La Reina lujuriosa 3
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Cuando Stephen deja el cuarto, Eleanor, que no ha perdido un solo detalle del largo coito a través de la puerta entreabierta de su cuarto, penetra a la cámara. Acostándose junto a su ama la recorre por entero con su boca, sorbiendo la mezcla de sudor, flujo y semen que la cubre, refrescando los tejidos fatigados de los pechos con la suavidad de la lengua y, dejando que sus dedos acaricien con ternura las castigadas carnes de la vagina, beneficia al insaciable clítoris con la leve succión de los labios. Comprobando como su ama responde con relajada voluptuosidad a tales caricias, gimiendo quedamente entre hondos suspiros de ahíta complacencia, hunde su boca en el ano que, como en un acto reflejo, se dilata mansamente y su lengua lo penetra profundamente al tiempo que sus dedos juegan entre la excitación al clítoris y la penetración de la vagina.
En un digno colofón a tan maravillosa jornada y perdida en las nubes de la inconsciencia, Ingrid alcanza un nuevo y plácido orgasmo, bañando con la abundancia de sus fluidos las fauces de la muchacha, que los recibe alborozada como si de un elixir se tratara, saboreándolos con deleitada fruición.
A la mañana siguiente, Eleanor comprueba que su ama no recuerda haber sostenido el mínimo contacto con ella y, cuando la insta con prudencia a que se abra a la confesión, no tiene reparo alguno en contarle con cierta perversa complicidad hasta el más pequeño detalle de las magníficas penetraciones del Duque pero incurre en ciertas lagunas que confirman a la muchacha de que ciertos actos los ha cometido sin tener cabal conciencia de ello.
Poco a poco, como una mariposa emergiendo de la crisálida, Ingrid se deja ver en las calles de la aldea y comienza a acudir a actos y festejos a los que no asistiera desde la marcha del Rey. Los espesos bosques vuelven a escuchar el galope de su cabalgadura cuando se pierde entre los brezales en persecución de la presa en las muchas cacerías que ahora organiza. Radiante y espléndida con su larga cabellera rubia al viento cual una mítica Valkiria de la lejana Turingia, deja aflorar toda la bravura de sus ancestros germanos, jineteando con soltura algunos de los más bravos corceles de la cuadra real.
La exposición al aire libre va atezando su piel que ahora luce un saludable color levemente dorado y su cuerpo va perdiendo algunas de las adiposidades que la vida sedentaria había instalado en ciertas partes, antes ocultas por las pesadas ropas de castillo. Este renacimiento de la soberana no deja de extrañar al pueblo que, sin embargo, lo recibe con alegría, ya que en estos años la ominosa autoridad del Regente se ha manifestado por demás molesta.
En realidad, el cambio de actitud de Ingrid se debe a una combinación de factores; el saber que su esposo aun sigue vivo a pesar de permanecer prisionero de los musulmanes ha consolidado su auto estima como soberana, papel que ha decidido asumir con toda autoridad. También ha incidido el nuevo mundo de relaciones sexuales que tanto Eleanor como Stephen han abierto para ella, resignada ya a vegetar entre el protocolo y las virtuosas piezas de tapicería que ha realizado por años y, finalmente, el descubrirse soberana y mujer en toda su plenitud con el poder que ello implica, conociendo que existen hombres y mujeres a los que no les son indiferentes sus encantos y de cuyo favor podría disfrutar con sólo mover un dedo.
Sin el ardor de los primeros días de deslumbramiento, ha hecho de las relaciones con la muchacha una saludable gimnasia cotidiana que epiloga satisfactoriamente el ajetreo de su jornada. Metidas debajo de las frescas sábanas, pasan largas horas comentando las cosas de palacio y detalles de las nuevas diversiones de Ingrid, abandonadas a las caricias de sus manos u ocupando sus bocas en prolongados besos y profundas lamidas y succiones que, finalmente, resumen sus necesidades físicas en un acople tan placentero como edificante.
Sus relaciones con Stephen son tan esporádicas como sorpresivas; en una semana la ha visitado dos veces y en ocasiones pasan diez o quince días sin tener noticias de él, cosa que a Ingrid no le desagrada, ya que tras cada encuentro con el normando queda tan agotada y vapuleada que agradece el no ser su esposa, obligada a soportarlo todas las noches
Todos sus encuentros se convierten en una excitante aventura, porque jamás pueden olvidar el miedo a ser descubiertos y entonces sus pasiones los espolean a mayores osadías, sumando tal energía al feroz placer, que jamás eso podría haber sucedido en las relaciones normales de una alcoba matrimonial.
El parece animado por un espíritu maléfico y demencial, gozando al someterla a las más abyectas aberraciones sexuales, especialmente porque ella no sólo acepta de buen grado estas vejaciones, sino que las disfruta casi sin medida y se entrega a ellas con un entusiasmo que asusta. Ingrid sabe que él está proyectando en estas vilezas el odio que siente hacia su marido, convirtiéndola en el vehículo más apto para enlodar su honor y es justamente por eso que se enfrenta a cada cópula, cada sodomía, con la euforia de estar satisfaciendo sus necesidades más primitivas, pero al mismo tiempo le está demostrando al Regente que, en cualquier campo, en cualquier tipo de lid, el Rey es imbatible.
