…oh, mi bebé
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por balbina.
Luego de llevar a las chicas al colegio, llegó justo a tiempo para abrirles la puerta a Lorenzo y Miguel, unos carpinteros vecinos que estaban instalando una biblioteca en el living; después de hacerlos pasar y en tanto estos acomodaban sus herramientas para iniciar el trabajo, ella les anunció que tan pronto acostara al bebé, prepararía un café.
Ya a esa hora de la mañana, el día presagiaba ser tan agobiante como todos los de ese extraño diciembre, aun para Rosario que era una ciudad calurosa y para hincar bien la mañana, se metió en el baño para darse una ducha.
Tras un buen rato de perezoso enjabonar, entreteniéndose un poco más de lo prudente en el interior de la vulva y especialmente en el clítoris con el que se entretuvo por unos momentos en una consciente masturbación que la hizo morderse los labios de ansiedad, se enjuagó con agua fría para tonificar la piel y secándose cuidadosamente, se envolvió con la misma toalla para pasar al dormitorio; frente al espejo y en tanto terminaba de eliminar restos de humedad en la vulva y esa rendija entre las nalgas que siempre conservaba humedad por la abundancia de las nalgas, se inspeccionó reflexivamente y quedó satisfecha de su figura que, si bien no tenía la esbeltez de los diecinueve a los que se casara, a los veintiocho y con cinco partos encima, lucía más robusta pero también más plena, ya que nalgas y muslos habían ganado en redondez y los tetas, definitivamente magras de su juventud, se erguían sólidas tras el último amamantamiento; contenta consigo misma y previendo una calurosa jornada, se colocó un vestido camisero de falda acampanada bajo el que, como siempre, prescindió de ropa interior alguna.
Poniendo la pava sobre el fuego, se dedicó a acomodar las tazas y colocar el café en el colador de tela. Abstraída en sostener la manga y echar sobre ella el chorro hirviente del agua, no notó la presencia de Lorenzo al que consideró atraído por el fuerte y rico aroma cuando aquel pidió permiso para tomar un vaso de agua; observándolo de reojo, vio como el joven amigo de su esposo sacaba una pastilla de su envase y tras enjuagar despaciosamente un vaso, lo llenaba bajo la canilla y tomaba lentamente el agua para tragar la píldora.
Casi simultáneamente, ella terminó de colar la infusión y desentendiéndose de Lorenzo, se inclinó para abrir una de las puertas debajo de la mesada a buscar un jarro en el que hervir la leche; en ese momento se sintió asida por las caderas por el hombre quien, aprovechando su posición, estrelló la entrepierna contra su grupa.
Naturalmente, intentó reaccionar airadamente ante ese atropello, pero había olvidado la corpulencia de Lorenzo y este evitó rápidamente todo intento de resistencia colocándole su poderosa manaza en el cuello para llevar de un tirón la cabeza contra su pecho al tiempo que la otra mano abandonaba la cadera para hundirse en el bajo vientre estrechándola contra su pelvis donde ya se notaba el abultamiento del pene.
María sabía que sería inútil gritar porque seguramente el otro hombre estaba de acuerdo, pero no cesó de patalear mientras lo insultaba groseramente, amenazándolo con denunciarlo ante su marido y la policía; burlándose de su candidez, Lorenzo le dijo que en primer lugar eso no la libraría de lo que él y Miguel pensaban hacerle y en segundo, nadie tomaría una denuncia de una mujer que se movía provocativamente entre la gente sin el mínimo recato de usar ropa interior.
Ella ignoraba que eso fuera tan evidente como para encender sus mentes calenturientas, ya que, aunque nunca había utilizado corpiños ni bombachas porque le incomodaban y estas últimas sólo cuando estaba con el mes o debía ir a un médico, nunca nadie se había atrevido a reprocharle esa desfachatez; las grandes y fuertes manos del joven seguramente tres o cuatro años mayor, recorrían su cuerpo sobre la tela como verificando la solidez de las carnes y al sentirlas sobando las tetas conmovidas y hundiéndose en la entrepierna oprimiendo reciamente la vulva, cobró conciencia de su real desnudez.
