BARQUITO 16
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Arturo había abierto una nueva editorial y se sumergió en ese nuevo emprendimiento y yo, con las chicas ya casadas, con todo el tiempo del mundo, y preventivamente, me entregué a la nada fácil tarea de mantener mi cuerpo; nunca había sido algo espectacular pero tenía una media standard que no me diera disgustos sino todo lo contrario.
De un metro sesenta y siete de estatura y cincuenta y cuatro kilos, no era enteramente flaca pero tenía los huecos y bultos en los lugares correctos; si a eso sumáramos un fino cabello rubio ceniza, un par de ojos verde gris y unos labios regulares enmarcando una sonrisa completa de dientes bien blancos, el conjunto no resultaba desagradable y en cambio sí atractivo.
Gracias a esos medidos encantos, había conseguido desarrollar mis anteriores seducciones y ahora, cercana a los cuarenta y cinco, con yoga, gimnasia y una cotidiana actividad sexual, no desentonaba cuando íbamos a fiestas y reuniones donde la juventud era mayoría; todo marchaba sobre rieles hasta que de pronto; el desastre.
De un día para el otro, mi marido comenzó a decaer físicamente y a una simple renquera, fue sumando ocasionales pérdidas del equilibrio y la vista, en suma; en treinta días un brote de esclerosis múltiple lo dejó paralizado de la cintura para abajo y todo se derrumbó.
Confinado a una cama, sin trabajo, tuvimos que reorganizar nuestras vidas para poder capitalizar nuestros bienes y subsistir; gracias a Dios, Arturo tomó con entereza esa circunstancia y transmitiéndome su optimismo, consiguió que me adaptara y, salvo esa maldita parálisis, la vida retomó su ritmo.
Tal vez a alguien que no lo haya vivido pueda parecerle extraño y hasta inhumano pero si cabe, habíamos mantenido intactas nuestras capacidades amatorias y siendo él un animal sexual mucho más perverso que yo, le encontró la vuelta para seguir acoplándonos hasta con más satisfacción a causa de las nuevas posiciones.
A mí me resultaba grato someterlo a largas y fructíferas felaciones y también entregarme a sus sesenta y nueve que complementaba con dedos y hasta algún consolador de la nueva colección que adquiriéramos antes de la enfermedad y, utilizando los barrotes de la cama como sujeción, prestarme a sus maravillosos cunni lingus o entregarme con denuedo a una intensa jineteada al falo que él completaba sacudiendo parcialmente sus caderas.
Casi se podía decir que estábamos satisfechos, pero a los pocos meses comenzó a decaer en su rendimiento, hasta que la verga dejó de serle útil por su flaccidez y yo tuve conformarme con su boca y dedos; eso funcionó por un tiempo pero la natural fatiga de esa enfermedad terminó por sentenciarme a las masturbaciones y ayudada por los consoladores, conseguí sobrellevar la situación por más de un año.
A eso o precisamente a causa de eso, tal vez eclosionando mis desviaciones psicópatas, fui cayendo en una depresión que de pronto explotaba histéricamente o caía en inexplicables ataques de sueño de los que me costaba volver; acompañada por mis hijas y a causa de una prematura menopausia, fuimos a una ginecóloga y para mi contento, porque desconfiaba de mi integridad físico-sexual sabiendo a qué cosas las sometiera, me confirmó que, aparte de la menopausia tal vez provocada por el disgusto, mi aparato genital era tan sano y perfecto como el de una jovencita
Yendo a una psiquiatra y en una conversación a solas en la que le confié a grandes trazos mis alocados ataques de sexualidad en los que llegara hasta la zoofilia, me dijo que no debía preocuparme por esa bipolaridad que en general padecemos todas las mujeres sin tener conciencia y que en algunas se hace evidente como en mi caso, pero que los ataques de sueño eran una narcolepsia provocada por un click en mi psique y que, si podía, soltara amarras en lo sexual, aun en mi estado civil.
Más tranquilizados, tratamos de complementarnos en mi satisfacción y entonces Arturo me sugirió que por qué no hacía como cuando fuera a aquellas clases que terminarían conectándonos con Susana y su grupo y buscaba alguna institución donde pudiera perfeccionar mi digitación y técnicas de piano, del que era profesora y siempre poseyera uno.
