Barquito 5
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Con mi marido todavía transitábamos la nuestra, por lo que él no notó disminución alguna en mis entregas y sí una fogosidad desatada como fruto de lo que sembraba Susana en las mañanas. Con la vuelta a Buenos Ares, descubrí que estaba embarazada y transcurrimos ese primer año placidamente, lo que no quiere decir sin sexo, ya que el poseerme en ese estado colocaba fantasías extrañas en Arturo y en mí, el embarazo parecía haber potenciado la gula sexual, disfrutando de cada acople hasta casi el mismo parto que se produjo por cesárea.
La edad y nuestra sempiterna calentura, hizo que poco después volviera a quedar embarazada y finalmente di a luz a mi segunda hija; al poco tiempo del nacimiento, él consiguió un contrato para un nuevo Canal de televisión que se inauguraría en Rosario y allí fue toda la familia.
Como yo quería trabajar en algo, él me consiguió ser representante de una empresa de telecontrol de publicidad; esto es, había que seguir las transmisiones de los dos canales por medio de unas planillas en las que se anotaban anomalías y problemas de competencia entre clientes. Todo eso se grababa en cintas de audio y se enviaba todo a la capital para ser informado a las agencias de publicidad.
Para eso hacía falta mucha gente y lo ideal era la proximidad con la Facultad de Ciencias Matemáticas y con algunos cursantes cubrimos los distintos turnos, salvo los de la mañana que, como había un solo canal que lo hacía en ese horario, fue ocupado por la novia de uno de los camarógrafos de Arturo.
Ocupada con las dos bebas, dejaba en sus manos todo el trabajo, aunque entre corte y corte había ocho minutos en los que los muchachos estudiaban y la jovencita aprovechaba ese tiempo para ir a la cocina a tomarse algún café con leche o tecito.
Con todo el barullo de la inauguración del canal y los posteriores inconvenientes propios de una empresa nueva, Arturo estaba dedicado enteramente a eso y sólo volvía a casa a cenar tardíamente y dormir, por lo que aquella fluida relación cotidiana que manteníamos se resintió y mi cuerpo me hizo escuchar sus quejas, con lo que volví paulatinamente a las masturbaciones pero eso sólo servía para hacerme comprender lo profundo de mi lubricidad y quedaba escasamente satisfecha por esas manipulaciones.
Súbitamente, todo pareció girar alrededor del sexo y mis sentidos me hacían percibir exacerbaos la intimidad de las voces, la atracción visual de otros cuerpos y por sobretodo, los mensajes secretos que me enviaban los olores corporales de hombres y mujeres y, prohibiéndomelo, descubrí en la chiquilina una conjunción de aromas que me descolocaba, mezcla de sudores y perfumes pero superándolos, había un algo que evidentemente exudaba su piel.
En lo posible, evitaba su proximidad, pero en la casa no había forma de esquivarla y esa presencia constante, hacía que al influjo de esas fragancias que actuaban en mí como ese almizcle animal que evidencia su celo, sumadas a la calentura de la abstinencia que iba poniendo a fuego lento el caldero de mis entrañas, inconscientemente, elaboraba mentalmente circunstancias non santas con la muchacha que, si bien estaba muy cerca de la adolescencia, se notaba que con su novio hacia rato habían transpuesto el umbral del sexo.
Tal vez fuera su aspecto físico lo que hacía más evidente nuestras diferencias; midiendo escasamente el metro sesenta, de cara aniñada, con un cabello rubio cortísimo y un cuerpo en desarrollo que prometía pero que por lo menudo no atraía particularmente, especialmente porque usaba unos holgados vestidos camiseros de moda en esa época, debería haberme sido indiferente pero en otro de esos misterios que tiene la atracción sexual, sólo incrementaba mi viciosa concupiscencia.
Las nenas no me daban trabajo, ya que la mayor todavía hacía del corralito su habitat y la beba – a quien llamábamos burlonamente, “el potus” -dormía casi todo el día en la cunita; esa mañana, o yo estaba sensibilizada o ella exhalaba sus aromas más de lo acostumbrado, pero cuando Edith entró a la cocina comedor, un golpe a mi pituitaria me hizo alzar la vista de la revista que leía sobre la mesa y sorprendentemente, mis ojos se regodearon en la figura juvenil.
Como atraída por un imán, di los tres pasos que nos separaban y encontrándola preparando una taza para el café sobre la mesada, me acerqué, haciendo que mis manos se apoyaran suavemente en sus dorsales introduciéndose por el hueco que dejaba la amplia sisa, rozando apenas los senos en tanto que el aliento cálido y fragante cuya exhalación no conseguía evitar, preanunciaba el contacto de mis labios con la nuca desprovista de cabello.
Cuando se produjo simultáneamente con el apretón de los dedos a las tetitas, comprendí que aunque su cuerpo fuera ajeno a ese tipo de caricias, por miedo o algo que la hacía desearlo, Edith respondió a ese contacto con un suave murmullo agradecido y cerrando los ojos se apoyó blandamente contra mí.
Sentir mis dedos recorriendo por primera vez en años la piel de unas tetas me produjo una extraña sensación de levedad, era como si esa caricia me llevara a flotar en la ingravidez del sueño y en el bajo vientre una bandada de pájaros espantados laceró con sus garras mis entrañas.
