La Reina lujuriosa 2
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Instintivamente, las manos de Ingrid buscan los pechos de la muchacha y se sorprende por el placer que encuentra al hacerlo. Imitando a la joven, sus dedos estrujan apretadamente los pulposos pechos y sus cuidadas uñas, rascan los pequeños y duros pezones. Con un suspiro de agradecimiento, Eleanor multiplica el accionar de su boca y luego, lentamente, deja que esta escurra por su cuello cubriéndolo de pequeños e intensos chupones hasta que los labios se abren angurrientos sobre el vértice de su seno, adueñándose de él, sometiéndolo a la dulce tortura de su dura succión y, al tiempo que los agudos dientecillos raen sañudamente las mamas, su mano vuelve a sumirse en la caricia del sexo.
Inconscientemente, el cuerpo de Ingrid ha comenzado a ondular y la caricia a las carnes ardientes parece exasperarla. Derrumbados los muros de la prudencia, dando rienda suelta a la urgencia con que la larga abstinencia la castiga, bramando de placer, le exige imperativamente en encendidos murmullos que la haga gozar más. La muchacha se coloca frente a ella y alzando sus piernas fuera del agua, las apoya en sus espaldas.
Clavando la nuca en el cojín y asiéndose de los bordes, afirma sus talones sobre la muchacha y así, arqueada totalmente en el aire, recibe en su sexo la boca de la joven. Apetente y voraz, la boca se ciñe a la vulva y, mientras los labios succionan con gula los inflamados pliegues, la lengua escarba a la búsqueda de aquel pequeño capuchón que alberga al ya inervado clítoris y flagelándolo con trémulo vibrar, la lleva a experimentar desgarradoras sensaciones en zonas antes ignaras de sensibilidad alguna.
Reprimiendo apenas los gritos de satisfacción que la boca le provoca, siente como dos finos dedos de la mano de Eleanor penetran suave, lenta e inexorablemente su vagina, rascando delicadamente la alfombra de espesas mucosas que la inundan y escudriñando en su interior hasta que la sensibilidad de las yemas le indican la presencia de una pequeña callosidad, desconocida para Ingrid. Restregándola con regular intensidad en un perezoso vaivén, desata en su ama la más inmensa oleada de sensaciones placenteras que jamás experimentara y, sintiendo como todo parece derrumbarse dentro de ella y unas ganas insatisfechas de orinar torturan su vejiga, estrella su pelvis en violentos remezones contra la boca de la muchacha, derramando en ella la marejada de sus fluidos internos que manan abundantes entre las contracciones convulsivas de su útero. Hamaca perezosamente su cuerpo y al conjuro de la satisfacción de aquel orgasmo largamente anhelado, va sumiéndose en una algodonosa inconsciencia.
Cuando recobra el sentido, está sola y el agua helada de la tina la cala hasta los huesos. Envolviéndose en la delgada bata, corre hacia la cámara y arrebujándose en la cama se cubre con los cobertores, temblando como una hoja.
Al día siguiente y por asuntos del reino permanece todo el día con distintos funcionarios y con el Regente. Misteriosamente, Eleanor no ha dado señales de vida durante la jornada, lo que no es obstáculo para que en la mente de Ingrid se repitan una y otra vez las imágenes de la noche anterior, abstrayéndose muchas veces en este recuerdo a tal punto que sus interlocutores deben llamarle delicadamente la atención de sus distracciones. El leve latido que pulsa allá, en lo más profundo de sus entrañas, se encarga de recordarle el placer que ha vuelto a experimentar después de tanto tiempo de abstinencia y la satisfacción de haber podido dar rienda suelta al orgasmo largamente esperado.
Agotada luego de tanto trabajo, cena frugalmente y se acuesta. La luz de la luna que penetra a través de los estrechos ventanales de la Torre, como dedos blanco azulinos, disipa las tinieblas sólo un poco más que los dos gruesos cirios que arden a cada lado del lecho y ya Ingrid se arrellana sobre los grandes almohadones de pluma cuando ve a la incierta luz como se manifiesta desde las sombras la vaporosa figura de Eleanor envuelta en una delicada camisa de gasas y tules.
La rojiza cabellera de la joven cae suelta sobre sus espaldas y se enreda sobre la prominencia de los pechos que surgen impetuosamente a la luz entre las etéreas telas que, con transparencias de nube, dejan ver todos y cada uno de los detalles de ese cuerpo juvenil. Despaciosamente se acerca al lecho y, como si de ella hubiera emanado alguna orden no expresada, Ingrid aparta invitadoramente las sábanas con que se cubre.
La muchacha se acuesta a su lado y ya tapadas con las sábanas, el calor que emana de sus cuerpos va haciéndoles cobrar conciencia de su sexualidad adormecida. Lentamente se aproximan hasta que sus ropas se rozan y el aliento que escapa de sus bocas en un vaho fragante, va haciéndose anheloso y urgente. Los labios, repentinamente resecos por la fiebre que las devora, se entreabren con angustia y las lenguas los van humedeciendo.
La expresiva profundidad de sus miradas hacen más elocuente la sexualidad contenida en ambas mujeres que cualquier tipo de palabra y con los ojos fundidos en los ojos, en medio de hondos suspiros y reprimidos gemidos jadeantes, inexorablemente, las bocas llegan a rozarse levemente. Entonces, permiten que los labios se unan en una serie interminablemente dulce de besos menudos, casi esbozados que, lentamente, incrementan su intensidad hasta que finalmente se unen con la vehemencia del beso pasional y las lenguas acuden en su auxilio, entreverándose y trabándose en una lid incruentamente maravillosa.
Embelesada por esta ternura nueva, deja que su boca se extasíe con el sabor de esos labios mórbidos y el fragante aroma juvenil, casi salvaje, que surge desde la garganta de la muchacha y a su vez, disfruta por la gula con que aquella la somete a sus urgencias. Un hueco infinito parece haberse instalado en su bajo vientre, bullente de primitivas necesidades.
