Barquito
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Estoy usando la cuenta de e-mail de mí marido y este seudónimo porque no me animo a ser reconocida por mi nombre que es un tanto singular e identificable por quienes me conozcan.
Mi marido tiene publicados muchísimos relatos eróticos a los que escribe muy bien, pero yo no lo he hecho nunca y no quiero contar cuentitos, sino cosas que protagonicé a lo largo de toda mi vida.
Precisamente, como todos los que me conocen prácticamente me califican de santa ama de casa y amorosa abuela, quiero dar expansión a cosas a las que sólo conoce mi marido y otras cuantas de las que ni él tiene conocimiento.
En momentos de locura he llegado a niveles tales de depravación que ahora me asombran pero a los cuales he disfrutado como loca y si se me diera la oportunidad – y la edad – los volvería a hacer aun con mayor saña
Creo que como presentación es suficiente y los mismos relatos les dirán más de mí, pero por hoy quiero comenzar con mi primera aproximación al sexo; para hacer todo más práctico, al seudónimo lo reemplazaré en algunos cuentos por el de Barca, más conciso y femenino…Gracias por leerme.
Hijos de madre viuda y todavía en edad de merecer, mi madre nos inscribió en distintos colegios internados y los fines de semana me paseada y por las casas de parientes cercanos, mientras que mis hermanos se divertían jugando en los potreros del barrio o andando en bicicleta.
En fin, que yo era una pelotuda insigne que debido a la educación de las monjas, ni siquiera tenía que mirármela y mucho menos toquetearla salvo para higienizarme y nos imaginábamos que los chicos tenía un pito que usaban sólo para mear. Y en esa época era así, aunque los varones ya sabían que era para cogernos algún día.
Como la vieja trabajaba, yo pasaba todo el día sola en las vacaciones y cuando llegó la ocasión más importante, la primera y única en que verdaderamente la necesité, no estaba junto a mí. Sin estar para nada preparada, pasé de la angustia a la vergüenza cuando acudí a la casa vecina pidiendo auxilio por lo que yo imaginaba era un suceso extraordinario.
La mujer, que me conocía desde mi nacimiento, no podía concebir como mi madre no me había preparado para esa primera menstruación y con mucha paciencia mientras restañaba la sangre de mi sexo, fue explicándome someramente el funcionamiento ginecológico de la mujer y, sin entrar en detalles que podrían confundirme aun más, me instruyó sobre los periodos fértiles en los cuales debería cuidarme especialmente.
Tres meses después y tras dos reglas profusamente discontinuas, incorporé secundario de un nuevo internado e intercambiando confidencias con mi compañera de cuarto un año mayor que yo, descubrí el verdadero funcionamiento del cuerpo femenino.
Deslumbrada por los relatos de mi nueva amiga que era bastante puerca, accedí – por lo menos teóricamente – al conocimiento del sexo; ella era tan inexperta como yo pero tenía la ventaja de ser la menor de cuatro hermanas que, junto con su madre, la habían interiorizado de todos los pormenores que se necesitan saber para sostener relaciones sexuales con un hombre.
Aunque sólo tenía catorce años pero naturalmente perversa, había aprendido a masturbarse viéndolas hacerlo en sus camas cuando creían que ella estaba dormida. A las dos se nos cruzaban idénticos pensamientos y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, comenzamos a preguntarnos sobre lo más primariamente básico, como lo es el beso.
A la luz de una pequeña linterna debajo de las frazadas nos juntábamos en la cama de una de las dos y, lo conversábamos en voz baja, practicando la modulación y succión de los labios y el uso de la lengua sobre el dorso de nuestras manos.
Cierta noche en que esa práctica nos había excitado en demasía, con sólo una mirada hambrienta, unimos nuestras cabezas y los labios comenzaron a ejecutar lo mismo que venían haciendo sobre las manos pero con un grado de placer y satisfacción que nos enajenó. Sorber sus labios gordezuelos y sentir los míos succionados con igual deseo, me embriagó de una dulce lasitud y me abandoné en sus brazos, dejando que ella hiciera lo que quisiera en mí.
Ansiosa y nerviosa, me acunó durante un rato mientras su boca volvía buscar la mía y nuestras manos se prodigaron en involuntarias y placenteras caricias que realmente nos excitaron más allá de todo lo conocido. Susurrándonos frases de pasión, estregamos los cuerpos en procura de dar alivio a esas ansias y cosquillas que se extendían por todo el cuerpo hasta que las manos de ella se alojaron sobre mis tetitas, comenzando a sobarlas tiernamente al tiempo que su boca se deslizaba por el cuello y bajando la combinación, las liberaba de su encierro para posar sus labios sobre el pezón en tierno mamar.