Una sensación de plenitud fue invadiéndome sintiendo como el contacto con la chiquilina provocaba una rara alquimia, una unión simbiótica que fusionaba mágicamente nuestras pieles y carnes en un solo ser. Riendo nerviosamente, Edith hizo un juguetón ademán como para apartarse pero luego de insistir en la caricia y estrujar entre mis dedos sus pechos, ella misma desprendió los botones del vestido para hacer lugar a mis dedos que se colaron dentro de las tazas del corpiño.
Riendo como dos chiquilinas, comencé a pasar las manos a todo lo largo del torso y era como si juntas, involuntariamente estremecidas por el deseo, redescubriéramos el valor de la caricia. Un barullo de alegría me alborotaba la boca con palabras alentadoras y cariñosas incitándola a desnudarse y como si estuviera esperándolo, se desprendió rápidamente de la escasa ropa. Sin cesar de besuquearle la nuca, mis uñas se sumaron a los dedos y pronto minúsculos surcos rojizos comenzaron a extenderse sobre su delicada piel.
Totalmente extraviada, la di vuelta y acezando sordamente entre mis labios entreabiertos, busqué unirlos a los suyos en un beso de sublime dulzura y no pude evitar sentir el temblor de sus mórbidas carnes sacudidas por los nervios, la ansiedad y la angustia.
La líquida suavidad de mi lengua escarbó con tierna premura sus encías, fue introduciéndose lentamente en la boca recorriendo morosa cada rincón y provocando que la suya acudiera presurosa a su encuentro. Restregándonos en la incruenta batalla del deseo, nos atacamos sin saña, con una ávida lubricidad que conduciría inevitablemente a que nuestros labios se esmeraran alternativamente en succionarse, cada vez con mayor intensidad.
Incapaz de contener mi loca vehemencia, la abracé apretadamente y juntas fuimos cayendo de rodillas para, después de despojarme del vestido bajo el cual usaba sólo la bombacha, como poseídas, con delirio, en vesánica exaltación y las carnes restregándose furiosamente en un intrincado amasijo de brazos, fuimos ondulando los cuerpos para acometernos en un alienante acople imaginario.
Aunque yo era la adulta experimentada, ella no me iba en zaga en cuanto a expectativas. Las dos balbuceábamos frases incomprensibles elucubradas por las fantasías de nuestra fiebre sexual, suplicando, exigiendo, aceptando y prometiéndonos las más infames vilezas. Las manos no se daban descanso recorriendo la superficie de las pieles que, erizadas y húmedas de transpiración, nos permitían escurrir por cuanta cavidad, rendija u oquedad se presentaba, arrancándonos mutuamente encendidos gemidos de goce insatisfecho.
Poniéndome de pie, recogí precipitadamente las ropas para conducirla de la mano hasta el dormitorio y después de hacerla caer sobre la cama, terminé de sacarle los zapatos y, sin explicarnos nada, dando por descontado que la otra sabía lo que tenía que saber, nos tomamos de las manos y fuimos acostándonos de lado, frente a frente.
Con los ojos en los ojos, fui rotando lentamente el cuerpo y, colocándome invertida sobre ella, comencé a manosear apretadamente sus senos al tiempo que la boca sometía a las aureolas y pezones a intensos chupones, dejando sobre ellos las marcas violáceas de las succiones y las rojizas medialuna de mis dientes. Mis tetas colgantes, sólidas y carnosas, oscilaban lado a lado y Edith, como si supiera el goce que me provocaría, también los atacó con toda la violenta gula que el deseo le provocaba.
Tal vez la reminiscencia de Gigi y Susana debieron llevarme a la más primigenia función instintiva, a la sensación inefable de tener una mama entre los labios y, encerrándolas fieramente entre ellos, las succioné con tal fuerza que la chiquilina respingó sorprendida por tan denodado esfuerzo. Mis manos fueron deslizándose a lo largo del vientre y cuando llegaron a la entrepierna, se desviaron por las empapadas canaletas de la ingle para confluir finalmente en la vulva, mientras que las manos de Edith se aventuraban por mi cintura acariciando las caderas y el nacimiento de los glúteos. Las dos sabíamos que el momento había llegado y, suspirando satisfechas, acomodamos nuestros cuerpos para el feliz epilogo.
Encogiéndole las piernas y enganchándolas dejado de mis axilas, las obligué a abrirse de forma tal que dejaron al sexo totalmente dilatado en oferentes pulsaciones. Mi lengua tremolante exploró a todo lo largo de él desde la espesa vellosidad que orlaba los labios de la vulva hasta estos mismos y su consecuencia final, que era la entrada carnosa a la vagina.
En una golosa combinación de labios y lengua, recorrí profundamente cada pliegue que asomaba entre las carnes retorciéndolos sañudamente entre ellos y, complementándolos con los dedos, fui elevando su nivel de excitación.
Con la cabeza clavada fuertemente en la cama, Edith resollaba en convulsivos jadeos mientras sacudía la cabeza y los músculos de su cuello parecían a punto de estallar por la tensión. Tal vez seducida por la proximidad brillantemente húmeda de la vulva, la sentí clavando los dedos en mis nalgas y seguramente sin poder reprimir el impulso, accedió al maravilloso placer que constituye el sexo ardiente de una mujer.
