BARQUITO 8
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Eramos tan unidos sexualmente, que luego de esa circunstancia afortunada, los años de matrimonio pesaron en la pareja y seguimos manteniendo un sexo tan activo como creativo, proporcionándonos recíprocamente aquello que cada uno guardaba escondido en lo más profundo de nuestras fantasías; seguramente motivada por el recuerdo que aun mantenía de la magnífica verga de Raúl y las sensaciones y necesidades de las casi cotidianas conversaciones post-coito, tuve que confesarle que moría porque él cumpliera aquella promesa de hacerme conocer otros falos, aunque más no fuera por una vez.
Por eso fue que, cuando él me dijo que el próximo viernes preparara una cena para recibir a Gladys – que ahora trabajaba como su secretaria – y su nuevo novio, me alegré como si la visita de mi amiga significara algo trascendente en nuestras vidas.
Eran tan escasas las visitas que recibíamos, que acogí con júbilo la noticia. Llegado el día y tras terminar de acomodar la mesa redonda del comedor con los mínimos detalles de una verdadera fiesta, me hundí en la bañera y relajé el cuerpo bajo el tibio manto del agua perfumad con sales.
Sin ser celos, ya que tomábamos deportivamente nuestros circunstanciales acoples, el desconocimiento del novio de Gladys puso un raro presagio curioso en mis entrañas y un inexplicable afán de agradarle me llevó a afeitar con minuciosidad todo el cuerpo, especialmente piernas y brazos, bajo las axilas y el sexo todo, incluyendo cualquier rastro piloso en la zona anal. Antes de vestirme, perfumé apenas detrás de las orejas, el hueco entre los senos y las canaletas de la ingle, para terminar mi atuendo con una liviana solera.
Nerviosa como si estuviera esperando a alguien que pediría mi mano, me distraje arreglando un detalle floral para el centro de la mesa hasta que el sonido de la puerta me anunció su llegada. Gladys entró antes que los hombres demorados en el estacionando de los coches y su presencia amiga me trajo un poco de tranquilidad.
Después de saludarnos, nos dirigimos a la cocina donde le recriminé no haberme dicho nada sobre esa nueva relación. Mientras acomodábamos los platos de la entrada, Gladys me pidió que esperara a verlo, instalando una intriga que se dilucidaría cuando me condujo hacia donde los hombres se encontraban conversando animadamente,
Desacostumbradamente cohibida, pedí disculpas por la demora y, al levantarse el hombre de su asiento para saludarme cortésmente, me sentí tan turbada y estupefacta como nunca antes. Ciertamente, el hombre constituía todo un espectáculo y sorprendida por la inusual estatura y la brutal belleza de su cabeza leonina, queda estupefacta ante ese cuerpo que dejaba emanar una especie de magnetismo que hacía imposible ignorar la fuerte musculatura evidenciada a través de la ajustada remera y esa altura me empequeñecía, ya que ni siquiera alcanzaba sus hombros.
Sin embargo, el gigante me tranquilizó por la gentileza de sus maneras y el tono grave de la educada voz agradeciéndome la invitación al tiempo que me instaba a sentarme con ellos. Arturo se apresuró a servir cuatro vasos de whisky y, a pesar de que yo evitaba beber por la facilidad con que el alcohol se me subía a la cabeza, no quise demostrar mi falta de mundanidad. Pronto estábamos enfrascados en una alegre conversación en la que Mario se constituyó en la figura, ya que era el único desconocido del grupo.
El diálogo se prolongó durante un rato largo en el que se repitió la ronda de bebidas y fuimos conociendo algunas facetas de él, quien trabajaba como reportero gráfico freelance y había hecho varios viajes al exterior para cubrir distintos sucesos internacionales.
A su tiempo pasamos a la mesa y Arturo junto con Gladys se encargaron de servir los sucesivos platos mientras que yo me había desentendido de mi papel de anfitriona y, fascinada como una serpiente, sólo tenía mis sentidos puestos en la amena conversación del hombre.