No obstante esa relación de amor-odio, Ingrid comienza a hacerse dependiente de ellas, especialmente al tremendo falo que los sucedáneos provistos por Eleanor no logran igualar y así se lo hace conocer a la joven quien, a la noche siguiente decide darle una sorpresa. Después de los deliciosos prolegómenos de sus juegos sexuales, en los que la muchacha va avivando los fuegos que hacen bullir el caldero de su deseo, aguardando con impaciencia que aquella inicie la ronda final que inevitablemente las sumirá en un mar de arrebatadoras emociones, Eleanor, en medio de subyugantes caricias y besos, toma una larga bufanda de seda y tapándole con ella los ojos, le pide que aguarde un instante.
En plena ascensión hacia la cima del placer, Ingrid aguarda la sorpresa con medrosa inquietud cuando siente el roce de unos labios desconocidos sobre los suyos. Estupefacta por esa presencia no deseada, trata de desasirse de la venda pero un par de manos sujetan vigorosamente sus muñecas a la espalda y los labios que cubren su boca, ante las fuertes dentelladas con que ella se resiste, se deslizan por su cuello para ascender la colina de sus pechos que se bambolean agitados por los sacudimientos de su cuerpo y finalmente, abrevan en la fuerte dureza de sus pezones, ya excitados por Eleanor.
Es esta la que, ante sus indignadas exclamaciones, posa sus labios sobre la boca rugiente susurrándole que se quede tranquila ya que no se trata de una violación sino una manera de paliar su urgente reclamo ante la necesidad de una verga y que la venda obedece a dos propósitos; uno, el preservar la identidad de sus nuevos amantes para que ella, como su Reina, no se vea obligada a bajar la vista en su presencia al recordar que sexualmente es sólo un ser humano. El otro propósito, es darle aun más expectativa al sexo, no sabiendo de qué forma ni cómo será sometida, permitiéndole ser aun más audaz e intrépida en sus manifestaciones físicas.
Acallando los insultos, Ingrid percibe como mientras la muchacha juguetea en su boca con la lengua y la suya se le enfrenta como en tantas batallas cotidianas, la boca del hombre sobrevuela los senos, con la lengua tremolante fustigando las inflamadas aureolas y los labios succionando apretadamente los pezones, complementando eso con fuertes apretujones de los dedos, retorciendo duramente al apéndice mamario.
Los labios y la lengua de su dama la van sedando y, dejando de forcejear, disfruta complacida de los besos, aceptando con cierta perplejidad la rudeza con que el hombre excita sus pechos,cuando siente otra presencia entre sus piernas separadas instintivamente. Las manos fuertes que la acarician no tienen la aspereza de un trabajador o un guerrero, por lo que colige debe de tratarse de gente de palacio. Los dedos del hombre recorren sus muslos con cierta delicadeza, despertando alguna inquietante cosquilla en sus riñones y, mientras besa apasionadamente a Eleanor, aguarda con impaciencia el momento en que su sexo sea intrusado.
Tal vez a causa de su rango, los dedos se muestran timoratos, como renuentes a ese contacto y cuando lo hacen, se deslizan tenuemente a lo largo de la vulva rascando suavemente sobre la devastada alfombrilla dorada de su vello púbico y, van separando los labios con tímida prolijidad, escarbando entre los pliegues ya abundantemente lubricados por sus jugos. Murmurando entre gemidos de complacencia, siente como sus tejidos se rinden mansamente a la caricia y los dedos recorren acuciantes el interior del sexo, manteniendo separados los dos rosados pétalos internos para que la punta afilada de una lengua traviesa los vaya excitando en tanto que recorre todo el fondo nacarado del óvalo, encontrando cobijo sobre la caperuza del clítoris que ya comienza a manifestarse.
Los labios, finos y tersos, encierran a la pequeña excrecencia sin dejar de azotarla con la lengua. La encierran y succionan con delicada rudeza, mientras que dos de los dedos se van introduciendo lentamente en la vagina, rebuscando sobre la plétora de mucosas. Hallando rápidamente esa callosidad que la enloquece, comienzan a frotarla tenuemente hasta que la exagerada expansión de sus gemidos los instan a incrementar el roce, en tanto que la boca abandona al clítoris a la acción sañuda del pulgar para raer con los dientes los carnosos pliegues que rodean la entrada a la vagina.
Abrumada por el goce excelso que entre los tres le están provocando, deja que su cuerpo manifieste su complacencia en un lento ondular que la agita desde los hombros hasta los pies, obligándole a encoger las piernas y elevar ansiosamente la pelvis. Sintiendo como intercambian posiciones, recibe con beneplácito la boca y las manos de la muchacha en sus senos y cuando su lengua inquieta se aventura a la búsqueda de lo que la joven le ha negado, encuentra la cálida redondez de un pene, aun no del todo rígido. Cuando el glande se frota contra sus labios abre la boca con gula, alojando la cabeza entre ellos y sus manos, ya libres, acarician el tronco el miembro. La lengua recorre como una sierpe el profundo surco y los labios succionan duramente la delicada y sensible piel del prepucio mientras que los dedos, cubiertos por una espesa capa de su saliva, se deslizan a lo largo del que ya es un verdadero falo en duro estregamiento.