Parecía que, lejos de asquearla, el acre aroma del sexo que escapaba en fragantes flatulencias vaginales se constituía en un llamamiento y cuando, mezclado por el aromático vaho del flujo impresionaron su olfato, hundió la boca entre los labios mayores, solazándose con la suavidad del interior a la búsqueda ansiosa del clítoris para someterlo a la demencial tortura de la lengua y los labios, succionándolo apretada y sañudamente.
También alojé mí boca en el sexo de ella y así abrazadas formamos una hamaca perfecta en la que nos bamboleamos embelesadas en una mareante cópula que nos fue conduciendo por sendas de placer infinito para sumirme en la desmayada inconsciencia del orgasmo; reaccionando lentamente y con el cuerpo relajado, seguí los esfuerzos con que la chiquilina trataba de alcanzar su propio orgasmo y, agradecida, ondulando lentamente la pelvis todavía sacudida por contracciones y espasmos, la incité a alcanzarlo degustando mi eyaculación.
Cuando comenzó a temblar espasmódicamente y su vientre a contraerse y dilatarse violentamente, fui introduciendo dos dedos a la vagina y pidiéndole que me imitara, fustigué su clítoris con la lengua al tiempo que la penetraba hasta los nudillos.
Mientras la mano iniciaba un cadencioso ir y venir deslizándose sobre las espesas mucosas que manaban de la vagina, mi lengua tremoló sobre las gruesas crestas carneas que la rodeaban, sorbiendo los jugos que arrastraban los dedos en su recorrido; la eyaculación parecía haber sido demasiado para la chiquilina y entonces, me coloqué entre sus piernas abiertas y haciéndoselas encoger volví a meter los dedos a la vagina, pero ahora dándoles un movimiento de ciento ochenta grados a un lado y otro mientras la boca se saciaba en los colgajos de la vulva y el pulgar de la otra mano buscaba estimular al prieto haz de esfínteres anales que juzgué vírgenes.
Todavía desmayadamente, la muchacha gemía contenta a la vez que proclamaba su asentimiento en repetidos sí y decidida a complacerla como nadie lo hiciera en su vida, llevé la lengua tremolante a escarbar dentro del capuchón a la búsqueda del glande y en tanto los dedos estregaban entre sí los frunces de los labios menores, lentamente fui sumando dedos a los anteriores y pronto la cónica cuña de los cinco unidos, se hundía en el sexo hasta que los nudillos me lo impedían.
Evidentemente, aquello era algo que la chiquilina jamás experimentara y la mezcla de sollozos con gemidos y ayes, más el crispado aletear de las piernas y su mano presionando mi cabeza contra el sexo pareció motivarme para que acelerara la cópula; perdida toda noción entre lo bueno y lo malo, lo sublime y lo espantoso, lo aberrante y lo maravilloso, seguí penetrándola en un escándalo de chasquidos hasta volver a sentir como se crispaba y tras alzarse arqueada por el reclamo de sus entrañas, derrumbarse exánime entre palabras de gratitud.
No fue fácil retomar el día, porque las dos parecíamos avergonzadas por aquel comportamiento que nos llevara a sostener esa relación desviada, pero como la mayor, después de ayudarla a asearse y vestirse, le hice ver que ninguna de las dos tenía qué arrepentirse por ceder a los impulsos naturales del deseo si este se había manifestado libremente y lejos de una situación viciosa o promiscua; prometiéndole y prometiéndome borrar esa mañana de nuestras vidas, pusimos al día las planillas con las grabaciones y para el mediodía en que llegarían los muchachos, nosotras y el trabajo estábamos en orden.
En esos días, hizo su aparición quien se convertiría en mi mejor amiga y modificaría completamente mi comportamiento sexual, haciéndome comprender que su práctica no tiene más límites que el goce en su estado más puro; Gladys era la novia de uno de aquellos estudiantes y haciéndole compañía por las noches, fuimos simpatizando hasta que ya sus visitas no eran acompañando a Lorenzo, sino que, convirtiéndose en la tía que mis hijas no tenían, comenzó a ayudarme con su crianza.
Siendo mi primera amiga después de Gigi y en esa sinceridad sin ambages que sólo se da en las mujeres, fuimos confiándonos cosas que nadie sabía y así como me enteré de que su comportamiento sexual con los hombres rayaba en la prostitución salvo por el hecho que no cobraba sino que lo hacía por placer con cuanto tipo se lo propusiera y, hasta alguna vez había cedido a los avances de otra chica, yo le conté en detalle desde mi primera masturbación hasta la reciente posesión de la chiquilina; ambas parecíamos hermanadas por ese duende perverso que habitaba nuestras mentes y así nos hicimos inseparables.
Aun hoy, mi posición favorita para dormir es acostada boca abajo con una pierna estirada y la otra encogida, que mantiene despejada y fresca toda la entrepierna; aquel día, después de que Arturo se fuera al trabajo y atendido a las nenas, aprovechando el relativo fresco de esa mañana de diciembre, me tiré en la cama y al poco rato dormía placidamente.
Había olvidado que la noche anterior Gladys se quedara a dormir en el cuarto de las nenas, hasta sentir como la húmeda punta de una lengua escarceaba suavemente en el tobillo de la pierna estirada para luego ir subiendo lentamente por la pantorrilla, acceder al hueco detrás de la rodilla y trepar vibrante por el interior del muslo hasta la entrepierna.
