BARQUITO 7
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Como era costumbre después de esos años de matrimonio, con mi marido manteníamos el sexo habitual sin fisuras, sin cuestionarnos mutuamente alguna merma en nuestro entusiasmo o algún exceso de vehemencia descontrolada. Las cosas se daban como se daban y estaba bien. O por lo menos lo estuvieron hasta que la soledad invernal puso nuevamente en marcha el mecanismo perverso de mi imaginación y comencé a fantasear con otros placeres o en nuevas y distintas formas de lograrlos.
Cierta noche en que estábamos solos, como lo hacía habitualmente me sinceré con él y así como supo y hasta alentó de mis relaciones con Edith, Gladys, Lorenzo y aun las del jardinero, le fui explicando cómo en mi cuerpo y en mi mente, aquellas viejas ansias por probarlo y conocerlo todo comenzaban a obsesionarme y, aunque teníamos un sexo más que satisfactorio en el que existieron momentos en que habíamos transpuesto los límites de lo prudente, nunca habíamos recurrido más que a lo que nuestros propios cuerpos nos entregaban y pensando lo que hiciera Susana, mis fantasías exigían el uso de cosas físicas que excedieran el formalismo de la anatomía.
El comprendió rápidamente la idea y buscando su cámara Polaroid – lo último en aquellos años -, me hizo desnudar y colocándome en poses extravagantemente lascivas, sacó varios rollos en los que se me veía exhibiendo el sexo abierto como una mariposa con los dedos, agrediendo al clítoris con mis uñas, metiendo hasta tres dedos dentro de la vagina y el ano o masturbándome con ambas manos.
El verme desnuda por primera vez y realizando actos dignos de la revista Playboy, me excitó de tal manera que le pedí que en ese mismo momento me penetrara con algún objeto fálico al tiempo que me sacaba fotos y, cuando estuviera a punto me penetrara con su verga. Entonces, él hizo eso y mucho, pero mucho más.
Tan entusiasmado como yo por ese juego sexual casi perverso, buscó en el living un juego de velas de adorno que había comprado dos semanas antes casi como un acto fallido del inconsciente. Estas cinco velas, levemente ovales, poseían un filo helicoidal en forma de tornillo e iban desde una delgada y larga de treinta y cinco centímetros por tres de grueso, hasta una de quince por seis de grosor.
El untó mi vagina con una capa de vaselina y comenzó usando con prudencia la más delgada. Ese objeto extraño, más duro y rígido que cualquier verga, comenzó a deslizarse por mi canal vaginal y el leve movimiento de torsión que le imprimía, hacía que su aguda cresta trazara surcos ardientes en la carne y a medida que penetraba más, fue variando el ángulo de la agresión, lo que sumado a la ondulación instintiva que yo le daba a las caderas la hizo enloquecedora.
Extasiada por esta nueva forma del goce, sometí mis senos a la acción de estrujar, retorcer y fustigar a las aureolas y pezones, hiriéndolos con el filo de las uñas y, cuando desde mis riñones llegó el reclamo de miríadas de cosquillas tumultuosas, una mano solícita acudió al sexo y estregando con irritante premura al clítoris comencé a rezumar los cálidos jugos de mi alivio.
Enajenado por el doloroso placer que me daba y la respuesta insólita que encontraba en mí, él manejaba alternativamente la cámara extrayendo las fotos para volver a penetrarme como un taladro pero esa vez con otra vela que excedía los veinticinco centímetros con un grosor de cinco. Nunca algo de esa dimensión había habitado tan placenteramente mi vagina y sin dejar que la sacara, revolviéndome, me puse de rodillas y le supliqué que me penetrara así. Hamacándome sobre brazos y piernas, conseguía que el falo se estrellara contra el cuello uterino lastimando mis carnes a pesar de su tersura y, con ese dolor, mi histérica necesidad de satisfacción iba llegando a su cúspide.
Codiciosa, mi mano trémula se dedicó a macerar al clítoris y en ese momento, él me hizo alcanzar una felicidad desconocida, introduciendo la primera vela en mi ano y la profundidad del recto. Los dos cirios se entrechocaban en las entrañas separados solamente por un delgado tejido membranoso y el dolor-goce era tan perfecto que yo sollozaba por el sufrimiento y las maravillosas sensaciones que despertaban en lo más hondo de mi ser.
Aullando como una perra, cubierta de sudor y las babas que de mi boca escurriendo a lo largo del cuello para gotear hasta los senos, agotada, exhausta y agobiada por la tremenda explosión arrebatadora del placer, me derrumbé en la cama para hundirme en una lánguida sensación de vacío mientras le rogaba broncamente que continuara, dándome muchísimo más.
El ser demoníaco que me habitaba parecía haber trasmutado a mi marido quien, absolutamente enajenado, me dejó tendida sobre las sábanas húmedas mientras trataba de recuperar el aliento y reponerme de las excoriaciones que sentía latir dentro de mí, al tiempo que excitaba aun más mi concupiscencia en la contemplación de mí misma en tan depravados actos.
