BARQUITO 6
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Como he dicho, Gladys tomaba las relaciones sexuales como un deporte y en cuanto a Lorenzo, aparte de darse aquel primer gusto para satisfacerse, satisfaciendo a su novia, no se puso pesado. Tampoco había demasiadas ocasiones en que hacerlo y con Gladys era más fácil, pero con él era preciso establecer un día y horario y eso me disgustaba porque me parecía entregarme como una puta necesitada.
También, el trabajo de Arturo fue haciéndose más normal y reiniciamos nuestras relaciones con el mismo ímpetu de antes y mi consecuente satisfacción. Con Gladys compartíamos especialmente la cautivante atracción del recíproco sexo oral y para eso no teníamos inconvenientes, ya que era posible hacerlo en el baño, al borde la cama y hasta en una silla en el comedor diario.
De esa manera, transcurrieron dos años en que todos calmamos nuestras ansiedades y en ese tiempo, con mi marido decidimos dejar de alquilar en la ciudad y construir algo propio; a dieciocho kilómetros del centro, encontramos una nueva urbanización ya arbolada y en menos de un año edificamos la primera etapa de una casa bastante más grande de la que vivíamos y la mudanza Funes fue el hito bisagra en nosotros, aquello que nos colmó de placeres y ventura.
Con las nenas ya en un colegio de monjas del pueblo y después de los trabajos cotidianos de la casa, comprobé que, ya sin las obligaciones del telecontrol, me sobraba un tiempo que no conseguía ocupar; largas jornadas para pasarlas en soledad pero esta libertad a mí me pareció fantástica. Por primera vez estaba tan sola y sin nadie que me dijera qué o cómo hacer las cosas, si es que quería o no hacerlas.
Tanto dormitar y leer, terminó por aburrirme y pensé en dedicarme a la jardinería pero caí en la cuenta que no sabía ni cómo cortar el pasto. Fumando como un sapo, la pasaba tendida en una reposera aprovechando los calores del verano. Aislada por la espesa arboleda y el cerco de ligustrina, la impunidad se hizo carne en mí y dejé que mis manos volvieran a sus antiguos recorridos placenteros por mi cuerpo, comprobando que nadie me conocía tan bien como yo misma.
Tomándolo casi como una prueba de mi propia eficiencia, decidí explorar meticulosamente por zonas, comenzando por los pechos. A los veintiséis años y con dos hijas a los que diera de mamar casi hasta los dos años, ya nada quedaba de aquellas medias naranjas de años atrás. Dos gruesos conos se alzaban en su lugar, sólidos, fuertes y pesados, que apenas caían en una comba casi perfecta que los mantenía erguidos y desafiantes sin necesidad de corpiño.
Lo verdaderamente espectacular y que me enorgullecía, eran las aureolas; los embarazos las habían hecho crecer desmesuradamente tornándolas de un marrón oscuro casi violeta, cubriéndolas de arenosos gránulos pero conservando aquella vieja virtud por la cual, al excitarme, abultaban como otro pequeño seno. Coronándolas, los pezones largos y gruesos, se habían ensanchado y en la punta conservaban los diminutos agujeros por donde manara la leche.
Como reconociendo los dedos, se endurecieron apenas los sobé un poco y cuando inicié una serie de caricias circulares estrujando en cada una un poco más, su carne trémula se estremeció e instaló el escozor en los riñones. Probando mi propia resistencia, crucé los brazos para envolver mejor a cada uno y fui clavando los dedos, amasándolos furiosamente e insistiendo aunque el dolor me hacía trepidar, ignorando los gemidos que me llevaban a insultar y maldecir.
Cortas y afiladas, las uñas rascaron los gránulos de las aureolas y marcaron la piel con rojos surcos que me causaban un placer incalculable. Lloriqueando como una nena, envolví los pezones entre pulgares e índices y, lentamente, fui retorciéndolos como me hicieran en los partos para que pujara. Con los pies clavados sobre el pasto a cada lado del asiento, me alzaba en un arco angustioso apoyada sólo en mis hombros y simulando un inexistente coito mi pelvis se sacudía espasmódicamente al estímulo de las uñas que se clavaban furiosamente en los pezones hasta que estallé en un agudo grito de agonía, sintiendo como por el sexo escurría la suave marea del orgasmo.
Paralizada en esa posición y con los jugos lechosos de la eyaculación drenando por la hendidura, estaba en la cima de la excitación pero la satisfacción aun no me había alcanzado, no había obtenido el orgasmo. Ladeando de costado el cuerpo, las manos bajaron a mi sexo, una hacia adelante y la otra por detrás. La derecha se enseñoreó sin más del abundante manojo de pliegues debajo del clítoris y fue separándolos en un movimiento circular hacia los costados y a su conjuro, me fui relajando.
