Un sueño imposible
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
El espléndido día de sol amenaza con convertirse, repentinamente, en una de esas fugaces y poderosas tormentas de verano. Para Laura, que no circula por una ruta importante y transitada, este augurio la llena de temores, ya que a su desorientación geográfica se agrega la incertidumbre de no saber hacia donde dirigirse.
Decidida a disfrutar plenamente de sus últimos días de soltería a una semana de su casamiento, ha emprendido viaje hacia Bahía Blanca, ciudad en la que residen los padres de su novio y donde se realizará la boda, por caminos secundarios, deteniéndose a conocer lugares históricos o simplemente bellos. Cuatro días de esta experiencia le han brindado la oportunidad de conocer la vida rural bonaerense y descubrir en ignotos pueblos, maravillas naturales de las cuales ni tenía idea de su existencia.
Esa tarde, especialmente calurosa, se ha aventurado por un camino mal pavimentado cercano a Tandil, aprovechando la protección de los grandes árboles que, a la vera de la ruta y formando una alameda, sombrean al ardiente asfalto.
Tratando de encontrar refugio a la recia tormenta que ya se ha descargado con fuertes rachas de viento y lluvia sobre el diminuto Ford K, va zigzagueando por el solitario camino vecinal tratando de esquivar los profundos baches que la cortina de agua le oculta. Falta de experiencia del manejo en rutas, en una de esas bruscas maniobras el volante se le escapa de las manos y las ruedas muerden la banquina. Resbalando sobre el espeso pasto y ante su desesperación, se desliza inexorablemente hacia el arroyuelo que ya se ha formado en la acequia.
Asustada pero resignada, se afirma en el volante esperando el momento en que la trompa del coche se sumerja en el agua, cuando este, en un caprichoso trompo, pega un topetazo sobre el murete de una alcantarilla. El motor, ahogado por su instintiva aceleración y tal vez a causa del agua, tras unos espasmódicos sacudimientos, se detiene. La cortina de agua es impresionante y sólo le permite vislumbrar vagamente el cartel que sobre la tranquera indica la entrada a alguna casa o establecimiento.
Ansiosa, limpia el vaho que se ha formado en el parabrisas y alcanza a distinguir en medio de un grupo de árboles, la silueta de una casa importante, tal vez de dos plantas. Aliviada por esta posibilidad de auxilio, deja el equipaje dentro del vehículo y tomando sólo el bolso con los documentos, se quita los zapatos y con ellos en la mano se dirige la tranquera, que encuentra cerrada con una cadena y dos grandes candados.
Después de treparla, con la solera empapada pegándose a su cuerpo, corre los casi cien metros mientras esquiva los charcos que inundan el sendero y, en tanto se aproxima, la sorprende la magnitud de la mansión.
Laura no sabe nada de arquitectura, pero el estilo de la residencia, los techos de negra pizarra, sus grandes ventanales ojivales y la columnata del enorme porche que protege a trabajada puerta le parecen más propios de la campiña inglesa que de la ruda llanura bonaerense. Tal vez se trate del sueño anglófilo de algún nuevo rico o de la nostálgica posesión de un terrateniente inmigrante.
Cuando alcanza la techumbre protectora del porche que oficia como una suerte de cochera abierta, cae en cuenta del deterioro de la casa; chorreaduras de humedades viejas ennegrecen la rugosa superficie símil piedra y las persianas otrora pintadas de verde oscuro, cerradas a cal y canto, están desportilladas y con serias roturas.
Descorazonada pero tratando de mantener el ánimo alto, con un débil hálito de esperanza se aproxima la puerta de roble y, aunque presume que será inútil, golpea repetidamente la descascarada superficie que apenas si se estremece con sus puñetazos. La tormenta parece haber alcanzado su momento culmine y con la complicidad de la hora, un negro dosel acelera la noche. Aun en el relativo refugio del porche y las enormes columnas, el viento huracanado se cuela entre ellas, azotándola con esporádicas y potentes rachas de lluvia. Desalentada y maldiciendo la idea de esa romántica despedida a su soltería, se acurruca en el ángulo entre la puerta y el muro y abrazada a su bolso, cierra los ojos.