Yendo a la cocina, Arturo vació una botella de Coca-Cola y, llenándola con agua caliente, la cerró con un corcho que cortó al ras. Lo vi llegar y al verla, comprendí su alegría ante la feliz idea. Untando cuidadosamente la primera mitad de la botella con vaselina sólida y haciéndome encoger las piernas casi hasta los pechos, embocó el cuello en la vagina.
Ejecutando un lento, suave, corto y continuo vaivén, como si fuera un pistón ralentado, fue introduciendo el delgado cuello y a medida que este engrosaba, se revelaban sus características formas curvas. La botella de ese entonces era de vidrio, mucho más gruesa que la actual y notable la diferencia que existía entre las partes anchas y las angostas.
Cuando penetró casi hasta la mitad, su volumen se me fue haciendo insoportable y, encogiendo aun más mis piernas sujetándolas desde las corvas con las manos, contribuí a que lo más difícil sucediera. Dilatado hasta lo imposible como en un parto inverso, el esfínter vaginal pareció romperse y un sufrimiento indecible se instaló en mi garganta. Cuando jadeando, iba a iniciar una débil protesta para que la sacara, la parte más delgada me pareció un oasis y me relajé, sólo para esperar con ansia temerosa que él llevara la botella hasta el final, donde volvía a ensancharse.
Con lentitud de artesano, hacía que la botella transmitiera todo el calor de su contenido a las carnes inflamadas, se deslizara suavemente en toda su extensión y con su asimetría, me llevara del aullido a la risa y del gemido al sollozo, sintiendo un placer jamás experimentado. Hamacando mi cuerpo, encontré el ritmo y en una contradanza sublime, estuvimos largo rato en esa cópula inédita hasta que sentí como si el mundo comenzara a derrumbarse en mi interior y, anunciándole la llegada del orgasmo, incrementé mi oscilar mientras azotaba histéricamente con mis puños las sábanas de la cama.
Haciendo girar la botella, él acompañaba mis reacciones. Mojando dos dedos en la espesa mucosa que brotaba expelida por la botella de la vagina, los fue introduciendo en el ano y, en medio de lastimeros gemidos de dolor y verdaderos aullidos de alegría, una niebla rojiza me embotó los sentidos y me desvanecí.
Los próximos meses se convirtieron en una época dorada, ya que él había tomado muy en serio su papel de realizador de fantasías para mí y se esforzaba por complacerme. Poniendo su imaginación a trabajar, todas las semanas me sorprendía con alguna ocurrencia cuyas imágenes registrábamos con la cámara para solazarnos luego con esas imágenes de desmesurada lascivia que retroalimentaban nuestro deseo.
A los cirios y las botellas fuimos sumando pepinos especialmente grandes que yo elegía cuidadosamente en el supermercado por la profusión de sus excrecencias y todo un surtido de embutidos que me habían alucinado con sólo verlos, desde pequeños salamines hasta espeluznantes longanizas y otros que se adaptaban perfectamente al cometido que le dábamos. Yo no podía creer la adaptabilidad de mi sexo amoldándose a cualquier objeto que él quisiera introducir y, además, obteniendo tan intenso placer en ello.
Las dobles penetraciones más que en un hábito fueron convirtiéndose en una adicción mía. Astutamente, él había procurado condicionarme por medio de la sodomización que si bien antes la aceptaba como complemento a una noche especial, no me había desvelado especialmente.
En una de esas noches de encumbrada excitación por mi parte en la que le rogaba insistentemente que me rompiera toda conduciéndome a la más excelsa expresión del goce, él colocó un preservativo sobre un grueso salame y untándolo con vaselina, fue tentando por encima de la negrura anal. Como de costumbre, el fruncido haz de tejidos se contrajo instintivamente, pero la suave perseverante reiteración hizo que fueran distendiéndose paulatinamente.
Las penetraciones anales siempre me habían resultado ingratas en sus comienzos, aunque su culminación me hiciera alcanzar luego algunos de mis mejores orgasmos. Sin embargo, la tierna incitación a los esfínteres que ejecutaba mi marido me estaba conduciendo a un estado de expectante afán por ser sodomizada.
En mi vientre estallaban deliciosas explosiones de placer que rápidamente se extendían por todo el cuerpo y fue entonces que proclamé mi necesidad de ser satisfecha. Lentamente, la punta redondeada del embutido se introdujo avasallando los esfínteres y ante mi asombrada sorpresa, fue deslizándose en el recto sin el menor vestigio de dolor. Desde la inicial picazón similar a la de las ganas de defecar, el paso del curvo salame fue llevándome a los picos más altos del placer y cuando él inició el característico ir y venir de una sodomíaa, no pude evitar las más groseras expresiones de mi satisfacción.
Luego de unos momentos en los que yo manifestaba mi perverso goce estrujando reciamente las sábanas entre mis dedos, él sacó el consolador de la tripa para ponerlo entre mis dedos y, al tiempo en que me ordenaba que penetrara con él la vagina, introdujo toda la vigorosa contundencia de su verga en el ano.