En conciencia, comprendía que estaba a merced de los hombres y racionalizándolo rápidamente como todo cuanto hacía cotidianamente, se dijo que, si les permitía someterla, no se pondrían violentos ni la maltratarían y, no quedando huellas en su cuerpo, el hecho no tendría otra repercusión que entre ellos tres. Por otro lado y en tanto sentía las manos del joven explorando su cuerpo, se dijo fríamente que sexualmente no conocía a otro hombre más que a su marido y tal vez esta fuera la oportunidad de saber como era ser cogida no por uno sino por dos y comparar las verdaderas virtudes o falencias de su esposo.
Por él, por los chicas y en definitiva por ella misma, fue acompañando con las suyas las manos del hombre en su recorrido mientras le prometía en un susurro que los nervios hacían tembloroso que, en tanto no la lastimaran ni dejaran rastros en su cuerpo ,sería tan buena como ellos lo fueran con ella. Satisfecho con su aquiescencia, Lorenzo desabotonó la pechera del vestido y encontrando la mórbida consistencia de los senos, los amasó con cuidadosa premura mientras la otra mano rebuscó por debajo de la falda para comprobar que las macizas nalgas eran lo que aparentaban y su boca se hundió por debajo de la húmeda melenita rubia para besar golosamente la nuca.
Verdaderamente, aquello era toda una novedad para la joven madre y ese contacto con un hombre que le era extraño puso una pizca de lascivia en su mente, diciéndose que esa era la oportunidad de saber si realmente era todo lo mujer que su marido le decía mientras la poseía, calificándola como la señora más puta entre las putas; pidiéndole paciencia a Lorenzo en tanto le decía que tendrían tiempo para todo, se desprendió sin brusquedad de sus brazos para terminar de quitarse el vestido y así, exhibiendo desnuda la opulencia de su piel, se dio vuelta para acuclillarse frente al muchacho y desprendiendo el botón del vaquero, bajó el cierre para luego deslizar a pantalón y calzoncillo hasta los pies.
Aunque no tenía otra referencia, la más que tumefacta verga prometía exceder con creces a la de su marido y ya no sólo entregada a los hombres sino a su propia lujuria, extendió una mano para alzar al colgajo; ella se consideraba dotada para las mamadas y estaba dispuesta a demostrarse a sí misma qué virtuosismo era capaz de alcanzar.
Al tiempo que con una mano acariciaba las peludas y redondas bolas de los testículos, extendió la punta de su lengua tremolante para recalar en la parte inferior del ovalado glande y allí degustó esa mezcla de sudores y micciones glandulares de los penes; ya urgida ella misma por el deseo, corrió lentamente el prepucio para encontrar esa cremosidad que se deposita en el surco que cubre y esa sabor terminó de obnubilarla.
Moviendo en círculos la lengua mientras su mano comprimía y soltaba al pene reciamente, abrió la boca con desmesura para alojar en ella la masa palpitante del falo, a la que fustigó con la lengua contra las muelas y el paladar hasta que, sintiéndola endurecerse y cobrar rigidez, fue extrayéndola suavemente para entonces sí, acompañada de ambas manos que ejecutaban un movimiento rotatorio de formar inversa, iniciar un lerdo vaivén con la cabeza, chupando apretadamente al grueso tronco al tiempo que los dedos resbalaban en la saliva con masturbatorio afán.
Concentrada en esa mamada inédita, no captó la presencia de Miguel hasta que sintió su mano acariciando la vulva desde atrás y resbalando en los fluidos glandulares que mojaban los labios, introducía dos dedos a la vagina; casi en forma instintiva y sin dejar de chupar la que ya era una portentosa verga, flexionó las rodillas para alzar la grupa y entonces los dedos salieron del sexo para dar paso a la redonda punta de un falo bien erecto que, despaciosamente, el hombre fue metiendo a la vagina.