Ya los dedos y la boca del otro hombre no someten al sexo y una verga de regular volumen se introduce en su vagina. Ninguno de los dos miembros alcanza el tamaño del de Stephen, pero al parecer, los hombres son lo suficientemente hábiles como para no hacerle notar la diferencia. Sintiendo profundamente como el cuello del útero es rozado por el falo y el duro movimiento rotativo con que el hombre lo hace estregarse placenteramente contra sus carnes, atrapa al miembro entre las manos y lo hunde en su boca hasta que le provoca pequeñas arcadas, iniciando un lento vaivén de la cabeza que acompaña con violentas succiones, arrancando sonoros rugidos al hombre.
La intensidad inédita, le hace envolver sus piernas a la cintura del otro hombre, impulsando su cuerpo aun con más fuerza, mientras redobla los esfuerzos de sus manos y boca, sintiendo la excitante ternura de Eleanor sobre sus pechos. Estremecida, como atacada por alguna enfermedad, todos sus músculos se contraen al ritmo de la cópula y cuando siente la familiar revolución que le anticipa la expansión de la satisfacción, con los dientecillos de la muchacha haciendo estragos en los senos, los hombres prorrumpen en roncos bramidos de placer y tanto su boca como la vagina son inundadas por una catarata seminal que riega con cálida abundancia sus entrañas y ella saborea con delectación la lechosa eyaculación.
Conociendo las reacciones de su ama; la tensión que hincha de manera exagerada las venas del cuello y los dientes fuertemente apretados, más el espasmódico rasguño de sus dedos a las sábanas, le indican a Eleanor que Ingrid se encuentra en la cúspide de su más exaltado deseo y, abalanzándose sobre su boca hunde en ella la lengua, degustando el almendrado jugo que aun resta en la de su ama, trenzándose en dura batalla de lengüetazos y chupones con el excitante trasiego de salivas y semen que se transfunden de una boca a la otra.
Una mano de la muchacha se desplaza hacia las húmedas regiones de la entrepierna y dos dedos diplomáticos inician un lento restregar rotativo sobre la delicada caperuza que se yergue en la entrada a la vulva, que ya dilatada por el intenso trajín a que la ha sometido la verga, muestra la profusión casi grosera de sus pliegues desplegados como una flor. Ingrid reacciona con conmocionada voluptuosidad y abrazando a la joven la hace rodar hasta que queda debajo de ella, escurriéndose en agradecida compensación hacia el vértice de las piernas a las que abre con imperioso gesto, dejando al sexo de la joven en oferente exposición. Guiándose por su instinto y por su olfato que no puede ignorar los aromáticos efluvios que emanan desde él, busca el contacto con la lengua tremolante y cuando lo hace, fustiga con tierna violencia las juveniles carnes de la muchacha que, abrasadoramente excitada, la recibe con exclamaciones de goce y guiando la cabeza con sus manos, hace que la boca toda se estrelle contra los delicados tejidos. Los dedos de la soberana, dúctiles y habilidosos en el bordado, van trazando verdaderas filigranas entre los pliegues que varían desde el rosado intenso del interior hasta el violeta casi negro de sus bordes, soflamados por la sangre que ha acudido a ellos.
Mientras la lengua escarba embebiéndose de los humores que los empapan, busca con insistencia el pequeño botón que se insinúa debajo del capuchón y los labios lo encierran entre ellos, sometiéndolo a intensas chupadas, rayéndolo tenuemente con el filo romo de los dientes. Los intensos gemidos complacidos de Eleanor parecen enajenar a la germana que, haciéndola alzar las nalgas, introduce dos de sus finos y largos dedos en la vagina de la joven que, ante ello, sacude espasmódicamente las caderas contribuyendo a que la penetración vaya ganando en profundidad y es en ese pico de magnífica exaltación que Ingrid siente como un par de manos separan las nalgas de su grupa alzada y una boca golosa rebusca en su sexo, refrescando con su saliva los tejidos ardientes, mientras la lengua poderosa se introduce vibrante en su vagina.
Lo insuperable de la excelsa caricia la lleva a incrementar la penetración de la muchacha y es ahora su mano entera la que, con la ayuda de las abundantes mucosas que la lubrican, se desliza ahusada dentro del sexo en un suave vaivén que la excita tanto como a Eleanor, quien recibe alborozada la presencia de la verga del otro hombre en su boca.
Quien zangolotea entre sus piernas ya no se limita a la succión y manipulación harto placenteras, sino que ha ido penetrándola lentamente con una verga que la estremece por su rigidez. Con exasperante lentitud, centímetro a centímetro, el falo va desgarrando los suaves tejidos de la piel a causa de los extraños ángulos con que el hombre lo dirige y que hacen de la intrusión un soberbio calvario. Bajando su torso hasta que los senos se aplastan contra las sábanas, consigue elevar al máximo la grupa, iniciando un fuerte ondular que facilita y ahonda la penetración.
Fascinada por el placer que le brinda la saña vesánica del hombre, intensifica el accionar de la mano en el interior de la joven que, empeñada en la succión al miembro ha colocado los pies sobre sus espaldas. Tomando impulso se eleva en violentas contracciones contra su boca que se hace un festín sometiendo las carnes del sexo, al tiempo que el hombre, tras excitar los esfínteres del ano con el dedo pulgar, dilatándolos ampliamente, extrae la verga de su vagina y la introduce en la oscura caverna de lábiles músculos.