La sequedad y reciedumbre del falo contrastaba con la tersura del preservativo que recubría al embutido y esta vez sí, el dolor trepó por mi columna vertebral para estallar en la nuca haciéndome romper en un convulsivo sollozo de sufrimiento. Alentado tal vez por esa situación en una mujer de mi edad y experiencia, mi esposo redobló la violencia de la sodomización al tiempo que me alentaba a someterme a mí misma.
El tránsito del miembro comenzó a serme placentero y entonces, haciendo resbalar la punta del embutido por sobre los labios de la vulva, alcancé la entrada a la vagina para luego ir penetrándola cuidadosamente. Con desconcertada admiración, comprobé que hacer aquello me satisfacía tanto como cuando él lo hacía, especialmente porque sentía la presencia del falo separado tan sólo por el espesor de la tripa y el conducto vaginal.
Proclamando a voz en sordina mi satisfacción por lo que hacíamos e incitándolo a penetrarme aun más y mejor, llevé mi mano a manejar con tal maestría al consolador, que a poco me estremecía por las convulsiones de mi vientre y en tanto recibía en el recto la descarga espermática de él, mi mano era receptáculo de los abundantes jugos del orgasmo.
Boca abajo, boca arriba, de costado e incluso de parados, practicamos todas las posiciones posibles para una doble penetración e inclusive él me adoctrinó para que mientras me sometía por el sexo, yo misma me sodomizara en insólitas posiciones, incrementando progresivamente el largo y grosor de los embutidos, cosas con las que luego me gratificaba observando más tarde las fotos que él tomaba
Noches enteras de orgiástica demencia, me introducían a la espiral interminable del goce más satánico, inmolando mis propias carnes en la obtención sin pausa del goce. Durante el día, me pasaba horas observando con el auxilio de una lupa los mínimos detalles de aquellas fotos que registraban esas perversiones, sorprendiéndome de la autenticidad prostibularia que dejaba asomar mi rostro y en la insólita plasticidad que mi cuerpo adquiría en esas situaciones.
Aquello se estaba convirtiendo en una competencia; yo, buscando las formas más absurdas y placenteras de obtener el goce y él, solazándose sádicamente con el dolor que producía y que sabía me llevaba directamente a la satisfacción. En medio de la nebulosa de placer en que me movía, no dejé de notar que mi marido se tomaba tan en serio su tarea que había dejado de penetrarme o, por lo menos de eyacular en mí y, cuando le insistía demasiado, su máximo placer era hacerlo en el ano.
Sumergidos en este vendaval del placer, inusual en un matrimonio con más de siete años, disfrutábamos de él sin cuestionarnos el grado de depravación ni las necesidades insatisfechas del otro. Nuestra máxima alegría era encontrar o fabricar la oportunidad de estar absolutamente solos y entregarnos a la ilimitada satisfacción de acuerdo con aquel tácito pacto desde nuestra primera encamada.
En esas orgiásticas sesiones agotamos el año y con la llegada de la primavera, la desaforada actividad de mis hormonas volvió a adquirir toda la fuerza vital de la naturaleza y, en la intimidad de un pequeño patio trasero, despatarrada en una lona, recomencé el carrusel de la masturbación sólo que, más calmada por la actividad que sostenía con mi marido, solía pasarme largo rato jugueteando con mis dedos en cada rincón del sexo hasta concluir por una verdadera penetración con alguna de esos improvisados consoladores, pero ya sin la violencia con la que me auto flagelara anteriormente.
Cierta tarde especialmente bochornosa y cuando tras la húmeda expulsión de mis jugos, me regodeaba acariciando los senos con los ojos cerrados, un inesperado soplido en lavulva me hizo abrirlos y ahí estaba.
Matute, el enorme pastor alemán, olisqueaba mi entrepierna. Algo en esa mirada de soslayo con que los perros bravos paralizan a sus presas y el sordo gruñido que emitió, me convencieron de quedarme quieta y esperar. Con fuertes resoplidos del hocico recorrió mis ingles, escarbó un poco en la hendidura entre las nalgas y, topeteó curioso la hinchazón de la vulva. Aparentemente convencido de su aspecto inofensivo o por algún olor con reminiscencias primitivas, sacó su enorme lengua y lamió mi sexo, justamente allí, donde rezumaban los jugos.
Al parecer satisfecho con ese sabor, la lengua comenzó a lamer cada vez con mayor entusiasmo y el animal pareció excitarse. A pesar del miedo, no podía sustraerme a la deliciosa caricia que esa lengua desmesurada me provocaba. Abriendo lentamente las piernas, fui separando con los dedos los labios de la vulva a la vez que lo incitaba con palabras cariñosas. Por primera vez vi en sus ojos un brillo de alegre comprensión, como cuando jugaba con mi marido y sus orejas se alzaron animadas.
La lengua rugosa recorría voraz todo el óvalo del sexo y, conduciendo con prudencia sus fauces hacía el clítoris, hice que lo lamiera con intensidad. El perro parecía comprender lo que me estaba haciendo y, enardecido, comenzó a restregar el hocico contra el triángulo sensible, añadiendo al delirio ese suave raer de los dientes con que se rascan sin lastimarse.