Entusiasmada por hacer algo que me gustaba y que hubiera pospuesto por años, me inscribí en el Instituto Esnaola; lo heterogéneo del alumnado facilitaba que me sintiera más a gusto, ya que mis condiscípulos oscilaban entre la adolescencia y la ancianidad. Aunque en las cuatro horas del curso nocturno se dictaban distintas disciplinas ligadas a la música, yo había solicitado ser admitida como practicante sólo para perfeccionar mi digitación y memoria musical.
Obligatoriamente debía cursar otras materias, pero ponía énfasis en las clases de perfeccionamiento que me daba de manera personalizada una profesora llamada Nélida. Rápidamente se había establecido entre nosotras una corriente de simpatía y las clases en el solitario salón donde se encontraba el piano, daban lugar a conversaciones en las que, descubriéndonos como nuevas amigas, fuimos entrando en confidencias personales que no hubiera imaginado compartir con una mujer a la que no me unía sino una relación superficial de profesora y alumna
Nélida parecía mi antítesis; unos cuatro o cinco años menor, discretamente silenciosa, solo hablaba lo indispensable y sus maneras tenían una reposada languidez que hacía felinos sus movimientos. En lo físico era más baja y, debajo de sus holgadas vestimentas aparentaba ser de una frágil delgadez, acentuada tal vez por la delicadeza de su rostro afinadamente semítico. Su boca grande y plena se dilataba ocasionalmente en deslumbrantes sonrisas que iluminaban la claridad de sus ojos claros, ensombrecidos por la espesura de unas largas pestañas y todo eso, parecía nimbado por la luminosidad rojiza de una larga melena encrespada.
A cierta edad, las mujeres parecemos gozar con la falta de esa estúpida vergüenza social y, conversan entre ellas de las cosas más terribles con pasmosa tranquilidad. Compadecida por la histérica angustia con que yo le relataba mis desventuras matrimoniales, la consiguiente abstinencia, el estrés, y, aunque sin entrar en detalles escabrosos, las masturbaciones en que había canalizado mis proyecciones eróticas, nos condujo a que, calmosamente, fuéramos intercambiando experiencias, tanto de nuestra infancia como de la vida matrimonial o laboral. En la medida en que la confianza crecía, entramos al terreno de la intimidad más íntima y no nos anduvimos con remilgos ni eufemismos al momento de admitir la diversidad de nuestras experiencias sexuales y con cuáles habíamos gozado más.
Yo esperaba los días de clase para acudir como quien concurre a recibir el bálsamo de una terapia para sus dolores o penas. Era que las palabras calmosamente delicadas y los temas musicales que Nélida elegía para que ejecutara, me producían en realidad esa sensación. Hacía mucho tiempo que vivía crispada, tensionada por la angustia de mi soledad física y pretendía cubrir esa necesidad con la expansión que la música y la mujer me proporcionaban.
Por otra parte y, aunque me lo cuestionaba, la proximidad física con ella provocaba que, en lo más profundo de mi cuerpo, las brasas que permanecían sepultadas bajo las cenizas de la culpa volvieran a cobrar el vigor de una llama que calentaba mis entrañas y obnubilaba la mente con absurdas fantasías.
La mujer parecía comprender – y seguramente provocaba – lo que me estaba sucediendo y, sentada junto a mí en el largo taburete frente al piano, dejaba que su muslo me transmitiera el calor del cuerpo a través de las vaporosas telas de sus túnicas hindúes. Sus perfumes entremezclados de maquillaje y aromas naturales de mujer, exacerbaban tan hondamente mi angustioso deseo que, cuando ella tomó ocasionalmente una de mis manos para rectificar la posición de un acorde, me estremecí como al contacto de un cable eléctrico.
Mi inadecuado respingo no pasó desapercibido para Nélida quien, tras susurrarme que relajara mis nervios porque me comprendía, al tiempo que estrechaba cariñosamente la mano, la llevó hasta sus labios para depositar un húmedo beso en la palma mientras clavaba en mis ojos toda la lascivia de su mirada mientras cosquilleaba con la punta de la lengua sobre la piel y, sosteniendo fijamente esa mirada, dejé que mis labios jadeantes musitaran roncamente el nombre ya querido de la profesora.