Durante el desarrollo de la cena y absorta en la conversación, consumí sin notarlo las copas de vino que mi marido se encargaba de mantener siempre llenas. Mario acaparaba la atención de todos con sus anécdotas de viajes pero, aleccionado por Gladys, se dirigía con especial deferencia a la deslumbrada mujer que ero yo sentada junto a él.
Así fue pasando el tiempo y, a la hora, por el velo que empañaba mis ojos entrecerrados y la agudeza de mis risitas sin sentido, tuve un primer indicio de que estaba tomando de más porque me parecía flotar en una nube mientras seguía subyugada el relato que había cobrado un giro de íntima complicidad. La picardía del hombre se hacía intencionada al referirse a extrañas experiencias sexuales en Oriente, en las que la minuciosidad de ciertos detalles me hacia ruborizar como si no fuera yo pero, a su influjo, no pude evitar sentirme sexualmente excitada,
Gladys había ido retirando el servicio para, tras los postres, desaparecer en la cocina junto con Arturo y, a pesar de sentirme suspendida en un arrobado éxtasis, respondí por hábito; tratando de cumplir con mis deberes de anfitriona, me levanté tambaleante de la silla pero cuando intenté inclinarme sobre la mesa para alcanzar el centro de mesa, el mundo pareció girar a mi alrededor y, apoyándome en el tablero, bajé la cabeza con los ojos cerrados procurando recuperar el equilibrio y caí desmayadamente sobre el tablero
A pesar del mareo, no había perdido la conciencia y me di cuenta cuando Mario me alzaba en sus brazos y, dándose vuelta, me conducía al dormitorio donde me depositó en el borde de la cama e inclinando el cuerpo, comenzó a besarme rudamente en la boca.
Parecía que el exceso de alcohol había obrado positivamente en mi sexualidad y dándome cuenta del acuerdo entre Arturo y Gladys para convertir en realidad mí sueño de ser cogida por otro hombre, observé en la cara de Mario ese afán primitivamente animal por someterme y pareciendo haberme contagiado, envié mi lengua para responder sus perentorios embates.
Roncando sonoramente como dos animales en celo, nos prodigamos en besos, chupones y lamidas que sólo sirvieron para enardecerme más aun y entonces fue cuando él se dedicó a descubrir mi pecho; bajando la pechera del vestido, desabrochó el cierre delantero del corpiño para dejar expuestos mis pechos temblorosos y los dedos recios se clavaron sobre la carne para sobarla con saña cruel y luego, mientras con una mano retorcía al largo pezón, la boca grosera se hizo dueña de la teta, cubriéndola de fuertes chupones que dejaron su huella rojiza en mi piel.
Contagiada definitivamente de su afán y deseando desesperadamente que esa situación no cambiara jamás, enfurecidamente excitada, no sólo acaricié la cabeza quien me martirizaba de forma tan exquisita, sino que la empujé con suavidad hacia abajo con el deseo loco de que esa boca anidara en mi sexo.
Finalmente, el hombre accedió a ese mudo pedido que yo reforzaba con sordos jadeos en los que asentía jubilosamente y luego que él me sacara hábilmente el vestido por los pies junto con la bombacha, su boca se deslizó morosamente a lo largo del vientre succionando como ventosas de sonoros chasquidos de la piel transpirada y cuando arribó a la zona recientemente afeitada, aferré mis piernas abiertas por detrás de las rodillas, encogiéndolas hasta que las rodillas quedaron pegadas a los hombros.
Acuclillándose frente a mí, separó con los dedos los gruesos colgajos para dejar expuesta toda la magnificencia de aquel óvalo que los años y las lides dotaran de una especial sensibilidad. Súbitamente tierno, exploró con la punta engarfiada de la gruesa lengua cónica los labios mayores de la vulva, escarbó entre los arrepollados frunces de los pliegues internos y escudriñó en la blanca cabecita del clítoris escondida debajo del arrugado capuchón.