Aun adormilada, sabía que no podía ser más que ella y me era imposible sustraerme a los insistentes llamados de esas primitivas sensaciones que, como obedeciendo a un revolucionario clamor, brotaban, crecían y se expandían por todas las fibras de mi ser; a esa ovárica revuelta que oscurecía la razón y la lógica con las más salvajes ansias de unirme a ese cuerpo que codiciaba secretamente.
Ante mi murmullo mimoso y en tanto la lengua escudriñaba en la hendidura de mi grupa sin bombacha, una mano de Gladys deslizó la tela de la enagua hacia arriba y continuando su camino, la boca subió por la espalda para posarse en la nuca junto al nacimiento de los cabellos y tras unos leves toques de los dedos a las nalgas, depositó un tierno beso sobre la piel al tiempo que un dedo incursionaba travieso sobre la vulva.
Viéndolo todo como desde un segundo plano somnoliento que me impedía intervenir, comprendí hacia donde quería conducirme mi amiga y un inquietante polvo de mariposas pareció recorrerme para anidar luego en mi vientre; subyugada por el dedo en la vulva e irrazonablemente inmóvil, me entregué mansamente a las caricias sin siquiera percibir cuándo ni cómo de mi cuerpo había desaparecido la enagua y al recobrar en parte la movilidad, descubrí que su cuerpo opulento yacía a mi lado.
Como atacadas por una fiebre maligna pero con lentitud exasperante, manos y bocas se multiplicaban sobre la piel tocando, rozando, arañando, lamiendo y besando, pero sin concretar nada, sin siquiera aproximarse a los sitios secretos que, inevitablemente, derrumbarían los diques de la cordura. Brazos y piernas se entrelazaban y retorcían, se anudaban y desasían, pero un algo mágico entre los dos cuerpos nos atraía y repelía a la vez. Las pieles transpiradas cobraban extraños reflejos y los senos se bamboleaban en una suave oscilación que sólo sirvió para destacar toda su magnífica belleza.
Yo paladeaba esa piel con reminiscencias a canela, hundiendo mis dedos entre aquellos muslos de espuma, de nubes, de flores y de luces, rocé esas caderas de abismo, fatales y palpitantes y nuestros cuerpos manifestaron el inventario sin fin del deseo en el leve acezar de las bocas, mimetizándose en el éxtasis del sexo. El húmedo nido de mi pubis, fragante de ásperos e íntimos aromas parecía abrirse y cerrarse al compás del sexo palpitante que, pulsante en un movimiento de succión casi siniestro, buscaba llenar ávidamente el vacío que lo habitaba.
Gladys descendió a esas regiones que exhalaban las fragancias del deseo y a ese contacto, constelaciones luminosas circularon por mi sangre con los humores del universo concentrados allí y una apoteosis de plenitud correteó por mi espalda, arriba y abajo a lo largo del ondulante canal que se hacía más profundo y oscuro al llegar a los glúteos. Mis glándulas mandaron secretas órdenes al cuerpo y las mucosas de la vagina escurrieron en espesos fluidos hacia los labios ardientes de la vulva y gradualmente, nos sumergimos en el ciego tiovivo del placer.
Las manos de Gladys se apoderaron de mi nuca, dejando que los dedos trabajaran en ella mientras la boca besaba la carne trémula del cuello y tuve que sofocar el grito que poblaba mi garganta crispada por un deseo loco. Una música desconocida que sólo yo escuchaba estalló en mi cabeza y la angustia cambió de signo, diluyéndose en placer, gozo y tortura simultáneamente al tiempo que acariciaba con instintiva sabiduría las formas opulentas de esa amiga-amante, acompañando fascinada cada uno de sus movimientos y, copiándolos, los repetí como una sombra sólida de ese deseo hecho carne.
Como una alud incontenible, proliferó la exuberancia de las caricias cubriéndonos de saliva, abrazadas a los muslos y trazando en las pieles las rojas estrías de las uñas nos retorcíamos sollozantes y riendo a un tiempo, mientras que los besos eran cada vez más ardientes hasta que, gimiendo voluptuosamente, lanzamos como un canto de amor, trémula nota del gozo fundiéndonos en una sola forma deslumbrantemente dichosa.
Cuando en el más alto nivel del clímax creíamos haber alcanzado la satisfacción plena, el deseo insano reaparecía en la sangre con un brillo imperecedero para volver a saciarnos hasta el límite de nuestras fuerzas y los cuerpos exánimes se encendían en la pasión más furiosa con una avidez que nada ni nadie podría saciar.
Las pieles fundidas se escurrían como el paso de un color a otro en deliciosas gradaciones por las que accedíamos al otro cuerpo sin dejar de ser nosotras mismas, como a otra instancia de nuestro propio ser. Estábamos unidas por una única y salvaje energía que nos recorría en un proceso incesante y, a medida que iluminaba nuevas regiones desconocidas, las superaba para abrir la incertidumbre de otras.