Respirando afanosamente, absorbe con afán el aire a través de sus hollares dilatados por la emoción y sus manos se escabullen hacia el pecho de Eleanor, apartando con delicadeza la fina tela de la camisa y escudriñando a ciegas entre ella, toman contacto con los senos que, a su más leve roce, se estremecen como pájaros espantados. Sus dedos, que nunca han acariciado un cuerpo de mujer, súbitamente sabios, envuelven la carne trémula y sintiendo acumulada en ellos toda la experiencia primitiva de la hembra en celo, se deslizan sobando suavemente la mama de gelatinosa consistencia.
Gimiendo quedamente, la muchacha la aferra por la nuca y hunde aun más la lengua en su boca, succionando apretadamente sus labios, al tiempo que su otra mano repta hasta el ruedo de su camisa de noche e introduciéndose por él, se posa en su muslo y asciende hacia las caderas.
A un tiempo, separan sus cuerpos e incorporándose se desprenden de los sayos, quedando desnudas y acezantes una frente a la otra. Esta vez es Eleanor quien toma la iniciativa y asiendo a Ingrid por los hombros, la empuja irreverentemente contra los grandes almohadones. La boca golosa vuelve a apoderarse de sus labios y las manos estrujan rudamente los grandes pechos de la germana que, gimiente, hunde sus manos en la cabellera rojiza. Con esa destreza que suele proporcionar el hábito, la jovencita deja que su boca se deslice a lo largo del cuello con repentinas lamidas y avariciosas succiones que se hacen más lentas a medida que la boca asciende las laderas transpiradas de los senos hasta que, llegada a la aureola intensamente rosada de Ingrid y ante la profusión de gruesos gránulos que la coronan, la lengua la fustiga duramente.
Sobando de manera casi grosera al seno, la boca se aplica a succionar ávidamente la suave piel que rodea a la aureola, dejando en ella círculos violáceos de pequeños hematomas y, cuando Ingrid se agita con inquietud ante esa rudeza, sus labios someten a los largos pezones a tal sañuda succión complementada por el suave raer de los dientes, que aquella prorrumpe en un sollozo de sufrimiento y placer.
Exacerbada por la reacción de la reina, la muchacha ase entre sus dedos índice y pulgar al otro pezón, retorciéndolo en una lenta fricción que se va incrementando en vigor y velocidad en tanto que ella aumenta los gemidos de satisfacción ante el placer-dolor inédito.
La alemana siente como en su interior, famélicos canes de afilados colmillos tironean de las carnes arrastrándolas hacia su vientre conmovido y que, aquellas viejas ganas de orinar insatisfechas comprimen su vejiga, señal inequívoca de que su satisfacción se aproxima. Cuando la jovencita incrementa aun más su agresión a los senos, variando de uno al otro sus dentelladas y el filo de sus uñas se clava inmisericorde en los pezones, Ingrid siente como su boca se llena de una saliva espesa que la ahoga y en estertorosos bramidos de complacencia, siente correr los ríos caudalosos de la eyaculación que, finalmente, manan abundantes de su sexo por las violentas contracciones de la vagina.
Viendo como a pesar de haber acabado, Ingrid se mantiene aferrada con sus manos engarfiadas a las sábanas y la cabeza firmemente hundida en las almohadas se agita de lado a lado dejando ver la tensión de los músculos del cuello, acompasando el meneo de sus caderas y el lento aletear de sus piernas, generosamente abiertas y encogidas aun en la cresta de la ola de su excitación, Eleanor se escurre a lo largo del vientre y su boca se adueña de la espesa pelambrera que exuda un olor almizclado, mezcla de sudor, jugos vaginales y un aroma impreciso, dulcemente agrio pero definitivamente excitante, natural en la mujer.
La lengua escarba entre las guedejas doradas del fino vello ensortijado, mientras los labios sorben con fruición su densa humedad, abriéndose paso hacia la vulva. La excitación también desquicia a la jovencita que tiembla por la ansiedad y, entre audaz y temerosa, desea anidar su boca en el fondo de aquel sexo que, por su aspecto, le promete delicias sin fin.
Manteniendo apartada la maraña pilosa con sus dedos, contempla arrobada los gruesos labios de la vulva, oscurecidos por la sangre que los inflama y entre los cuales asoman los bordes rosados de sus pliegues internos. La punta de la lengua tremola sobre ellos de arriba abajo, arrancando en Ingrid, complacidos gemidos ronroneantes de satisfacción. Lentamente, la vibrante sierpe holla la apertura entre los dos labios y al dilatarse mansamente, fustiga las tiernas carnosidades que emergen entre ellos, ahondando la penetración hasta que tropieza con el terso fondo del óvalo y, evitando el pequeño agujero de la uretra, busca entre los tejidos del capuchón que lo protege la erecta proyección del clítoris.
Ingrid, entre perpleja y radiante, recibe este nuevo goce con voluptuosa incontinencia. Sintiendo que algo sin precedentes amenaza con hacer estallar su pecho, sacude en aleteantes espasmos sus piernas y, mientras alienta a la jovencita con ardientes frases de amor, acaricia y presiona su cabeza contra el sexo .A la acción de la lengua se han sumado los labios que, dúctiles y exigentes, succionan los tejidos con urgente solicitud haciendo que la germana impulse violentamente su pelvis, estrellándola contra la boca que la somete a tan radiante experiencia sexual. Con el cuello hinchado por la tensión y mordiéndose los labios para hacer soportable el magnífico sufrimiento del goce que revoluciona sus entrañas, casi en un acto reflejo aprisiona presionando la cabeza de la muchacha entre sus fuertes muslos en un espasmo de placer. Como si eso fuera una señal de que ya su cuerpo esta predispuesto para ello, la joven se desprende de sus piernas y, ágilmente, se coloca sobre ella en forma invertida, manteniéndolas separadas y encogidas, las sujeta bajo sus axilas.