Aunque no lo esperaba, eso le pareció maravilloso y alentando a Lorenzo para que se sentara en una de las sillas mientras no cesaba de chuparlo y pajearlo, se agazapó para dar más espacio a Miguel y sintiendo plenamente como la verga entraba hasta el mismo cuello uterino mientras la pelvis del hombre se estrellaba contra sus nalgas, los alentó a cogerla hasta hacerla acabar como una yegua.
Totalmente desmandada, hacía prodigios con dedos y boca en la verga de Lorenzo, sintiendo el Intenso traquetear de un falo como nunca sintiera dentro y cuando Miguel metió un dedo pulgar en su culo, creyó desmayar de felicidad e incrementando el meneo copulatorio de la grupa puso tal entusiasmo en el vaivén, que pronto sintió como Miguel derramaba casi directamente en el útero una increíble cantidad de tibio semen.
Agotados, estremecidos y transpirados por la intensidad del coito y la temperatura ambiente, permanecieron todavía unos momentos más en esas posiciones, ella mamando morosamente la sabrosa verga erecta y Miguel todavía penetrándola en suaves meneos que complementaba con el del pulgar acompañando a la verga, hasta que Lorenzo le dijo que era su turno y haciéndola levantar por las axilas, la guió para que abriera las piernas y se ahorcajara sobre el miembro; comprendiendo la idea y encantada porque esa era una posición que no había practicado antes, se tomó del respaldo curvado de la silla Windsor y aproximando el cuerpo al del vigoroso hombre, flexionó las rodillas para descender hasta que la punta del falo sostenido por el hombre tocó las ya inflamadas carnes del sexo.
Ciertamente, la verga era portentosa y conociéndola por haberla mamado, se preparó para sufrir el embate de ese verdadero ariete; cerrando los ojos ante la magnitud de la penetración, inmolándose placenteramente, lo sintió metiéndose a la vagina. Una de las virtudes que desarrollara con los años y los ejercicios pre parto, era la de poder manejar a su antojo los músculos vaginales, comprimiéndolos o dilatándolos tanto como quisiera en movimientos de sístole y diástole. Concentrándose y aunque el miembro raspaba duramente el canal vaginal habitado poco antes por el de su amigo, presionó contra él para sentirlo lacerando y desgarrando la piel que lubricaban las espesas mucosas que producía el útero.
Sin ser masoquista, disfrutaba cuando un poco de dolor o sufrimiento incrementaba sus sensaciones y eso colocaba en su mente aquella lascivia lujuriosa por la que su marido la alababa; ahora, el falo enorme que ella misma colaboraba a someterla, iba introduciéndose en sus entrañas y sólo de detuvo cuando, tras hacerle dar un respingo por la reciedumbre con que casi atravesó el cuello uterino, su sexo se estrelló sobre la peluda pelambre del hombre.
Exhalando un hondo suspiro, se aquietó por un momento para tomar aliento y después, abriendo los ojos para clavarlos en los de Lorenzo expresándole toda la concupiscencia que la habitaba, iniciar un lerdo, moroso galope por el que la verga llegaba casi a salir del sexo para entonces sí, dejarse caer con todo el peso del cuerpo mientras las fuertes manos del hombre se dedicaban a sobar primero y estrujar esos senos que, sin ser espectaculares, mostraban una sólida comba y en la parte superior un gelatinoso temblor que desasosegaba.
Fuera a causa de la inédita posición, del tamaño del falo, o que ella realmente deseaba experimentar lo que era ser sometida sexualmente por otro hombre – cosa más que probable -, lo cierto es que sentía alteraciones físicas y mentales que desconocía y que no sólo la complacían sino que la sacaban de sus cabales. Fascinada por lo que la verga hacía en su vagina, fue imprimiéndole cada vez mayor ímpetu a la jineteada y el sometimiento de los dedos a los pezones en dolorosísimos pero exquisitos pellizcos y retorcimientos como cuando la obstetra hiciera eso para obligarla a pujar; no sabía como expresar su contento por la bendita ocurrencia de los hombres a someterla y ahogándose en su propia saliva, dejaba escapar un ronco jadeo del pecho, cuando él tomó la verga empapada por sus jugos para apoyarla en el culo y presionando sus hombros que para no se moviera, fue penetrándola despaciosamente.