En forma simultánea se superpone la ambivalencia del más tremendo dolor con la gloriosa sensación del goce más fulgurante y, olvidada ya del sexo de Eleanor, se dedica mover su cuerpo con la misma cansina cadencia con que él la penetra y de su boca mayestática brotan los insultos más soeces mezclados con los sollozos que le cierran el pecho. El hombre ve como la oscura apertura del ano ha cedido totalmente a sus vigorosas arremetidas y es cuando retira la verga que observa embelesado como este, semejando la dilatada boca negra de un volcán, palpita por unos instantes adoptando la dimensión que le otorgara el miembro mostrando el suave color rosado de la tripa para luego volver a contraerse en el consabido frunce que lo caracteriza. Esperando que ello suceda, presiona nuevamente contra él y la verga torna a invadirlo en toda su extensión, repitiéndose esto, una y otra vez, en medio de las estridentes exclamaciones de placer de Ingrid.
Aferrándola por los oscilantes pechos, el hombre va obligándola a levantar el torso dejándose caer lentamente hacia atrás y, en la medida en que ella acompaña este movimiento quedando recostada sobre su pecho, el ángulo de la penetración se le hace insufrible. De alguna manera instintiva sabe lo que tiene que hacer y buscando las piernas encogidas del hombre, apoya en sus muslos los pies, dándose impulso para el vaivén de sus caderas que se acompasan al ritmo de la penetración.
Con el cuerpo ladeado, su cabeza yace sobre los bíceps del hombre y es hasta allí que llega Eleanor abriéndose acuclillada de piernas, dejando que su sexo quede sobre la boca del ama, quien con golosa complacencia, pone toda la angurria de sus labios y lengua al exquisito solaz que le provoca el sexo, gotoso de fragantes fluidos.
Incrementa el balanceo de su cuerpo cuando siente que, tras fustigar su sexo, abierto y oferente con la sierpe de su lengua, el otro hombre filtra diestramente sus piernas entre el hueco que dejan las suyas apoyadas en los muslos y la verga se va hundiendo con toda su vigorosa rigidez en la vagina. Nunca hubiera imaginado el tremendo placer que está obteniendo con los dos príapos traqueteando en su interior, estrellándose uno contra el otro como si la delgada pared membranosa que los separa no existiera y, sabiéndola causante de tanta dicha, multiplica la acción sobre el sexo de la muchacha en un emocionado agradecimiento.
El regio aposento se ve invadido por los rugidos, suspiros, bramidos y maldiciones que tanto el dolor como el goce arranca en los denodados amantes, que durante largo rato se debaten en esa subyugante y fragorosa batalla de los sentidos hasta que es la misma Reina la que reaccionando, les suplica con imperativa urgencia que ya dejen de dañarla y los cuatro se desmadejan agotados sobre el lecho.
Cuando los rayos del sol se filtran a través de las estrechas aspilleras de la Torre, con el cuerpo derrengado, Ingrid recibe de manos de Eleanor un abundante desayuno que le ayudará a recuperar las fuerzas tan maravillosamente perdidas. Resplandeciente, ahíta de sexo y pletórica de una licenciosa incontinencia, tras consumir los alimentos, se deja estar lánguidamente en brazos de la muchacha, abierta a la confidencia de las perturbadoras emociones que alcanzara por primera vez en su vida de una manera tan cruelmente brutal y placentera.
Como para compensar esa lascivia que parece invadirla día a día, sabiendo en su fuero íntimo que no es conducta propia de una soberana, ordena repartir entre la gente de la aldea una generosa cantidad de alimentos y granos, ocupándose personalmente que nada de aquello quede en mano de los vasallos que ejecutan sus ordenes. El vulgo vitorea asombrado a aquella soberana que, aunque extranjera y poco querida, cabalga ahora sobre un brioso potro fiscalizando la tarea de los pajes, ignorando que esta a su vez se pregunta con curiosidad quienes de aquellos fornidos y bellos efebos han sido los que tanto la complacieran.
Cuando Stephen regresa cuatro días después, encuentra trastocado ese orden tan cuidadosamente elaborado desde la marcha del Rey, especulando con el resentimiento que el pueblo guardara hacia su reina a causa de su condición de extranjera y el altivo encierro en que se mantuviera siempre, fueran campo propicio para ejecutar las siniestras maniobras que lo llevarían finalmente al poder.
Enojado consigo mismo por haber confiado en la hermosa ligereza inconsciente de la germana, no se demora en cobrar venganza, acudiendo esa misma noche a los aposentos reales y sometiendo a la soberana a la más estrepitosa de las noches que los dos tuvieran memoria y que a ella, en vez de vindicativa, le parece tan deliciosa como la que sostuviera con los pajes y Eleanor. Luego de poseerla durante horas hasta que ella misma le pide clemencia ante la opresión desmedida, él se retira llevándose como botín subrepticio algunas prendas de ropa que, bordadas con las iniciales de la Reina no pueden menos que pertenecer a su ajuar íntimo.
Pretextando obligaciones de Estado, él vuelve a partir en una nueva gira en la que estrecha ciertos pactos preexistentes con algunos nobles del reino y que favorecerán su conjura al abrigo de las evidentes muestras físicas de la concupiscencia de la soberana y cuyo conocimiento comienza a esparcirse por las distintas comarcas, divulgados por las picarescas canciones y romanzas de los juglares, rapsodas y troveros.