Repentinamente, siente que alguien la sacude amablemente del brazo. Sorprendida, pestañea al darse cuenta de que se ha quedado dormida y, aunque la tormenta continua en la noche cerrada, ya no la azota más. Incorporándose aturullada, balbucea una disculpa al hombre alto y apuesto que está frente suyo y que, vestido con una elegante robe de chambre, la invita gentilmente a entrar en la casa.
Azorada, no sale de su asombro al comprobar que detrás de ese aspecto vetusto y decrépito, la mansión hace gala de unos interiores tanto o más suntuosos de los que le propuso la fachada a su imaginación. La luz amarillenta de lámparas estratégicamente colocadas destaca la riqueza de las maderas y tapizados de los suntuosos muebles mientras que los tapices, cortinajes y las espesas alfombras lucen con un brillo satinado que aumenta su elegancia y estilo.
Cuando el hombre conduce a la alucinada joven hacia la espectacular escalera semicircular de madera, una mujer desciende los escalones a su encuentro. Laura queda impresionada por la magnificencia que irradia esa mujer de no más de treinta años, con rostro delicado de madonna y larga melena azabache que, envuelta en un exquisito y largo camisón de satén blanco y sin importarle lo mojada que está, la estrecha afectuosamente por los hombros contra sí, ayudándole a subir para conducirla a un enorme dormitorio.
Con una amabilidad casi servicial, la conduce hacía el baño contiguo a la habitación, entregándole toallas y jabones. Tras abrir los grifos de la bañera que comienza a llenarse de un agua límpida y humeante, asegurándose que Laura tiene todo lo que necesita, la deja sola, no sin anunciarle que al término del baño le alcanzará un vaso de leche caliente.
Todavía incrédula, se sumerge en el cálido abrazo del agua y durante un rato se solaza con sus caricias al cuerpo aterido que lentamente va recobrando su natural elasticidad. Luego, se envuelve en uno de los toallones y se aproxima a la cama que la mujer ha dejado abierta, deslizándose desnuda sobre las frescas y lujosas sábanas.
Tapada hasta la barbilla, recorre con la mirada la distinguida sobriedad del cuarto que, por algunos detalles parece destinado a una jovencita, desde la vaporosa tela de las cortinas hasta el hermoso decorado del cielo raso desde donde, ángeles y querubines, la miran divertidamente pícaros en medio de nubes rosadas. La luz con que las delicadas tulipas de cristal esmerilado rojizo disipan la oscuridad, contribuye a darle al cuarto una grata intimidad.
Tras un discreto golpecito a la puerta, esta se abre para dar paso a la anfitriona que trae en sus manos una mesa de cama, sobre la que se ven, en una bandeja de plata, un puñado de galletitas y un gran vaso de leche humeante. Cubriendo su pecho con la sábana, Laura se incorpora recostándose en las almohadas y acomodando las patas de la mesa, toma con cierta timidez una galletita.
Sentándose en la cama, la mujer la insta a comer y beber sin vergüenza alguna mientras le cuenta que, por suerte para ella, se encuentran circunstancialmente en la casa, ya que hace mucho que no viven allí. Con sumo tacto y discreción la interroga del por qué de su presencia en el lugar y en esas condiciones. Mientras engulle las sabrosas galletitas y bebe la leche caliente, le explica el motivo de su viaje y la razón por la que su auto se estrellara contra la alcantarilla.
Quizá fuera su imaginación, pero el tono de la voz de Ana, que así dijo llamarse la mujer, bajo, cálido, íntimo y profundo, la luz tan especial o algo que contenía la leche, lo cierto es que Laura comienza a ver todo como desde una nube, en cámara lenta, con una pérdida de fuerzas que, paulatinamente y sin llevarla a la inconsciencia, la debilita sin hacerle perder el sentido.
La voz subyugante alaba con encendido entusiasmo su belleza, la suavidad y brillo del ya seco cabello rubio, la turgencia de sus formas que había alcanzado a vislumbrar y ya sin eufemismo alguno describe en detalle lo que espera encontrar en su cuerpo, a la vez que exalta la transparencia de sus ojos verdes, la morbidez de sus gruesos labios y el perfume natural a hembra que exhala. Laura nunca ha recibido halagos de una mujer y mucho menos con el tono y la intencionalidad libidinosa que Ana les da, pero le es imposible sustraerse a la fascinación que la mujer ejerce sobre ella y, vagamente, en el más recóndito rincón de su sexo, unos tímidos pájaros comienzan a aletear con cierta impaciencia.