Yo no podía contener los movimientos enloquecidos del cuerpo y mis caderas se alzaban y caían golpeando salvajemente contra la lona. Gruñendo sordamente, Matute trataba de no dejar que su boca cesara de recibir el, seguramente, sabroso néctar de mis fluidos y yo fui guiando su aguda trompa hasta la apertura de la vagina; cuando él percibió que esa era la fuente de los líquidos que lo enloquecían, la penetró con su largo y puntiagudo hocico y la lengua lamió el interior de la vagina.
Nunca, ni en mi más desbocada fantasía, hubiera imaginado obtener tal grado de placer de un animal. Alentándolo con palabras cariñosas y acariciando el suave pelo de la cabeza, conseguí que mantuviera su atención hasta que, en medio de entrecortados grititos de satisfacción, tuve un orgasmo largo y violento que se tradujo en fuertes contracciones convulsivas del vientre y la expulsión de mis abundantes mucosas que él recibió agradecido en sus fauces, entreteniéndose por un rato en abrevar y sorberlas golosamente, mientras yacía desmadejada, sollozando quedamente de felicidad
A la tarde siguiente repetí el proceso pero esta vez fui yo quien lo llamó y, acostada en el piso de la galería me le ofrecí, ya mojada por mis previas manipulaciones. El animal parecía haberse cebado y acostado boca abajo frente al sexo, arremetió contra él, introduciendo el hocico violentamente y resoplando con fuerza dentro de mí.
Tal vez por haberle perdido miedo, fui incitándolo a lamerme y chuparme y él, enardecido como si yo fuera una perra, gruñía y me lanzaba pequeños tarascones con sus filosos colmillos que llegaron a rasguñarme. Después de un largo rato en que me hizo lo mismo que la tarde anterior pero complementado con la ayuda de mis manos, acabé de forma espectacular, sólo que esta vez no me contenté con yacer esperando que el perro sorbiera todos mis jugos.
Atacada por una especie de alocada impunidad, me arrodillé junto a él y acariciándolo, lo tranquilicé con mis manos que comenzaron a merodear su panza mientras mi lengua jugueteaba con la suya en un simulacro de besos húmedos. Como al descuido, rocé la verga del animal y este respondió con un gruñido cariñoso.
Dejando de lado los últimos pruritos civilizados, lo puse boca arriba y superando el asco que anteriormente me diera verlo limpiándose, aferré la parte exterior del miembro y fui corriendo la piel hacia atrás para ver si dejaba al descubierto el falo e intensifiqué el accionar de mi mano hasta que la verga fue surgiendo llameante a la luz, roja, puntiaguda y chorreante de líquidos lubricantes.
Cuando lo observaba lamiéndose, sólo percibía la cabeza puntiaguda pero ahora al estimularla con los dedos, la vi salir como una descomunal verga que tenía poca diferencia con el de un hombre, roja, pulida y llena de venas azuladas por debajo de la piel. Incapaz de razonar, acerqué la boca y tomándola entre los labios, comencé a chuparla ansiosamente mientras acariciaba la panza y el pecho del perro que se sacudía nervioso. El demonio encerrado en mi cuerpo me hacía desear esa verga animal salvajemente. Consciente de lo aberrante y asqueroso que aquello era, esa misma saña vesánica me llevaba a encontrarlo tan placentero, despertando en lo físico y mental, primitivas sensaciones que colmaban mis codiciosas ansias de sexo atávico.
Mi lengua tremolaba nerviosamente a lo largo del falo, ya de dimensiones considerables y mis labios lo chupaban con avidez, introduciéndolo totalmente dentro de la boca hasta que un chorro impetuoso de un abundantísimo semen acuoso se derramó, ácido y picante sobre mi lengua que yo lo sorbí y tragué como el mejor licor.
Habiéndose contado a Arturo, él me felicitó por mi iniciativa porque nunca se le había ocurrido que eso pudiera gustarme y esa mi misma noche hizo entrar al animal para llevarlo a la cama y colocándole un par de medias en las manos para que no me rasguñara, haciéndome poner de rodillas fue palmeando incitante mi grupa para inducirlo a que me chupara desde atrás y, tomando sus patas delanteras, lo acercó para que me montara hasta que la verga se introdujo limpiamente en la vagina.
Ya conocía su tamaño por haberlo mamado y sabía que se aproximaba bastante a las que había tenido adentro. los músculos vaginales que yo había aprendido a manejar en mis ejercicios de parto, se apretaron encerrándola entre ellos. Matute clavó sus manos por sobre las caderas en las ingles y aferrándome como a una perra comenzó con un rápido e insistente vaivén que terminó de enajenarme.
