Maribel y yo
Como un hermoso trio termino de manera inesperada.
En cuanto llegué comprendí que mis deseos de relajarme en lo físico y lo psíquico serían de plena satisfacción.
Sobre las 11:30 a.m. llegué al hotel, Después de registrarme en recepción, subí a la habitación para acomodar el equipaje, tomar una ducha y salir a dar un paseo por los alrededores, a modo de toma de contacto con el entorno de lo que sería los cuatro días en el paraíso que me esperaban. La habitación, aunque muy amplia para una sola persona y muy bien acondicionada, no fue de mi satisfacción dado que su única ventana asomaba a un patio interior utilizado como parking, así que decidí solicitar el cambio a una habitación con mejores vistas, para lo que expliqué en recepción que el objeto de mi visita era realizar fotografías y procurar alejar el stress con ellas y la contemplación de paisajes. Me indicaron que no había problema en el cambio pero debía esperar unos minutos dado que aún estaban limpiando y acondicionando una que quedó libre esa mañana desde donde se divisaba un inmenso bosque de pinos. Solicité autorización para colocar el equipaje en el armario de la habitación mientras terminaban de prepararla y así aprovechar para pasear.
Una mujer de unos 45 años, uniformada de falda azul y camisa celeste, bajo un delantal blanco, se afanaba en darle «mejor cara» al habitáculo, según dijo.
Tras un saludo, le dije que no era necesario que se apresurara, que yo no tenía prisas y que había venido a relajarme y no a pasarle mi stress a ella.
Rio, mostrando una fila de dientes muy blancos, perfectamente alineados.
―Gracias, señora, ya era hora de encontrar una clienta sin aires de grandeza. Por aquí abundan las gentes que se creen que las camareras de piso somos una especie inferior y que estamos sometidas a sus caprichos.
―Pues ya ve, no es mi caso. Tan solo quiero descansar.
―¿Viene sola?, no crea que soy cotilla, señora, le pregunto para poner toallas y demás complementos para una o dos personas, según sea.
―Sí, vengo sola, es la mejor manera de andar libre en cuerpo y alma, ¿no cree?
―Pues supongo que sí. Yo nunca he estado sola más de 30 minutos seguidos, así que no puedo opinar con conocimiento de causa. – dijo, sin parar de moverse de un lado a otro, recogiendo ropa sucia por aquí, pasando el trapo por allí.
―Bueno, me marcho, para que pueda terminar sus tareas sin estorbos. Luego volveré a ducharme.
―Ya termino, así que si lo desea puede ducharse ahora. Antes de que termine, ya me habré marchado.
―¿Seguro que no le importa?
―Seguro, señora.
Comencé a llenar la bañera de agua templada, mientras me iba despojando de mis ropas, que fui dejando sobre el banco de madera que estaba en un rincón.
Me sumergí en la bañera, eché sales minerales de las que había perfectamente colocadas junto a jabones, gel de baño y demás productos de aseo que te proporciona el hotel. Empecé a frotar mi cuerpo con suavidad, procurando dar relajamiento a mis músculos durante varios minutos. Cuando terminé, sequé mi cuerpo y salí desnuda a la habitación para sacar del equipaje ropa limpia. Ni recordaba a la señora de la limpieza, ya que creí que había marchado hacía rato, pero no, aún estaba allí reponiendo la pequeña nevera de los productos consumidos por los clientes anteriores.
Las dos nos sorprendimos al vernos de nuevo.
―Disculpe señora, es que con las prisas, me olvidé de reponer el mini bar y he tenido que volver. Espero me sepa perdonar. – dijo titubeante.
Intenté tapar mi desnudez, colocando mis manos de forma que tapara en lo posible mis pechos y mi sexo. Sonrojada, le dije que no era problema y que la culpa era mía por no haber esperado a que terminara su tarea como me habían indicado en recepción.