En tanto se suceden estos hechos, con la alegría de sentirse una mujer completa por la feliz intensidad con que vive sus noches en las que la inefable Eleanor comparte los favores de los mancebos escuderos que la sensibilidad de su cuerpo le hace comprobar no son siempre los mismos, Ingrid consume la calmosa placidez de los días veraniegos alternando sus visitas a distintas aldeas con las fatigosas cacerías en las que da rienda suelta a su ancestral fiereza.
Repentinamente llega la noticia que los captores de su esposo, tras recibir la fortuna que se enviara para su rescate acaban de liberarlo y se encuentra a dos días de llegar a la costa que separa al reino del continente. Alarmado por la noticia, Stephen retorna prontamente, ya que él había movido ciertas conexiones con los musulmanes para que no cumplieran con el convenio y, en cambio, asesinaran al monarca.
Sin embargo, Ingrid demuestra ser tanto o más astuta que él y comprobando la sustracción de su ajuar, urde con Eleanor un plan no sólo para desenmascarar al Duque sino para eliminarlo. Seducidos hasta la admiración, los lacayos que la han disfrutado y aun lo hacen, difunden a un grupo de caballeros leales al Rey la sustracción de la prendas y la conjura del Duque, quien pretende asesinar a la soberana ante la vuelta del gobernante y esa noche, cuando Stephen irrumpe en su cuarto tras atravesar los laberínticos pasadizos secretos, es interceptado por los guerreros que creen estar defendiendo el honor y la vida de su soberana. Luego de un tumultuoso y feroz combate que se desarrolla en la oscuridad de la Torre Blanca donde supuestamente duerme Ingrid, el Regente cae mortalmente herido a causa de su desmedida ambición.
En la mañana, la noticia de que el Regente ha intentado violar y matar a la Reina se esparce rápidamente y son numerosos los caballeros que acuden al castillo para manifestarle su apoyo incondicional, especialmente ahora que el Rey se encuentra tan cercano. Es esa misma cercanía y la muerte del Regente la que impulsa a los conjurados a impedir la llegada del soberano a la isla, ya que su vuelta viene a trastocar la situación de numerosos nobles que han aprovechado su ausencia para cobrar mayor poder e incrementar sus riquezas despóticamente, medrando sobre los intereses del pueblo. Formando un ejército relativamente poderoso y confiando en lo menguado de las fuerzas reales después de tan largo y fatigoso camino, se embarcan para emboscarlo en tierras neutrales del continente.
Ignorantes de esa situación, los habitantes del castillo y la aldea, alegres por el inminente retorno del soberano y la nueva actitud de Ingrid, a quien ya no consideran una extranjera por la forma en que ha resuelto las asechanzas del Regente, organizan una serie de festejos populares con la participación de juglares, saltimbanquis, volatineros, acróbatas y bufones que hacen la delicia de los asistentes, festejos en que la Reina participa activamente, mezclándose con la chusma y repartiendo entre ella dulces y golosinas.
Mariana
Por las noches y ya sin la obligación del protocolo sino por propia convicción, asiste y no pasivamente, a las pantagruélicas cenas en las que la abundancia de alcohol exalta los ánimos de los presentes hasta un límite casi intolerable. Conservando la distancia que merece su posición, no desentona al momento de beber y festejar a carcajadas las groseras poesías metafóricas de los bufones y juglares que ponen un picaresco acento particular en las consecuencias físicas que el retorno de su esposo le deparará. Otras damas cuyos maridos participan de la Cruzada forman coro a su alrededor, festejando las ocurrencias y observando con pasiva tolerancia las desaforadas manifestaciones que el exceso de bebida provoca en los hombres y mujeres que las rodean y en tres o cuatro ocasiones, los ojos de Ingrid han sorprendido la mirada profundamente insistente de Mariana de Wilford.
Reflexionando, se da cuenta que esa situación se ha repetido en todas las ocasiones en que la Condesa ha estado en Dartmoor. También se da cuenta que no es la primera vez en que ella se encuentra pensando en la extraña situación de Mariana; siendo la hija mayor de un señor feudal y considerando que su aspecto físico no ha sido un impedimento, resulta extraño que a los treinta y tantos años permanezca soltera cuando sus tres hermanas menores hace tiempo que se han casado. No habiéndose dedicado a la vida religiosa ni conociéndosele pretendiente alguno, pareciera que su destino es terminar como dama de compañía de otras jóvenes de la nobleza.
Sin embargo, su aspecto se contradice con la imagen que de ese tipo de mujeres se tiene. Típicamente anglo-sajona, Mariana excede en estatura al común de las mujeres y su cuerpo parece estar en concordancia con ello a juzgar por la generosa porción de sus pechos que se ve por el amplio escote de su vestido. Su cara, un tanto larga, destaca el maravilloso cincel de la nariz y los labios perfectamente delineados, gordezuelos y fuertes, pero lo que verdaderamente hace atractivo al rostro son los ojos; de un gris claro que no los hace fríos sino traviesamente alegres, aparecen enmarcados por profusas y largas pestañas negras que contrastan con la curva dorada de sus cejas espesas y el rubio cabello trenzado en complicadas vueltas que dejan al descubierto la curva grácil del cuello.
Forzándose a abandonar sus pensamientos por el fragor de la fiesta, presta atención a un mensajero que con el rostro demudado se ha abierto camino entre el pandemonio y que, tartamudeante, le da la infausta noticia de que su esposo ha sido emboscado y muerto por un grupo de bandidos en Arrás, antes de poder embarcar hacia Hastings.