La mujer se aproxima a ella y de su cuerpo emana un calor casi sobrenatural. Su cuerpo estremecido espera alguna clase de contacto cuando, en un gesto teatralmente mágico, Ana roza suavemente la frente de Laura y esta se siente hundir en un pozo inmensamente profundo donde sedosas y tenues formas redondeadas la envuelven como nubes asfixiantes en tanto que invisibles y escamosas manos, soban lujuriosamente sus carnes expuestas a la torturante caricia que, a su pesar, la excita.
Recobrando la conciencia emerge de ese marasmo momentáneo y descubre que Ana la ha destapado. Sus manos recorren ávidamente su cuerpo e impedida de moverse o pronunciar palabra, siente como su sensibilidad enormemente incrementada responde maleable a los movimientos que la mujer le exige. Aunque siempre le ha provocado asco la mera referencia al sexo entre mujeres, las caricias de Ana la llevan a disfrutar del placer con una profundidad tan excelsa que ella se hubiera sentido incapaz de experimentar.
Manejándola como a un títere, la mujer la obliga a aferrarse al trabajado respaldar de bronce de la cama con las manos. Luego y con la sutileza de una mariposa, las uñas de Ana comienzan a rozar su piel en forma envolvente y giratoria desde los mismos dedos de los pies y provocando en Laura espasmódicas convulsiones, la reacción natural del cuerpo a los eléctricos cortocircuitos que su contacto provoca. Cuando llegan a la altura de los senos, Laura ya entrechoca los dientes y por cada uno de sus poros, la transpiración exuda los ardores internos de las carnes.
Ana se detiene por un instante para desnudarse y la contemplación sume en la admiración a la joven. Semejante a una escultura, el cuerpo de la mujer guarda tal armonía de formas que impresiona por la irrealidad de su perfección. Como cincelados por un orfebre, los pechos sólidos y pesados, no caen fláccidos sino que se mantienen erguidos pero con una cualidad casi gelatinosa en sus movimientos y las aureolas, lejos de ser chatas, semejan otros pequeños senos rosados, salientes y con grandes gránulos, sosteniendo a los gruesos pezones. Su vientre se hunde debajo del esternón, dando lugar a una musculosa meseta central que, atravesada a lo largo por un profundo surco, se comba en la media luna del bajo vientre y se hunde en el Monte de Venus desde el cual nace una abultada y depilada vulva desusadamente grande.
El rostro de la mujer parece transformarse a medida que los contactos sexuales aumentan. Sin perder ni un ápice de su belleza, los delicados rasgos van cobrando un dejo de demoníaca perversidad. Los ojos espantosamente dilatados de Laura, ven con ansiedad como la mujer abre su boca y una lengua desmesuradamente larga, sale de su encierro tremolando como la de un reptil.
Goteante de saliva, su afilada punta busca el vértice carnoso de los senos y castiga duramente a los excitados pezones, provocando extraños cosquilleos en la zona lumbar de Laura, que espera con angustia que la mujer concrete lo que ella en definitiva desea. Ana envuelve entre sus labios al pezón, succionándolo tan fuertemente y con tanta urgencia que provoca que la joven articule algún sonido, manifestando su satisfacción en roncos gemidos.
Ante la reacción de Laura, la mujer incrementa la succión y atrapando al otro pezón entre los dedos índice y pulgar, va retorciéndolo suavemente al principio, aumentando la presión y la rudeza en la medida en que los gemidos de la joven crecen en intensidad. Laura nunca ni siquiera ha pensado en llegar al placer por medio del dolor, pero ahora encuentra que la fuerte torsión a sus carnes le proporciona un goce inesperado. Acentuando su satánico proceder, Ana clava las uñas afiladas en la carne trémula mientras con sus dientes roe la que alberga en la boca y, al ver como la joven comienza a alzar y menear ansiosamente la pelvis, va aumentando la presión de uñas y dientes hasta conseguir que Laura, en medio de sollozos y gemidos, alcance su orgasmo.
A sus veinticinco años, Laura está lejos de la virginidad y desde los veinte años sostiene sin remilgos circunstanciales relaciones con efímeras parejas. Aunque desde hace dos años mantiene con Julio una saludable practica sexual que no por nutrida ha sido siempre satisfactoria. Ya fuera por limitaciones que ella impone involuntariamente o por falta de iniciativa de los hombres, lo cierto es que estos encuentros le han resultado primitivos y generalmente, frustrantes.
