Qué profesor! 2
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Qué profesor! 2
Distrayéndose con los quehaceres de la casa, ya enorme para ella sola y acrecentando la atención a sus hijas, trascurrieron los días y los meses, pero las necesidades físicas le hicieron rescatar lo que allá, en el fondo de su mente y cuerpo, palpitaba con la consistencia de lo presente y nuevamente cayó en la auto satisfacción, con lo que su respuesta a esas necesidades cada vez más acuciantes, le hizo ver que, justificadamente, precisaba que un hombre, fuera de la manera en que fuera, volviera a satisfacerla.
Ya lo sucedido en el departamento de Horacio no le parecía tan terrible y secretamente ansiaba que la situación se repitiera. Estuvo dubitativa por unos días pero finalmente se decidió y llamó por teléfono; sin hacer referencia a nada y a su pedido de reiniciar las “clases”, Horacio le dijo con su habitual cortesía, que los miércoles a la cuatro de la tarde era un buen horario para hacer un nuevo intento.
Ella no había creído que esa aceptación fuera a vivificarla de semejante manera y aprovechando los dos días que faltaban para el encuentro, fue al salón de belleza para cortar su cabello casi tanto como un varoncito, hacerse un depilación dolorosa pero necesaria a la que agregó por primera vez la eliminación total del entrecano vello púbico que la envejecía aun más y un cuidadoso recorte y pintura de sus uñas en manos y pies.
Al mediodía del miércoles, se hundió en un tibio baño con sales perfumadas y tras vestirse cuidadosamente pero sin la utilización de ropa interior, caminó despaciosamente las pocas cuadras que la separaban del placer.
Toda su eufórica efervescencia se vino abajo cuando Horacio, tras recibirla cariñosamente con un delicado beso en la boca, la condujo al living donde había una mujer a la que le presentó como su esposa. Recurriendo a su mayor hipocresía, ensayó una de sus luminosas sonrisas para besar en la mejilla a Amalia, como ella misma se presentó.
Sin embargo, su decepción debió de ser tan evidente que el matrimonio estalló en risas mientras él le explicaba que su mujer estaba al tanto del tipo de “clases” que le estuviera dando y que también había querido participar. Azorada porque la mujer estuviera de acuerdo en protagonizar un trío, la inquietud la paralizó pero Amalia la sacó de su turbación para tomarla cariñosamente de la mano y conducirla al dormitorio.
Rosa jamás había estado con una mujer ni siquiera en las más alocadas fantasías a las que recurría cuando se masturbaba con los embutidos y así se lo hizo saber a la pareja, pero tranquilizándola, la mujer le dijo que recién participaría cuando fuera el momento y ella estuviera preparada.
En el entendimiento tácito de que ya eran grandes y todos sabían para que se encontraban allí, sin gentilezas ni exhibicionismo, el matrimonio comenzó a desvestirse y cuando la mujer lo hizo por el simple acto de desatar el nudo de su bata bajo la cual estaba absolutamente desnuda, Rosa pudo comprobar que Amalia, que aparentaba ser más joven que ellos, lo confirmaba por la sólida morbidez de sus carnes; los pechos macizos eran grandes pero no tanto como para caer desagradablemente sobre el abdomen sino que mantenían una firme comba. Ese abdomen, levemente musculado conducía a una pelvis en la que resaltaba el abultamiento de la vulva y dando sustento a los redondos y prominentes glúteos, las piernas mantenían un aspecto macizo, sin aparente celulitis.
Observando la forma inquisitiva con que la miraba, la mujer le hizo un mohín cariñoso por el que la invitaba a la cama para luego sentarse en un pequeño sillón que estaba al lado de la cama, repantigándose en él.
Aun con la vista puesta en Amalia y casi maquinalmente, dejando claramente en evidencia que no había ido a tocar el piano, ella se había ido desprendiendo del flojo pantalón negro y la nueva remera roja que comprara especialmente la tarde anterior,
Estándolo él y viéndola ya desnuda, Horacio la condujo a la cama y, acostándose boca arriba, le dijo cómicamente que hiciera de él lo que quisiera; avariciosa después de tanto tiempo, ella se ahorcajó sobre su vientre y buscándole la boca con ávida gula, hostigó con su lengua tremolante la de Horacio. Aunque la verga se encontraba apenas tumefacta, el sentirla rozando su sexo la exacerbó y comiéndose la boca del hombre en tanto meneaba la pelvis contra la entrepierna para hacer cobrar tamaño al falo, fue deslizando la boca por el cuello para luego buscar en el pecho las tetillas y en una mezcla de succión con mordisqueo, las martirizó durante unos momentos.