Haciendo arco con mis brazos, me acompasé a su cópula y mientras mi cuerpo se hamacaba sintiendo como el miembro llenaba de satisfacción mi histérica necesidad, fui enardeciéndome, comenzando a gemir con roncos bramidos que contagiaron al animal que intensificó de una manera salvaje el coito e inesperadamente sentí crecer en mi interior dos esferas carneas que deduje eran donde se concentra el semen haciéndolos abotonarse con las perras y, en tanto que sus garras se asían a mis ingles, babeante de su goce animal, socavó mi sexo como hacen con las hembras hasta que en medio de gritos, lamentos y amenazadores gruñidos acabó en mí, luego de lo cual, sintiéndome a la vez abotonada e incapacitada de despegarme de él, hice que Arturo lo tranquilizara y acostándome de costado junto con el animal al que él mantenía en calma, estuvimos como veinte minutos hasta que las bolsas cedieron su tensión y nos separamos.
De ahí en más mis días fueron una delicia, ya que el animal parecía comprender cuando estábamos solos y estuviera donde estuviera, recorría mis piernas con su frió hocico para ascender por debajo de las faldas que ya usaba sin bombacha con esa intención, en busca de mi ano y vulva y, como jugueteando, fui prestándole a sus requerimientos las más curiosas posiciones para que me hiciera gozar tanto con su lengua como en esos acoples bestiales; parada y apoyada con las manos en una silla, de rodillas, acostada de lado y elevando una pierna para facilitar su penetración o en cuclillas sobre él en suave jineteada, solía terminar cada una de esas sesiones que muchas veces se repetían durante el día, con una buena mamada al falo hasta sentir en mi boca el ácido esperma que deglutía con avidez.
Verdaderamente era como si tuviera un amante siempre disponible y hasta deseaba estar sola para poder gratificarme con un sexo tan satisfactorio pero todo lo bueno siempre termina y en una de esas tardes salvajes en las que ya me exigía como a una hembra, mientras me poseía hincó sus dientes a mi espalda en hondo desgarramiento y como yo me resistiera pero sin poder gritar pensando en el escándalo, clavó sus largos colmillos en la carne hasta acabar dentro de mí pero dejándome dolorosas heridas sangrantes
Con una mezcla inédita de miedo, embarazo y vergüenza y por no poder ocultar a sus ojos los vendajes que cubrían mi cintura y parte de la espalda, tuve que confesarle a mi marido la verdad. Como era su costumbre, recibió la noticia no con indiferencia pero sí como algo esperable en mí luego de las cosas que él mismo había realizado sin tener el menor cargo de conciencia.
Tras quince días de ungüentos y cicatrizantes, solo quedaron unas pocas huellas más claras en mi piel que el tostado natural de permanecer todo el día expuestas a los rayos del sol disipó rápidamente. Yo misma no podía dar crédito a cuanto me había acostumbrado a esas sesiones de zoofilia y como ahora mis entrañas se removían inquietas ante cualquier roce y aun la ropa interior a mi sexo y senos, se podía decir que vivía en un estado de permanente calentura al que el sexo nocturno con mi marido no hacía sino exacerbar, como si fuera un aperitivo a la larga jornada en que permanecería en la más absoluta soledad, mala consejera para quien tenía una mente tan fértilmente perversa.
Lentamente y casi a regañadientes, fui concediéndome permiso para que mis manos recorrieran exploratorias mi cuerpo e, inevitablemente, volví a transitar los caminos de la masturbación. Pronto y si bien los dedos cumplían eficiente con su trabajo, se hicieron insuficientes y nuevamente recurrí al consuelo de un sucedáneo que en la práctica resultaron ser los primitivos pepinos por su variedad de excrecencias, grosor y suavidad, hundiéndome en una vorágine de placer que crecía en la misma medida que su tamaño..
Como cualquier persona normal, acompañaba esas penetraciones con imágenes de situaciones vividas anteriormente en las que predominaban las escenas lésbicas y las de ignotos hombres alo que deseaba me poseyeran. Paulatinamente, fueron ocupando mi mente aun cuando no estuviera masturbándome y casi palpablemente, sentía el regusto agridulce desconocidos espermas o imaginaba el vigor y tamaño de distintas vergas, pero cuando coloqué ex profeso el recuerdo del jardinero mientras mi marido me sodomizaba, comprendí que cuerpo y mente estaban reclamándome volver a sentir un miembro que no fuera el de Arturo.
La disyuntiva incrementaba mi estado de ansiedad casi a lo imposible y me debatía en cómo elaborar ciertos planes que me permitieran hacerlo, cuando fue mi propio marido quien, sin quererlo, me dio la oportunidad. Invitado a un congreso en Buenos Aires, aprovecharía el viaje para quedarse unos días y optimizar ciertas relaciones de negocios que a mi me parecieron una bendición
La perspectiva de cuatro días para manejarme a mi antojo, me permitieron elaborar los planes más audaces que decidí poner en práctica la misma noche en que quedé sola. Tras comprobar que los chicos dormían y todo estaba seguro, vestí una sencilla blusa con sólo tres botones en el frente y una pollera corta, lo suficientemente holgada para permitirme moverme libremente. Lógicamente, había prescindido de toda ropa interior y calzando unos mocasines de los cuales podría despenderme sin complicaciones, cerré la casa para caminar las tres cuadras que me separaban de la ruta 9.