Ahora, es una mujer quien que la lleva a transitar por sendas del placer desconocidas, que disfruta sin pudor a pesar de estar semi paralizada. Con los ojos cerrados y flotando aun sobre los algodonosos almohadones en que la sume el orgasmo, siente como la boca angurrienta de Ana se desliza por su vientre, lamiendo y chupando la suavidad de la piel, huérfana de este tipo de caricias.
La lengua se desliza sobre la alfombra de su recientemente depilado vello púbico y, vorazmente, se introduce entre los aun apretados labios de la vulva, haciéndolos dilatar lentamente con ese estímulo. Los dedos acuden en su auxilio separando ampliamente las carnes, permitiendo que la lengua primero y luego la boca toda, tomen posesión del rosado y húmedo recinto del interior.
Una de las prácticas sexuales a las que se ha negado sistemáticamente es el sexo oral y ahora descubre las delicias del goce que había despreciado. La lengua y los labios de Ana juguetean en todo el interior del pulido óvalo, humedeciendo y atrapando entre ellos a los pliegues que, de un suave rosado van deviniendo a un oscuro violáceo. Atacando el capuchón que se yergue en la parte superior, labios y lengua se dedican a macerarlo con sañuda urgencia hasta lograr que el clítoris aumente de tamaño asomando tímidamente entre los pliegues al embate de la lengua mientras que los dedos aprietan y restriegan entre sí los abundantes pliegues que rodean al sexo.
Frente al placer inédito, la joven sólo atina a aferrarse aun más fuerte a los curvados barrotes de bronce hasta hacer blanquear los nudillos y hunde la cabeza en la almohada mientras los músculos de su cuello se tensan hasta el ahogo, provocando la hinchazón de las venas y músculos pletóricos de sangre.
Mientras socava la vulva con su ávido chupeteo, Ana ha ido girando el cuerpo hasta quedar invertida sobre la joven, facilitando que su boca pueda llegar hasta la húmeda caverna de la vagina. Aferrándola por las nalgas, las alza para propiciar la mejor actividad de labios y lengua, no sólo en la vagina sino hasta llegar al fruncido ano.
En medio de ese frenesí de placer, Laura parece ir recuperando el dominio de su cuerpo y, abriendo los ojos, descubre ante ellos la húmeda y carnosa enormidad del sexo de Ana que parece latir con vida propia, pulsando como una voraz flor carnívora de la selva, con la abundancia de sus pliegues carnosos asomando por entre los labios, dilatados y chorreantes.
Inconscientemente, de una manera primitiva y animal, parecen atraerla subyugándola y, abrazándose a las nalgas de Ana hunde su boca entre los mojados pliegues, degustando por primera vez y con fruición de elixir, los fuertes jugos vaginales que manan desde las entrañas de la mujer, trasegándolos como si se tratase del más fino de los licores. Tal vez su obstinada negación a ese tipo de sexo influyera, pero siente que hacerlo la transporta por una de las regiones más deseables del placer, por desconocida y cautivante.
Ana también ha encontrado en el sexo de la joven otra razón más para desfogar su deseo y las bocas de ambas mujeres se dedican a lamer, besar y succionar las carnes y los humores de la otra. Cuando finalmente Ana se decide y hunde sus dedos en la anillada superficie de la vagina, rascando la espesa mucosa y hurgando en el interior hasta encontrar ese lugar exacto que enardece a las mujeres, Laura encoge sus piernas, enganchando los tobillos en su nuca y hamacando el cuerpo, inicia un infernal vaivén que culmina con ambas entrelazadas, revolcándose sobre las sábanas. Penetrándose y chupándose fieramente, se alternan enloquecidamente furiosas, ora arriba, ora debajo, hasta que en medio de roncos bramidos de satisfacción, alcanzan juntas sus orgasmos y se derrumban convulsionadas, estrechamente abrazadas.
Con todos sus sentidos enervados por el alivio, se deja estar con los ojos cerrados pero en plena conciencia de cuanto sucede a su alrededor. Incitada por la voz oscura de Ana, abre los ojos para encontrarse con su cara muy próxima a la suya y su expresión ha vuelto a sufrir una nueva metamorfosis. Ahora comprueba que, recurriendo a algún brebaje o por medio de artilugios hipnóticos, ejerce sobre ella un dominio que anula cualquier resistencia de su subconsciente.
