo mientras comentábamos jocosamente los gustos, habilidades, “capacidades” y preferencias de cada uno.
Como era habitual en mi desdoblamiento de ambigua sexualidad, me incomodaba cuando se trataban esos temas ante terceros con tal crudeza y mi malestar creció cuando al parodiar Susana los insustanciales textos de las películas pornográficas, insistió en que lo verificáramos, levantándose para colocar un casete en la video.
A pesar de mi concupiscencia sexual que los años convirtieron en habitual y de las vilezas que había cometido, la mojigatería que me dominaba en presencia de extraños me hacía oponerme sistemáticamente a ver ese tipo de espectáculo, pero ahora no podía manifestar mi disconformidad sin ofender a los otros ni demostrar que a esa edad me comportaba como una chiquilina y, al principio, asistí con disgusto y luego con creciente interés a la proyección de una orgía protagonizada por varios hombres y mujeres.
Aunque si mis intimidades hubiesen sido filmadas seguramente superarían en realismo, fogosidad y variedad a esas películas, mi resistencia a la pornografía era una actitud necia, ya que nunca había visto una sola imagen y ahora, sin proponérmelo, aunque fingía indiferencia, me absorbía en la contemplación hipnótica de esas vergas imponentes y los cuerpos espectaculares de las mujeres. Contribuían a esa atención las bebidas que, aderezadas con una mezcla de Valium y Rohypnol, Susana se había encargado de hacerme consumir sin que fuera evidente pero que me distraían en momentáneas divagaciones. De vuelta de una de esas ensoñaciones y con miradas soslayadas que Arturo observó, no dejaba de notar que tan sólo a dos metros y en medio de picarescos comentarios, Graciela se había trenzado con su marido en una fervorosa sesión de besos y caricias en las que él había desnudado su pecho y una mano suya se perdía por debajo de la pollera.
Mi rostro se transfiguraba contemplándolos y, conociéndome, sentía la lujuria reprimida oscureciendo mis ojos. Aparentando un desinterés que ya no sentía por esa mezcla de ficción con la realidad más cruda pero sin poder despegar la vista de ambas imágenes, realicé un breve gesto de fastidio cuando Susana, sentada a mi lado, deslizó una mano por la espalda en insinuante caricia.
Coincidentemente, pensaba como mi marido que esa nueva amiga utilizaba la película como un pretexto para excitarnos y estaba destinada a ser imitada por todos, como swingers en un tiempo en que a los swingers no se los conocía. Mirando a mi marido a la búsqueda de su aprobación o rechazo a las insinuaciones de la mujer, él me hizo un ambiguo gesto de conformidad como diciéndome que hiciera lo que quisiera.
Siempre, en el fondo de mis más oscuros deseos, había alimentado la fantasía de cómo sería el sexo lésbico con una mujer mayor pero como nunca me lo había planteado seriamente, dejé que el tiempo las asentara en el fondo del olvido pero, como esas ascuas que se encienden ante el soplo de una leve brisa, la histérica efervescencia proporcionada por el Valium se combinaba con la hipnótica condescendencia del Rohypnol en avivar ese fuego.
Con apática mansedumbre, permití a la mano delicadamente tierna de Susana introducirse bajo la remera para desabrochar el corpiño y sobar amorosamente los senos. Cautivada casi letárgicamente por los cuerpos que tenía ante mis ojos, me dejé reclinar blandamente en brazos de Susana para dejarme ir y responder ausente a sus pequeños besos húmedos con la misma golosa paciencia que la robusta rubia.
Mirando a Graciela jugueteando con los genitales de su marido, Arturo observó como Susana me recostaba en el hueco de su brazo izquierdo para alzarme la prenda y deslizar su boca sobre las tetas, chupeteándolas apretadamente. Yo sentía como aventuraba una mano por el vientre en misión exploradora, adentrándose por la cintura elástica de la falda e introduciendo dos dedos por debajo de la bombacha, comenzaba a masturbarme con despaciosa prolijidad. La mujer demostraba poseer una habilidad especial y, en tanto la lengua fustigaba las aureolas, los labios se cerraban alrededor de los pezones y sus dientes los roían con amoroso cuidado.