Aunque ella fuera una entusiasta devota del sexo anal, ahora no estaba preparada y al contacto del mondo óvalo actuó contradictoriamente, comprimiendo sus esfínteres en forma total; ella verdaderamente anhelaba sentir semejante verga en la tripa y al tiempo que le pedía roncamente al hombre que la culeara, pujó había abajo hasta que las fuerzas combinadas vencieron la resistencia muscular y, para su goce que proclamó con estentóreo júbilo, el falo monstruoso fue deslizándose por el recto hasta que el sexo dilatado raspó la mata peluda.
Asida con las dos manos a la nuca de Lorenzo y en tanto le expresaba con groseras palabras su contento por la culeada que colocaba en el rostro transpirado la clásica y espléndida sonrisa que iluminaba sus claros ojos verdes con chispazas áureos, fue acelerando paulatinamente el flexionar de las piernas mientras le pedía a él que no cesara con esa nueva combinación de labios y dientes en el martirio a los pezones.
El cansancio parecía ir ganándola y en su interior, el rebullir en las entrañas le envió el mensaje de un orgasmo contenido; contrariamente a lo que haría cualquier mujer, especialmente si es poseída por un extraño, le suplicó a Lorenzo que derramara su leche en la vagina para hacerla acabar.
Complaciéndola, sacó la verga del culo para meterla en la vagina y en tanto ella sentía correr por su cuerpo los arroyuelos del sudor, él se extasió en el fuerte mamar a las tetas mientras metía un dedo pulgar de una mano en la baqueteada tripa; María creía morir de tanto placer y enviando una mano a restregar rudamente al clítoris, se empeño en el menear de la pelvis hasta que ese característico ahogo que la obnubilaba y los afilados colmillos de los lobos internos pugnaban por separar a músculos y tendones de los huesos para arrastrarlos al caldera de vientre, la hicieron proclamar a los gritos y entre sollozos de felicidad la llegada del orgasmo, recibiendo en compensación los chorros espasmódicos del semen caliente.
Cuando todo cesó y Lorenzo sacó la menguante verga de la vagina, ella alzó el torso para retirar los mechones del rubio cabello lacio que se pegaban a su frente transpirada y estirándolo hacia atrás, se levantó y diciéndoles con pícara y mimosa severidad que ahora le tocaba a ella, se encaminó al dormitorio con los hombres siguiéndola dócilmente entusiasmados.
La cama todavía era un revoltijo con huellas de la calurosa noche anterior y ella, sacando la sábana superior de un tirón, se sentó en el borde para acostarse mansamente y abriendo impúdicamente las piernas encogidas, esperó en voluntariosa entrega; ante la vista de el vértice de las poderosas columnas de los muslos, Lorenzo se dejó caer de rodillas y abrazándose a las piernas, hundió la nariz olisqueando esa mezcla de sudores, fluidos femeninos y semen, sobre los que pasó la lengua como si paladeara un magnífico manjar para luego hacer que los labios sorbieran ese néctar.
La primera relación con su marido había sido una mamada que, como esa, la había estremecido hasta el último rincón de su cuerpo y mente vírgenes y ahora, la sensación de entrega que experimentaba era exactamente la misma, con el agregado que la destreza adquirida en la práctica le proporcionaba, tanto para prodigarse en el sexo como para recibirlo; la nariz del hombre hurgó sobre el sexo mientras dos dedos apareados estregaban recia pero incruentamente los labios dilatados de la vulva, desparramando el pastiche que formaban el sudor, los jugos hormonales y un mínimo resto de semen, para después ir metiéndose en ella y repetir el movimiento sobre los festoneados colgajos de los menores. Eso la sacó de quicio y alzando las piernas con las manos debajo de las rodillas hasta que rozaron sus tetas, le pidió que por favor le hiciera su mejor mamada.