Los ojos de Ana muestran una extraña coloratura rojiza de una fijeza felina y sus rasgos en general, exhiben toda una gama de expresiones depravadas, maléficas y lujuriosas. Laura siente que la mujer la domina sólo con el pensamiento y, sin necesidad de articular palabra, la lleva a sentir extrañas necesidades para cometer los actos más atroces de que fuera capaz mujer alguna. Incontenibles, intensos cosquilleos recorren su cuerpo, desde la corva de sus rodillas, pasando por el ano, riñones y columna vertebral para alojarse en la nuca, estallando en el cerebro y desde allí, extenderse en cálidas oleadas por todo el cuerpo.
La mujer se inclina sobre ella y la insólita lengua, redonda y bífida, se desliza dentro de su boca, buscando con anhelosa angustia a la suya que, no obstante la disparidad de tamaño y experiencia, se enzarza en una violenta batalla en la que las salivas se funden en una sola y siente la imperiosa necesidad de acariciar el cuerpo de la otra mujer.
Sus manos recorren voluptuosas las carnes firmes e hirvientes de Ana quien, sin mediar palabra, la va induciendo a replicar el movimiento de sus manos y boca. Recién al incorporarse descubre la presencia del hombre quien, recostado en las almohadas, las observa atentamente. Ana va acercando su cabeza a la entrepierna del hombre desnudo y Laura percibe claramente su silenciosa orden.
Las manos de Ana se posesionan del miembro semi erecto de su marido con gestos casi malabares. Los dedos abrazan, rozan, aprietan y acarician la verga en toda su extensión, desde los testículos hasta la monda cabeza del glande. El hombre ronca estremecidamente agradecido por la caricia mientras su rostro también se modifica como el de Ana y expresiones libidinosas y demoníacas suplantan a las serenamente apuestas de poco antes. Atónita, asiste al espectáculo involuntario de sus manos sumándose a las de Ana para luego desplazarlas, masturbando con una experiencia de la que no tenía memoria al enorme y monstruoso príapo.
Tal vez obedeciendo una orden silenciosa o por iniciativa propia, se inclina sobre el miembro y envolviendo sus labios en derredor de él desde los mismos testículos, va subiendo mientras lo lame y succiona con embriagador deleite. Cuando llega al delicado prepucio, que sus manos súbitamente hábiles han corrido cuidadosamente hacia atrás, la lengua se hunde en el profundo surco debajo del glande, ensañándose con ahínco sobre las carnes.
En tanto que lo masturba con ambas manos, su boca se abre tan desmesuradamente como no sabe que pudiera hacerlo y la cabeza de la enorme verga se pierde en ella. Con ansiosa fruición, succiona y aprieta entre sus labios al pene y, mientras más profundamente lo hace, más ganas de hacerlo la apremian. Hay un mandato secreto que la compele a hacer eyacular al hombre dentro de su boca y, cuando en medio de estremecimientos convulsivos, aquel vuelca en su boca una gran cantidad de esperma, la acoge con una alegría inmensa, saboreando alborozada la melosa y almendrada cremosidad con verdadera gula, limpiando con su lengua hasta la última gota de la superficie del pene.
Ana no permanece ociosa y sus manos mantienen en vilo los deseos de Laura, acariciando, lamiendo y besando todos los rincones sensibles de su cuerpo. Cuando el hombre acaba, la joven está muy lejos de la satisfacción y su cuerpo todo le reclama por más sexo. Acostada boca arriba, recibe los primeros embates de Ana pero no deja de observar que los angelotes y querubes del cielo raso han devenido en monstruosos elfos y duendes, súcubos de pervertida expresión que la observan golosamente. También Ana ha cambiado. Su cabello recogido en improvisado rodete, deja ver toda la crueldad de su rostro y hasta los dientes se le han afilado como los de una bestia, pero la confirmación de que se halla ante una presencia satánica, es ver como la enorme vulva crece ante sus ojos y proyectándose, se transforma en un miembro enorme, chorreante de los jugos y mucosas que había contenido la vagina.