Aparentemente tenía una larga experiencia en aquel tipo de seducción y pidiéndome silencio con un gesto, sin pronunciar palabra, me guió para salir del salón, atravesar el claustro adentrándonos en viejas aulas. Lo tenebroso de las oscuras habitaciones y el silencio sepulcral me atemorizaron un poco y, estrechando aun más la mano que me conducía, respiré aliviada cuando Nélida abrió una puerta con llave y, encendiendo la luz, me susurró que la siguiera.
La débil luz de la bombita colgando en el medio del cuarto me sorprendió, pero pude comprobar que nos encontrábamos en un antiguo baño. No bien cerrada la puerta y temblando como una hoja en una mezcla de curiosidad con miedo, me recosté contra los azulejos y esperé. Respirando entrecortadamente con los dientes apretados, mi vista se perdió en la penumbra de la que, moviéndose cadenciosamente como al ritmo de una silenciosa danza sensual, la figura de Nélida fue aproximándose, dejando deslizar en sensuales ademanes sus delgados dedos por encima de la ropa pero sin tocarme en lo absoluto.
Yo ya amaba ese rostro ensombrecido y ansiaba tenerlo lo más cercano posible, pero ella se mantenía esquiva y distante. Por momentos su boca se aproximaba a la mía y cuando entreabría anhelosa los labios, pretendía ignorar mi avidez. Finalmente, el cuerpo ondulante se acercó y aplastándose en una eróticamente ágil danza del vientre, se restregó perezosamente haciéndome sentir toda la consistencia de sus muslos y senos.
Reaccionando de esa especie de desfallecimiento en que había caído, la estreché fuertemente mientras mis manos ávidas reptaban sobre espaldas y nalgas en tanto le susurraba que no fuera cruel y concretara aquello que había iniciado. Nélida pareció compadecerse de mí y deslizando sus manos hacia la cintura las introdujo por debajo del suéter para alcanzar mis temblorosas tetas. Escurriéndose bajo el elástico del corpiño, las liberó y sus dedos mimaron a los pezones, cuya sensibilidad se había hecho tan alta que no soportaban el menor roce sin excitarme.
Estremecida y boqueando como si aquella fuera la primera vez que alguien me hacía eso, me dejaba conducir desmayadamente por la sensualidad de Nélida, que terminó de quitarme la prenda por sobre la cabeza para iniciar, cuando aun tenía los brazos alzados aun prisioneros por la prenda, un tremolante batido de su lengua sobre los pezones. Cegada por el placer, liberé mis manos para acariciar con dulzura la esponjada cabellera de la mujer e inicié un involuntario ondular de la pelvis que pareció motivar a la profesora quien, sin dejar de lamer y chupar los pechos, buscó el cierre de la falda y, dejándola caer a mis pies, escurrió los delicados dedos por debajo de la bombacha. En tanto recorrían avariciosos la superficie de la vulva que lucia una recortada alfombrita ya chispeada por plateadas canas, se acuclilló delante de mí y bajando la trusa, dejó expuesta la abundancia de los pliegues que brotaban hinchados entre los labios mayores.
Instintivamente, aferré la mano a un toallero y buscando el auxilio de la bañera, apoyé en su borde una pierna alzada para dejar expedito el camino a la boca de la mujer. La lengua se deslizó vibrante encarando los repliegues de la vulva y, separándolos con dos dedos, se precipitó angurrienta contra los colgajos internos. Esos colgajos habían adquirido el volumen que ahora ostentaban justamente por la intensidad con que habían sido macerados durante tantos años y, sin embargo, el contacto de esa lengua suave y puntiaguda sacudiéndose como la de una serpiente contra ellos, puso en mi boca una serie entrecortada de sordos gemidos jubilosos.