Habiéndose colocado de través en la cama, Horacio facilitaba que su mujer fuera espectadora privilegiada de ese sexo y a su vez, Rosa podía observar como aquella, con la mirada perdida en la pareja, colocaba una de sus piernas sobre un brazo del sillón para, abriendo desmesuradamente la otra, someter a lentas y meticulosas caricias todo su sexo en tanto la otra mano sobaba recia y lentamente los senos.
El espectáculo de ver a una mujer masturbándose no sólo la fascinaba sino que profundizaba la intensidad de su propia calentura. Sin quitar la vista de los dedos rascando el interior de la vulva, se acomodó entre las piernas abiertas de Horacio y levantando la elástica morcilla de la verga, la metió entre los labios golosos.
No imaginaba como sentir nuevamente a un miembro masculino descansando en la alfombra de su lengua iba a trastornarla de esa manera e introduciéndolo totalmente, lo sometió al vapuleo de la lengua que lo fustigaba, empujándolo para que quedara a merced de sus muelas o al filo de los dientes. Poco a poco, la verga iba transformándose en un falo y ya su volumen hacía imposible que la mantuviera dentro; entonces, encerrándola entre el círculo prieto de sus labios, comenzó a mover la cabeza en un lento y cadencioso ritmo que terminó de endurecerla.
Su objetivo no era llevar al hombre a una pronta eyaculación y sí alcanzar la rigidez definitiva con la que penetrarse; con la boca haciendo nido en el surco que protege al prepucio y el anillo de sus dedos índice y pulgar sobre el tronco, inició con la primera un vaivén que la llevaba desde la grieta hasta la punta del glande y con el segundo, una masturbación que iba desde la misma base hasta chocar con sus labios.
Observando obsesionada a Amalia que hacía maravillas con los dedos en sus pechos y sexo, cuando consideró que el príapo ya tenía la rigidez necesaria, se acaballó sobre la pelvis de Horacio y tomándolo entre sus dedos, fue descendiendo el cuerpo hasta sentirlo rozando la entrada a la vagina.
Con un mínimo meneo lo hizo recorrer el interior de la vulva, desde el clítoris hasta el mismo agujero y conseguida la lubricación precisa, fue bajando lentamente, sintiendo gratamente como el falo iba distendiendo los músculos anquilosados. Después de tanto tiempo, era maravilloso experimentar el roce de esa verga llena de venas y anfractuosidades destrozando los tejidos resecos. Sin embargo, la vista de lo que la otra mujer realizaba en su sexo y pechos mientras observaba con ávida lujuria lo que ella hacía con su marido, no hizo sino exacerbarla y poniendo fin a la lerda introducción con un brusco movimiento, se penetró hasta que el falo golpeó contra el fondo de la vagina.
Verdaderamente, sentir la verga dentro de sí la ofuscó e imprimiendo a sus rodillas una morosa flexión, inició un galope que le hacía sentir toda la reciedumbre masculina mientras, imitando a Amalia, sobaba y estrujaba entre los dedos los mustios senos; expresándole toda la incontinencia de su lúbrica impudicia, Amalia buscaba afanosa sus ojos y cuando ella, como si recibiera un secreto reclamo, se inclinó apoyando las manos a cada lado del cuerpo de Horacio para iniciar una jineteada que él complementaba con recios rempujones desde abajo, la mujer introdujo tres dedos a su vagina en tanto que con la otra mano restregaba en círculos al inflamado clítoris.
Esa posición por la que la verga entraba y salía de su sexo como por un conducto natural, la enloquecía y motivada además por lo que Amalia parecía ejecutar en su honor, extendió los brazos hasta que las manos estuvieron muy por encima de la cabeza del hombre y así, rozando su cuerpo con los senos, se dio tan violento empuje que la verga parecía horadar deliciosamente su cuerpo
Con la provocativa mirada de Amalia compeliéndola a ser aun más ruda, se empeño en una enloquecedora cópula en la que el hombre no alcanzó su eyaculación pero ella sí encontró el precoz premio de un magnífico orgasmo.