La lengua tenía una superficie suave pero su tensa rigidez recordaba la de un verdadero pene. Los pulgares que mantenían separados mis colgajos los maceraron con ruda intensidad y la lengua comenzó un recorrido serpenteante que iba tremolando desde la elástica carnosidad del clítoris hasta la misma apertura del ano, no sin antes fustigar la pequeña uretra ni dejar sin penetrar la dilatada entrada a la vagina.
Ese sexo había sido explorado largamente por bocas de hombres y mujeres pero ninguna había tenido la firme reciedumbre de la de él ni mucho menos su tamaño. Mario tomó entre índice y pulgar la carnosidad de los pliegues y, con una saña que me hizo proferir repetidos asentimientos angustiosos, los estregó el uno contra el otro en tanto que la lengua envarada penetraba el canal vaginal por varios centímetros y, a ese singular coito, se agregó el movimiento circular del otro pulgar sobre el nacimiento del clítoris.
Con los ojos cerrados, me parecía estar alcanzando el cielo al ver como se concretaban mis más alocadas fantasías y aferrando con las dos manos la cabeza de Mario, inicié un violento hamacar del cuerpo para sentir mejor las delicias a que me sometía, en tanto que, ya perdido todo asomo de recato, le suplicaba y exigía al mismo tiempo que no cejara en darme tanto placer y me rompiera toda.
El incrementó los latigazos de la lengua y mientras los labios se aplicaban a succionar con violentas chupadas al inflamado clítoris, dos dedos se dedicaron a socavar la vagina. Mis ruegos se transformaron en sonoros jadeos que terminaron por enardecerlo y, levantándose, se acaballó sobre mi pecho, apremiándome para que le chupara el miembro.
Actuando como un mecanismo infernal sobre mis sentidos, la orden me sacó de la desesperación en que estaba hundida y en las entrañas sentí la histérica necesidad de tener entre mis labios aquella verga que, sin haberla visto todavía, presentía como la cosa más enorme que soportaría en la boca.
Acodándome en la cama, ascendí hacia la entrepierna y la vista del falo me alucinó; todavía tumefacto, era el pene más grande que viera o imaginara y su largo superaría fácilmente los veinticinco centímetros, pero lo que más me impresionó fue su grosor y el aspecto general se me antojó admirablemente monstruoso.
El tronco, ancho y chato, estaba cuajado de gruesas venas y en la punta exhibía la turgencia de una cabeza pequeña cuyo surco está expuesto totalmente por la falta de prepucio; alargando una mano, acerqué temerosa los dedos, sopesé la carnadura y caí en la cuenta de que semejante grosor no me permitirá ceñirlo totalmente entre ellos.
A pesar del nivel de calentura que había despertado en mí, un cosquilleo de alarma corrió por mi columna vertebral, pero la promesa de lo que esa verga me proporcionaría, borró toda aprensión y en tanto la mano acariciaba golosa la piel de la verga levantada, dejé que mi lengua viboreara sobre los mondos testículos, acompañada por los labios que fueron sorbiendo los jugos acres de la transpiración.
El aroma acicateó mi olfato y una ansiedad alocada me llevó a trepar a lo largo de la verga, fustigándola con todo el vigor de la lengua para cubrirla con una capa de espesa baba y encerrándola de costado entre los labios, fui chupándola como una armónica muda. Los dedos cercaron parcialmente al ya endurecido falo y acompañaron mi marcha ascendente con un movimiento de vaivén que los hacía arrastrar la saliva hacia el glande y, tras envolverlo apretadamente entre ellos, masturbaron tiernamente en forma circular el breve espacio entre la uretra y la zona carente de protección.