Haciéndose escuchar en medio de la baraúnda, comunica a los cortesanos del asesinato de su Rey y la fiesta entonces se convierte en un mar de sollozos, gritos de rabia y maldiciones vindicativas contra aquellos desconocidos. A pesar de sentir la angustia que toda muerte conlleva, Ingrid se da cuenta que en su fuero interno es como si hubiesen soltado una cuerda demasiado tensa y su definitiva ausencia la alivia. Con el pecho sacudido por una violenta emoción, cae en cuenta que, extranjera o no y sin hijos que sucedan al Rey, ella es legítimamente y por derecho la nueva soberana. La alegría y la emoción la hacen estallar en un convulsivo llanto que, por suerte mal interpretado por los súbditos, hace que tanto Eleanor como Mariana que se ha agregado al círculo íntimo, la conduzcan compasivamente hacia la Torre donde la obligan a guardar reposo.
Por la mañana y recién levantada, recibe al Arzobispo quien, en ausencia del Rey y el Regente, es la máxima autoridad del país. Por suerte, la larga noche sin dormir y el exceso de alcohol, dan a su rostro un aspecto abotagado propio de quien a estado llorando por horas y el religioso se conduele de la pena de la germana.
Haciéndole ver que el reino se encuentra acéfalo y que cualquier demora podría provocar la codicia de algunos nobles que tratarían de tomar el mando, le suplica que deje por unos momentos el dolor de lado y se prepare para ser proclamada Reina a la brevedad. También le informa con discreta circunspección que deberá cambiar algunas de sus costumbres, dedicándole más tiempo a los asuntos de Estado y, ateniéndose al protocolo, nombrar como su dama de compañía a una mujer virtuosa y de noble rango en lugar de la plebeya que ahora la atiende.
Como si hubiese sido mágicamente convocado, acude a sus labios el nombre de Mariana de Wilfort, a lo que el Arzobispo asiente entusiasmado por la prudencia de su nueva soberana al elegir a una mujer de tanto mérito como la Condesa, pero inmediatamente lo pone en un aprieto al pedirle que acceda en confirmar como Lady a Eleanor, que desde la niñez le ha sido siempre fiel. Dándose cuenta que la Reina será un hueso duro de roer a la hora de negociar por cosas del reino, el anciano accede y le dice que convoque inmediatamente a Lady Mariana que, conocedora del ceremonial del reino, le ayudará a prepararse para la asunción de mando al mediodía siguiente.
Cuando el Arzobispo se despide con una reverencia, la conciencia de ser ya la soberana única y absoluta de tan importante nación la conmueve y por primera vez estalla en sincero llanto. Más calmada y con la ayuda de Eleanor que, súbitamente recatada y tímida se mantiene prudentemente en un segundo plano propio de una plebeya, comienza a elegir algunas prendas de vestir que a su entender serán apropiadas para el magno acontecimiento mientras esperan la llegada de Lady Mariana que se aloja en otras dependencias del mismo castillo.
Cuando esta llega, para no hacer evidente la relación que las une, la muchacha se retira respetuosamente y las dos mujeres quedan solas en la privacidad del cuarto real. Intimidada por la fuerte personalidad de la inglesa y evitando expresamente que su mirada se cruce con la de los subyugantes ojos grises, revuelve nerviosamente las prendas escogidas y escucha con un poco de sorpresa como Mariana le dice que para comprobar si el corte y la caída de las telas son las que corresponden al espectáculo que supone la ceremonia, necesita vérselas puestas.
Cohibida como si fuera una niña y perturbada por poner en evidencia ante una extraña la desnudez de su cuerpo, se cambia el vestido de espaldas, sin poder evitar que aquella vea las elementales bragas cubren su cuerpo. Como Mariana parece hacer caso omiso de su desnudez, interesada sólo en elegir las prendas que por su riqueza se adapten mejor a la circunstancia, la agitación vergonzosa de su pecho se va aquietando y lentamente, con el roce de las telas y los ocasionales contactos de las manos de la Condesa mientras le prueba las distintas prendas, va dejando lugar a esa cosquillosa inquietud en su vientre que ella relaciona siempre con la excitación sexual.
Sin proponérselo conscientemente y con una fingida soberbia propia del rango que ya detenta, ordena a la respetuosa dama que, a falta de un espejo apropiado, se coloque ella el vestido escogido para comprobar como lucirá en la ceremonia. Obedientemente y sin demostrar el menor pudor, la inglesa se desnuda e Ingrid corrobora las sospechas sobre su cuerpo. Sin ser exuberantes, sus pechos son sólidos y plenos, con unas curiosas aureolas abultadas de gruesos pezones. Su vientre chato y liso no muestra adiposidades y las anchas caderas se apoyan sobre las torneadas columnas de sus piernas, en cuyo vértice luce espléndida una espesa y recortada mata de ensortijado vello rubio.
Cuando Mariana se ha colocado el vestido, Ingrid se aproxima a sus espaldas para terminar de ajustar los complicados pasa cintas que hacen de cierre. La nuca delicada y libre de cabello se yergue invitadora ante sus ojos y la dulce fragancia a mujer que emana del cuerpo de Mariana, mezcla de transpiración, alhucemas y acres perfumes íntimos, golpean como un mazazo sus sentidos y, con los hollares dilatados por el deseo, aferra por los hombros a Mariana para hundir su boca en la nuca, besándola con histérica urgencia.