La izquierda se escurrió a lo largo de la raja que separa las nalgas empapándose en los fluidos vaginales y cuando llegó a la apertura de aquella, excitó fuertemente las carnosidades que la rodeaban, comenzando a penetrar suavemente en su interior. Los dedos la recorrían escarbando entre las espesas mucosas que la colmaban y las uñas dejaron rastros ardientes con sus filos.
Ahogándome con mi propia saliva, sacudía desesperadamente la cabeza sintiendo como una mano recorría impiadosamente todo el interior de la vulva y la otra me llevaba a la alienación. Tomando impulso, mis caderas se alzaron hasta lo imposible y luego de un instante de tensión, me desplomé sobre la dura colchoneta como buscando a la verga inexistente que me penetrara.
Agotada por la intensidad del ejercicio, me di vuelta arrodillándome sobre la reposera, clavé la frente en la cabecera acolchada y continué sometiéndome a la deliciosa tortura de mis manos. Tres dedos rebuscaban en el interior de la vagina y yo sabía que cuando encontraran esa casi imperceptible callosidad que era el famoso punto G, la intensidad del goce me dejaría sin aliento, como efectivamente sucedió. Su contacto era tan delicioso y llevaba tantas descargas agradables a mis terminales nerviosas que, lentamente, comencé a sollozar mientras mi pecho se sacudía por la alegría que hacía aflorar temblorosas sonrisas en mi rostro.
Obtenido el ritmo, comencé a hamacarme con las dos manos jugueteando en mis carnes y aunque los músculos interiores se contraían y dilataban alrededor de los dedos, no conseguía llegar hasta la meta placentera del orgasmo total. Alentándome y dándome coraje, mis uñas se clavaron en el clítoris que, duro y enhiesto, soportaba la sañuda agresión y entonces, en un rincón lejano de mi mente comenzó a bullir el insoportable escozor que pronto se instalaría en mis riñones y en la vejiga, aquella sensación delirantemente hermosa de querer orinar y no poder.
Acezando, con la boca abierta y en medio de roncos bramidos, dejé que la mano abandonara el sexo y se deslizara hasta los ya dilatados esfínteres del ano mientras la otra la reemplazaba en la vagina. Trazando círculos sobre el pastiche de sudor y flujo, dos dedos decididos se enfrentaron a la fruncida apertura y presionando firmemente fueron penetrando al interior del recto, iniciando un lento entrar y salir que desencadenó a los canes furiosos que comenzaron arrastrar los músculos hacia la lava hirviente del sexo sin piedad alguna y, cuando creía que la tensión muscular y la angustiosa espera conseguirían llevarme a la paralización, una explosión liberadora rompió los diques de la exaltación y en medio de convulsivas contracciones, mi sexo expulsó entre los dedos el alivio a tanta necesidad.
Después de muchos años de sexo intenso en los cuales no había tenido que volver a recurrir a la masturbación, ahora me daba cuenta de que ese ejercicio conseguía que diera rienda suelta al placer de zonas que me estaban vedadas de otra manera.
Redescubierta la bienhechora tarea de reconocerme cada día un poco más profundamente, mi calidad sensorial también fue desarrollando el goce hasta el punto que se me hacía imprescindible, llevándolo a una cotidianeidad que no entraba en ninguna rutina y que, por el contrario, me permitía disfrutar más relajada y consciente del sexo con mi marido.
Con una extraña mezcla de alegría y temor, después de mucho tiempo sentía renacer aquel particular desdoblamiento de mí personalidad, aquella misteriosa posesión que me mostraba a todo el mundo como la encarnación de la mujer perfecta, recatada y hasta un poco pacata, madre amantísima y esposa fiel, pero que en lo privado de su intimidad se revelaba en la más lasciva, libidinosa, maligna y cruel mujer, capaz de gozar con aquello que a otras aterraría, haciendo del dolor una fuente inagotable de delectación y goce.
Esas pérdidas de la razón constituían el mayor grado de mi enajenación demente, aquella que te pinta ante los demás como no sos para dejarte en libertad de cometer las mayores atrocidades en la impunidad de un cuarto. Y sin embargo, era como recibir la visita de una vieja amiga, de aquellas que te cobijan con amor y te apañan a pesar de lo malo que pudieras hacer. Confortada por su presencia, dejé que el tiempo fuera dictando los ciclos en que se desarrollaría.