Nos miramos y al unísono, comenzamos a reír. Ella, con gracia, me dijo que podía vestirme sin ruborizarme, que ella no se iba a sorprender de ver mi cuerpo desnudo, ya que tenía uno parecido al mío, con sus tetitas y su chochete y todo, además de que realmente no le atraían las mujeres. Yo, mostrando mi cuerpo en su totalidad, en muestra de confianza y dirigiéndome al armario para elegir la ropa que me iba a poner, le dije:
―Eso nunca se sabe, tampoco yo tenía el más mínimo interés por las mujeres, hasta que hace algún tiempo, sin saber como, hice el amor con una amiga. Las dos estábamos casadas y, sin embargo, disfrutamos mucho de nuestro encuentro.
―Oye, pues bien pensado, tampoco es tan descabellado pensar que podría ocurrir. Al fin y al cabo, hace mucho que no disfruto de un buen polvo, porque mi marido anda más pendiente de la botella de vino que de sus obligaciones maritales, pero en fin, hasta ahora con mis manitas me apaño. Aunque no es igual.
Yo ya me había colocado unas braguitas blancas que dejaban ver mi sexo casi depilado y estaba poniéndome un sujetador a juego cuando ella me miró para despedirse. No se si fue la conversación o que intuí cierto brillo en su mirada, pero el caso es que se me pusieron los pezones erectos como los picos de los árboles que se apreciaban desde la ventana.
―Bueno, tengo que marcharme, pero si necesitas algo, no dudes en llamarme, mi turno acaba a las seis, así que, hasta esa hora andaré por aquí, barriendo pasillos y atendiendo impertinencias de señoritos. – me sorprendió que me tuteara.
―Gracias por tu confianza, pero no quiero entrar a formar parte de ese tipo de gente que tanto te molesta. Yo, en cualquier caso, te llamaría para tomar algo juntas y charlar un buen rato, como buenas mujeres. – le dije, sin pensar en que podía tomárselo como una provocación.
―Entonces, igual me paso a las seis, cuando termine.
―Te esperaré, si quieres.
Salió de la habitación con cierto nerviosismo. Yo la seguí con la mirada, adivinando sus formas, ocultas bajo el holgado uniforme.
La verdad es que, a excepción de aquella vez con mi amiga, nunca más tuve inquietudes lésbicas, pero esta mujer me había puesto a cien. Quizás sería sus carnosos labios, donde escondía sus preciosos dientes o el hecho de saber que andaba escasa de sexo o no se qué, pero el caso es que me encontraba mojada y con un grado de excitación que hacía tiempo no sentía. Decidí bajar a almorzar al restaurante del hotel, en la terraza, disfrutando de las magníficas vistas que desde allí se apreciaban. Pedí cerveza y aperitivos para hacer tiempo para comer. No dejaba de pensar en ella, la desconocida camarera de piso. Me decidí a pedir una ensalada y carne de caza guisada para comer. Sobre las 15:30 subí a la habitación con la intención de dormir una siesta. Cuando me disponía a entrar, la vi al fondo del pasillo, tirando del carro con los enseres de limpieza. Me saludó tímidamente y le sonreí. Hizo un gesto con la mano que no entendí. Me dijo que esperara y así hice. Se acercó, cogió mi brazo y nos metimos en la habitación. Con voz nerviosa me preguntó:
―¿De verdad quieres que te acompañe luego?
―Solo si tú quieres, no debes sentirte obligada a nada. Supongo que tu familia te esperará cuando termines tu jornada. De todas formas, he venido sabiendo que iba a estar sola, así que no te preocupes por mí.
―Bueno, mi marido estará borracho, como de costumbre, así que nadie me espera. Además estoy extraña desde que te vi esta mañana, no hago más que pensar en conversar contigo sobre cosas de mujeres. ¿Nos vemos a las seis?
―Claro que sí. Aquí estaré.
Me dio un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de mis labios, frotó mis caderas suavemente y se marchó.
Ni que decir tiene que me quedé extasiada, mojada, sintiendo mis jugos atravesar la fina tela de mis braguitas, cayendo por mis muslos. Qué extraña sensación, ni con un hombre me había puesto así jamás, sin que existieran tocamientos previos.