Obedeciéndola, la lengua del hombre se prodigó tremolante sobre el clítoris aun henchido por la sangre de la reciente cogida para luego de vapulearlo por unos momentos en los que arrancó gemidos de placer en la joven madre, hasta, casi renuentemente, escurrirse sobre los arrepollados pliegues que los dedos excitaran y degustando los jugos que los bañaban, fue descendiendo hasta sobrepasar el agujero vaginal, recorrer el mínimo perineo y alojarse definitivamente vibrante sobre el rosadamente oscuro haz de esfínteres anales.
La estimulación de la lengua terminó por desmandarla y en tanto mantenía con el solo esfuerzo muscular las piernas encogidas, llevó las manos a estregar como en sus mejores masturbaciones al clítoris y el interior de la vulva al tiempo que le reclamaba sordamente a Lorenzo que concretara aquel sexo oral.
Viéndola tan entusiasta, Miguel se arrodilló a su lado en la cama y puso la verga sobre sus labios entreabiertos por los jadeos de ansiedad; el aroma y sabor de sus propias entrañas junto al almendrado del semen la exacerbaron y abrió totalmente los labios para que él rozara el interior con la monda cabeza del pene.
Autónomamente, la lengua salió al encuentro del invasor para atacarlo con sus mejores flameos y cuando Lorenzo finalmente ascendió para tomar contacto con la boca alienígena de la vagina e incursionar en su interior en exquisita libación de las mucosas, dejó libre la mano conque masturbaba al sexo para asir el falo que nuevamente intentaba ser la verga de Miguel; la combinación de labios y lengua más los apretujones que los dedos ejercían sobre el pene fueron dando resultado y al crecer este en largo y grosor, abriendo la boca, lo introdujo en ella para sorberlo tan apretadamente como pudo y él colaboró dando a su pelvis un lerdo menear que semejaba un mínimo coito.
Por su parte, Lorenzo cumplía su pedido y subiendo a lo largo del sexo, desplazó los dedos que restregaban al clítoris ya crecido para, encerrándolo entre los labios, someterlo a un tan vigoroso como exquisito chupeteo mientras dos dedos se hundían en la vagina; ambos entraron rectos hasta que los nudillos les impidieron ir más allá y entonces encorvó las falanges para que, como un gancho, fueran explorando cada rincón del anillado canal hasta que en un momento dado tomaron contacto con ese ubicuo lugar por el que ella experimentaba sus mejores sensaciones.
Sabiendo evidentemente lo que provocaba con eso, el acentuó el oprimir de las yemas a esa callosidad hasta que esta incrementó su volumen y las sensaciones de inefable placer que invadieron sus riñones y bajo vientre la hicieron expresar un insistente sí. Transfiriendo esa inocultable excitación que la excedía, puso a mano y boca a trabajar con tal denuedo en la mamada que, muy lentamente, Miguel fue haciendo una lenta rotación para ir haciendo salir y entrar al falo de sus labios succionantes.
Coincidentemente, tras penetrarla repetidamente con los dedos, Lorenzo se incorporó y tomando la verga ya nuevamente erecta, la apoyó contra la dilatada abertura y fue presionando hasta que todo el miembro estuvo en el interior; evidentemente el hombre era un fuera de serie, porque nunca su marido había conseguido una nueva erección en tan corto tiempo y ella lo acogió con tanto alborozo que no pudo evitar dejar de mamar a Miguel para pedirle que la hiciera la mujer más dichosa del mundo con otra nueva cogida; el tremendo falo iba erosionando la delicada piel y rasgando los tejidos inflamados, pero proporcionándole a la vez un goce indescriptible.