El shock de placer fue tan grande que no supe hacer otra cosa que quedarme quieta, acariciando su cuerpo a través de la tela sedosa de la enagua. Todo lo que sucedió después fue puramente instintivo y, aunque lo habíamos hablado largamente, nuestros cuerpos, nuestros sentidos y nuestras psiques respondieron inconscientemente como hembras.
Sacándose la prenda por sobre la cabeza y, tras despojarme de la mía por los pies, se colocó invertida sobre mi cara, volviendo a atrapar los pechos entre sus manos y la lengua se dedicó a fustigar a los pezones, ya excitados y duros. Mi cuerpo ondulaba involuntariamente y abrazándola estrechamente dejé que mi boca tomara contacto por vez primera con un seno femenino. La sensación de dulzura que me invadió pareció llenar mi cabeza por entero, impidiéndome otra acción que estrujar sus pechos con las manos y succionar con brutal intensidad sus pequeñas aureolas.
Respirando afanosamente estuvimos aun un rato en esa espléndida actividad y finalmente movimos nuestros cuerpos con instintiva gula, dirigiendo las cabezas al encuentro con los sexos. Mientras las narices se hundían olfateando ávidamente entre los enrulados e incipientes pelos del pubis, los dedos fueron explorando tímidamente los labios de la vulva, encontrándolos dispuestos y dilatados.
Sin ningún tipo de duda, Gigi deslizó los dedos a todo lo largo de ellos hundiéndose lentamente en su interior, buscando con la yema hasta tomar contacto con un manojo de mis pliegues, explorando entre ellos hasta encontrar una excrecencia carnosa que, a su estregar, fue cerrándome la garganta de angustia y llenando mis riñones de cosquilleos enloquecedores.
La ansiedad que me golpeaba el pecho como un tambor era tan grande y la vista de su sexo oloroso frente a mi cara tan tentadora que, pese a mis prejuicios y un asco natural, para dar alivio a mis histéricas ansias de goce hundí la boca entre sus carnes y mis labios succionaron rabiosamente los numerosos, tiernos y retorcidos pliegues, sorbiendo esos jugos con delectación.
Las dos nos hamacamos en un vaivén que mareaba por la intensidad del placer, cuando ella me dijo que no gritara y con suma lentitud, fue hundiendo dos dedos dentro de la vagina. Esa fue su primera intención pero mi cuerpo virgen opuso resistencia, manifestándose en lo que años después supe, era vaginismo. Esa noche, gracias al trabajo continúo y placentero de los labios y lengua de mi compañera, fueron distendiéndose despaciosamente y finalmente, pudieron ingresar al interior.
Junto con la dilatación e ingreso de sus dedos entre mis músculos apretados, sobrevino un dolor profundo que por su misma intensidad me resultó placentero. Yo sentía como los dedos iban rasgando una especie de piel, algún tejido membranoso y luego, adentrándose por la cavidad pletórica de jugos cálidos, escudriñando, acariciando y rascando sus paredes, iniciaban un delicioso vaivén que me encegueció de dicha.
Me parecía que todo en mi interior iba a estallar. De mi boca surgían roncos estertores mientras jadeaba a la búsqueda de aire fresco para mis pulmones incendiados en tanto que mis riñones lanzaban andanadas de cosquillas y una jauría de lobos con sus dientes afilados tironeaban de mis músculos tratando de arrastrarlos hacia el volcán de mi sexo.
Yo sabía o presentía que algo definitivo tenía que pasar; esa tensión insoportable que me sacudía no podía durar mucho más y en algún momento debería hacer eclosión, pero llegado a un punto cúlmine, como un elástico al punto de ruptura, todo pareció paralizarse en un suspenso infinito y, sin disminuir mi angustia, el cuerpo se relajó mansamente como declarándose vencido ante la inmensa sensación de vacío que ocupaba mis entrañas. Asustada por los roncos sollozos y el llanto que me bañaba el rostro, Gigi acudió a serenarme, y así, abrazadas desmayadamente, nos quedamos dormidas.
Junto con el diagnóstico de la vaginitis y de acuerdo a mis descripciones, una ginecóloga determinaría años después que yo padecía de anorgasmia circunstancial, agravada por la contradicción de una inagotable incontinencia sexual, lo cual no me impedía tener buenos, largos y profundos orgasmos, pero algún tipo de inhibición me impedía alcanzarlos en determinadas circunstancias emocionales críticas aunque mi eyaculación fuera intensa.
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