Las manos sobaban mis carnes con una ternura que transmitía todo lo vicioso de ese sexo antinatural pero eran los labios y la lengua que estimulaban los pechos los que llevaron a mis entrañas un fogonazo de intensas ansias. Esa excitación se vio de pronto superada por un tardío prurito de avergonzada decencia porque nunca lo había hecho con otras personas a plena luz del día e imaginando lo que estuvieran pensando los demás sobre mi rápida respuesta a los requerimientos de Susana, pensé intentar un fugaz rechazo cuando alcancé a observar como Graciela, ahora arrodillada sobre el sillón y en tanto le chupaba la verga a su marido, era penetrada desde atrás por Miguel.
Mientras encontraba distracción en ese involuntario voyeurismo, Susana me había dejado recostada en el respaldo y bajando a mi entrepierna, me despojó de la pollera y la bombacha para hundir su boca en la vulva en un dulce lambetear y succionar que iba haciéndome olvidar las imágenes para disponerme a disfrutar con mi propio protagonismo.
Como una diabólica serpiente, la lengua tremolante de la mujer exploraba con insistencia cada pliegue, cada recoveco, cada oquedad del sexo, deteniéndose por momentos a fustigar con dureza la excrecencia del clítoris o a rebuscar en el hueco oscuro de la vagina. Siendo el sexo oral lo que más me gustaba, había abierto voluntariamente las piernas encogidas instintivamente tanto como podía y respondiendo a ese mudo reclamo, Susana introdujo dos dedos buscando esa aspereza que me excitaba tanto.
Aprovechando mi hipnótica confusión y creyendo que la situación había despertado en mi las viciosas virtudes que demostrara durante años para el sexo, arrodillándose junto a mí sobre el asiento, tras besuquearme y estrujar entre sus dedos las ya maceradas tetas, Arturo se sumó a ese nuevo sexo grupal y tomó la verga para acercarla a los labios ávidamente entreabiertos con que yo la buscaba, introduciéndola en la boca. Todavía tumescente, la verga holgaba en la cavidad y yo hacía jugar mi lengua sobre los tejidos venosos, comprobando como a ese estímulo, iba cobrando una rigidez que pronto la convertiría en un verdadero falo.
Como si me arrasara un vendaval, me dejé arrastrar por la vorágine de las emociones para sumirse en el abismo de placer que despertaba los oscuros duendes de mi mente. Asiendo la verga con las dos manos, la masturbé apretadamente y cuando alcanzó el tamaño definitivo, comencé a sorber la cabeza en cortas succiones desesperadas para luego hundirla en la boca, rastrillando con los dientes al tronco carnoso cuando lo retiraba.
Susana estaba haciendo un juego estupendo en mi entrepierna donde, mientras sus dientes roían al triángulo del clítoris, fue sumando dedos en la vagina que, conforme se dilataba como activada por alguna memoria muscular, dio cabida a cuatro de ellos. De la misma manera que cuando años antes y tras la dilatación post parto de sus músculos disfrutara de la mano de mi marido introduciéndose totalmente en mi sexo, ahora la vagina pletórica de jugos y mucosas permitía que se deslizaran adentro y afuera como un extraño miembro aplanado y cuando yo, dejando por un instante de chupar la verga de mi marido le reclamé que metiera toda la mano, Susana ahusó los cinco delgados dedos para penetrarla muy lentamente hasta que, en medio de mis ronquidos satisfechos, se alojó completa en el interior.
Después de muchos años, más de veinte, nuevamente una mano ocupaba por entero mi canal vaginal y la sensación de los nudillos y articulaciones encogiéndose y expandiéndose contra las carnes se me hizo insoportablemente gozosa. Tal vez impresionada por la facilidad con había aceptado semejante crueldad, Susana empezó a someterme al vaivén de ese monstruoso ariete.
La desesperación me convirtió en una fiera y, masturbando reciamente al falo de mi marido con las dos manos, recibí como recompensa el baño espermático sobre la cara y senos. Luego que Arturo se retirara, sin dejar de penetrarme con tres dedos, Susana trepó hacia mi pecho para absorber el semen con la boca y, transportándolo, lo trasegó sobre mi lengua en besos primitivamente animales.