La boca, en una mezcla de gula y furia, vuelve a adueñarse del sexo, azotándolo con la lengua y chupándolo apretadamente con los labios, desde el bulto prominente del Monte de Venus hasta la cavernosa apertura de la vagina, deslizándose ocasionalmente hasta la fruncida oscuridad del ano. Sintiendo como los dientes de la muchacha mordisquean delicadamente las carnosidades que orlan la vagina y la lengua se introduce en su interior, degustando el acre sabor de los jugos que la colman, la excitación parece haber introducido algún ente malévolo en su mente y, al tiempo que la larga abstinencia hace eclosión liberándola de todo prejuicio moral, retrotrayéndola a la hembra primitiva, sus ojos dilatados por la angustiosa necesidad de sus entrañas, son subyugados por la visión del sexo de Eleanor que, sobre su cara, se mueve en espasmódico vaivén.
Como obedeciendo un atávico mandato, acaricia con sus manos las nalgas estupendas de la joven y lentamente, centímetro a centímetro, acerca su boca al hipnótico fulgor del negro y escaso vello que deja entrever la apretada hendidura de la vulva juvenil, levemente barnizada de transpiración y flujo. Contrariamente a lo que hubiera pensado, la salobre fragancia del sexo no solo no le asquea sino que impacta placenteramente a su olfato dilatando los hollares de la nariz y posa sus labios sobre la húmeda piel besándola con apremiante ternura y entonces sí, su ansiedad se desboca y abrazándola por los muslos, hunde su boca en la vulva, lamiendo y succionándola con la misma intensidad con que Eleanor lo hace con ella. Asombrada, asiste al espectáculo inédito de ver como el sexo se dilata rápidamente exhibiendo las gruesas carnosidades de los labios y la inquietante presencia de los filigranescos pliegues internos.
Conseguido su objetivo de dominar sexualmente a Ingrid, Eleanor vuelve a someter con su boca al diminuto pene femenino, mientras deja que tres de sus dedos intrusen profundamente a la vagina, tan dilatada ya como cuando era penetrada por una verga e iniciando un rítmico vaivén, consigue incitar a la germana para hacer lo mismo. A los pocos minutos, ambas están sumidas en una apretada cópula donde bocas y manos no se dan abasto en satisfacerse y satisfacer a la otra en forma casi siniestra, sañuda y feroz, bramando por el furor que el deseo insatisfecho pone en sus vientres, hasta que el aluvión de sus fluidos evacua por sus sexos y, sollozando de felicidad, se extasían degustando el líquido manar.
Pasada esta primera explosión de sexo y totalmente subyugada por la sexualidad de la joven, Ingrid permanece recostada sobre los grandes almohadones acunada en los brazos de Eleanor, mientras deja que aquella cubra de menudos besos su boca, enfrascadas ambas en el obsesivo carrusel del deseo. Con remolona ensoñación, escucha los susurros con que la muchacha le relata de su desfloración a manos de la gobernanta a cargo de su crianza y de cómo se ha aficionado a ese sexo. Tal vez sea antinatural, pero está exento de la violencia con que los hombres someten a las mujeres y suele no tener indiscretas repercusiones ni escandalosas consecuencias. Ronroneando, deja que la muchacha recorra las carnes todavía apetentes en tanto que sus manos acarician y soban tiernamente los senos de ella.
En una nueva escalada del placer, sin dejar que sus bocas pierdan contacto, la joven vuelve a juguetear en el vértice del vientre y esta vez los dedos reemplazan a la boca, rascando, hurgando, escudriñando cada rincón del sexo y, cuando ya Ingrid lengüetea afanosamente dentro de su boca, vuelve a penetrarla con los dedos. Instalándolos otra vez sobre aquella callosidad desconocida que clava un puñal en su columna vertebral, estregándola hasta que el ardor de su vejiga se hace insoportable mientras ella estruja entre sus dedos los pezones de la muchacha y la espesa saliva que gotea de sus lenguas resbala por sus mentones para colmar la copa de ese aluvión de nuevas sensaciones. Viendo la desesperación con que su ama acoge la cópula, impulsando su cuerpo violentamente hacia delante, Eleanor introduce el dedo medio de la mano en su ano, elevando el nivel de sus gemidos al de verdaderos gritos de alegre satisfacción que luego son reemplazados por los profundos suspiros y susurros con los que se hunde en una regocijada pérdida de los sentidos.
Dejándola descansar hasta bien mediada la mañana, Eleanor se ocupa personalmente de llevarle el desayuno al dormitorio, encontrando a la joven reina repantigada sobre los almohadones y enredada aun entre las sábanas revueltas, todavía olientes del potente aroma del sexo. Estirándose voluptuosamente, deja ver sus gelatinosos pechos que muestran las huellas de la ardorosa agresión de la muchacha, recibiéndola con una sonrisa espléndida de beatífica satisfacción y sus ojos claros reflejan con pícaros resplandores la lúbrica apetencia que la sola vista de la joven le despierta.
Mientras Eleanor la sirve solícitamente y ella permanece tendida en la cama, mostrando la radiante belleza de su cuerpo, conversan sobre lo sucedido en la noche, deteniéndose en desenfadados comentarios sobre algunas circunstancias en especial, con la misma naturalidad de una pareja heterosexual con largos años de experiencias compartidas.
Admitida implícitamente la relación, Ingrid autoriza a Eleanor a ocupar el lecho de la recámara, convirtiéndola oficialmente en el custodio de la íntima privacía del ama y así, sin necesidad de abandonar las habituales costumbres de largas tardes de conversación o lectura acompañando la confección de sus famosos y complicados bordados, las transforman en sesiones de íntima relajación. Se dejan estar confortablemente abrazadas, abandonándose a los besos y caricias que elaboran el fermento de lo que en las noches hace eclosión en sus cuerpos ávidos de sexo y los severos muros de la Torre Redonda se hacen eco de los gemidos, bramidos y gritos que la satisfacción arranca a sus gargantas, cuando tras algún tipo de nueva manipulación, alcanzan gozosamente sus orgasmos.