Al caer desfallecida en la cama mientras los bendecía por tan grandioso acople, él la arrastró hacia el borde de la cama y arrodillándose sobre la alfombra, le hizo encoger las piernas para que apoyara los pies sobre sus espaldas y entonces comenzó una tan fantástica minetta que ella no podía dar crédito a tanto placer.
Apoyándose en los codos para observar como él le hacía sexo oral, se encontró nuevamente con sus ojos que derramaban lujuria mientras observaba como Amalia complementaba el trabajo de los dedos con la introducción de un curvado consolador, al tiempo que alegraba su rostro con un amplia sonrisa de complicidad.
Rosa estaba encantada por lo que Horacio hacía en su sexo con boca y dedos, pero sintiendo un ansia irrefrenable por vivir aquello con lo siempre soñara pero jamás se atreviera a exteriorizar, le reclamó tiernamente a la mujer que se uniera a ellos. Esta parecía estar esperando que fuera ella quien tomara esa decisión y llegando a su lado, se arrodilló sobre la cama en tanto los invitaba a imitarla.
Seguramente esa era una rutina que el matrimonio practicaba asiduamente pero como para Rosa era una absoluta novedad, dejó que ellos la acomodaran en el centro de la cama para colocarse, él detrás y Amalia delante.
En ese delicioso “sangüichito”, las manos y boca de Horacio recorrían su espalda, nalgas y muslos, en tanto Amalia, haciéndole disfrutar de una experiencia inédita, hundía su boca angurrienta en la suya al tiempo que sometía a los senos al acariciante sobar de sus manos.
Nunca sus ansias habían sido tan intensas por conocer algo desconocido y en tanto respondía a los besos compitiendo con ella en el estrujamiento mutuo a los senos, les rogaba y exigía que la hicieran experimentar lo que nunca en su vida.
Sin dejar de besarla y en tanto su “profesor” exploraba la canaleta entre las nalgas, separándolas con ambas manos para colocar en su ano el urticante contacto de la lengua tremolante, la otra mano de la mujer bajó para tantear primero y restregar después la sensible erección del clítoris ya vapuleado por la lengua su marido.
Rosa se sentía en el mejor de los mundos, sumergida en un paraíso de sensaciones desconocidas y exquisitas. Entonces, la pareja fue variando en las posiciones hasta que Horacio fue quien quedó en el medio y, en tanto Amalia se entregaba a una sonora sesión de besos mientras acariciaba su torso, casi como en un mandato natural, Rosa se inclinó entre sus piernas para buscar con una mano la verga semierecta y abriendo la boca, la alojó en su interior
Modificando su posición en forma imperceptible para Rosa, sin dejar de juguetear en la boca de su marido, Amalia fue deslizando una mano por su espalda y aprovechando que el estar arrodillada la obligaba a alzar la grupa, llevó los dedos a lo largo de la hendidura y así como Horacio lo hiciera con la lengua, estimuló con la yema del dedo mayor la dilatación anal para luego y cuando Rosa sometía al hombre a una fenomenal chupada, ir hundiendo lentamente todo el dedo en el recto.
Exultante por recibir tanto placer de una manera totalmente inesperada, fue recordando cuando con su marido, sumergidos en la vorágine sexual en la que se hundían durante los primeros veinte años de matrimonio, fantasearan con la posibilidad de integrar a otra mujer.
Ahora era otro matrimonio el que la incorporaba a ella y aunque a su edad ya no tenía la elasticidad física como para corresponder a exigencias como las que Luís la sometía, incrementó el accionar de sus dedos en la masturbación en tanto se abría más de piernas, pidiéndole a Amalia que la sodomizara con dos dedos.
Tal entusiasmo pareció motivar a la pareja y luego de unos momentos en que Horacio se dejó caer en la cama, la mujer la guió para que se ahorcajara sobre la cabeza del hombre. Cuando aquel le abrazó los muslos para manejar su cuerpo y hacerlo descender hasta que la vulva rozara su boca, Amalia tomó igual posición al tiempo que introducía en su sexo la verga de Horacio y, tomándola por la cintura, acercó sus cuerpos hasta que los pechos se tocaron, iniciando un meneo de costado por el que los senos se estregaban deliciosamente.