Paralizada o complaciente, la Condesa se deja estar y ni siquiera protesta cuando la germana desliza con sus manos el vestido que cae a sus pies. Los dedos acarician tímidamente la piel rosada, casi blanca, de la inglesa y al paso de sus yemas es como si unas magnéticas vibraciones establecieran un extraño vínculo entre las dos pieles confundiéndolas en una sola. Tentando levemente sobre las carnes del vientre, exploran su tersa superficie apenas abultada por incipientes músculos y lentamente se van aproximando a su objetivo real.
Con infinita prudencia, sopesan la comba que el peso de la mama hace en la parte inferior de los senos y suavemente se introducen dentro de la arruga que forma la unión con el torso, resbalando sobre la transpiración acumulada. Mientras su boca se entretiene en besar, succionar y mordisquear la delicada piel del cuello de Mariana, los dedos bien lubricados ascienden palpando tenuemente las carnes conmovidas de los pechos hasta tomar contacto con los gruesos gránulos de las aureolas que se yerguen como pequeños senos y ahora son las uñas que raen delicadamente la áspera superficie, arrancado en la inglesa en primer gemido de excitación.
Ingrid se desprende facilmente del sayo que cubre provisoriamente su desnudez y aplasta su cuerpo ardiente contra el de la inglesa que, con una leve ondulación se restriega contra sus carnes, adaptándose casi miméticamente a ellas. Sus manos han vuelto a tomar posesión de los pechos, pero ahora acompañadas por las de Mariana que las guían e incitan para que sobe entre los dedos a los ahora endurecidos senos. Exhalando leves gemidos de excitación, Mariana echa hacia atrás su cabeza y, con los ojos cerrados deja que escape de entre sus labios la sierpe ondulante de su lengua en busca de la suya.
Aprovechándose de su mayor estatura y corpulencia, mientras una de sus manos ya estruja sin piedad alguna al seno, la otra aferra a la Condesa por su elaborado peinado y forzándola a ladear la cabeza, fustiga con su lengua la de ella. Lentamente, poco a poco, los labios van aproximándose, rozándose tenuemente hasta que en medio de un ronco y quedo ronquido, las bocas se unen, comenzando con un suave chupeteo que con el incremento de la excitación va convirtiéndose en una desesperada succión.
Sin desunir las bocas, han ido girando hasta quedar frente a frente, estrechándose en apretados abrazos en los que la alocada búsqueda de las manos recorre lúbricamente los cuerpos como manifestación física de la angustia histérica que se ha instalado en sus vientres. A los tropezones y sin decidirse a deshacer el abrazo, Ingrid la empuja hacia el lecho y ambas se derrumban sobre él.
A los remezones y ahorcajada sobre ella, conduce a Mariana hacia el centro de la cama. Murmurando palabras ininteligibles y gimoteando de felicidad por la concreción de esa unión tan largamente anhelada como ignorada aun para ellas mismas, se toman mutuamente de la cara y las bocas se prodigan en infinidad de besos menudos y tiernos, pareciendo querer absorber los hermosos rasgos de la otra en una especie de lasciva simbiosis.
Es finalmente Ingrid quien se decide, abandonando la boca golosa de Mariana y escurriéndose a lo largo del cuello hasta arribar a la gelatinosa pulposidad de los senos que siempre despertara su atención. Suavemente rosados, repentinamente cubiertos de un curioso rubor, los pechos reciben estremecidos la caricia con que labios y lengua se prodigan sobre ellos, especialmente sobre la arenosa superficie de las abultadas aureolas, azotando a los endurecidos pezones y encerrándolos entre los labios en apretados chupones.
Por la complaciente aquiescencia con que la mujer ha accedido a sus requerimientos, comprende que no es primeriza en esas lides y decide comprobar si es así. Mientras su boca se concentra en uno de los pechos, succionando fuertemente las carnes y dejando oscuros hematomas sobre la blanca piel, una de sus manos se dedica a pellizcar al pezón del otro seno y, cuando está lo suficientemente duro, lo encierra entre sus dedos índice y pulgar para retorcerlo cada vez con mayor intensidad, arrancando en Mariana ayes contenidos de goce y dolor.
La otra mano repta a lo largo del abdomen hasta tropezar con la velluda alfombra que guarnece al sexo y, abriéndose paso entre los hirsutos pelos, llega a tomar contacto con los labios mayores de la vulva y ante ese leve roce, la inglesa se agita con vibrante ansiedad. Diplomáticamente, los dedos recorren con pequeños toques las carnes, iniciando un despacioso ambular desde el Monte de Venos hasta la fruncida entrada al ano, haciendo que la mujer aumente sus estremecimientos al tiempo que acaricia frenéticamente su cabeza para impulsarla contra su seno, en tanto que los labios del sexo, como ante un toque mágico, van dilatándose espontáneamente dejando ver los rosados pliegues de su interior abundantemente lubricados por los líquidos que fluyen del propio aparato sexual.
En medio de rumorosos gemidos, Mariana la alienta a seguir con la caricia y luego de unos momentos en que los dedos restriegan la alzada caperuza del clítoris y rascan suavemente el delicado fondo del óvalo opalescente, el dedo mayor se desliza cuidadosamente dentro del palpitante hueco de la vagina. Como ella esperaba, no sólo no recibe impedimento alguno como sería correcto en una mujer soltera sino que los músculos internos se cierran alrededor del dedo, incrementando el nivel del roce.