El contacto de nuestros cuerpos nos dejaba presas del vértigo, nos besábamos empapadas de sudor y las carnes se convertían en una enorme esponja de sensaciones sumergidas en un abismo sin ángulos ni nada que impidiera la miscibilidad ilimitada de la materia. Dulcemente enronquecidas por un timbre voluptuoso, nuestras voces derramaban súplicas obscenas invocando por la certidumbre de la cópula y los cuerpos vibrantes y brillosos se enredaban con las lenguas morbosas en una lucha estéril en la que cada una pretendía vencer y ser vencida simultáneamente.
Nos deslizamos por un antro oscuro, cálido y húmedo, de tonalidades purpúreas, resbalando en el goce con el miedo de ser devoradas por esa vagina monstruosa, ese útero siniestro pleno de aromáticas mucosas del cual pugnábamos por salir sólo para volver a hollarlo y así, mientras nos besábamos y acariciábamos con desesperación, el dormitorio pareció desaparecer y las cosas se disolvieron para dejarnos flotando en las tinieblas vivas de los sexos.
Totalmente desbocadas, con las narinas dilatados por la emoción más salvaje, aspirábamos ansiosamente esos olores intensamente almizclados, nuestros sudores y hasta el violento olor de la saliva espesada por la angustia y como energizadas, sin una decisión explícita, dimos fin a la impaciente y dulce espera.
Gladys tomó entre sus manos mi rostro convulsionado, acarició los cortos cabellos rubios y depositó tiernamente sus labios sobre mi frente. Rozando apenas la piel con la parte interior de sus labios entreabiertos bajó hasta los ojos y allí enjugó las lágrimas de felicidad que no podía contener. Se escurrió por las mejillas y tocó levemente mis labios jadeantes que a ese contacto se estremecieron como si un arma terrible me hubiese hendido.
Los labios de Gladys tenían una cualidad táctil, una plasticidad que los hacía maleables y como tentáculos le permitían abrazar y sorber con inopinada violencia, casi devorando. Súbitamente, los míos adquirieron esa misma habilidad y con profundos suspiros de satisfacción me sumé al singular duelo para que las bocas abiertas se prodigaran en ese doble intento de poseer y ser poseídas. Su lengua imperiosa penetró mi boca con fiereza de combatiente enfrentando a la mía que esquivó sus primeros embates para luego responder con dureza y atacarla a mi vez con voracidad de ayuno.
En el frenesí a que me inducía el deseo desatado, mirando sin ver, murmurando incoherencias, la tomé por la nuca y desuniendo los labios, empeñé mi lengua chorreante de saliva en una lucha sin cuartel. Este singular combate nos sumió durante minutos en una lucha feroz, salvaje, primitiva, elemental. Ambas jadeábamos ahogadas por el abundante intercambio de salivas y nos afanamos en esa deliciosa tarea de lamer y chupar las lenguas como si de penes se tratase, obnubiladas por las desgarradoras convulsiones de nuestros vientres.
Nunca antes, ni con Gigi o Susana y muchos menos en el rápido desliz que tuviera con Edith, había gozado tanto con una mujer: Temblando de excitación, sentí como la lengua de Gladys se desprendía trabajosamente de mis labios y comenzaba a recorrerme el cuello mientras los labios succionaban tenuemente y los dientes mordisqueaban apenas la piel. Indolentemente, descendió a las laderas de los pechos y aguda como la de un reptil, se aposentó sobre el agitado seno en círculos morosos que finalmente la llevaron a adueñarse del pezón, lamiéndolo primero con irritante lentitud para luego, cuando arqueé deseosa el cuerpo, envolverlo entre los labios para succionarlo fieramente.
Estremeciéndome por el ansia del deseo y sumida en hondos ronquidos, extendí las manos para asir sus colgantes y turgentes senos acariciándolos y estrujándolos con violencia mientras mis piernas se agitaban convulsivamente como buscando alivio al ardiente fuego que brotaba desde su vértice.
Devenida en una especie de medusa glotona, la boca de mi amiga recorrió pertinaz cada uno de los pliegues del abdomen, chupando, lamiendo y sorbiendo como una ventosa la torturada piel. Se detuvo por unos momentos a sorber el diminuto lago de sudor formado en el ombligo y se paseó por la comba del vientre hasta tomar contacto con el Monte de Venus, totalmente empapado por la transpiración.
Colocándose invertida sobre mi cuerpo y, tomándome de los muslos, me separó y encogió las piernas comenzando a besar suavemente las ingles, acercándose lentamente, casi con crueldad al palpitante sexo mientras, arqueada y tensa como un arco, yo esperaba sentir en la vulva ese contacto delicioso que ahora deseaba.
Abriendo los ojos y viendo a cada lado de mi cabeza los fuertes muslos de Gladys, las sólidas nalgas ejercieron tal atracción que comencé a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción, en tanto ella separaba con los dedos los labios de la vulva y la lengua se apresuraba a instalarse sobre las irritadas y rosadas carnes del clítoris para después envolverlo entre sus tiránicos labios, estirándolo rudamente.
Yo sacudía espasmódicamente la pelvis como apurando el momento de la penetración. La lengua avanzó y penetró vibrante los pliegues de la vulva, bajó hasta la cavidad de la vagina, excitó esas carnosas crestas y con su punta engarfiada se deslizó profundamente por las cálidas mucosas sintiendo la rugosidad febril de los pliegues y finalmente, se escurrió lentamente por el perineo, esa breve distancia altamente sensible que separa la vagina del ano, instalándose en la apertura marrón.