Con toda dedicación, el “profesor” se enzarzó en una magnífica minetta que acompañaba con un restregar de un pulgar al clítoris mientras el de la otra mano entraba y salía del ano dilatado por los dedos de su mujer, al tiempo que esta, en tanto la besaba con desatada lujuria, hacía que sus dedos se posesionaran de los largos pezones de Rosa para retorcerlos con incruento pero sublime placer.
Besándose y agrediendo mutuamente sus senos e inmersas en esa bienhechora felicidad que les proporcionaba el hombre sometiéndolas con boca, dedos y miembro, se dejaron estar hasta que Amalia, quien parecía ser el cerebro de ese dúo, la hizo modificar su posición para que, con los pies en la alfombra y, de espaldas a Horacio, bajara el cuerpo para que ella introdujera el pene en su sexo.
Apoyada con ambas manos sobre las rodillas del hombre, Rosa recibió jubilosamente al rígido falo y en tanto iniciaba un moroso hamacar, las manos de Amalia, que ocupara su lugar para que Horacio realizara en su sexo lo mismo que a ella con dedos y boca, se inclinó para atraer su torso y sus dedos juguetearon frenéticamente en los senos desde atrás. Luego de unos minutos en los que Rosa expresó con entrecortados jadeos la felicidad que le estaban dando, una de las manos descendió hacia la entrepierna a estimular reciamente al clítoris hasta que los jadeos de Rosa se transformaron en ayes y gemidos en los que proclamaba el próximo advenimiento de su orgasmo, haciendo que la pareja renovara sus esfuerzos y cuando este llegó impetuosamente a conmover su vientre, liberando la catarata de la satisfacción plena, la recostaron amorosamente en la cama para que descansara.
Las figuras borrosas por las lágrimas de felicidad que inundaban sus ojos de esos amantes que tan viejos como ella, eran capaces de hacer disfrutar a una mujer que no se había privado sexualmente de nada, no sólo la conmovían por la expectativa de lo que pudiera depararle en el futuro, sino que la compelía en ese instante a seguir disfrutando de ese sexo loco y cuando terminó de explicárselos en un balbuceo que entrecortada el cansancio, la exuberante Amalia, se dedicó a secarla enteramente con la sábana superior, desde el nacimiento del cortísimo cabello en la frente hasta sus piernas relucientes de transpiración.
Luego y así como estaba, la arrastró hasta el borde la cama y apoyándole las piernas en el piso, las separó para arrodillase entre ellas y conducir la boca a tomar un nuevo contacto con su sexo. Como desde siempre, el sexo oral sacaba de quicio a Rosa y acomodando ella misma el cuerpo, atrajo la cabeza de Amalia al tiempo que le pedía, con esa familiaridad única que tienen las mujeres entre sí para la grosería, que la chupara toda y la masturbara hasta hacerla acabar nuevamente.
Satisfaciéndola, Amalia extendió la lengua para llevarla a recorrer todo el sexo. Ese lento periplo, por lo profundo y minucioso, irritaba los nervios de la “alumna”, que la miraba acodada sobre las húmedas sábanas, incitándola soezmente a satisfacerla con mayor vigor pero, cuando su mentora comenzó a chupar con brutal energía al clítoris y los colgajos de los labios menores al tiempo que con una mano la penetraba con un consolador hasta que la ovalada punta siliconada golpeó contra al entrada al cuello uterino, se dejó caer hacia atrás mientras asentía repetidamente que así era como quería ser cogida.
La mujer manejaba con maestría ese falo que superaba al de su marido pero, al tiempo que Rosa expresaba su histérico entusiasmo golpeando y asiendo entre los dedos las sábanas como si quisiera rasgarlas, sin dejar de someterla, fue trepando a la cama para luego colocarse invertida sobre ella en silenciosa incitación a protagonizar un sesenta y nueve.
Al aceptar ese trío, Rosa había dado por descontado que en algún momento eso debería suceder pero a pesar de su larga y hasta perversa trayectoria sexual, tan sólo había fantaseado con esa posibilidad, más como una bravata que un verdadero deseo; ahora y en tanto sentía a boca y consolador dándole una satisfacción inédita, tenía ante sus ojos la dilatada raja de una carnosa y monda vulva que irremisiblemente seguía descendiendo conforme la mujer abría más las piernas y, para su asombro, la tufarada de esa íntima fragancia propia de las mujeres, no sólo no la disgustó ni le produjo repulsa sino que actuó como un disparador de un nuevo e irrefrenable deseo por saber que se sentiría al tenerla en su boca.