En esos días tiene la feliz noticia de que finalmente, su hermana se ha recuperado de aquella locura temporal y ahora transcurre los días de encierro en la abadía no sólo de manera pacifica sino que ha aceptado dichosamente la nueva situación, por lo que autoriza a la abadesa a repetir el tratamiento tantas veces como lo considere necesario. La buena nueva, unida a la fascinante relación que mantiene con la jovencita quien día tras día la introduce a un mundo de erotismo casi perverso, proponiéndole y haciéndole desear las más inimaginables vilezas que ella acepta y reclama como normales, le han hecho descuidar los asuntos del reino y el Regente, que abusa de estos descuidos por parte de la Reina, ha presentido y alienta con sus ausencias esas relaciones inconfesables.
La rubia mata de vello ensortijado no campea más sobre su abultado Monte de Venus, ya que la jovencita, con dedicación y delicadeza de orfebre, utilizando la pequeña cizalla de plata que ella usa para cortar los hilos de oro, ha ido recortando uno por uno, todos los cabellos que adornaban profusamente su sexo, pero impedían la libre acción de dedos y boca. También en esta búsqueda frenética por encontrar nuevas formas que las hagan gozar, la jovencita ha incluido algunos cirios que ella ha esculpido con sus manos, dándoles una singular semejanza con falos masculinos, complaciéndola de una manera inédita y total pero haciendo que Ingrid vuelva a sentir la necesidad de que uno verdadero la penetre con la caldeada violencia que sólo un hombre puede proporcionarle.
Stephen
Ante la confesión de esa nueva necesidad de su ama, Eleanor le señala la indiscutible virilidad del Regente pero, aunque es todavía joven y apuesto, hay algo en él que le hace tomar con cierta prevención la sugerencia de su amante.
Interiormente se ha sentido siempre atraída hacia Stephen y ahora que la muchacha ha despertado al animal sexual que vibra dentro suyo, su insinuación no ha caído en saco roto, pero está lejos de sentirse serena. ¿De qué sirve dar rienda suelta a sus sentimientos imprudentemente? Tiene que esperar el momento oportuno.
Y el momento se da cierta tarde del caluroso verano en que la muchacha ha acudido a ver a su padre enfermo y Stephen le comunica que necesita verla con respecto a las exigencias económicas que les hacen los secuestradores de Baldwin. La relación matinal que ha sostenido con Eleanor no sólo no consiguió aquietar las urgencias de su vientre sino que parece haberlas exacerbado, poniéndola en un estado de tensión nerviosa muy cercano a la histeria.
Con ánimo exaltado, no puede menos que admirar la apostura del normando: mucho más alto que el propio Rey, su largo cabello castaño resalta la contundencia varonil de sus facciones que, a pesar de su corpulencia no son pesadas, sino equilibradas y armónicas. Haciendo aun más critica la situación, Stephen le ha solicitado permiso para quitarse la chaqueta debido al intenso calor que los sofoca, dejando su poderoso torso casi al descubierto, con sólo una liviana blusa que se abre hasta la cintura, permitiéndole ver sus fuertes pectorales sudorosos.
Con su propio cuerpo cubierto de transpiración pero imposibilitada de quitarse el pesado vestido que es lo único que la cubre y mientras siente correr entre sus pechos y a lo largo de los muslos diminutos ríos incrementando el cosquillear que habita en sus riñones, accede al pedido, consciente de lo que provocará.
Fingiendo estar concentrada en la lectura del escrito que le trajera su Regente, se apoya con las dos manos en la gruesa tabla de la mesa ante la que está parada, aferrándose nerviosamente del borde hasta dejar ver como blanquean sus nudillos. El permanece en silencio a sus espaldas pero su fuerte magnetismo trasciende la distancia que los separa y ella siente que los ojos de él la recorren con la palpable consistencia de verdaderos dedos.
El momento de la tentación ha llegado. Si ella se vuelve hacia él, si él la toca, sucumbirá. Sabe que la de ellos será una pasión ruda y salvaje, no tierna como lo es con Eleanor ya que hay algo de inevitable en su amor apasionado por esa muchacha altanera, soberbia y concupiscente. Pero su pasión por él es distinta, ya que se mezcla el deseo primitivo con el odio ancestral de dos razas distintas. Está segura que él no la ama y también de su inequívoca pasión por ella y la de ella por él. Sabe que como hombre y guerrero es cruel e implacable y que ansía la muerte de su rey para encaramarse al poder pero no está dispuesta a convertirse en el vehículo indirecto de su ambición.
Ella tiene cabal conciencia de sus pretensiones y esa sensación de peligro latente hace todo más excitante. Siente un miedo tal que sólo el deseo irresistible que la posee puede superarlo. Pensará todo el tiempo, mientras estén haciéndolo, qué sucederá si los descubren y al mismo tiempo, está segura que él mismo, por la importancia de su cargo será el más interesado en no divulgarlo.
Tensa como la cuerda de un arco, se relaja totalmente cuando él deja que una de sus grandes manos se apoye sobre su hombro desnudo y como preveía, acepta mansamente cuando desliza hacia abajo los breteles del vestido, dejando que sus pechos caigan por el peso de su copa plena.
Las manos toman posesión de los senos, acariciándolos suavemente sobre la capa de transpiración que los cubre y mientras los dedos soban concienzudamente las carnes estremecidas que rápidamente aumentan en volumen y solidez, la boca de él se hunde en la nuca, allí donde nace la gruesa trenza de dorado cabello, besando con intensidad la suave piel y la lengua escarba tenuemente detrás de las orejas.
Casi instintivamente mueve sus piernas para que el vestido termine por desprenderse de sus caderas deslizándose hasta el suelo y con los pies se desembaraza de él, sintiendo contra sus nalgas la rigidez varonil de su miembro, contenido por las delgadas calzas. Mientras la boca de Stephen recorre ahora su cuello, una de sus manos abandona los senos para aventurarse por las canaletas de la ingle y desde allí, rascando delicadamente la mínima vellosidad del sexo, sus dedos excitan imperiosamente los labios de la vulva que se dilatan dócilmente a la caricia, permitiendo la intrusión de estos hasta la húmeda caverna de la vagina.