Nélida segregaba abundante saliva que la lengua llevaba sobre los tejidos y hacía sonoros los fuertes chupeteos con que los labios mortificaban a la carne. Con cruel solicitud, los dedos encerraron los festones de los labios y, mientras los estrujaban en lenta torsión entre ellos la boca se apoderó del erecto clítoris succionándolo con ruda complacencia y, en tanto los dientes comenzaban a raer delicadamente la superficie, dos de sus finos dedos se introdujeron dentro de la vagina.
La adaptabilidad sempiterna de mi vagina, que se estrechaba o distendía a conveniencia y había soportado placenteramente la ocupación de vergas, dedos y embutidos, al contacto con esos delicados dedos se comprimió como si fuera una primeriza, encerrándolos prietamente entre sus músculos. Como curiosos exploradores, los dedos rebuscaron por todo el interior hasta que las sensitivas yemas ubicaron por fin aquella rugosidad de la cara anterior y, excitándola con ruda ternura, fue conduciéndome hacia el paroxismo del clímax.
Con la cabeza clavada contra los azulejos y las manos acariciando su cabeza, fui hundiéndome en un mundo nebuloso de sensaciones placenteras que no se parecían a mis largos y fuertes orgasmos, pero que fueron dejando en mi cuerpo la misma relajación del sexo consumado.
Aun trataba de recuperar el aliento de esa precipitada cópula deliciosamente alienante, cuando vi que ella se despojaba de la holgada túnica que vestía dejando expuesto su cuerpo. Liberada del corpiño y una pequeña trusa, la frágil apariencia de la profesora debajo de las ropas había sido totalmente engañosa; aunque era delgada y de huesos fuertes, los pechos colgantes como dos peras maduras no eran pequeños ni magros y, debajo de una leve pancita musculosa, el cuerpo se distendía en amplias caderas que destacaban la fuerte prominencia de unas más que sólidas nalgas.
Sentándose sobre el borde de la tapa baja del inodoro, recostada en los azulejos con las piernas abiertas paralelas a la pared y premiándome con una espléndida sonrisa picarona me hizo una insinuante seña. Sin palabra alguna, guió mis piernas para que quedaran a cada lado del artefacto y poniendo las manos en mis nalgas, me atrajo hacia sí hasta que sentí su sexo rozando al plumón de vello púbico. Asiendo sus suaves mejillas entre mis manos, dejé a mi boca aproximarse a la expectantemente abierta y nuestros labios se rozaron por primera vez.
Embriagada por el vaho fragante de su aliento, envié la lengua serpenteante al encuentro de la otra y los labios se unieron en repetidas succiones que nos dejaron sin aliento mientras los cuerpos ondulaban en imitación a un coito imposible. Ella sobaba con lerda codicia mis tetas colgantes y entonces, irresistiblemente atraída, me incliné para bajar a lo largo del cuello y mi boca se apoderó de la protuberancia de la aureola, chupeteando con dulce insistencia la excrecencia del seno; la sensación fue deslumbradora, como si ese gesto primitivo de succión mamaria transportara a mi vientre una soleada calma que me hacía fruncir los labios con angurria para estrechar entre ellos al grueso pezón.
Sin embargo, una idea obsesiva repiqueteaba en mi mente y la fuerte tufarada que brotaba desde las entrepiernas que mezclaran las exhalaciones de nuestros jugos, terminó por desquiciarme. Cayendo de rodillas entre las piernas abiertas, avizoré la ennegrecida raja y mi boca se dirigió presurosa hacia ella.
Sin trepidar, encogiéndole más las piernas, instalé la sierpe de la lengua sobre los delicados pliegues retorcidos de los labios menores y mis dedos buscaron la apertura vaginal que ya se encontraba totalmente dilatada. Iniciando un rápido vaivén de la mano y respondiendo a los broncos gemidos satisfechos de Nélida, me posesioné del clítoris y mientras lo succionaba rudamente, dejé que otro dedo se ahusara junto a los primeros.
Aquella penetración pareció despertar los demonios más oscuros escondidos en el cuerpo de la gentil profesora, quien apoyando las piernas sobre mis espaldas, catapultó su pelvis hacia delante para favorecer el paso de los dedos dentro de la vagina. Su reacción también me afectó que, tal como me lo hiciera durante tanto tiempo Arturo, retorciendo el brazo en una furiosa tracción y torsión, dejé que mis afiladas uñas estregaran las espesas mucosas que cubrían el canal vaginal y entonces Nélida hizo algo que no hubiera imaginado en ella; retorciendo el torso, pasó la mano derecha por debajo de sus nalgas alzadas, escarbó en la hendidura y dos dedos se hundieron inmisericordes en su propio ano.