Mientras ella comienza a raer con el filo agudo de sus dientes la carnosidad del pezón y sus uñas se clavan despiadadamente sobre el otro, otro dedo acompaña al explorador del sexo y resbalando sobre la espesa capa de mucosas que cubre el interior de la vagina, se dedican a buscar la ubicación de aquella callosidad que a ella le hace perder la razón.
Evidentemente lo mismo le sucede a Mariana, ya que al rozar casi accidentalmente la dureza, arquea su pelvis e inicia un suave hamacar de sus caderas. La excitación pone a Ingrid fuera de sus cabales y deslizándose a lo largo del vientre, aloja su cabeza entre las piernas separadas de la inglesa y al ver el espectáculo de ese sexo gordezuelo y palpitante exhibiendo la roja inflamación de sus tejidos bañadas de abundantes jugos, su mente se obnubila de deseo y la lengua tremolante recorre los oscurecidos pliegues externos. Mientras tanto, los dedos abren como los pétalos de una flor sangrante las rosadas aletas de sus pliegues internos dejando al descubierto el fondo perlado en el cual se destaca la diminuta apertura de la uretra, sobre la que campea la vigorosa caperuza de un clítoris desusadamente grande y erecto.
La lengua tremolante azota las pieles donde se adivina el glande del pene femenino hasta el agotamiento y entonces es reemplazada por los labios que, con ayuda de los dientes, succionan y raen delicadamente la excrecencia, estirándola hasta el límite de lo imposible, arrancando sonoros ayes de pasión en Mariana que, lentamente, va envarando el cuerpo, elevando las caderas de tal forma que Ingrid se ve obligada a seguir este movimiento para no perder contacto con el sexo.
A continuación, la inglesa coloca las dos piernas sobre sus espaldas y entonces, arrodillada, Ingrid recibe en su boca el sexo pulsante de Mariana. Las fragancias que emanan desde la caverna umbrosa de la vagina estimulan su olfato y mientras acentúa los lengüetazos y succiones al clítoris, escudriña el canal vaginal con tres dedos encorvados que mueve en ciento ochenta grados y acelera su vaivén conforme aumentan los gemidos de la inglesa. De pronto y con la misma potencia con que se proyectan los chorros de esperma en los hombres, en espasmódicas contracciones, casi como escupitajos, expulsa una cantidad inusitada de flujo que escurre a través de los dedos y llena sus fauces que degustan el agridulce líquido con fruición.
El orgasmo de Mariana sólo parece haber servido para liberar la lascivia de las mujeres y ya sin recato ni pudor alguno, como en una danza diabólica, ambas se colocan invertidas abrazándose estrechamente por las nalgas y dejan que labios y lenguas devoren al sexo de la otra, cargándolos con sus jugos internos y las espesas salivas que escurren desde las bocas, mientras que los dedos se encargan de socavar profundamente no sólo sus vaginas sino también las umbrosas profundidades de los anos.
Bramando roncamente, ruedan sobre la cama, asumiendo alternativamente roles de pasividad y agresividad, otorgando y recibiendo de la otra la inefable sensación de saberse protagonistas de los más intensos placeres que han disfrutado en su vida. Ya las dos han alcanzado largamente sus orgasmos pero no ceden un ápice en la fiereza de la inusual cópula y Mariana, tomando la iniciativa, hace que Ingrid, sentada y con las piernas abiertas, deje lugar para que se acomode atravesada entre ellas provocando el roce de sus sexos.
Con una mano aferra su nuca, incitándola a que ella haga lo mismo. Asidas de esa manera, abre con sus dedos los pliegues de la vulva y con pequeños remezones consigue que se estrellen contra los de Ingrid y así, con las carnes inflamadas restregándose una contra la otra, inician un ligero vaivén que va incrementándose en la medida en que las dos sienten arder el volcán de su histérica excitación. Pronto el ruido de las carnes chasqueando sonoramente es síntoma de la próxima satisfacción hasta que van amenguado la intensidad del balanceo y con las riadas del alivio líquido, unen sus bocas y los cuerpos sudorosos se restriegan complacidos mientras el deseo ahíto las hace estrecharse apretadamente y murmurando encendidas palabras de pasión, desplomarse agotadas en la cama.
Cuando ese mediodía el sol ilumina a pleno la extensa explanada del Castillo y, tras arrodillarse sobre un suave almohadón de terciopelo rojo recibe en su testa de manos del Arzobispo la corona que la inmortaliza como soberana, alza su cuerpo en toda su esbelta estatura y, ante los vítores del pueblo, toma asiento en el regio trono. Flanqueada por las dos mujeres que más han influido en su vida, recibe la graciosa mirada cómplice de la ardiente de Eleanor y la serena tranquilidad de la experimentada Mariana, segura de que entre las dos la sostendrán, ayudándola a cumplir con su rol de Reina y viuda vitalicia. Ante el fervor de ese pueblo que ya es el suyo, se juramenta hacer de su reinado una nueva era de paz, en la que las fortunas antes dilapidadas en Cruzadas y guerras se vuelquen en hacer la felicidad de su gente y para sí, se promete un sin fin de secretos e impredecibles placeres convocados por sus dos estupendas amantes y los escuderos desconocidos que aquellas se ocuparán de procurarle indefinidamente.
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