Es tal el dominio que Ana ejerce sobre ella que, en vez de espantarse ante esa evidencia atroz, voluntariosamente encoge y abre desmesuradamente las piernas, invitándola a poseerla. Ana se arrodilla frente a ella y alzándola por las nalgas, encoge sus piernas hasta que las rodillas quedan a cada lado de la cabeza con todo el peso del cuerpo descansando en sus hombros y entonces sí, con el sexo casi horizontal, la penetra fuertemente por la vagina.
Nunca un miembro tan poderoso, con semejante ímpetu, se había introducido en su vagina. Con las manos clavadas en las sábanas y casi destrozándolas con sus uñas, disfruta de las sublimes laceraciones y desgarros que el falo le produce en medio de una temperatura quemante. Ahogada por la saliva que la angustia histérica del goce pone en su boca e incitando a la otra mujer, suplicándole por más intensidad en el ritmo y la profundidad, clava los dedos en sus senos y tal como lo había hecho anteriormente Ana, retuerce fuertemente los pezones y clava en ellos las uñas a la búsqueda de una satisfacción que tarda en llegar.
Ana parece incansable y saliendo de ella, se acuesta boca arriba, haciendo que Laura la monte ahorcajada sobre su cuerpo y se penetre con ese miembro que maneja a voluntad, tanto en tamaño como en rigidez. En esa posición recibe como el astil de una lanza la inmensidad del falo que golpea contra el fondo del útero. Cerrando los ojos, emprende una frenética cabalgata, en tanto que Ana ondula debajo de ella, adaptándose al rítmico hamacarse de su vaivén. Sus manos confluyen autónomamente hacia el sexo masturbando al clítoris con frenesí y Ana se solaza estrujando entre sus manos a los bamboleantes senos que, empapados de transpiración, escapan caprichosamente de los dedos.
Finalmente y sin dejar de penetrarla, tomándola de la nuca, Ana la atrae hacia ella y besándola con angurria en la boca, la estrecha contra sus senos, circunstancia que aprovecha su marido para arrodillarse detrás suyo y con mucha suavidad y lentitud, penetrarla por el ano. En Laura entran en competencia dos personalidades; la habitual, peleadora e indomable y la nueva, la de la hembra primitiva que encuentra placer y satisfacción en todo aquello que siempre ha rechazado.
Espantada de su propia reacción, no puede dar crédito a la forma en que disfruta la cruelmente dolorosa doble penetración. Ellos manejan a su antojo el grosor, largo y dureza de sus miembros y con las entrañas colmadas, el insoportable dolor la lleva a regiones del goce que creía imposibles de transitar. Los músculos de la vagina se dilatan y contraen haciendo aun más placentera la monstruosa intrusión.
La insólita penetración, particularmente la del ano, le resulta intolerable pero la sensación de bucólica satisfacción que ese dolor le proporciona es tan inmensa que supera todo sufrimiento y entonces colabora con sus verdugos hamacando su cuerpo, aumentando la intensidad del roce y, mientras de su boca entreabierta escapan delgados hilos de baba que caen sobre los pechos de Ana, que ella en su desesperación histérica chupa y muerde con violencia, siente que ese gran orgasmo anhelado la alcanza y simultáneamente, recibe la descarga seminal de ambos miembros.
Acezando como un animal perseguido y con sus ijares hundiéndose en la angustiosa búsqueda del aire que los pulmones le demandan; con los ojos inundados por las lágrimas que el dolor y el placer le provocan y con la boca seca emitiendo un bronco y lastimero gemir, Laura comprende que está definitivamente en manos de aquellos seres, engendros o vaya a saberse qué, quienes dominan su mente y su cuerpo por medio de poderes sobrenaturales, sometiéndola a las más espantosas iniquidades sin que ella ose oponer la mínima resistencia que su naturaleza humana le dicta.
Tanto el hombre como la mujer tienen la capacidad de modificar su morfología y así como Ana ha desarrollado el enorme príapo, su marido transforma sus poderosos pectorales en sendos senos que, hinchados y latentes se ofrecen a la boca de Laura que, incapaz de resistir su subyugante atractivo, se enzarza en una voluptuosa maceración de los pechos, encontrando refugio para labios y lengua que se sumergen en aquel inédito placer, trasegando con fruición la leche dulce y rosada que rezuman las mamas. Hábilmente, el hombre ha introducido el miembro en su sexo y así, abrazados en la posición de loto e inmersos en un inefable placer, ambos se hamacan lenta y rítmicamente hasta que Laura siente en sus entrañas el derramarse del abundante semen que como lava hirviente, se expande quemante en sus órganos y ella también alcanza el orgasmo.