A una especie de maligno goce, se sumaron sentimientos de gozosa felicidad y mis narinas dilatadas aspiraron con fruición la salvajina del cuerpo masculino. Cuando mi boca llegó a las proximidades de la cabeza, la mano descendió para que todos los dedos comprimieran la férrea dureza del falo y mientras la lengua lamía al terso glande, iniciaron un lento movimiento masturbatorio en el que incluso las uñas se clavaban cruelmente en las anfractuosidades del pene.
Mis labios rodearon ávidamente esa cabeza extrañamente pequeña y deslizándose sobre la capa de baba, succionaron levemente la concavidad e, introduciendo lentamente la progresiva masa del pene en la boca, comprobé que mis maxilares parecían dislocarse complacidos por tan tremendo esfuerzo y pronto, gran parte del falo estaba dentro de la boca.
Los labios se cerraron voraces sobre la piel y mi cabeza inició un lento vaivén que complementé con un fuerte succionar, encontrando tanto placer en esa mamada que, de forma instintiva, daba tres o cuatro fuertes chupones al miembro para luego retirarlo y tomando aire mientras lo masturbaba, volvía a introducirlo para que la verga penetrara cada vez un poco más.
Mientras una mano masturbaba frenética al falo, la otra acariciaba y estrujaba los arrugados tejidos de los testículos en tanto que la boca ya alojaba cómodamente al rugoso tronco introduciéndolo hasta que la cabecita rozaba la garganta sin experimentar el menor atisbo de arcadas. Mi nariz alcanzaba a rozar el vello púbico y luego la boca se retiraba lentamente, rastrillando con el filo romo de los dientes la delicada piel.
Esas profundas chupadas parecían enloquecerlo e inclinándose apoyado en sus manos sobre la cama, fue penetrando la boca como un sexo mientras su pelvis se agitaba en una lerda cópula en tanto me alentaba roncamente para que lo hiciera acabar. Tan exaltada como Mario, aceleré la masturbación y la boca se esmeró aun más en el vigor de la succión, hasta que ya en el paroxismo, previendo su próxima eyaculación, hundí el dedo mayor al ano en busca de la próstata y cuando él expresó su satisfacción con fuertes bramidos, recibí en la boca el abundante pringue de la descarga seminal.
Abriéndola para respirar con más facilidad, seguí estimulando con la lengua la masa carnea que habitaba mi oquedad mientras deglutía con fruición aquel elixir almendrado que se me antojaba inefable. Cuando la última gota dejó de manar, lo retiré de la boca al tiempo que recogía con los dedos restos del semen que rezumaran por la comisura de los labios y, tal si beber el esperma hubiese actuado como un brebaje mágico, experimenté la enorme necesidad de sentir ese miembro dentro de mí.
Tras incitarlo a que se acostara boca arriba, me ahorcajé sobre él para tomarlo por la nuca y acometer su boca con apetito de naufrago. Aplastando mis senos contra los musculosos pectorales y guiando con la mano al todavía erecto falo, lo introduje en la vagina. Al sentirlo totalmente en mi interior, inicié una serie de cortos remezones similares a los que ejecutaba Matute y mientras él sobaba rudamente los pechos, sentía como gracias a las flexiones de mis piernas la recia carnadura fálica rasgaba los tejidos para sumirme en una hipnótica sensación de dolido bienestar.
Mi boca golosa zangoloteó contra la de Mario en una frenética batalla de labios y lenguas que fueron haciéndonos faltar la respiración y, entonces, manejándome a su gusto, él hundió la verga en el ano en un ángulo inverosímil que incrementó mi excitación. Inexplicablemente, mi organismo parecía adaptarse casi milagrosamente a cualquier circunstancia y esa sodomía no sólo no me lastimaba sino que me llenaba de un alborozado goce.