Temblando como azogada ante la poderosa presencia del hombre contra su cuerpo desnudo, deja escapar involuntarios roncos gemidos de deseo, cuando él, dejándose caer de rodillas y abriendo sus nalgas con ambas manos, hunde su boca en la hendidura y ella, en un acto reflejo, separa las piernas e inclina su cuerpo sobre la mesa, haciendo que el sexo se abra oferente a la boca del hombre.
Los gruesos labios y la lengua dura y áspera ni siquiera se asemejan a la delicadeza de Eleanor. Con urgente premura los labios separan a los de la vulva y la lengua fustiga con aviesas vibraciones los pliegues internos, tremolando sobre las carnosidades que rodean la entrada a la vagina y, finalmente a esta misma, penetrando sobre los caldeados humores que la tapizan, sorbiéndolos con singular deleite. En tanto que la boca se afana en la caverna fragante, sus dedos comienzan a restregar la delicada caperuza de tejidos que protegen al clítoris hasta lograr que Ingrid sienta removerse las brasas de su fogón y, con las cosquillas insoportables corriendo desde los riñones hasta la nuca, transforma a sus gemidos en verdaderos bramidos de satisfacción, olvidada totalmente de su rango y alcurnia, entregándose al sexo como la más barata de la meretrices.
La atracción física del hombre la excita mucho más de lo que ella ha imaginado y así se lo deja entender a este con los arrobadores gorgojeos de placer que deja escapar de su boca entreabierta a causa del intenso calor que brota de su pecho y la obliga a humedecer constantemente los labios resecos.
Con el simple trámite de bajar sus calzas hasta las rodillas, él deja al descubierto la turgente presencia de su virilidad y el miembro, librado de su encierro, deviene rápidamente en un falo de grandes dimensiones que él, tomándolo entre sus dedos, guía para restregarlo a lo largo de la transpirada hendidura, excitando fuertemente a los ardientes tejidos de la vulva.
Adquirida la rigidez necesaria, la ovalada y tersa cabeza del pene va introduciéndose lentamente por el dilatado agujero de la vagina que, a causa del nerviosismo de Ingrid por la tensión que le provoca el hecho de recibir una verga después de tanto tiempo, ha contraído sus músculos interiores, dificultando la penetración.
Stephen toma su pierna derecha y levantándola, coloca su rodilla sobre el tablero de la mesa. Y ahora sí, con la dilatación que esa posición le otorga, penetra lentamente y hasta que sus ingles golpean contra las nalgas de la germana, haciéndola gemir de dolor cuando su cabeza penetra más allá del cuello y golpea contra las paredes del pequeño útero.
El Rey no es precisamente un infradotado y justamente por eso y su desenfrenada violencia, Ingrid ha conocido y disfrutado tanto las relaciones sexuales con un hombre pero el tamaño descomunal del falo de Stephen supera largamente al de su esposo; de una rugosa superficie, su largo extraordinario no la sorprende, pero es su grosor el que parece llenar cada uno de los recovecos del sexo, provocándole un sufrimiento que sólo es superado por la inmensa sensación de placer que, contradictoriamente, lo acompaña.
Sollozando de goce, ha apoyado sus pechos sobre la pulida superficie de la mesa y sus manos se dirigen a separar los glúteos para favorecer aun más la dolorosa penetración. Stephen y como ella esperaba, parece dotado de una salvaje energía cuya rudeza la enloquece. Guiando con su mano la verga, él la introduce hasta que los oscilantes testículos golpean contra el clítoris y luego, la retira lentamente en su totalidad, dejando que sus esfínteres castigados se contraigan para volver a penetrarla con cierta violencia que no sólo no le disgusta, sino que la hacen prorrumpir en balbucientes frases de agradecido fervor.
Cada golpe de la verga contra sus entrañas repercute en su pecho y su boca se ha llenado lentamente de una saliva espesa que gorgotea en su garganta y fluye de sus labios en delgados hilos babosos. Cuando ella cree no poder soportar por mucho más tiempo esa alienante cópula, Stephen toma entre sus manos la pierna que tiene apoyada sobre la mesa y, estirándola la coloca sobre su hombro, obligándola a colocarse de costado, manteniendo el equilibrio con una sola pierna.
Desde ese ángulo, él inicia un lento hamacarse que la enloquece de placer y, apoyada sobre un codo, toma con su otra mano en cuello del hombre, acompasando el cuerpo a su vaivén. Las lágrimas ruedan por sus mejillas y, cuando Stephen ve como su pierna temblequeante flaquea, retira el miembro y, dándola vuelta, la acuesta sobre la mesa. Encogiendo sus piernas hasta que las rodillas están a la altura de las orejas e incitándola a sostenerlas así con sus manos, apoya el glande inflamado sobre la rojiza y fruncida apertura del ano, empapada por los jugos que escurren desde la vagina y, presionando fuertemente los fuerza a ceder, introduciéndose con aterradora lentitud hasta que todo el falo ocupa el recto.
En una sola oportunidad su marido la había forzado a hacerlo y fue tanta la escandalosa reacción que el dolor le había provocado, que nunca más había intentado sodomizarla. Ahora, la imponente verga de Stephen ha hecho lo que su marido no ha podido. El grueso tronco destroza sus intestinos y, sin embargo, junto con el agudo dolor que se disipa paulatinamente, una nueva fuente de placer irradia desde el ano y todos sus músculos comienzan a contraerse, orientados a llevar desde todos los rincones de su cuerpo la venturosa sensación de la satisfacción más completa y ríos de cálidos fluidos escurren por sus intersticios.
Una de sus manos se dirige instintivamente hacia el sexo y tres de sus dedos penetran a la vagina, masturbándose violentamente, sintiendo como la liberadora marejada del orgasmo la alcanza y, en medio de violentas contracciones del útero, eyacula los cálidos fluidos en su propia mano.