Seguramente la succión de aquella leche demoníaca le ha hecho perder todo control de sus acciones pero, comprendiendo que en gran parte se debe al poder que el matrimonio ejerce ella, no puede negar que recibe alborozada aquel derrumbe de los diques que su continencia le había impuesto y que ahora acoge el placer que le dan la cópula y el dolor con el más grande de los entusiasmos, poniendo tanto de sí en los aberrantes encontronazos que hasta ella misma es quien anima y propone su ejecución.
Fuera de tiempo y espacio, sólo atenta a ejecutar aquella danza monstruosa del goce, se deja absorber por el vórtice diabólicamente mareante que le proponen y, como en un eco, tiene conciencia de que en el exterior la tormenta arrecia y se descarga furiosamente contra la mansión, azotándola con terribles descargas eléctricas cuanto más ellos se solazan con sus viles actos sexuales, como si la naturaleza se asociara con la consumación perversa de sus actos. Laura sufre dolorosamente todo aquello a que el matrimonio satánico la somete, pero simultáneamente siente como desde cada fibra de su ser, el goce del placer puro la inunda y compele a someter a los otros a las mismas vejaciones que en ella cometen.
Su cuerpo trajinado se estremece por los sobamientos, estrujones, chupones, pellizcos, mordidas y rasguños que recibe y poco a poco, muy lentamente, se va sumergiendo en una espesa niebla caldosa, húmeda y rojiza, dentro de la cual la sensibilidad pierde sus límites y la satisfacción la inunda.
Cuando despierta, está sola en el cuarto y la luz del día que entra por los resquicios de las ventanas, le permite apreciar cuanta ha sido su imaginación de la noche anterior; los ángeles del cielo raso se ven aun más desvaídos y la pintura toda, descascarada, tiene una pátina de humedad y vejez. Los muebles de la habitación están cubiertos por fundas a excepción de la cama en que se halla y con una certeza desconcertante, comprueba que el paño que la cubre a modo de sábana, esta húmedo de sudor, jugos corporales y semen que apesta terriblemente a sexo y que ella está totalmente desnuda.
Corre hasta el baño y tras limpiar con las manos el espejo ennegrecido por el moho, no encuentra en su cuerpo ninguna huella visible de la torturante flagelación, sólo en lo más hondo de sus entrañas late una suave pulsación. Su piel luce tersa y más fresca, si cabe, que el día anterior. Volviendo al cuarto, halla sobre un mueble, limpia y planchada su solera, su ropa interior y sus zapatos brillantemente lustrados. Desconcertada y mientras se viste, repasa mentalmente todas y cada una de las situaciones particulares de la tarde y noche anterior. Está segurísima que no pertenecen a su imaginación ni a una pesadilla, ya que todos sus músculos y los tejidos de su sexo y ano aun palpitan doloridos.
Cuando baja al salón de la planta baja, comprueba que allí también todo huele a viejo y abandonado. Además de la gruesa capa de polvo que cubre a los enfundados muebles y los colgajos de antiguos empapelados, no deja de notar que todos los cuadros que cuelgan de las paredes están cubiertos por gruesas telas negras, Temerosa, se desliza hacia la puerta que puede abrir trabajosamente y que, tan pronto como ella sale, se cierra con un golpe ominoso.
Encandilada por el fuerte sol del mediodía y con los zapatos en la mano, llega hasta la tranquera esquivando charcos y mientras la traspone, ve que un viejo policía a bordo de una cuatro por cuatro termina de sacar su coche de la cuneta.
Al verla saltar el portón y acercarse a él, se rasca la cabeza y le pregunta intrigado si es la dueña del vehículo. Cuando ella le cuenta que ha encontrado refugio a la tormenta en la antigua casona, él menea la cabeza dubitativamente y, pidiéndole disculpas, le dice que eso es imposible. Con cierto embarazo y con pudorosa turbación le cuenta que aquella casa está maldita y hace más de treinta años que permanece sellada con clavos desde su interior, porque sus dueños, una acaudalada pareja de europeos, habían sido encontrados misteriosamente muertos en avanzado estado de descomposición y aun estrechamente abrazados en una macabra cópula.
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