Me desnudé por completo y tendida en la cama, pensando en lo que seguro que iba a ocurrir, empecé a tocarme por el contorno de mis labios vaginales, notando mi propia humedad. Pasaba un dedo por mi jugosa vagina, recogía jugos y los saboreaba. Esto me proporcionaba increíbles espasmos. Pensé en masturbarme salvajemente, pero decliné hacerlo para guardar las energías para ella. Entre tocamientos leves y movimientos de cintura, me dormí.
Me despertó suaves golpes en la puerta. Habían pasado quince minutos de las seis de la tarde. Tras abrir la puerta y verla, vestida de pantalón vaquero y una blusa ajustada con generoso escote, me di cuenta de que no había tenido la precaución de tapar mi desnudez.
―Perdona que te reciba así, pero es que estaba casi dormida e instintivamente me he dispuesto a abrirte.
―No importa, mujer, ya te dije antes que también yo tengo lo mismo.
Le pedí que se sentara mientras me vestía. Junto a la ventana, una mesa redonda con dos butacas, sería el lugar de nuestra conversación. Ella tomó asiento con las maneras más femeninas que jamás vi en mujer alguna. Con una mirada fija, hipnotizada, vio como cogía mis braguitas y cómo, tras ver la mancha que mis jugos habían dejado en ellas, me dispuse a alojarla en la bolsa de plástico que tenía para guardar la ropa sucia. Inocentemente, me preguntó que porqué cambiaba las bragas, si hace solo un rato me había duchado, por lo éstas debían estar limpias. Nerviosa, intenté explicarle el motivo, pero no me salía palabra alguna. Con calor en mi rostro, supongo que de vergüenza, le sonreí y me fui al baño para lavar mi vagina. Estaba secándola cuando levanté la vista y la vi apoyada en la puerta, mirándome fijamente, con los labios entreabiertos. Los pezones que coronaban sus hermosos pechos parecían atravesar sus ropas. Se acercó, me cogió la pequeña toalla de las manos, la enrolló en la suya y terminó de secarme. ¡¡¡Qué maravillosa sensación cuando se puso tras de mí, abriendo mis nalgas suavemente para pasar la toalla por mi ano!!!, con su mano izquierda me acarició el vientre, mientras su derecha se dedicaba a rozar mi culo. Me besó la espalda y salió del baño. Suspiré profundamente y la seguí como lo hacen los pollitos tras su mamá.
Cuando fui a coger ropa interior, me sorprendió diciendo:
―No lo hagas, igual la vuelves a mojar.
―Sí, creo que es mejor así.
Me senté frente a ella. Me preguntó sobre cómo se daban placer dos mujeres. Si alguna vez había utilizado algún juguete para hacerlo y cosas así. Le dije que solo lo había hecho una vez por lo que no era ninguna experta en temas lésbicos, pero que en mi experiencia no hubo otros elementos diferentes a tocamientos manuales y sexo oral. Su nerviosismo aumentó junto a su excitación, aunque debería decir «nuestra excitación», ya que yo estaba a mil revoluciones. Le expliqué que, en mi opinión, el sexo entre mujeres era más dulce que con hombres, ya que la mujer, por naturaleza es más fina y llega a la excitación de manera progresiva y más duradera e intensa que el hombre, el cual, con solo ver una mujer ya está excitado, no entrando a valorar si la pareja lo está o no, simplemente se satisface y si coge a la mujer en el punto, pues bien, y si no es así, pues nada, él a lo suyo y punto final. (Por supuesto que esta última apreciación no era compatible con lo que había sentido ese día, que no necesité mucho tiempo de «precalentamiento»).