Por de pronto, debieron desaparecer mis locas masturbaciones ya que mi marido había contratado un jardinero para hacerse cargo del parque y los arbustos florales que rodeaban la casa. Molesta con esa presencia que me coartaba la libertad sin límites que hasta el momento había tenido, cuando me cansaba de estar tendida al sol paseaba impaciente por el jardín en evidente manifestación de cuanto me molestaba.
En realidad, el pobre hombre no tenía la culpa de mis desviaciones solitarias y sólo cumplía con su trabajo, que por otra parte era efectivo, habida cuenta como en pocos días el jardín se poblara de canteros y macizos con variedad de nuevas flores.
Contenta por ese nuevo aspecto, decidí compensarlo de mí enfurruñada indiferencia y le llevé una jarra con limonada fresca. Al tratarlo, caí en la cuenta de lo idiota y prejuiciosa que podía llegar a ser, ya que, en mi afán por ser amable, lo felicité por su trabajo y él me contestó con burlona ironía que, si su profesión no lo habilitaba para diseñar un simple jardín, los que le habían dado el título de arquitecto realmente estaban locos.
Rabiosa por mi falta de tacto, no sabía como pedirle disculpas pero él me consoló diciendo que yo no tenía por qué saberlo y que, como su especialidad era el paisajismo, lo hacía con toda naturalidad y eficiencia mientras esperaba que se resolvieran algunos temas financieros que lo habían alejado del estudio en el que trabajaba.
Cuando volví a mi sitio en la reposera y escudada tras los lentes ahumados, fui observándolo con mayor atención y me di cuenta que era más joven de lo pensado, no demasiado alto pero fuerte y musculoso. Su rostro no resultaba particularmente agraciado pero tenía simpatía y era muy educado.
Con el pretexto de devolverme la jarra, se acercó a la reposera y viendo los libros que tenía a mi lado, se acuclilló para enfrascarnos en una animada conversación sobre literatura y, de los recientes best-seller, pasamos a nuestros gustos literarios en general y a los clásicos en particular.
Cercano el mediodía, él se alejó para seguir trabajando y yo, tras sacar unos sándwiches de la heladera, los comí a la sombra de un robusto paraíso mientras lo observaba trabajar y allá, en el fondo de su antro, un mefisto melancólico y desolado empezó a refunfuñar vilezas licenciosas a mis oídos.
Tratando de ignorar su sonsonete lúbrico y obsceno, mi incontinencia no satisfecha se potenció y me encontré evaluando como sería a la hora del sexo, si amable y educado o sólo un hombre más, carnal y primitivo, preguntándome curiosa a cuál preferiría. Viendo que mis pensamientos me estaban llevando por un rumbo que aun no estaba dispuesta a recorrer, terminé de comer profundamente turbada y llevé las cosas a la cocina.
Estaba terminando de guardar los utensilios en las alacenas, cuando un discreto golpeteo en la puerta me sobresaltó; desde afuera, él me preguntaba si es que yo podría prepararle otra jarra de limonada. Invitándolo a pasar a la frescura de la cocina pero a los tropezones, aturdida por mi propia confusión, reaccioné como una chiquilina y me apresuré torpemente a exprimir los limones, buscar el hielo y batir con una larga cuchara de madera el refresco.
Más que escucharlo, lo percibí; era como si la fuerza de su cuerpo se manifestara palpablemente, desplazando el aire a su paso y un magnetismo especial lo precediera. Inmovilizada, con todos los músculos en tensión y aferrada al borde de la mesada esperé tensa el momento que finalmente llegó. Rozando apenas mis hombros con sus manos, me devolvió instantáneamente la movilidad por el impacto eléctrico de su contacto. Estremeciéndome hasta los pies, un gemido-suspiro escapó ruidosamente de mi boca y, bajando la cabeza, esperé la embestida con los ojos cerrados.
Aparentemente, él se había quitado el amplio “carpintero” y, estrechándome por la cintura hundió la boca en mi nuca al tiempo que sentía toda la fortaleza de su cuerpo desnudo contra el mío y la dureza creciente del miembro sobre las nalgas. Envalentonado por mi falta de resistencia, dejó que las manos recorrieran a su antojo todo el cuerpo deslizándose debajo de los pequeños trozos de tela que era el corpiño de la bikini y hundiéndose tras los elásticos de la bombacha. Los dedos se mostraban inquisitivos esmerándose en mis grandes aureolas, sorprendidos quizás por mis desproporcionados pezones o patinando sobre el ya mondo y abultado Monte de Venus antes de recorrer acariciantes los labios de la vulva.