Durante un rato, entre emocionada y temerosa, permanecí al abrigo del aromo junto al hito 318 para acostumbrarme a la oscuridad y establecer un cálculo entre el tránsito de coches particulares y camiones. Pronto me di cuenta de que los camiones pasaban en grupo, aun sin pertenecer a la misma empresa y que en esos intervalos, tal vez a causa de la hora, autos y camionetas eran dueños exclusivos de la ruta.
Tímidamente, fui aproximándome al borde del camino y aunque varios coches me hicieron guiños de luces y saludaron con sus bocinas mi presencia, ninguno se detuvo. Entre desilusionada y envalentonada, fui caminando a lo largo de la ruta en tanto hacía señas con mi dedo pulgar y en un momento, un largo coche se detuvo unos metros más adelante y la puerta derecha se abrió invitadoramente.
Caminando ágilmente pero sin premura, llegué junto al auto y tras comprobar que el conductor era un hombre de unos cuarenta y cinco años, le agradecí y deslizándome a su lado en el largo asiento delantero, respondí a su pregunta de hacia donde me dirigía con un enigmático “que él lo decidiera”.
Presentándose como Raúl y con cruda franqueza, me dijo que por mi aspecto no era una “rutera” y cuál era mi verdadero propósito. Yo no había especulado con que las prostitutas deberían tener aspecto de tales y mi pulcra sencillez evidenciaba mi condición de una mujer de su casa. Inventando sobre la marcha, ensayé una especie de sollozo y tras pedirle disculpas por inmiscuirlo en mis asuntos, le conté que había descubierto a mi marido metiéndome los cuernos y decidido entonces que tomaría revancha al pagarle con la misma moneda.
Tomándolo a bien y sonriendo como si se hubiera sacado la lotería, me dijo que si ese era mi deseo él no iba a dejar de cumplírmelo. Unos metros más allá, se desvió por un camino de tierra internándose en él durante cinco minutos hasta que detuvo el auto ante un grupo de grandes árboles, entre los que se internó.
Apagando el motor e iluminados solamente por las tenues luces del tablero, se acercó a mí a lo largo del asiento y en tanto me sujetaba por la nuca para acercar su boca a la mía, la otra mano trepó por el muslo por debajo de la falda hasta tomar contacto con mi sexo, gruñendo de contento al descubrir la ausencia de bombacha.
Hacía rato que yo no besaba a otro hombre y mucho menos a un desconocido total, pero la terneza de sus labios ya provocaba inquietos cosquilleos en el fondo de la vagina y en tanto instintivamente separaba las piernas para facilitarle el manoseo, él susurraba en mi oído su contento por mi decisión.
Ayudándolo, desabotoné el frente de la blusa y al ver mis senos asomar entre la tela, bajó con su lengua tremolante a lo largo del cuello, se deslizó golosa por la ladera hasta tomar contacto con la aureola y comprobando su textura, trepó hasta la cúspide para encontrarse con el pezón.
Tremolante como la de un ofidio, la lengua se agitó sobre la mama en tanto la mano se apoderaba del otro pecho para comenzar a sobarlo con una presión que fue correspondiéndose con las succiones que ahora sus labios ejecutaban al pezón. Desde siempre, cualquier cosa que hicieran con mis senos me introducía a una delirante pasión y acariciando su cabello mientras le pedía por más, dejé a la pelvis remedar los movimientos de la cópula que ya ansiaba.
Viendo mi predisposición, utilizó las dos manos para someter los pechos y en tanto alternaba los lengüetazos con furibundos chupones a la mama o la mordisqueaba suave pero firmemente, pulgar e índice sojuzgaban a la otra retorciéndola. Recostada entre el respaldar del asiento y la portezuela, me agitaba desesperadamente en tanto le reclamaba que me hiciera acabar.
Terminando de separar mis piernas, la una con el pie apoyado sobre el asiento y la otra contra el respaldo, levantó la pollera hasta la cintura y entonces su boca se escurrió sobre el bajo vientre. La lengua exploró con agitados movimientos la comba del vientre, se deslizó por el tobogán que precede al Monte de Venus y luego se entretuvo sobre el promontorio para luego bajar hasta tomar contacto con la ya erguida capucha del clítoris.
Bramando de entusiasmado deseo, le suplicaba que me hiciera una mamada total y entonces él me complació mucho más de lo esperado. Haciéndome levantar la pierna para que enganchara el pie en el tablero, se acomodó y sus índices fueron separando los labios mayores de la vulva. Acostumbrados a la semi penumbra de los instrumentos, nos veíamos claramente el uno al otro y el aspecto de mi sexo pareció entusiasmarlo. Sumando a los índices los pulgares, apartó los labios menores para dejar al descubierto la lisura del óvalo.
Allí la lengua se ensañó en esa superficie, escarbando en el meato para luego recorrer la base de los fruncidos tejidos que devenían en colgajos y trepando por arribó al hueco que formaba el capuchón. La punta pareció afinarse para rebuscar en busca de la cabecita que, aun oculta tras la membrana que la protegía abultaba con prominente pujanza. Alternando lengüetazos con el succionar de los labios, fue conduciéndome a un estado de desesperación que me hacía rogarle por acabar.