Momentos después, me hizo enderezar para que, sin salir del falo, girara hasta quedar de espaldas a él mientras manejaba el subir y bajar de mi galope aferrándome por las caderas, pero, después de uno momentos, volvió a tomarme por los hombros para recostarme sobre su pecho, dando a su pelvis un vehemente meneo que acentuaba el sufrimiento de la penetración y justo en ese instante de excelso dolor-goce, la consistencia y rápido tremolar de la lengua de Gladys se descargó sobre mi sexo
Ella colocó ambas manos en mi entrepierna y mientras acariciaba la zona inguinal, hizo que su lengua vibrante realizara un periplo torturantemente placentero. Comenzando en el mismo sitio por donde el falo se introducía al ano, penetró levemente la mojada entrada a la vagina y luego subió a lo largo del sexo cuyas carnosidades abrieron sus dedos pulgares como las siniestras alas de una monstruosa mariposa.
Juguetona, restregó sobre el fondo del óvalo su mentón como si fuera un huesudo pene deslizándose arriba y abajo, de izquierda a derecha y desde la vagina hasta comprimir la escondida cabeza del clítoris. La sensación era maravillosa y aun lo fue más cuando comenzó a alternar ese movimiento con las succiones de sus labios a los ennegrecidos frunces de los pliegues, tirando de ellos sin piedad.
Mario me hizo colocar los brazos estirados hacia atrás y, sosteniéndome arqueada de esa manera, di lugar para que las manos de él sobaran y estrujaran mis tetas ya enrojecidas por el vigor de su manoseo. Esa posición también me permitió observar como el bello rostro de Gladys se transformaba en una máscara de lujuriosa perversidad y cuando alzó la mirada, nuestros ojos se encontraron para restablecer esa comunicación energética que me sorprendiera desde el primer instante de aquel acople inaugural.
Pese a que mi cuerpo estaba derrengado y dolorido por el esfuerzo de esa barbaridad a la que me había entregado con tanto o más apasionamiento que Mario, la dulzura que me inspiraba lo que mi amiga estaba haciendo y la promesa de sus derivaciones, colocaron en mi garganta la fortaleza necesaria para proclamarlo en estrepitosas exclamaciones de agradecida satisfacción.
Mario arreciaba con el apretujar de los senos y los embates de sus caderas, cuando Gladys alojó su boca como una mórbida ventosa sobre el clítoris, succionándolo como si quisiera devorarlo al tiempo que dos dedos penetraban la vagina para rascar con loca vehemencia la rugosa callosidad del interior. Yo creía alcanzar la misma satisfacción del mejor de mis orgasmos que, sin embargo, no se manifestaba en eyaculación alguna sino en una sensación infinitamente grata que no acababa de definir, pero que no sólo no me saciaba sino que elevaba mi sensorialidad hacia otra dimensión para ir en procura de mayores placeres.
Dispuesta a cobrar su recompensa, Gladys dejó de chuparme y extrayendo el portentoso pene del culo, lo introdujo en su boca para succionarlo vehementemente cinco o seis veces y, luego de volver a meterlo en el recto, encerró al clítoris entre sus labios en hondas chupadas. Tras repetir esa operación varias veces, acuclillándose inclinada junto a nosotros pero sin dejar de masturbarme con los dedos, hundió en mi boca abierta la sierpe vibrante de su lengua que hurgó a la búsqueda de la mía.
Al encontrarse, se trenzaron en una verdadera batalla de revoltosos golpes que las hacía trasvasar el fragante líquido de nuestras salivas de la una a la otra. Transportada casi al paroxismo del goce, detuve el meneo para enderezarme y abrazar su cuerpo y así estrechadas, la acompañé cuando se dejó caer hacia atrás.
A pesar del intenso traqueteo a que Mario me sometiera y luego del orgasmo, me sentía tan excitada como en el primer momento. La presencia de mi amiga hacía que fuera yo quien deseaba abrevar en la fuente hirviente de su sexo y el alivio de la ausencia del falo en el ano, pareció potenciar el histérico afán por regalarme con ese cuerpo voluptuoso e hice descender la boca hacia sus pechos.