El deja de penetrarla y bajándola de la mesa, la hace arrodillar frente al chorreante falo, ordenándole que lo chupe. Sin medir el hecho de que esté cubierto por los amargos sabores de la tripa, deja que su lengua enjugue al palpitante glande al tiempo que sus labios succionan en apretados besos la cabeza del príapo mientras los dedos que no alcanzan a encerrarlo entre ellos, inician una suave rotación, deslizándose arriba y abajo sobre la capa de sus propias mucosas.
Esforzando las mandíbulas, trata de introducir el tronco de la verga en su boca pero le es imposible tanta dilatación y entonces, sus labios encierran el surco que rodea al glande en un suave menear de la cabeza, chupando hasta que sus mejillas se hunden por la fuerza de la succión, deja que las manos suplan a la boca, masturbándolo apretadamente.
Aunque no es la primera vez que lo hace, hay algo que la motiva especialmente y, alternando las fuertes succiones con golosos lengüetazos e incrementando la masturbación con las dos manos mientras gime por la angustiosa espera de la eyaculación masculina, siente como él va envarando lentamente su cuerpo. En medio de sus poderosos bramidos, recibe los fuertes chorros de semen que exceden la golosa expectativa de la boca abierta y, en tanto ella deglute con fruición el esperma fuertemente almendrado que llena el cuenco de la lengua, la impetuosa eyaculación corre por su cara y escurre hasta los pechos convulsos.
Derrumbada sobre las frías losas del piso, solloza quedamente, en parte como consecuencia de esa cópula infernal en que se han trenzado y en parte por la culpa que le provoca la conciencia de los actos terribles que ha cometido, justo con el hombre que menos debería haberlo hecho, desguarneciendo aquella capa de autoridad que aun tenía sobre él y que facilitará el logro de sus ambiciones. Con una delicadeza impropia de él, Stephen la alza en sus brazos, cruzando la sala para conducirla al dormitorio y depositarla en la cama. Ella observa el aquilino perfil del Duque y se da cuenta que su ruda belleza junto con esa esbelta, poderosa y galana apostura la hubieran seducido aun sin que su marido hubiese marchado a las Cruzadas.
Aceptando la situación como si se tratara de una consecuencia lógica, mientras enjuga tiernamente de su rostro el sudor y los restos de semen, él la hace recapacitar de sus intenciones de convertir aquello en algo cotidiano, haciéndole ver lo inconveniente de variar la rutina de sus visitas periódicas por asuntos de Estado, buscando en aquellas gestiones oficiales la evacuación de sus urgencias en circunstanciales y breves acoples.
Cuando Eleanor regresa, Ingrid le participa jubilosamente entusiasmada de la circunstancia que su ausencia ha posibilitado y es tal la alegría de la muchacha al comprobar que su ama ha recuperado la alegría de sentirse totalmente plena como mujer, que la envuelve en un fragoroso festejo del cual emergen las dos, ahítas y satisfechas de tanta expansión sexual.
Sospechando de la relación entre las dos mujeres, pero sabiendo que Ingrid no confía en otra persona que no sea su dama de compañía, el Duque le hace llegar por su conducto una misiva anunciándole su próxima visita nocturna.
Con las sensaciones de lo experimentado una semana atrás aun frescas en su memoria y los ojos llameantes, lo espera en su alcoba. Tras despedir a Eleanor que permanecerá oculta en su cuarto, espera ansiosamente que su amante llegue hasta ella a través de pasadizos y escaleras secretas y que, sin golpear a su puerta como hubiera sido el deber de un buen súbdito, entre directamente a su alcoba.
Cuando Stephen ingresa subrepticiamente al cuarto, Ingrid resplandece con una belleza que no ha mostrado antes. Lo mira a él y su pecho se ensancha como en un gran triunfo. Por fin va a dar rienda suelta a sus más viles fantasías que ni su marido ni la denodada pero inexperta voluntad de Eleanor han sabido contentar.
Totalmente desnuda bajo las sábanas, luego del refrescante baño en el que la muchacha se ha esmerado en extirpar de su cuerpo hasta la última huella de sudores y aromas íntimos no del todo gratos, reduciendo aun más su vello púbico hasta casi su desaparición para mostrar al prominente Monte de Venus en toda su abultada magnificencia, contempla con ansiosa lujuria el musculoso y esbelto cuerpo de Stephen mientras aquel se desembaraza de sus ropas.
Vibrando de angustiosa expectativa, ve como él se mete debajo de las sábanas y arrima su cuerpo al suyo. La potente fragancia a macho en celo impacta su olfato y los hollares se dilatan palpitantes mostrando la profundidad de su excitación. Sin poder evitar el temblor que la tensión nerviosa pone en su cuerpo, espera el contacto con él y, cuando este se produce, se relaja con un hondo suspiro recuperando la plasticidad de los músculos maleables a la acción de sus manos.
El acaricia suavemente la piel de los hombros y trepando por el cuello aferra su cabeza, dejando que los labios se posen levemente sobre su boca en un beso de infinita ternura. Aprisionando entre los suyos partes de sus labios los succiona tenuemente, macerándolos cada vez con un poco más de exigente premura hasta que ella misma comienza a jugar ese juego de alienante extravío y las bocas se sumen en un tiovivo alucinante en el que las succiones y lengüetazos se incrementan paulatinamente hasta dejarlos sin aliento, respirando afanosamente, sin control.
Sus manos aferran los fuertes músculos de su espalda y las uñas filosas extienden surcos rojizos sobre la piel del hombre que, a ese conjuro, ase entre los dedos la masa sólida de sus pechos contundentes sobándolos con cierta delicadeza para ir lentamente incrementando esta acción hasta convertirla en un doloroso estrujamiento que, a su pesar, la excita.
La boca de él abandona la suya y acude a completar la tarea iniciada por las manos. La áspera lengua refresca con su saliva las hinchadas colinas de los senos y lentamente va derivando hacia las aureolas, amplias y fuertemente rosadas, orladas por gruesos gránulos. Azotándolos con su punta, consigue que su volumen aumente y se eleven ahora como pequeños senos en la cúspide de los pechos. Disminuyendo la intensidad de la caricia, los labios van envolviendo porciones de la trémula carne que rodean a las coronas y, succionando apretadamente, producen pequeños círculos rojizos que rápidamente tornan al violeta.