Aunque con la boca ocupada por el pene de Miguel, ella profería ayes de jubilosa exaltación y entonces, vio como este se acomodaba mejor para penetrar casi verticalmente la boca en una ralentada cópula; haciendo una exhibición de vigor, Lorenzo le elevó las piernas y enganchándole los pies en sus hombros asida por la cintura, inclinó el torso para dar a la pelvis un poderoso arco con el que rempujaba, haciendo que la imponente verga golpeara nuevamente el fondo.
María se aferraba a los muslos de Miguel para acompasar el movimiento de su cabeza al vaivén del coito bucal y cuando creía que iba a recibir la recompensa de su sabrosa leche, él se retiró de encima para hacerle lugar a su amigo quien, con las tetas oscilando en enloquecidos círculos y sin flaquear en ningún momento en el repiqueteo del pistón en sus entrañas, se inclinó aun más para apoderase con manos y boca de ellas; los dedos sobaban y estrujaban las hinchadas carnes y la lengua, tras azotar las rosadas aureolas y al grueso pezón, se dedicó junto con labios y dientes a mortificar en dulce martirio a la mama mientras pulgar e índice de la otra mano pellizcaban y retorcían con sañuda energía al pezón.
Olvidada de quien era e imbuida de su carácter de la más puta de las putas, disfrutaba como loca de semejante cogida e suplicando soezmente al carpintero para que todavía la hiciera gozar más y más, se daba impulso con los pies en los hombros para que la fantástica verga la castigara más y mejor, hasta que la avalancha de un violento orgasmo la sacudió por entero y en tanto proclamaba a los gritos la concreción de su alivio, percibió el tibio caldo seminal que Lorenzo volcaba en sus entrañas.
Verdaderamente ahíta por la magnífica cogida, permaneció distendida mientras las mucosas uterinas fluían por el sexo para sentirlas escurrir hacia el ano y disfrutó como suspendida en esa calma que otorga el agotamiento luego del más frenético coito.
No supo cuanto tiempo duró ese desvanecimiento pero al abrir los ojos, alcanzó a ver como Lorenzo desaparecía en dirección al baño y cuando volteó la cabeza buscando a Miguel, lo encontró recostado en la cabecera de la cama; descansado y seguramente aguardando su reacción, le hizo señas de que se aproximara a él. No obstante haber acabado en dos o tres ocasiones, la situación llevaba a María a permanecer en un estado de latente excitación y deseosa de tener todo el sexo que pudiera en esa ocasión extraordinaria, trepó hacia la entrepierna del delgado muchachote que, abriendo las piernas, la incitó a revivir el cadáver del falo.
Conociendo ya su contextura, ella tomó el colgajo para depositarlo en el interior de la boca y en un ejercicio de masticación, lo sobó con la lengua contra el paladar al tiempo que ejercía violentas chupadas que fueron devolviéndole carnadura; formando con índice y pulgar un anillo, recorrió de arriba abajo el tronco al tiempo que la boca succionante chupaba y soltaba la verga hasta que esta cobró la rigidez que esperaba y entonces, respondiendo a una imperiosa necesidad personal, se levantó para ahorcajarse sobre la entrepierna y manejando al pene con una mano, lo embocó en la vagina para luego ir auto penetrándose hasta sentirlo golpeando en el fondo del sexo.
Encantado con esa predisposición, él la hizo inclinarse hacia adelante para juguetear afanoso en las tetas que oscilaban suavemente al ritmo con que ella flexionaba las piernas para dar al galope una cadencia que le hacía disfrutarlo como si hasta el momento no hubiera pasado nada.
Haciendo gala de su virtuosa musculatura vaginal estrechando la verga como si fuera un guante carneo, María empujaba hacia abajo y cuando sentía como los labios de la vagina eran rozados por la enrulada masa velluda del hombre, los aflojaba y soltaba repentinamente para elevarse hasta el punto en que aquel parecía salir completamente de ella, reiniciando luego la infernal cogida que llevaba a su pecho y mente una serie de inefables sensaciones; enfervorizada ella misma por tan gratificante cogida, modificó las piernas para acuclillarse con las pierna en diferentes ángulos y apoyándose en el pecho del hombre, fue alternando el subir y bajar con movimientos pélvicos adelante y atrás que alternaba con inclinaciones hacia un lado y otro para, finalmente, dar una rotación a las caderas que le permitía sentir el roce del falo en todo su interior desde distintos ángulos.