En mi clásico desdoblamiento, exacerbado esta vez por las drogas y en tanto degustaba como un néctar esa mezcla de salivas y esperma, pensaba en mis hijos que, con franca alegría nos habían despedido contentos porque saliéramos a divertirnos con amigos sin imaginar siquiera con que entusiasmo entregaríamos a esa promiscua bacanal. Sorbiendo con fruición el convite de la mujer y mientras intercambiábamos esas babas sabrosas, la aferré contra mi pecho en tanto con frenéticas sacudidas daba expansión a la llegada del orgasmo que, como de costumbre, conseguía alcanzar rápidamente a través del clítoris.
Tras aquella primera acometida, mientras todos aceptábamos tácitamente y sin alharaca explícita, como personas adultas, la continuidad de esas relaciones de intercambio sexual y reponíamos energías, tanto Graciela como Susana me introdujeron a un tiovivo de placer en el que no me cansé de someter y ser sometida a las más dulces depravaciones.
Podía haber supuesto pero jamás presentido lo que pueden hacer tres mujeres juntas, especialmente cuando dos de ellas se confabulan para someter a una tercera. Recostándose arrodillada con las piernas abiertas en el sillón, Graciela me hizo sentar en el borde del asiento con la espalda apoyada sobre el acolchado de sus pechos y en tanto sus manos me acariciaban, sobaban y estrujaban amorosamente las tetas, echándome la cabeza hacia atrás se inclinó para hacerse dueña de mi boca. Entretanto Susana se había agachado delante de mí para que la lengua volviera a recorrer los tejidos de la vulva y cuando los labios se apoderaron del clítoris succionándolo duramente, como un bifurcado pene, dos dedos se introdujeron simultáneamente en la vagina y el ano.
Todo aquello se ejecutaba sin violencias ni urgencias; casi como en una lujuriosa danza erótica de un estudiado ballet, los cuerpos, manos y bocas se encontraban para hundirse en un tan alucinante como ralentado intercambio de placeres.
Cuando dejaba escapar en roncos gemidos mi repetido e histérico asentimiento, Graciela fue haciéndome acostar para colocarse invertida sobre mí. Creyendo que aquel sería otro de los tantos sesenta y nueve que protagonizaría en mi vida y preparándome para degustar los jugos de ese sexo que lentamente se aproximaba a mi boca, me aferré a las prietas nalgas de la pequeña mujer.
La punta de mi lengua tremoló para recibir el sabor de los jugos vaginales y en ese momento sentí en el sexo no solo la presencia de la boca de Graciela sobre el clítoris sino también la de Susana en la vagina, perineo y ano. Cuando menee ansiosa la pelvis, no fueron solamente labios y lenguas los que se agitaron y comprimieron los tejidos sino que los dedos combinados de las dos mujeres exploraron concienzudamente cada uno de los rincones y pliegues de la zona venérea en la más deliciosa masturbación que me proporcionaran en mi vida.
Como culminación, y como recompensa no sólo al entusiasmo con que aceptara esa múltiple minetta y masturbación sino la que ella realizaba con jubilosa virtud a Graciela, decidieron complementar esa infinidad de pequeñas caricias, rasguños y pellizcos con la introducción de un consolador de látex.
La tersa cabeza se apretó contra los labios vaginales y una elástica masa de mórbida consistencia se introdujo en la vagina, restregando deliciosamente mis tejidos con anfractuosidades y protuberancias que no conociera en ningún falo. Cuando, como inspirada diabólicamente, Susana alternó esa cópula penetrándome profunda y alternativamente por la vagina y el recto, creí enloquecer prodigándome con boca y dedos en el sexo y ano de la rubiecita hasta obtener, si no sus orgasmos, unas abundantes eyaculaciones que nos dejaron satisfechas.
Luego de un obligado descanso en el que las mujeres nos duchamos en un baño compartido donde nos demoramos más de la cuenta en mutuas jabonaduras, ya con menos vehemencia y más conciencia de lo que hacíamos, Arturo se recreó dándoles alternado placer a las otras mujeres; a Susana con boca y manos y a Graciela por medio de una gran mamada que culminó en una entusiasta cabalgata a su miembro en la que las dos se turnaron para montarlo.
En la otra punta del sillón, ya sin urgencias y perdido todo recato, yo se aplicaba concienzudamente en masturbar a Ricardo y Miguel con alegría manifiesta; cuando las vergas adquirieron tamaño y mi gula se exacerbó, proseguí con una mamada de cuatro o cinco chupadas a cada una de ellas mientras mis manos mantenían el ritmo de la masturbación.