Asiéndolos entre las manos, los junté y mientras los restregaba sobándolos uno contra otro, mi lengua y labios picotearon alternativamente en los dos. Paulatinamente, la actividad fue haciéndose más ruda y agregué los dientes al exquisito martirio con que mi boca sometía las tetas, experimentando cosas que ni siquiera había soñado sentir aun con ella. Tal vez fuera a causa de mi madurez como mujer o que la amistad con esa Venus morocha potenciaban mi sensorialidad, lo cierto es que los olores naturales de su piel, sumados a los que aportaban los cosméticas y los efluvios almizclados de la salvajina sexual, hacían dilatar mis narinas para aspirarlos con verdadera fruición al tiempo que en el bajo vientre rebullían insólitas cosquillas juveniles.
Progresivamente, fui inclinándome para que mi boca angurrienta comenzara a recorrer el abdomen de Gladys e imitándome, Arturo copió mi forma desde atrás para penetrarme lentamente por la vagina. Aquel don que adquirieran mis músculos para dilatarse o contraerse a voluntad, adaptándose al tamaño del objeto que me penetrara y que había perfeccionado con los años hasta conseguir dominarlos a mi antojo, reconoció de inmediato su miembro; ciñéndose fuertemente contra él, conseguí una estrechez propia de una vaginitis, con lo que, además de complacerlo, me proporcionaba la sensación de estar siendo desvirgada.
Haciéndole encoger las piernas, abracé los muslos de Gladys y mi lengua recorrió ávida ese sexo que había aprendido a gozar y disfrutar, sintiendo como los jugos edulcorados saturaban mis papilas y ponían en mi mente una ciega perversión que era abonada por el rítmico vaivén con que Arturo me sometía.
Complacida por su condescendencia para que cumpliera mis sueños de ser tratada como una prostituta por otros hombres, arremetí con la boca contra ese sexo que ya formaba parte de mi realidad erótica, decidiendo que, en adelante y gracias a esa orgía, podría dar rienda suelta a mis verdaderos sentimientos sin avergonzarme por la vileza de mi conducta.
Aunque la verga de Arturo no tenía comparación con la de Mario, tampoco era pequeña y él sabía manejarla con tanta habilidad como aquel y conociendo mis reacciones ante determinados roces, muy pronto comencé a dejar escapar profundos gemidos de ansiedad insatisfecha. Redoblando la actividad de mi boca en someter al sexo, agregué dos dedos a la caricia para que, finalmente penetraran hondamente la vagina en un acuciante rascar.
Durante un tiempo sin tiempo, nos abandonamos a aquella cópula triple, hasta que, casi sin intercambiar palabra, un silencioso entendimiento nos condujo a ser los protagonistas de una elaborada coreografía; sentado en la cabecera de la cama, Mario permitía que Gladys se arrodillara frente a él para cebarse en el falo con su boca, en tanto que yo, acostada boca arriba y asida a los muslos de mi amiga, me solazaba chupándole el sexo y ano que ella meneaba en un perezoso ondular, mientras que Arturo, poniendo una almohada debajo de mis caderas, me alzaba la pelvis para penetrarme por la vagina desde su posición acuclillada a los pies de la cama.
Al sabor y los aromas de los jugos venéreos que degustaba con fruición, me sentí transportada hacia regiones inexploradas de la sensualidad y, asentando firmemente los pies sobre la cama, flexioné las piernas para alzarme de manera que él pudiera penetrarme aun más hondamente. El ritmo se fue modificando para convertirse en vertiginoso hasta que Arturo me tomó de las manos para hacerme incorporar y acostándose boca arriba, me hizo colocar ahorcajada sobre él e iniciar una morosa cabalgata.