Mis entrañas parecían disolverse en estallidos de placer casi agónicos y no pudiendo resistir por mas tiempo ese influjo, hundí la boca en el sexo de ella, lamiéndolo y sorbiendo con fruición los jugos íntimos, noté que había vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que es el manojo de pieles que rodea y aloja al clítoris. Las manos de las dos permanecían aferradas a las nalgas y los cuerpos conformaron una ondulante masa que se acompasaba al ritmo de nuestra vehemencia.
El orgasmo envió sus mensajeros secretos y junto a las indescriptibles oleadas de placer que nos inundaban, sentí como se acrecentaban esas cosquillas que parecían perforar mi zona lumbar. Intensas descargas eléctricas subían por la columna vertebral para instalarse en deslumbrantes chispazos de luz en mi mente mientras que infinidad de pequeñísimos garfios parecían tironear de mis carnes para arrastrarlas hacia el caldero del sexo y en la vejiga crecía la presión insatisfecha de unas ganas incontenibles de orinar; debatiéndome en brazos de Gladys, busqué con frenesí ese algo más, esa sensación sublime que me satisficiera.
Sin dejar de succionar la vulva, Gladys fue metiendo muy suavemente dos dedos en la vagina, entrando y saliendo, rascando, hurgando y acariciando en todas direcciones sobre la plétora de mucosas. Para reprimir los gritos que llenaban mi garganta, hundí con desesperación mi boca en el sexo de ella, restregando rudamente contra él mis labios y lengua.
Gladys parecía haber perdido el control de sus actos e incrementando la penetración, hizo que tres de los delgados dedos ahusados se hundieran en el canal vaginal en un alucinante vaivén que me llevó a emitir fuertes gritos de satisfacción. Reclamándole repetidamente por más, sentí que la intensidad del placer me llevaba a clavar, rugiente, mis agudos dientes en el muslo de Gladys, pareciendo que mi interior todo llegaba a una situación límite y, tras envarar el cuerpo por la tensión acumulada, sentí correr los jugos que parecieron vaciar mis entrañas y como fulminada, me desplomé exánime.
Aun excitada y respirando afanosamente por entre sus dientes apretados pero sin haber alcanzado el orgasmo, Gladys me acomodó en su regazo y con mi cabeza descansando sobre su hombro, me acunó dulcemente como si fuera una criatura, secándome con sus besos los restos de sudor y flujo del rostro. Cuando, con un suspiro y un gemido mimosos entreabrí los ojos todavía desenfocados para mirarla con tanta angustia reprimida, no pude evitar el roce de sus labios sintiendo que el vaho ardiente de nuestros alientos se fundía en uno solo y entonces, la lengua de Gladys salió de su encierro penetrando mi boca ávida y envaré inconscientemente la mía para salirle al encuentro como si fuera un miembro, sumiéndonos en un feroz combate.
Tremolantes, vibrátiles, con las puntas engarfiadas chorreantes de cálidas salivas que nos ahogaban, las lenguas se hostigaron reciamente hasta que las bocas sedientas se fundieron en una sola profunda y espasmódica succión. De nuestros cuerpos brotaban verdaderos ríos de transpiración y los bramidos fueron llenando todo el dormitorio mientras las dos volvíamos a prodigarnos en caricias, apretujones y chupones que dejaron cárdenos y redondos hematomas, marcando sanguinolentas estrías con nuestros arañazos desesperados.
Alienada, me precipité golosa sobre las hermosas tetas de Gladys, extasiándome en el goce de sentir en mi lengua la superficie profusamente granulada de las aureolas y los duros pezones. Como una flor carnívora, la boca toda se apoderaba de un seno lamiendo y chupando con ternura, mordisqueando la carne estremecida mientras mi mano se entretenía estrujando entre los dedos al otro pezón. Ante esa respuesta mía, ella deslizó su mano por el profundo surco de la meseta de mi vientre, recorriéndolo tenuemente y marcando el camino hacia la estremecida colina del placer.
Llegó hasta las ingles y desde allí avanzó hacia las rodillas rasguñando levemente la piel del interior de los muslos con el filo de sus uñas para volver lentamente hasta el vientre. Con una lentitud exasperante, las sensitivas yemas se animaron a introducirse en el predispuesto ámbito caliginoso; separando los labios, escudriñaron prudentes a todo lo largo de los pliegues y luego, como intrusos, se perdieron en el hueco que pulsaba en la búsqueda inútil de un miembro inexistente y, en ese canal ardiente de rugosa superficie, buscaron ese lugar preciso que aliena la razón en un vaivén hipnótico, lento y profundo, que fue sumiéndome en una dulce pérdida de los sentidos y las bocas volvieron a soldarse, casi mecánicamente.
Por un momento todo pareció detenerse creando un suspenso impredecible, pero de pronto, las dos nos abalanzamos una contra la otra, acometiéndonos bestialmente y estrechándonos en un apretadísimo abrazo, confundidos la risa con el llanto, las lágrimas con las carcajadas; nuestros cuerpos se estregaron el uno con el otro produciendo aceitosos chasquidos al resbalar las carnes transpiradas, los senos golpearon contra los senos, las piernas se entrelazaron y las manos engarfiadas en los glúteos obligaron a los sexos a enzarzarse en una refriega tan incruenta como inútil.