Nuevamente, hilos de transpiración confluían a lo largo de la columna hacia la hendidura entre las nalgas y por adelante, las canaletas de las ingles los conducían hacia el vértice de la entrepierna. Semi ahogada por la vehemencia que ponía en cabalgar al maravilloso falo, acezaba fuertemente resollando por las narinas dilatadas, cuando sintió como la tremolante lengua de Lorenzo enjugaba parte del sudor para ir descendiendo entre las nalgas que separó con las manos y arribada al oscuro ano, se estacionaba sobre él para estimularlo vigorosamente con la punta afilada.
Inmediatamente, como un ramalazo de fría conciencia, acudió a su mente aquello de las famosas dobles penetraciones que no conocía pero de las que oyera hablar; un temor inconsciente le cerró la garganta pero la delicadeza con que Lorenzo exploró los esfínteres con un dedo para dilatarlos y, tal como hiciera Miguel en el comienzo, meterlo despaciosamente a la tripa para luego iniciar un moroso ir y venir al que imprimía un movimiento circular que sólo contribuía a excitarla cada vez más, puso en su boca un susurrado asentimiento y un ansioso reclamo por más.
A pesar de eso, la aprensión la paralizó por unos instantes, pero Miguel se encargó de seguir penetrándola desde abajo con un acompasado rempujar de la pelvis y entonces, fue cuando, luego de que Lorenzo le hiciera abandonar la posición por la de arrodillada, con lo cual el culo quedara expuesto casi horizontal, el dedo fue reemplazado por la punta del glande para que, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, sintiera como el haz de esfínteres se dilataba mansamente y tras esa inaugural sensación de evacuación, la verga fantástica de Lorenzo fuera entrando hasta que, en medio de un gemido quejoso, la peluda pelvis se estrelló contra las temblorosas nalgas.
El acostumbrado regocijo que la embargaba cuando era culeada cobró para ella carácter de jolgorio, ya que la masa conjunta de ambos falos llenando por entero sus oquedades era separada sólo por la débil membrana de la tripa y los tejidos vaginales; al comenzar los hombres con un descompasado vaivén por el que cuando una entraba la otra salía, el restregar de las vergas entre sí la condujo a un histérico deseo de ser cogida de esa manera cada vez más y más y proclamándolo así en medio de bramidos y ronquidos, se extasió por unos momentos en sentirlas traqueteando en su interior pero cuando ella misma cayó en la trampa de su lúbrica concupiscencia al exigirles que la rompieran toda hasta hacerla acabar, Lorenzo sacó la rígida verga del culo para apoyarla en el sexo junto a Miguel y para su espanto, fue penetrando la vagina cuyos músculos se dilataron lábiles tal como lo hicieran en sus pariciones.
La ausencia de dolor era lo más notable e imaginando qué niveles del goce o sufrimiento pudieran hacerla alcanzar, apoyando sus manos en los hombros de Miguel, se afirmó en los brazos para hundir el vientre y elevando así la grupa de manera extraordinaria al tiempo que separaba las rodillas aun más, obtuvo una ondulación que la hacía disfrutar cada vez más; con los músculos y venas del cuello a punto de estallar por la tensión, alzó la cabeza para invitarlos con un ronco bramido a hacerla suya de una forma total y definitiva.