Yo estaba acostumbrada a esa posición y, una vez que la cadencia del vaivén con que me penetraba hamacándome adelante y atrás encendió la eterna llama de oscura voluptuosidad en mi mente, imprimí al cuerpo el ritmo de un violento galope hasta sentir como la punta de la verga se estrellaba dolorosamente contra el fondo de la vagina. En un momento dado me pareció sentir las caricias exquisitamente viciosas de las manos de mi amiga y tuve esa certeza cuando fue empujando mi torso hacia delante.
Ya no eran sólo las manos de Gladys las que acariciaban mis tetas sino que se habían sumado las de mi marido cuya boca se concentraba en lamer y succionar mis pezones. Esa sensación inédita me sumió en una especie de éxtasis y el incremento de la velocidad de Arturo en la penetración desde abajo me llevó a emitir alborozadas exclamaciones de placer.
Y entonces, sucedió lo que ni siquiera hubiera osado imaginar; las poderosas manos de Mario se asentaron sobre mis nalgas y, separándolas tan ampliamente que me dolió, apoyó la pequeña cabeza del falo contra el ano para, sin prisa ni pausa, ir empujando hasta que todo el monstruoso miembro ocupó la tripa.
Ya había experimentado el delicioso martirio que significaba soportar semejante monstruosidad en el recto, disfrutándolo a pesar del sufrimiento, pero ahora era la suma de ambas vergas lo que me obnubilaba. Separados por la delgada membrana de la vagina y la tripa, los miembros se rozaban estrechamente y su volumen se me hacía insoportable.
Apiadados de mí, fueron alternándose y, cuando una de las vergas salía, la otra me penetraba con perezosa lentitud. Paulatina y progresivamente, mis carnes fueron adaptándose a esa intrusión y cuando manifesté mi asentimiento en sordos sí y haciendo rechinar los dientes entre ayes de satisfacción, la penetración se hizo simultánea y, por primera vez, comencé a gozarlo tan intensamente que mis gemidos sólo eran para recompensarlos por tanto placer, pidiéndoles aun mayor actividad.
Apoyada en los brazos extendidos, fui dando al cuerpo una lenta oscilación que acompasaba el vaivén y llegado un momento, cuando experimentaba nuevamente las urgencias del orgasmo corroyéndome las entrañas, recibí la sorpresa más inesperada de mi vida; extrayendo el falo del ano, Mario lo apoyó junto al de mi marido en la vagina y presionó. Presionó muy lentamente hasta que, en medio de mis broncos bramidos insultándolos, pareciendo a punto de estallar por tanta dilatación, los esfínteres vaginales cedieron y las dos vergas encontraron cobijo en el sexo.
La explosión de dolor me retrotrajo a cuando pariera mis hijas y la masa carnea que me llenaba semejaba la de un bebé transitando por el canal vaginal. Incontenibles, mis lágrimas se sumaron a la espesa baba que fluía de la boca abierta por los ayes y lamentos, convirtiéndose en un pringue acuoso que goteaba de la barbilla sobre el pecho de mi marido. La intensidad del dolor apagó los destellos que el placer colocaba en mi mente y ahora la oscuridad más profunda parece paralizarme sensorialmente.
Sin embargo, el movimiento incipiente de los falos en mi interior no sólo me hizo reaccionar, sino que fue incrementando mi sensibilidad hasta que lo que me pareciera bestialmente monstruoso instantes antes, se me antojaba deliciosamente gozoso y mi cuerpo acompañó nuevamente la invasión con denodado fervor, reclamándoles con desesperación mayor actividad. Arturo sostenía elevadas mis caderas para permitir que su cuerpo se alzara mejor en la penetración y Mario se había acuclillado como un coloso para darle mayor brío a sus embestidas.
El tránsito de las dos vergas en la vagina se me hizo tan histéricamente eterno como gozosamente placentero y cuando en medio de exclamaciones jubilosas les demandé histéricamente que eyacularan dentro de mí, volcaron casi a la vez sus calidos espermas.