Lentamente, con cruel renuencia, fue bajando sobre los labios menores que ya hinchados semejaban una masa y que había juntado entre índice y pulgar para chupetearlos con vehementes succiones por las cuales los estiraba para luego soltarlos con violencia. Mis gemidos debían satisfacerlo, ya que, sin cesar en esa alienante práctica, fue hundiendo dos dedos a la vagina hasta que los nudillos le impidieron ir más allá.
Los dedos se deslizaron por el canal y, levemente curvados, retrocedieron para buscar en la parte anterior el bultito del punto G, que en mí se inflama hasta alcanzar el tamaño de media nuez. Sin dejar de someter con la boca a los frunces, estimuló por unos momentos más a la excrecencia para luego deslizarse adentro y afuera en delicioso remedo a un coito.
Fuera por lo extemporáneo de la situación o porque realmente estaba necesitada de un sexo como aquel, retorcí mi cuerpo aun más contra el rincón y estirando la pierna que sostenía encogida contra el tablero, alcé la pelvis al tiempo que le suplicaba me hiciera acabar de esa manera. Atendiendo a mi pedido, él agregó un dedo más a la penetración al tiempo que me ordenaba excitara al clítoris con mis manos.
La combinación de sus dedos sometiendo a la vagina con el denodado chupar de los labios y dientes en los colgajos y la actividad de mi mano restregando duramente al endurecido clítoris, consiguió llevarme al paroxismo y anunciándole a los gritos que el orgasmo estaba a punto de desatarse, sentí con agradable asombro como Raúl hundía su grueso pulgar en el ano.
Ahogándome con mis propias salivas y en tanto sollozaba de contento, sentí como si mi cuerpo se desgarrara en una explosión que arrastraba mis músculos hacia la vagina. Maldiciéndolo groseramente y mientras asentía repetidamente para que no dejara de penetrarme, experimenté la sensación de caer en un pozo caliginoso que me cortaba el aliento al tiempo que todas mis entrañas se derramaban a través de la vagina.
El siguió sometiéndome un rato más y en ese ínterin fui recuperando el aliento. Aun acezaba agitadamente, cuando percibí como él se desnudaba y sentándose estrechamente pegado a mí, dirigía mi cuerpo para que me arrodillara en el hueco delante del asiento. Recostado sobre el respaldo, abrió sus piernas para dejarme ver la amorcillada masa de su miembro mientras me pedía que se lo chupara.
Aparte de estarle agradecida por la maravillosa mamada con que me había conducido al orgasmo, yo estaba especialmente deseosa por hacerlo y acomodándome acuclillada para que la alfombra no marcara las rodillas, dejé que mis manos se entretuvieran acariciando los testículos y al pene.
Aquellos estaban encerrados en una prieta bolsa que los mantenía rígidamente apretados pero la verga colgaba tumefacta, prometiendo convertirse en un falo de imponente tamaño. Ambiciosa, mi lengua se extendió para ubicarse en la base del miembro y allí, la punta tremolante alternó con los labios en intensas chupadas mientras la mano sobaba cariñosamente al miembro.
Yo ansiaba conocer el sabor de esa verga y casi con desvergonzada gula, trepé a lo largo del fláccido tronco para abrir la boca y meterla en ella. Todavía tumescente, el pene superaba otros que yo hubiera conocido pero mi boca avezada en, fue acomodándola en su interior para iniciar una especie de maceración en la cual intervenían la lengua, las muelas y los labios colaboraban para succionarla en apretados chupones.
Progresivamente, fue convirtiéndose en un verdadero falo, alcanzando una dimensión que me hizo tener que sacarlo de la boca para, con lengua y labios, ejercer intensas succiones al glande cuyo solo tamaño hacía presumir las dimensiones del total y eso puso un atisbo de inquietud en mí, tal vez por miedo al deseo. Con todo, envolví al tronco con los dedos de las dos manos en una lenta masturbación por la que los hacía subir y bajar a todo lo largo al tiempo que se movían en sentidos encontrados.
Un rugido de euforia surgió de la garganta de Raúl quien a la vez me pedía que lo chupara más y mejor. Tan caliente como él, abrí la boca como la de una boa y metí el falo hasta que sentí un principio de arcada. Cerrando los labios a su alrededor, inicié un lento movimiento arriba y abajo de la cabeza al tiempo que dejaba a los dientes roer delicadamente las carnes del hombre hasta que este me detuvo, impidiéndome hacerlo eyacular.
Haciéndome levantar, aferrándome por el pelo me ordenó subir al asiento para penetrarme con su falo. Comprendiendo lo que quería, coloque mis pies uno a cada lado de su cuerpo y sujetándome acuclillada al respaldo, fui haciendo descender el cuerpo hasta sentir la poderosa cabeza rozando mi sexo. Dirigida por su mano, la verga restregó vigorosamente la vulva como para distender los labios, hasta que finalmente encontró el agujero vaginal y en tanto la sentía introducirse en él, hice descender erl cuerpo.