Como sabiendo de su anhelo y sus temores, Lorenzo dosificó la entrada del miembro para hacerla casi imperceptible hasta que los músculos crispados del canal vaginal de María asumieron que los falos no representaban un peligro y sí una gratificación sin límite y, dilatándose mansamente, los acogieron entre sí; María aun no se permitía imaginar cuánto disfrutaría de semejante dúo en el futuro, cuando estos comenzaron a moverse en sincronía y entonces, concluyó definitivamente que aquello la conduciría al disfrute pleno y sin parangón de un coito único.
Alentándolos con groseras palabras en medio de risitas y lloriqueos de dicha, fue acompasando el meneo de la pelvis hasta que la sincronía perfecta se produjo, y así imbricados como un mecanismo de relojería, se balancearon durante un rato en el que ella disfrutó algunas de las más fenomenales sensaciones y emociones que viviera jamás y sintiendo por fin la proximidad aquel orgasmo devastador que gestaba su avasallante expulsión, lo proclamó a voz en grito para que los tres se prodigaran en furiosos embates hasta que la catarata espermática de ambos hombres se precipitó dentro suyo y ella experimentó la enorme satisfacción de expulsar una verdadera riada de jugos glandulares.
Poco a poco fueron cediendo al cansancio y en tanto ella permanecía desmadejada por el intenso trajín en la cama, vio como los hombres salían del cuarto para vestirse; María no acababa de dar crédito a lo que había hecho, no sólo entregándose mansamente a ser sometida por ellos sino a su desmesurada respuesta y las fenomenales dobles penetraciones que disfrutara como jamás lo hiciera con cosa alguna.
Metiéndose en el baño y en tanto se jabonaba repetidamente para expulsar todo resto de sudor, saliva y humores, comprobó como a pesar de tanto ajetreo, su cuerpo – especialmente los pezones – sólo mantenía latente una sobreexcitación que colocaba nuevamente intensos cosquilleos en el fondo de las entrañas, confirmando el aserto de Sabina sobre que era la más puta de las señoras y la más señora de las putas; a pesar de la repetida exploración concienzuda de las manos a toda la piel y aunque lo hiciera con el ano, se cuidó muy bien de ni siquiera rozar su sexo.
Ese sexto sentido que tienen naturalmente las mujeres para detectar cosas de su intimidad más profunda, le decía que tanta cantidad de esperma alojada casi directamente en el útero no podía menos que fructificar en un embarazo, habida cuenta de que su alta capacidad de fecundación la hacía capaz de quedar preñada con sólo mirar una bragueta, tal como decía su madre y así lo demostraran las cinco veces que quedara encinta en nueve años.
Ahora y en tanto jugueteaba sobando lujuriosamente sus senos, María sentía la necesidad de volver a ser madre y una secreta vindicta hacia su marido que no encontraba explicación racional la hacía desear que aquella criatura fuera de padre innominado, aun para ella. Intuyendo que esa oculta brasa entibiando lo más hondo de su sexo albergaba una vida que prontamente deformaría su figura y descubriéndose naturalmente predispuesta para ese sexo salvaje que anhelaba volver a disfrutar, mientras se secaba urdió un plan para convertir las mañanas en un solo disfrute sexual, por lo menos mientras durara la obra.
Y así fue en los como próximos cinco días, cada mañana, la soledad con los carpinteros le permitió sostener relaciones tan extraordinarias que a ella misma le asombraron por lo frondosa que podía llegar a ser su imaginación al momento de brindarse sexualmente y recibir como compensación los abundantes baños espermáticos de los dos hombres.
La primera falta la puso en alerta y a su tiempo, el médico confirmó aquella primera presunción; ufana por considerarse dueña exclusiva de esa nueva vida a la que, naturalmente, no haría un ADN, le anunció a su marido que iba a ser “padre” por sexta vez.
Esa noche y cuando estrechó contra su cuerpo el rollizo bebé de rubio cabello, se sintió henchida de felicidad por ser la madre de ese varoncito de padre innominado al que dedicaría hasta su último aliento por ser fruto no sólo de su propio esfuerzo sino de aquellas fantásticas, únicas y excepcionales relaciones que no volvería a experimentar jamás con hombre alguno.
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