Riendo como locas, nos abrazamos convulsivamente y buscamos con las bocas el cuello de la otra y allí nos extasiamos, chupando, besando y mordiéndonos hasta que encontramos la calma estrechamente enlazadas.
Esa preparación me sumió en una nube pasional y deshaciéndome de sus brazos la empujé sobre la cama, acostándome sobre ella para pasar mi boca enloquecida por los músculos de su vientre e ir con premura en busca del sexo. Encogiéndole sus piernas abiertas, puse la lengua frenética a extasiarse en las ingles en tierno recorrido hasta que los pulgares de ambas manos abrieron los labios de la vulva y con los míos fui aferrando los pliegues en un juguetón mosdisqueo mientras mis papilas degustaban los picantes fluidos internos. Tomando al endurecido clítoris entre índice y pulgar, fui retorciéndolo rudamente y la lengua fustigó tenazmente la punta saliente.
Lentamente exploré las mojadas anfractuosidades del sexo y me entretuve sorbiendo los alrededores de la apertura generosa de la vagina con sus gruesas crestas carneas, en tanto que pulgar e índice siguieron estregando al clítoris. Gladys se retorcía con verdadera lascivia y sus manos acomodaron mejor mi cabeza contra su sexo. En respuesta, le levanté las nalgas y mi boca, lentamente, abrevó en la hendidura llena de flujo vaginal y saliva. En su angurriento succionar, la lengua llegó hasta el negro y fruncido agujero del ano y escarbé con tal empeño que se dilató mansamente y su punta lo penetró, dejándome un sabor amargo en las papilas.
Totalmente fuera de sus cabales por la deliciosa caricia, Gladys se masturbaba restregándose el sexo y en medio de rugidos y estertores, me suplicó que la penetrara. Me acomodé para que la boca volviera a posesionarse del clítoris y, ahusando mis dedos como antes lo hiciera ella, fui introduciéndolos poco a poco en un suave vaivén al canal vaginal colmado de espesos humores tibios que a su paso se dilataba mansamente para luego ceñirlos con sus músculos como si fuera una mano, acompasando ese movimiento de aferrar y soltar al de la penetración que se acentuó cuando Gladys comenzó a agitar su pelvis, primero con suavidad y luego con ahínco. El éxtasis nos envolvió y nos debatimos como dos luchadores hasta que, agotadas por las incontables eyaculaciones y envueltas en un sopor gozoso, entrelazamos los cuerpos y nos dejan estar como fusiladas.
El intenso trajín me dejó exhausta e inmersa en una nube de algodón, sentía como ella me acariciaba la nuca y busqué imperiosa la boca con la sierpe de mi lengua, trabándonos en un nuevo y recio combate con la suya. La mano Gladys se deslizó ágilmente por mi cuerpo que volvió a encenderse en llamas, debatiéndome con desesperación.
.Los dedos de ella sobaban, estrujaban y penetraban cada rendija u oquedad de las carnes y me dejé estar flojamente a la espera de que recomenzara todo, pero de alguna manera desconocida para mi, fue una boca masculina la que se apoderó de mi sexo, succionando aviesamente al clítoris con una violencia que me desconcertó pero a la vez me enardeció y en respuesta al ondular de mi pelvis, dos gruesos dedos masculinos se hundieron firmemente en el interior de la vagina.
Reconociendo a Lorenzo por su perfume, me di cuenta que mi amiga debía de haberle abierto la puerta mientras dormía y en el estado en que me encontraba, física y emocionalmente, me dije por qué no, qué podía perder y cuánto ganar La agresión de Lorenzo parecía haber producido dos cosas; la primera había sido sacarme de esa semi inconsciencia y la segunda; rescatar un resto de instintiva defensa dictado por la naturaleza y mi herencia moral y cultural, pero una cosa era lo que pasaba en mi mente y otra la respuesta física. Si bien mis ideas se aclararon y tenía la suficiente lucidez como para comprender lo que estaba sucediendo, la sorpresa me paralizó totalmente y mi cuerpo, agotado en el esfuerzo lésbico, no obedecía las órdenes del cerebro.
Pero la implacable decisión del hombre no me dio tiempo a pensar, ya que el restregar de un miembro contra la vulva y especialmente sobre el clítoris, deslizándose en la humedad que la excitación pusiera desde rato antes en mis carnes, no contribuye sino a encender viejas ansiedades en el vientre impidiéndome el rechazo.
Lo que hacía más emocionante la terrible agresión era el absoluto silencio que guardábamos, tan vez porque yo estaba acostumbrada a reprimir mis manifestaciones por la proximidad con los chicos. Por un momento, Lorenzo detuvo el roce de la verga que aparentemente había cobrado la rigidez que la convertía en un falo y, dándome vuelta boca abajo como una simple muñeca de trapo, me tomó por los brazos mientras cruzaba las muñecas a mis espaldas, apresándolas entre los dedos de una mano para elevarlas en una dolorosa palanca, haciendo que mi torso se mantuviera contra el colchón alzando la grupa si es que quería evitar la dislocación.