Verdaderamente, el falo era portentoso; largo y grueso como no recordaba haber sentido algo así dentro de mí y flexionando las rodillas al máximo casi golpeando contra el techo, bajé hasta sentir que el glande iba más allá del cuello uterino y mi vulva se estrellaba contra la mata enrulada del vello púbico. El dolor se correspondía con la dimensión de mí disfrute y entonces, pidiéndole que sobara mis tetas, inicié un lento subir y bajar que fue ganando paulatinamente en violencia hasta convertirse en un frenético galope. Yo sentía al falo golpetear en mi interior y eso me enardecía de tal forma que me así desesperadamente al respaldo mientras sacudía la cabeza y exhalaba en roncos bramidos mi complacencia.
Eso duró unos momentos más hasta que abandonando el macerar a los senos que saltaban, locos, Raúl me pidió que me parara para hacer lo mismo de espaldas, Aun agitada por el esfuerzo anterior, me paré mirando hacia delante y apoyando la cabeza sobre el acolchado del tablero, flexioné las piernas hasta sentir como el miembro, mojado aun por mis fluidos, entraba sin inconvenientes a la vagina empapada de mucosas. A pesar de ese exceso de lubricación, yo sentía como cada centímetro del maravilloso falo me conducía nuevamente a la más placentera y vigorosa penetración.
Inclinándome hasta que hice descansar al mentó sobre el tablero, menee las caderas de forma que en cada subida y bajada la verga rozara el interior de mi sexo desde ángulos absolutamente distintos, expresándole a voz en grito el placer que me estaba proporcionando. Ateniéndose a esos bramidos, él complementó la penetración introduciendo nuevamente su pulgar en mi ano.
Yo no podía concebir como era posible disfrutar tanto con aquel tipo de sexo y en tanto alababa sus condiciones de macho, asentía repetidamente al ritmo del coito, suplicándole que me hiciera gozar aun mucho más. Haciéndome caso, Raúl retiró la verga en una de mis subidas y, apoyándola contra los esfínteres anales, me sujetó por las caderas para forzarme a descender sin interrupción alguna.
El volumen desmesurado del falo me infligía un sufrimiento como nunca lo hiciera otra sodomía y en tanto las lágrimas surcaban mi rostro y los bramidos de placer se convertían en llanto, sentí como él iba recostándome contra su pecho, con lo que el ángulo del pene se hacía insoportable. Sin embargo, el contacto con su pecho musculoso empapado de sudor, cumplió el efecto de un sedativo; tendiendo un brazo hacia atrás, me aferré a su nuca mientras mi boca buscaba ávidamente la suya.
Independientemente, mis piernas eran flexibles resortes que me hacían menear las caderas en una especie de lasciva danza oriental permitiéndome disfrutar de la más extraordinaria sodomía que experimentara jamás y, cuando el complementó aquello con sus besos y un estrujar a mis senos, retorciendo sus pezones casi con alevosía, creí desmayar del goce y desprendiéndome del delicioso abrazo, comencé a hamacar mi cuerpo en un vaivén que me llevaba desde su pecho hasta el tablero, consiguiendo con eso la más fenomenal de las sensaciones y que él, alabando mis condiciones prostibularias, me incitara a hacerlo acabar de inmediato.
Mi propósito de degustar su semen había sido frustrado pero ahora me prometía hacer de aquello un verdadero festival; saliendo de encima suyo y volviendo a quedar entre sus piernas, tomé al rígido príapo para meterlo dentro de la boca y aquello terminó de enajenarme. A los sabores de mis jugos vaginales que aun mojaban parte del tronco, se añadían los de la tripa, acres pero intensamente excitantes y, mezclándolos con mi propia saliva, hice a la lengua macerar intensamente esas carnes en tanto que mis dientes rastrillaran duramente su superficie.
El roncaba de placer en tanto me puteaba por la rudeza del trato pero a la vez me anunciaba que estaba haciéndolo acabar y que no parara hasta conseguirlo. Contenta ante esa perspectiva, complementé a la boca con frenéticas masturbaciones de mis manos y cual Raúl ya anunciaba la inminencia de la eyaculación, hundí un dedo en su ano a la búsqueda de la próstata y pronto mi boca golosa era satisfecha por un verdadero manantial de un esperma dulce, pegajoso y con un intenso olor a almendras dulces.
Voraz y glotonamente, tragué hasta la última gota que brotaba por la uretra y con la verga aun erecta, retrepé el asiento para volver a penetrarme con ella y meneando lentamente las caderas, alcancé uno de los mejores orgasmos de los últimos tiempos. Después de un rato de descansar así abrazados, volvimos a vestirnos y, para no delatar donde realmente vivía, lo hice dejarme en la esquina.
La experiencia había sido muchísimo más placentera de que supusiera, pero también comprendí que había tenido suerte de encontrarme con un hombre tan decente como Raúl, quien, aparte de sus fantásticos atributos físicos, no abusara de mi inconsciente entrega en un lugar tan solitario como inaccesible.
Sabía que había encontrado un inagotable recurso con el que satisfacer mis angustias sexuales, pero decidí no abusar de mi suerte y aquello quedó en el recuerdo como una de mis más sublimes experiencias que atesoraría en lo más hondo de mi mente.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!