Desfallecí sobre las sábanas revueltas y pesar de lo intenso de aquella tremenda cópula-sodomía, sólo el cansancio y el agotamiento habían hecho mella en mi cuerpo, pero el pulsar dolorido que aguijoneaba las carnes más una crispación nerviosa por el orgasmo no obtenido me mantenían consciente y mientras relamía con la lengua la mezcla de saliva y lágrimas que cubría labios y mentón, sentí como la delicada punta de la lengua de Gladys se deslizaba sobre mi entrepierna, ejecutando parecida tarea con el pastiche de semen, sudores y jugos que lo cubría.
Mi voluptuosa, desprejuiciada e insaciable amiga había seguido atentamente el sojuzgamiento y en tanto me sentía vibrar bajo sus labios y manos estimulando los pechos, el haberme visto gozar de esa manera tan intensa con los dos hombres la había provocado de una manera muy particular; provista de un juguete erótico de los que yo tenía conocimientos de oídas pero jamás viera, se acercó más a mí y enseñándome un largo tubo que imitaba una verga pero de dos cabezas, me dijo que era un regalo que le trajera Mario de un viaje y que íbamos a estrenarlo juntas.
Arrodillándose frente a mí, dejó que la punta de la lengua serpenteara enjugando el gustoso esperma que todavía manaba de la vagina y, en tanto que sus índice y pulgar aprisionaban el enrojecido triángulo del clítoris para frotarlo vigorosamente, se deslizó sobre los frunces cubiertos de sudor, semen y fluidos corporales, azotándolos para separarlos y poder asirlos entre los labios que los succionaron apretadamente.
La concreción de ese orgasmo aun latente ponía gemidos y ayes lastimeros en mi boca, deseando poder dar suelta a esas cosquillas que me torturaban y que sólo conseguiría apaciguar por medio de la eyaculación. Con las manos rascando fieramente la cama y al tiempo que le rogaba por favor que me hiciera acabar, clavé la cabeza sobre el colchón para tensar el cuello hasta que las venas parecieron a punto de estallar, mientras daba al cuerpo el impulso necesario para que la boca de Gladys me estregara rudamente.
Creyendo que aquel es el momento exacto de aplacar mi inquietud, colocó la punta ovalada del consolador en la entrada a la vagina y fue penetrándome en suaves remezones hasta casi la mitad. Esa parte tenía aproximadamente las mismas dimensiones que el falo de Mario y, abriéndome más las piernas, se acuclilló sobre mí para descender e ir introduciendo el resto saliente en su propio sexo.
En los sesenta, los consoladores todavía eran rudimentarios y, aunque de látex, no tenían la elasticidad de los actuales y, aunque grata, su presencia no era demasiado cómoda pero, comprendiendo su intención y deseosa de comprobar la eficacia de aquella posición que jamás intentara, dejándome guiar por Gladys, coloqué mis piernas para que quedáramos cruzadas; la derecha debajo de la izquierda y la izquierda sobre la derecha de ella y, tomándonos de los brazos con los torsos echados hacia atrás, fuimos tomando un cierto ritmo copulatorio, dejándonos caer hacia delante y atrás para sentir la contundencia del falo moviéndose en nuestras entrañas.
La poca flexibilidad del miembro no nos permitía movernos con más elasticidad que un pene y entonces, apoyándonos en los brazos extendidos hacia atrás, imprimimos a nuestras pelvis un movimiento ondulatorio de cópula oscilante que hacía estrellar los sexos uno contra el otro y sentir más profundamente la satisfactoria masa del consolador escarbándonos.
Las dos sabíamos que nos encontrábamos próximas al orgasmo y poniéndonos un poco de lado apoyadas en un codo, nos aferramos a la pierna encogida de la otra para incrementar el impulso de nuestras caderas y mientras con ojos famélicos de deseo nos fundíamos en una sola mirada, fuimos alcanzando fantásticos orgasmos en medio de frases de grosera euforia y murmullos amorosos para luego caer desmadejadas y hundirnos en el hondo sopor de la satisfacción total.
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