A pesar del cuidado que las dos poníamos en evitar ruidos o gritos que pudieran denunciarnos, pronto el cuarto se llenó de ayes amorosos, suspiros y gemidos contenidos que expresaban la hondura de nuestra satisfacción y cuando Nélida alcanzó su orgasmo, la impetuosa avalancha de los líquidos escurrió hacia mi boca y la vagina expulsó una tufarada de olorosas flatulencias.
Aun temblando afiebradamente y mientras su boca dejaba escapar agradecidos ayes de placer, apartándome, se levantó para rebuscar en un rincón del cuarto donde había algún tipo de mueble, y extrayendo una manta junto con algo que no alcancé a distinguir, me invitó a tenderme en la frazada sobre el piso.
Diciéndome que debía seguir el consejo de la ginecóloga y la psiquiatra respondiendo solamente a mi propia conciencia, abrí los brazos para recibir su cuerpo asiéndome por la nuca, enterró los dedos en el nacimiento de mi corto cabello y la lengua tremolante se empeñó en escarbar por debajo de los labios sobre las encías, provocándome un cosquilleo nada risible, instalando una especie de estilete en la zona lumbar que rápidamente ascendió por la columna vertebral y estalló deliciosamente en mi cerebro.
Apartando la maraña de espeso cabello ensortijado que caía sobre mi rostro y con una habilidad que me sorprendía al hacérselo a otra persona, mis manos ejecutaron una torzada con el largo cabello para formar un burdo rodete que no nos molestara, tras lo cual abracé sus espaldas para ladear la cabeza y con la boca abierta en voraz dentellada, engullir los labios de mi profesora y nueva amante.
Aquello pareció insuflar en mí una plétora de nuevas sensaciones y entonces, las bocas no se dieron abasto para emprender una serie de besos que, de furibundos e insaciables se transformaban por momentos en exquisitos juegos de lengua en los que los órganos se entrelazaban con lujuriosa lentitud, sorbiéndose mutuamente como si fueran penes masculinos para luego derivar nuevamente a la histérica succión por la que trasegábamos alientos y salivas.
Avariciosamente, las manos de Nélida se dedicaron a manosear mis senos maduros, comprobando la turgente consistencia que la satisfacción a la prolongada abstinencia había revitalizado. Del suave sobar y casi sin transición, los dedos iniciaron un persistente estrujar que fue haciendo adquirir mayor volumen a las aureolas y el largo pezón se irguió enhiesto al restregar de índice y pulgar.
Alucinada por el goce que la mujer me estaba dando, mis labios temblorosos le pedían insistentemente que me los chupara y, como a regañadientes, su boca abandonó la mía para ir descendiendo hasta la barbilla con espléndidos chupeteos al mentón, haciendo que la lengua tremolara caracoleante por el cuello, se internara en la llanura del pecho rubicundo por el diminuto salpullido de la excitación, introduciéndose en el valle entre los senos para ir ascendiendo las mórbidas colinas. El rastro baboso iba despertando el chispazo de instintivos sacudimientos en mis músculos y cuando la lengua vibrante fustigó perentoria la excrecencia del pezón, aquel se doblegó como trigo maduro.
El trabajo conjunto de manos y boca me exacerbaba histéricamente mientras sentía como dientes, lengua y labios se concentraban en un seno para martirizar exquisitamente la mama con sus succiones, mordidas y tironeos mientras índice y pulgar de la mano se dedicaba a pellizcar, retorcer y clavar incruentamente el filo de las uñas en la carne.
Sintiéndome incapaz de soportar más semejante delirio, dejé que mis manos se asentaran sobre la crespa cabeza para empujarla hacia abajo con una clara y evidente intención de que chupara el sexo mientras le reclamaba con grosera insistencia que me mamara toda. Dándose el tiempo necesario, ella siguió solazándose en momento más en los pechos y luego, dejando a los dedos la tarea de estimularlos, fue escurriendo la boca por el tórax, circunvaló golosa en los alrededores del ombligo y más tarde se interno en la pendiente que la condujo hacia la fina capa velluda.