La intensidad de la caricia a la que se han sumado los dedos pellizcando y retorciendo los pezones, la hacen boquear desesperadamente como si le faltara el aire y sus manos se hunden en el largo cabello del hombre, presionando la cabeza contra su pecho, como si quisiera evitar que él deje de someterla a semejante exquisitez.
Los labios se concentran sobre uno de sus gruesos pezones, chupándolo con aviesa dureza dejando lugar para que los dientes lo mordisqueen tenuemente en un delicioso raer que instala una horda de demonios en su zona lumbar. Los fuertes dedos de Stephen atrapan al otro pezón, estregándolo entre el pulgar e índice con una rotación que se acentúa a medida que aumenta la presión y, cuando los dientes se clavan con decisión sobre la mama tirando de ella como si quisieran arrancarla, las uñas adoptan el mismo temperamento, estirándola hasta lo imposible.
El goce que la tortura pone en el cuerpo de la germana es tan soberbio que esta, con los dientes apretados y el cuello tensionado por la fuerza con que clava su cabeza en las almohadas, dejando escapar hondos gemidos de alborozada alegría, comienza a ondular su cuerpo de forma involuntaria. El normando, experto en estas lides, se escurre a lo largo del vientre y su boca se encuentra ante la fragante superficie de la vulva, con escasos vestigios de la dorada vellosidad.
Acicateado por los aromas que la perfuman, externos e internos, azuza con la lengua los labios inflamados que a su contacto se dilatan complacientes como un capullo floreciente, dejando ver la intensidad rosada de su interior. Enardecido por la excitante abundancia de los pliegues que van transformándose en colgajos, él termina de separarlos con sus dedos y entonces sí, dos grandes pétalos carnosos dejan ver entre ellos el fondo del sexo con reflejos levemente nacarados, el agujero cerrado de la vagina rodeado por gruesas crestas carnosas e inmediatamente arriba del pequeño agujero de la uretra, el capuchón de suaves pieles que alberga al clítoris, cuya diminuta cabeza comienza a asomar.
La lengua ávida se dedica con ahínco a fustigarla y lentamente, el pequeño pene se yergue, tras lo cual él alterna los fuertes lengüetazos con apretadas succiones de los labios mientras el cuerpo ondulante de Ingrid hace del acople un perfecto ensamble. Cuando alcanzan un cierto ritmo y las piernas de Ingrid se sacuden espasmódicamente, sin abandonar su sexo para nada, gira hábilmente el cuerpo, colocándose invertido sobre la mujer. Practicante de esa posición con Eleanor, ella acomoda mejor su torso y asiendo entre sus dedos la poderosa verga, comienza a masturbarla mientras su boca se adueña del glande, succionándolo con vehemencia.
Estrechamente acoplados, succionándose mutuamente con apasionado rudeza, ruedan por el lecho en medio de rugientes bramidos hasta que Ingrid queda sobre él. Adaptando mejor las piernas, ella permite que él, sin dejar de succionarla, hunda dos de sus enormes dedos en la vagina iniciando un rítmico vaivén que la enardece y su boca aloja al miembro no del todo erecto que, bajo el efecto de sus manipulaciones y chupadas adquiere la rigidez y el tamaño que la sorprendieron la primera vez y, aunque casi dislocando sus quijadas, esta vez lo soporta.
Los dientes de Stephen raen al clítoris y los labios tiran de él, excitándola dolorosamente y la mano se desliza en su vagina como un émbolo que la ciega por la intensidad del roce. Embistiéndose como dos bestias en celo, se acometen como si quisieran destrozar al otro y, sintiendo un urgente llamado en sus entrañas, ella desliza su cuerpo hacia delante. Tomando al inmenso falo entre sus dedos, lo mantiene erecto y embocándolo en la apertura de la vagina, va bajando lentamente el cuerpo hasta que todo él se encuentra en su interior.
Asida a las rodillas elevadas de él, flexionando sus piernas con cierto vigor, va sintiendo como la brutal barra de carne la socava por entero, penetrando más allá del cuello de la matriz y castigando con el glande las mucosidades del seno. El dolor se le hace insoportable pero una sensación aun más poderosa de placer lo anula y así, debatiéndose entre el sufrimiento y el goce, inicia una cabalgata que, en la medida que la excitación crece se hace más violenta.
Las manos de Stephen que acompañaron el galope asiéndola por las caderas, se aventuran por la hendidura entre las nalgas y, mientras una excita al clítoris, la otra arrastra los jugos que manan a lo largo de la verga hasta la fruncida apertura del ano y estimulándola con esta lubricación, dos dedos penetran los ceñidos esfínteres en una intrusión que no por dolorosa le es menos placentera.
De su boca abierta manan delgados hilos de baba y la saliva acumulada en la garganta gorgoriteaba sonoramente por el aire que surge ardoroso desde sus agostados pulmones, cuando él la hace girar sobre sí misma embocando la punta del príapo en el ano y de un solo golpe de sus caderas, lo penetra totalmente.
El dolor la ciega por un momento y su cuerpo paralizado comienza a recibir los embates de la verga inmensa que, a medida que se desliza por su interior convierte el flagelante martirio en una dulce embriaguez de placer. Instintivamente acompaña el ritmo de la penetración con el flexionar de sus piernas y mientras él se solaza contemplando la loca competencia en que los pechos sacudidos se enzarzan, ella deja que sus manos acudan al sexo, estimulando al clítoris y deslizándose dentro de la vagina hasta que la angustia va cerrando su pecho y siente como sus carnes parecen separarse de los huesos para confluir hacia el caldero del sexo. El alivio de los ríos internos derramándose, la sume en el vacío alucinante del orgasmo al tiempo que siente como Stephen riega generosamente al recto con la abundancia de su esperma.