Yo tenía conciencia de que mi sueño loco de ser violada y que sólo confesara a mi marido en nuestras elucubraciones de la más secreta intimidad, se estaba haciendo realidad y, sin embargo, algo me decía que debería rechazarlo pero el sufrimiento sólo me hizo balbucir palabras suplicantes mezcladas con gemidos angustiosos que, de pronto, se transformaron en un ronco bramido cuando sentí apoyarse en la boca de la vagina la carnosidad de un glande que, de manera violenta e inmisericorde penetraba al sexo precediendo al falo, enorme, hasta que la peluda pelvis masculina se estrelló contra él.
Aquella verga poseía una rara consistencia, un calor especial y un largo y grosor que la hacían única. Insólitamente, gozando con el doloroso estropicio que el tamaño desusado del falo producía en mis carnes desgarrando y lacerando los tejidos, cuando él lo extrajo totalmente para observar la dilatación que alcanzara mi traqueteada vagina, exhalé un ruidoso suspiro de alivio que se transformó en sordo quejido cuando Lorenzo volvió a penetrarme aun con mayor violencia.
El hallazgo de que mis fantasías estaban cumpliéndose con creces y el novio de mi amiga sería el ejecutor de lo que prometía llevarme a las más desconocidas regiones del placer, me hicieron menear provocativamente las caderas. Disfrutaba de esa bestial penetración en la que él retiraba el miembro y esperando la contracción de los esfínteres vaginales, lo introducía nuevamente con virulencia hasta sentirlo lastimando el cuello uterino. Complacida por tanta brusquedad, ahora era yo quien acomodaba las piernas abiertas para tener mayor sustento y mis ancas mantenían una provocativa oscilación al tiempo que manifestaba en susurrados gemidos el goce que estaba obteniendo.
Mi marido me había acostumbrado a mantener una misma posición por largo rato y sólo cuando el cansancio muscular lo hacía necesario, cambiábamos a una nueva, más placentera o cómoda. Además de la brusquedad con que me trataba, a Lorenzo parecía gustarle alternar las cosas y luego de una serie de diez o doce remezones del ariete que me hicieron estallar en ayes dolorosamente gozosos con soeces afirmaciones sobre que así deseaba ser poseída, al retirar el príapo de la vagina volvió a apoyarlo pero esta vez sobre los fruncidos esfínteres anales y allí, poniendo todo el peso de su cuerpo, fue introduciéndolo en el recto.
Siempre reprimida en mis expresiones, me había acostumbrado a no hacer exageradas demostraciones vocales de mi satisfacción ni del dolor, pero en ese momento, incontenible, estentóreo y estridente, el grito estalló en el cuarto para luego ir disminuyendo su intensidad hasta convertirse en un apagado murmullo de satisfacción. A pesar de mi edad y los años de matrimonio, siempre había aceptado remisa las sodomías de Arturo El dolor era tan hondo como jamás lo imaginara y mis esfínteres se cerraban contra la barra de carne al tiempo que experimentaba la misma sensación de estar evacuando un excremento gigantesco. Soltando mis muñecas, Lorenzo me aferró por las caderas e inició un lento vaivén que me complacía por la sensación inédita de tener semejante portento transitando mis entrañas. Apoyando las manos en las sábanas y elevando un poco el torso, me di impulso para que el cuerpo se hamacara yendo al encuentro de la verga.
Entre muecas doloridas y amplias sonrisas de goce en medio de arroyuelos de lágrimas, mis sollozos contrastaban con los intensos cosquilleos que brotaban en los sitios más insólitos de mi cuerpo pero, el conjunto me resultaba tan enormemente placentero que, cuando él repitió la maniobra anterior para observar la pulsante caverna blancuzca de la tripa socavada, yo misma comencé a alentarlo para que no se demorara en volver a penetrarme por el ano.
Ese era precisamente el tratamiento que imaginara en mis fantasías y no justamente por falta de sexo, sino porque todas mis relaciones, aun las más extremas, habían sido desarrolladas en un ámbito de amor y respeto donde el deseo de hacer daño estuvo ausente. Por el contrario, aquel hombre no me guardaba el menor respeto.
Exaltado sexualmente, pero con la frialdad de un sicario, extrayendo la verga y tomando una de mis piernas, la colocó encogida en la cama para que esa apertura facilitara la exposición de la zona genital e introduciendo progresivamente los cuatro dedos de su mano en la vagina, fue dándoles un movimiento de vaivén al tiempo que el brazo giraba aleatoriamente en un sentido y otro. Yo estaba totalmente falta de control y mi único deseo era llegar a ese orgasmo que destrozaba con sus garras no sólo mis entrañas sino también los riñones y nuca, allí donde se ubica aquella glándula que comanda todas nuestras reacciones químicas.
Instintivamente y necesitada de ese estímulo que complementara la bestialmente gozosa penetración, mandé una de mis manos a estregar en recios círculos al clítoris empapado por los fluidos que rezumaba la vagina y, al verme tan voluntariosa, él retiró la mano del sexo y luego de incitarme para que introduzca mis propios dedos en la vagina, hizo que el ano todavía dilatado, recibiera complacido la penetración de tres dedos ahusados.
La sensación me era tremendamente placentera y, apoyando mi frente transpirada sobre las sábanas húmedas mientras daba suelta a mi verba más procaz para incitar groseramente al hombre a que me hiciera acabar, sometí mi propio sexo a una carnicería que sólo se detuvo al sentir la explosión del orgasmo y los tibios líquidos vaginales escurriendo a través de mis dedos.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!