Ejecutando pequeños chupones en los alrededores de la alfombrita, fue acomodando su cuerpo para instalarse directamente frente al sexo. Espontáneamente y en un reflejo condicionado, yo había abierto las piernas y, encogiéndolas, ofrecí a esa nueva amante la palpitante masa del sexo. Los dedos abrieron los colgajos de los pliegues y la lengua toda se hizo dueña de aquel óvalo saturado de fragante mucosas.
Obviando al clítoris, los labios descendieron a lo largo de la raja hasta encontrar el agujero vaginal y allí, la lengua se envaró para penetrar al caldeado ámbito y enjugar con su punta los jugos interiores, dando lugar a los labios para que se comprimieran en succionante ventosa. Esa fantástica minetta me hacía menear la pelvis al tiempo que me arqueaba crispada para separar las nalgas del piso y entonces la lengua aprovechó esa elevación para estimular dura y consistentemente al agujero anal.
Ese tipo de sexo me sacaba de quicio y apenas podía reprimir los ayes y gemidos que me provocaba esa angustia que cerraba mis entrañas como una mano gigante. Consciente de lo que me estaba sucediendo, fue rotando lentamente su cuerpo hasta quedar invertida sobre mí y, al observar como su entrepierna se colocaba exactamente sobre mi cara, Elsa me di cuenta que iba a disfrutar de nuevo y maravilloso sesenta y nueve con una mujer.
Ya había probado las mieles de ese sexo y desde ese ángulo adquiría un nuevo aspecto, entre el de una voraz flor carnívora y una desdentada boca alienígena. La gradación de tonos era prodigiosa, desde el pálido nacarado iridiscente del fondo hasta el ennegrecido marrón de los bordes de los labios, pasando por una gama infinita de rosados cuya vivacidad era realzada por el brillante barniz de los jugos que los empapaban.
El espectáculo me subyugaba y acercando la cara a la pelvis descendente, inhalé los aromas que la vagina exhalaba en delicadas flatulencias. Junto con la recepción de ese lujurioso mensaje, sentí como la boca de Nélida se apoderaba del clítoris e introduciéndolo totalmente en ella, lo succionaba ávidamente mientras la lengua lo maceraba contra el paladar y el filo interno de los dientes al tiempo que una mano introducía en la vagina lo que imaginé sería aquello que antes no había podido distinguir.
Ahora comprobaba que se tratarba de un consolador, cuya tersa punta hurgaba sobre los esfínteres vaginales para luego ir metiéndose lentamente sobre esos primeros centímetros que condensan la más alta sensibilidad. A pesar de su lisura, la cabeza ya excedía lo normal y, cuando parte del tronco tomó contacto con el canal vaginal, me di cuenta de que me sería duro soportar semejante volumen. Sin embargo, el regocijo de sentir nuevamente el vigor de un falo me llenó de alegría y dando yo misma a mis músculos internos esa cualidad que los hacía ceñirse y dilatarse a voluntad, encerré al falo para realizar un repetido movimiento succionante hasta sentirlo rozando el cuello uterino.
La sensación estupenda de sentir la verga socavándome en lentos vaivenes me hizo olvidar de todo y hundiendo la boca entre las carnes, me apoderé de las nalgas y así, estrechamente imbricadas como un perfecto mecanismo sexual, nos sucedieron en parsimoniosas y profundas chupadas y penetraciones que nos fueron llevando al paroxismo.
Cuando ya parecía imposible que me dieran más placer, ella condujo su otra mano por debajo de mis nalgas para introducir dos de sus finos dedos en el ano empapado por la saliva y los jugos que escurrían del sexo. Alucinada por tanto goce junto y sintiendo en las entrañas la rotura de los diques humorales, me sumí en la más deleitable succión de ese dulce elixir del orgasmo de Nélida, hundiéndonos despaciosamente las dos en la modorra de la satisfacción total.
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