Lejos de haberlo debilitado, la eyaculación parece exacerbar la pasión del normando quien acompaña la relajación del cuerpo de Ingrid que se ha derrumbado sobre su pecho y la ayuda a acostarse solícitamente. Ahogada por la fatiga que la violenta actividad ha instalado en su pecho, trata de recuperar el aire y estremecida aun por el llanto de dolor y placer que baña su rostro de lágrimas, deja escapar profundos sollozos de satisfacción, cuando siente a Stephen abrazarla estrechamente desde atrás.
Sus manos vuelven a sobar suavemente los pechos inflamados e Ingrid, aun encaramada en la cima de la excitación, siente como él guía a la verga hacia la apertura de la vagina y, sin haber alcanzado todavía el máximo de su volumen, la introduce en ella. La posición hace que el falo se estrelle en un ángulo desusado contra las paredes del canal vaginal y su roce, de tan doloroso se va convirtiendo en placentero.
Levantando una pierna para darse envión, él la penetra con una lenta cadencia que va incrementando el volumen de la verga y, a medida que adquiere mayor rigidez, parece taladrar las carnes. Sin embargo, ella impulsa su cuerpo ondulante contra el del hombre, facilitando la desgarradora cópula. Sus manos asen las del hombre, compulsándolas a estrujar las oscilantes mamas y ella misma colabora, retorciendo sus pezones y clavando en ellos el filo de sus uñas.
Otra vez los gemidos vuelven a invadir el cuarto y es entonces que él, sin sacar el miembro de su cuerpo se incorpora y, encogiéndole la pierna derecha sobre sus pechos, incrementa el vigor y profundidad de la penetración, haciendo que la cabeza de la verga golpee duramente el interior del útero. Con las manos engarfiadas sobre las revueltas sábanas, se da maña para pujar con su cuerpo retorcido en una jubilosa bienvenida a tan magnífico tormento, mientras a voz en cuello le reclama que no ceje en su empeño.
Cuando él ve como ella blanquea sus ojos y los gemidos van adquiriendo cualidad de bramidos, la coloca boca arriba y haciéndole abrazar su cintura con las piernas, se incorpora en una muestra de vigor extraordinaria, y de esa forma la traslada hacia un regio sillón, muy parecido a un trono. Sentándola en él, le coloca las piernas enganchadas a los altos brazos del asiento y acuclillándose a su frente, la vuelve a penetrar con dureza. Echando sus brazos hacia atrás, Ingrid se aferra fuertemente con sus manos al alto respaldo y su cabeza presiona firmemente contra el regio tapizado hasta que él le pide que tome sus piernas por las corvas, sosteniéndola encogidas sobre los hombros y entonces, vuelve a introducir la fantástica verga en su ano, lenta e inexorablemente hasta que sus testículos golpean sobre las nalgas.
Clavando sus uñas en la suave piel detrás de las rodillas, hunde dolorosamente sus dientes en los labios, rugiendo entre los dientes apretados y, cuando ella cree que él va a acabar nuevamente, alzándola como a una muñeca ocupa su lugar y la ayuda para que, con los pies apoyados en el asiento frente a él, se penetre nuevamente por el sexo, en tanto que la sostiene por las espaldas y sus labios buscan los senos. Tomada de su nuca, ella inicia un leve ondular adelante y atrás sobre el pene y en tanto lo siente estregando las fatigadas carnes de su interior, se exalta más y más, convirtiendo la fricción en intensos remezones que acompaña con escandalosos gritos de satisfacción.
Luego de unos momentos de ese subyugante coito, Stephen la hace pararse, sentándose él sobre el borde del amplio asiento. Colocándola de espaldas, la conduce para que se siente sobre la verga que la penetra con una profundidad tal que arranca ayes a su garganta pero excitada por lo que parece no tener fin, flexiona sus piernas e inicia una demencial jineteada al falo con todo el peso de su cuerpo al servicio de la intrusión.
Stephen ha tomado entre sus manos la larga y gruesa trenza de su cabellera y usándola como una especie de rienda, tira de ella, forzándola a cabecear hacia delante como si fuese una cabalgadura para mantener el equilibrio, arqueando el cuerpo y alzando la grupa, con lo que la penetración se va haciendo intolerable pero ella, totalmente encendida y a la búsqueda frenética de mayor placer, obedece sus indicaciones y, colocando nuevamente sus pies sobre el asiento, uno a cada lado del cuerpo de Stephen, se acuclilla y él guía su cuerpo para que al bajar, su ano se encuentre con la rígida presencia del falo que, en esa posición se hunde totalmente en el intestino.
Con las manos aferradas a los mullidos brazos del sillón y sostenida de las caderas por sus poderosas manos, ella inicia un lento vaivén cuyo ritmo la lleva a emitir roncos gemidos que el sufrimiento inaguantable pone en su pecho pero cuya contrapartida placentera la hace reclamarle a Stephen por mayor energía.
Desde su privilegiada posición, casi horizontal, él ve como el ahora dilatado ano, tras la extracción del miembro, se muestra pulsante y aun más amplio que la apertura de la vagina, dejando ver el interior rosado que contrasta con los oscuros bordes externos. Luego de un momento, vuelve a contraerse en un apretado haz de frunces que laten con vida propia y que, al sentir nuevamente la cabeza del grueso príapo contra ellos, se distienden presintiendo el doloroso placer de la penetración.
Convirtiendo sus bramidos en auténticos alaridos en los que se mezclan el dolor con el placer y el agradecimiento con la rebeldía de verse humillada por esa gozosa agresión, abre desmesuradamente la boca y entre sus labios drenan líquidos hilos de una baba espesa que se derrama sobre los pechos doloridos que levitan bamboleantes. En medio de esta alborozada bienaventuranza, siente las fuertes contracciones de sus entrañas y con espasmódicas convulsiones, expulsa la riada de su satisfacción por el sexo, comprobando como la simiente caliente de él se derrama en el recto.
Sin olvidar que se trata de su soberana, él la alza en sus brazos y la deposita con delicadeza sobre la cama, advirtiendo como aun ella se sacude y gime quedamente, mientras aun sigue expulsando los fragantes jugos internos que manan por la vulva.
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