Bramando de excitación e inclinando mi cuerpo invitadoramente, me aferré a las canillas. El me desprendió del corpiño dejando que los senos cayeran bamboleantes y acuclillándose bajó la bombacha hasta las rodillas, dejando que su boca se dedicara a recorrer con intensos chupones la hendidura empapada de transpiración y, cuando llegó al sexo, fue acariciando con sus dedos el interior de la vulva estregando apretadamente al clítoris y la lengua se dedicó a tremolar en el agujero de la vagina, extrayendo y lamiendo sus jugos olorosos.
Abriendo perentoria las piernas flexionadas e impulsando mi cuerpo, favorecí el exquisito trabajo que hacía en mi sexo hasta que él me dio vuelta para sentarme sobre la mesada con la espalda apoyada en los azulejos, dedicándose a manosear y chupar mis pechos. Yo apretaba su cabeza contra ellos pidiéndole en susurros que me hiciera doler, a lo que él respondió aumentando la intensidad de los chupones que dejaban círculos rojizos alrededor de las aureolas. Clavando los dedos fieramente en los músculos del seno, comenzó a retorcer los pezones con verdadera saña y cuando, falta de aire por los angustiosos gemidos con que me ahogaba sacudiéndome en estertorosas contracciones, comenzó a hundir sus fuertes dientes en las inflamadas mamas, provocando que yo estallara en estridentes grititos de dolorido placer.
Bajando por el vientre pero sin dejar de estrujar los senos como si quisiera arrancarlos, su cabeza llegó hasta el sexo y los gruesos labios se adueñaron de él. Apretándolo contra la boca y sacudiendo la cabeza, consiguió separar los labios de la vulva y entonces, junto a la lengua áspera y grande, se dedicaron a lamer y succionar todos y cada uno de los pliegues del interior. Atrapándolos entre ellos, tiraba fieramente hacia fuera al ardiente manojo de pliegues y hallando al clítoris ya en posición de batalla, lo castigaron duramente y al tiempo que lo chupaban, los dientes se hincaron en él con un enloquecedor mordisqueo incruento.
En medio de una calmosa paz interna y contrastando con la violencia de la posesión, sentía que ríos cálidos y bienhechores recorrían mi cuerpo para confluir hacia el vientre y desde allí, escurrían por él en gloriosa riada, manando abundantes en la boca ansiosa. Al comprobar que yo había acabado y sin embargo aun seguía en la cresta de la ola de mi excitación, parándose, alzó mis piernas e introdujo la verga en el sexo sin ninguna contemplación.
La violencia del acto me hizo abrir los ojos desorbitadamente y, falta de aire por las ansiosas aspiraciones, sentía como el falo sabiamente manejado desgarraba los tejidos de la vagina por la contundencia con que él lo hacía raspar contra las paredes. Por fin volvía a sentir en mi sexo una verga distinta a la de mi marido que me hacía alcanzar niveles de altísimo goce por la forma en que me penetraba.
Con las piernas envolviendo su cintura, la espalda apoyada en los azulejos y mis manos aferradas al borde, me daba impulso para ir a su encuentro y sentir como el miembro se estrellaba contra lo más profundo de mis entrañas. Luego de un rato de esta conmocionante penetración, salió de mí y poniéndome de pie, me hizo dar vuelta y con las manos apoyadas en la mesada me penetró desde atrás.
Con las piernas temblequeantes por el esfuerzo anterior, me incliné para dejar que el torso se apoyara en el mármol y con la grupa alzada, recibí la poderosa arremetida con verdadero placer, sintiendo como él guiaba con la mano al falo para que raspara el interior desde distintos ángulos. Envuelta en una nueva espiral ascendente de excitación, hamacando mi cuerpo y acompasándolo al ritmo que él le imprimía en un impresionante bamboleo de sus caderas, me fui dejando llevar por la pasión y, en tanto que le rogaba me hiciera alcanzar el orgasmo, lo instaba a penetrarme más profundamente, con mayor fuerza y vigor.
Rotos los diques internos, la marejada se escurrió hacia el sexo y mientras experimentaba aquella sensación angustiante en mi vejiga, apoyó la verga contra los esfínteres del ano que pulsaban expectantes y la hundió en toda su dimensión. El dolor fue tan intenso que mi cabeza golpeó sobre el mármol y un grito desesperado, mezcla de dolor, rabia, placer y goce, me hizo estallar en roncas maldiciones al tiempo que lo bendecía por llevarme a esa dimensión del placer.
Aquel verano fue espectacular y, aunque debíamos hacer malabares tratando de combinar las ausencias y presencias de la familia en la casa, siempre nos dábamos un tiempo, a veces tan sólo momentos para encontrarnos con el goce. Pero, como todas las cosas, lo bueno se acabó. El recuperó su puesto en aquella sociedad y, aunque volvimos a vernos ocasionalmente, ya no fue lo mismo y nos fuimos dejando como un buen recuerdo.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!