Notaba que, en la medida que yo iba hablando, ella se mostraba cada vez más inquieta, juntando sus piernas, mordisqueándose los carnosos labios y suspirando a mayor ritmo. Me levanté, girando sobre mí para encarar el minibar, incliné mi cuerpo para abrir la pequeña nevera, mostrando mis nalgas y los que se podía ver de mi rajita. Giré la cabeza para ofrecerle algo de beber y la vi deseosa, comiéndome con la mirada. Refresco de limón, por favor, me dijo, con la voz claramente temblorosa. Una vez puse las bebidas sobre la mesa, me acerqué a ella, me arrodillé a su lado, le cogí las manos y le dije:
―¿Estás nerviosa?
―Mucho, estoy muy nerviosa y la verdad es que no se porqué. – dijo con un hilo de voz que apenas se apreciaba.
―No hay nada que debas hacer si no lo deseas. Si quieres, podemos hablar de otras cosas, me visto y damos un paseo o si lo prefieres, te marchas y no pasa nada. Esto es solo una conversación entre amigas.
No dijo nada, se levantó de la butaca y comenzó a descubrir sus grandes pechos con sus manos temblorosas. Yo le fui sacando los botones del pantalón, que se los bajé hasta los tobillos y acaricié su sexo sobre sus bragas negras.
―Así que tú también te mojas, ¿eh? – le dije desenfadada, queriendo quitar tensión a la escena, notando la humedad de su entrepierna.
―Ja, jaja…, pues sí, creo que he descubierto que también yo soy humana. – dijo, entre risas.
Una vez las dos estábamos desnudas, nos fundimos en un abrazo, donde nuestras manos no estaban quietas ni un segundo, nuestras bocas se unieron y ya no hubo vuelta atrás. Caímos sobre la cama como si de un solo cuerpo se tratara. Unos pechos exuberantes, parecía que el tiempo no había pasado por ellos, los tenía tersos, los pezones impresionantemente tiesos. Suaves caricias nos fundían. Mis dedos se perdieron entre sus labios vaginales, impregnados de sus jugos, buscando intensamente su clítoris, mientras ella me besaba apasionadamente, entre profundos suspiros. Ella abría cada vez más sus piernas, facilitando la introducción de mis dedos en su sexo. En esta situación, me coloqué entre sus piernas y comencé a comerla, más bien a sorberla, recogiendo sus jugos con mi lengua, que no hacía más que contonearle los labios, introducirse en su rajita y agitarse como alas de colibrí sobre su clítoris.
Cuando le di la vuelta para colocarla en la postura de perrito, ella solo suspiraba, gemía alocadamente y decía: «Dios mío, Dios mío…». Entonces fue cuando acaricié con mi lengua su rosado ojito anal. Su sexo goteaba deliciosos jugos que me apresuraba a recoger en mi boca. Cuando metí ligeramente mi lengua en su ano y la movía rápidamente no pudo soportar más la situación y rompió en un largo orgasmo que, por la cantidad de flujos que salía de su abierto sexo, parecía más la eyaculación de un hombre que el orgasmo de una mujer. Apoyé mi cabeza en la cama, para colocarla bajo su manantial de miel, mientras me masturbaba.
Cuando ella acabó su inmenso orgasmo, me incorporé para besarla. Después, me coloqué con una pierna a cada uno de sus lados, le cogí un pecho y froté su pezón contra mi clítoris durante largo rato, mientras ella tocaba mis pechos sin parar de gemir. Me cogió por las nalgas y me atrajo hacía su boca, haciéndome la mejor comida de sexo jamás sentida. No parecía una inexperta, vaya que no. Mientras me daba placer con su lengua, me introducía un dedo en el ano, aprovechando mis líquidos como lubricante natural. Esto me volvió loca definitivamente. Temblores de mi cuerpo anunciaban una maravillosa corrida. No tardé en caer desplomada junto a ella, para besarnos y fundir los jugos que aún estaban en nuestras bocas.
Una vez recuperadas de la apasionante batalla, nos duchamos de manera pausada, se vistió y me dijo:
―Gracias por todo…
―Elisa, mi nombre es Elisa. Gracias a ti…
―El mío es Maribel.
Sin más palabras, me dio un beso, cogió mi rostro con sus manos, me miró con sus ojos brillosos durante unos segundos y se marchó.
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