En un momento en que Arturo se distrajo por la intensidad con que la robusta Susana, sosteniéndose en los brazos echados hacia atrás sobre el respaldo y los pies firmemente apoyados en el piso lo jineteaba para penetrarse por el ano, descubrió que Ricardo se encontraba sentado casi junto a él y que yo, arrodillada, con las piernas abiertas y los codos afirmados en el sillón le hacía una calmosa felación mientras era penetrada desde atrás por el Miguel, matizando la mamada con jubilosas expresiones el contento que eso me daba. Tanto así, que los hombres fueron alternándose en las posiciones para disfrutar individualmente de mi boca, mi sexo y mi ano.
Como ninguno éramos ya jóvenes, reservamos nuestras energías y eyaculaciones para el final. Siguiendo las indicaciones de Susana, vi como Ricardo se sentaba en el borde del ángulo con los pies en el suelo y, con la atención de todos puesta en mi, que era la homenajeada, me dejé guiar para, parada y de espaldas a él, descender el cuerpo penetrándome con la verga. Apoyando las manos en mis propias rodillas y sostenida de las caderas por Ricardo, inicié una lenta y honda cabalgata a la verga que, en la medida que se profundizaba, colocaba en mi rostro la de una infinita alegría que me proporcionaba.
Y así nos debatimos durante unos momentos hasta que él me indicó que me diera vuelta para arrodillarme sobre el asiento y reiniciara el galope. Esa posición era una de las que más me satisfacía y, apoyando las manos en el respaldo, la complementé con un hamacar del cuerpo que favorecía la introducción total del falo en la vagina en tanto que manos y boca del hombre hacían estragos en las tetas bamboleantes. Como corolario, Ricardo me hizo quedar quieta contra su pecho para que Susana excitara los negros frunces de mi ano con lengua y dedos mientras él me penetraba con fuertes remezones desde abajo durante varios minutos, tras los cuales, Miguel ocupó el lugar de la rubia para, sin violencia alguna y con infinito cuidado, ir introduciendo su verga en el ano en una magnífica doble penetración.
Fuera a causa de mis tejidos distendidos por la edad o el insistente ejercicio a que acababan de ser sometidos, no opusieron demasiada resistencia cuando Miguel apoyó la verga en mis esfínteres anales. Lo que sí me causó dolor fue la presencia conjunta de las dos vergas que, separadas únicamente por las delgadas paredes del intestino y la vagina se estregaban tan juntas hasta hacerlas inexistentes. Yo bramaba sordamente ante la expansión de los esfínteres pero, enormemente satisfecha por esas sensaciones y al tiempo que los alentaba a mantener el ritmo, me aferré a Ricardo para que mi boca recorriera golosa su cuello con múltiples lamidas y chupones mientras aquel sojuzgaba mis pechos con ambas manos.
El frenesí de la cópula se hizo alucinante y cuando comencé a experimentar el advenimiento de mi enésimo orgasmo, enardecida por la acción conjunta del alcohol, las drogas y mi exacerbada incontinencia, les rogué que me penetraran con mayor intensidad con ambas vergas por el sexo.
Acomodando el cuerpo para que la verga de Ricardo me socavara casi en forma vertical desde abajo, hice lugar para que el falo de Miguel se acoplara a él y aferrándome con ambas manos al respaldo, me di fuerzas para iniciar una oscilación que llevaba a las dos vergas hasta lo más hondo de la vagina. Los bramidos de los tres se convirtieron en feroces rugidos cuando proclamé el alivio de mi acabada y en medio de jubilosas exclamaciones de felicidad, sentí derramarse en mi interior la tibieza del semen.
Cuando con Arturo volvimos caminando las cinco cuadras que nos separaban de casa, lo hicimos tomados del brazo como dos adolescentes, contentos por haber confirmado nuestra unión simbiótica como pareja, considerando que si hasta el momento y durante más de veinte años hubiéramos aceptado tener tal amplitud de criterio como para continuar juntos a pesar de ser victimas y victimarios de nuestra depravación perversa, todo, de aquí en adelante sería una concesión recíproca de nuestra libertad.
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