Rodeando con sus brazos las caderas de Amalia, se asió a las firmes nalgas y levantando la cabeza, envió la lengua a explorar los oscuros bordes de los labios mayores por cuya leve dilatación se entreveían los frunces rosados de los menores. El contacto con ese sabor al que suponía conocer por haber degustado muchas veces sus dedos al término de una masturbación, no tenía similitud con lo acremente marino de sus jugos, sino que conllevaba un resabio a almendras, casi tan apetitoso como el semen.
Ciegamente tentada por ese gusto, puso a tremolar la lengua para recorrer el abombado montículo, recibiendo en compensación la apertura de los labios que iban descorriéndose como un carnoso telón, enseñándole lo maravilloso de un espectáculo que conocía por haber visto el suyo a través de un espejo pero nada se comparaba con esa realidad; el oscuro exterior servía de marco para destacar lo intensamente rosado del interior y los labios menores, abundantes y fruncidos, no adquirían la apariencia de colgajos como los suyos y en cambio se extendían frondosos a ambos lados de un óvalo iridiscentemente rosáceo, extendiéndose hacia arriba para formar el rugoso capuchón bajo el que se cobijaba a medias un largo clítoris que la sorprendía por su sólida consistencia y, hacia abajo, rodeaban en delicados pellejos la entrada al sexo.
Aspirando embriagada los aromas de las flatulencias vaginales, llevó la lengua a recorrer ondulante todo el perímetro para después concentrar, irremisiblemente atraída por él, los azotes sobre esa carnosidad que se erguía desafiante como un pequeño pene. Hacerlo la conmovió de tal manera que, prendiéndose aun más fuerte de las nalgas, rodeó al clítoris con los labios para succionarlo en frenéticos chupones que hicieron a la mujer animarla, en tanto ella redoblaba los esfuerzos de su boca en el suyo mientras aceleraba la penetración del falo artificial.
Rosa perdió todo control de sí misma y por unos momentos se evadió de la realidad para sumirse en el oscuro tiovivo del placer: Apenas tuvo conciencia de que Amalia la hacía rodar sobre el lecho para quedar debajo de ella y fue recién cuando Horacio la hizo parar sujetándola por las caderas, que recobro parte de su cordura.
Resollando como una bestia en celo y fatigada por el delicioso esfuerzo, sintió como él la hacía arrodillar sobre el borde y que Amalia volvía a acomodarse debajo de ella para que no cejara en sus succiones, cuando Horacio apoyó el miembro que había vuelto adquirir rigidez con la masturbación sobre el cerrado agujero del culo y empujó.
Aparte de esas mínimas penetraciones de los dedos minutos antes, hacía tiempo que esa verga no se introducía al ano y los esfínteres comprimidos unidos a esa avanzada hemorroides que sangraba diariamente, no hacían grata la introducción de la verga, pero su calentura era tal, especialmente por lo que Amalia hacía con el consolador y la boca en su sexo desde abajo, que pidiéndole al hombre que la culeara pero sin violencia, elevó las piernas de la mujer para poder alcanzar mejor toda la zona erógena.
Verdaderamente y si fuera dable que alguien lo presenciara, semejante cópula constituía un espectáculo formidable, con Horacio firmemente plantado en sus piernas flexionadas y sodomizando a la incontinente mujer, quien a su vez realizaba un vigoroso sexo oral sobre la otra mujer que hacía lo propio mientras la penetraba con un largo y grueso consolador.
Rosa no cabía en sí misma por la felicidad que encontraba en esa doble penetración mientras ella se refocilaba con angurria en el fantástico sexo de la mujer y sintiendo nuevamente en sus entrañas la gestación de lo que inevitablemente culminaría en un orgasmo, cegada por la pasión, introdujo dos dedos en la vagina de Amalia al tiempo que el pulgar de la otra mano penetraba el ano de la mujer.
Así enredados en esa bestial cópula, se prodigaron unos a otros hasta que el cansancio y las eyaculaciones fueron venciéndolos para caer desmadejados en un amasijote brazos y piernas, pero antes de sumirse en el amodorrado letargo de la satisfacción, Rosa agradeció porque en los últimos días de su vejez pudiera disfrutar de un sexo al que muchas mujeres más jóvenes tal vez no accederían nunca.
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