BARQUITO 12
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Recuperado aquel mecanismo por el que ambos disfrutábamos compartiendo no sólo nuestras extravagancias en la cama sino hasta la mínima cosa que hiciéramos con ocasionales relaciones, circunstanciales o más o menos fijas, dejamos pasar casi un año en que las mañanas de mis sábados eran especiales y, por la falta de interés de la gente en aquel servicio, se deshizo el mínimo equipo y así como él debió seguir en las salas y consultorios externos, yo debí conformarme con la tediosa rutina de entregar leche en polvo y pañales.
El único rato de distracción era esa hora de febril actividad que generaba la presencia simultánea de las nueve asistentes sociales externas; la mayoría eran chicas jóvenes que, aun estudiantes, hacían práctica con ese trabajo y muchos de los temas de las charlas me resultaban desconocidos o por lo menos extraños. Casi por propio peso y porque esa era la única oportunidad en que podía dialogar con personas ajenas al ámbito familiar y, específicamente mujeres, fui haciéndome compañera de dos de las mujeres que, a pesar de ser menores que yo, eran casadas y compartían mas o menos los mismos problemas.
Paulatinamente, sin despreciar el compañerismo amistoso de María Elena, mis preferencias fueron inclinándose hacia Cristina, una tímida chica delgada de largo pelo rubio, casada con un arquitecto.
Contenta por tener una amiga en quien confiar, me convertí en destinataria de las confesiones de esa chica que, aunque madre, no evidenciaba ser sexualmente experimentada. Casi con veinticinco años de edad pero sin haber sostenido relaciones anteriores al matrimonio, se sabía ignorante sobre cuál debía ser el comportamiento sexual de una esposa, debatiéndose en la duda de hasta donde lo que su marido le proponía era correcto o a qué cosas ella debería responder con entusiasmo y a cuáles negarse sistemáticamente para mantener en alto su virtud.
Con paciencia de orfebre y – al principio – ninguna intención equivoca, fui instruyéndola en como satisfacer a un hombre a la par que ella lograba su propio alivio y también aquellas cosas no demasiado recomendables para una señora, de las que no debería hacer alarde ante su esposo pero que, de ser necesario, le reportarían inefables sensaciones de placer.
El ámbito un poco caótico de la oficina no era propicio para esas conversaciones y le propuse a Cristina que, para evitar el intenso trajín del transporte a esa hora pico en que el calor todavía apretaba y antes de volver a su casa en la provincia – donde en definitiva estaría sola -, me acompañara mientras charlábamos de esas cosas en la tranquilidad de mi casa.
Efectivamente, a las tres de la tarde salíamos juntas del hospital y cuando llegábamos su casa, me descalzaba y cambiaba el vestuario formal por ropas adecuadas al calor del verano y, en la fresca penumbra del living, nos sentábamos en el sillón grande cómodamente despatarradas mientras reponíamos fuerzas con comidas y bebidas frescas mientras nos sumergíamos en largas disquisiciones sobre la vida y el papel de las mujeres, en tanto yo la aleccionaba en las prácticas más perversas del sexo, naturalmente, sin decirle que ya las había transitado todas.
Deslumbrada y subyugada por la forma en que le explicaba las cosas más terribles sin hacerlas ver como tales sino como parte esencial de un sexo desinhibidamente placentero, Cristina contemplaba intimidada mis, a veces, demasiado explícitas manipulaciones a los senos u observaba hipnotizada como le mostraba desenfadadamente detalles de mi anatomía.
Al retirarse Cristina, cobraba conciencia de la turbación en que esas actitudes sumían a mi amiga y me prometía no excederse, pero al otro día, fuera a causa de la excitación que el calor alimentaba o a la perversa satisfacción que experimentaba al contemplar la confusión de la muchacha, volvía a reincidir en lo mismo.
También había cobrado conciencia que a mi edad, sin ser homosexual ni lesbiana, la progresiva atracción que Cristina había ido ejerciendo me hacía desearla con involuntaria desesperación, especialmente cuando por la noche la imaginaba practicando cuanto le enseñaba con su marido, pero me resistía a reconocer mi enamoramiento y a involucrarla en una relación comprometida, temiendo ser rechazada y perdiendo de esa manera la única amiga que tenía.
La situación fue haciéndoseme cada vez más incómoda, ya que día tras día, una angustia omnipresente me hacía desear la posesión de aquel cuerpo delgado y sólidamente musculoso que adivinaba por debajo de las telas veraniegas, pero también buscaba que alguna actitud suya me liberara de aquel sortilegio.
Hasta que una tarde, sin planificarlo ni provocarlo, tal como el destino origina ciertas cosas, sucedió; habiendo comprado helado cuando volvíamos a casa y sentadas lado a lado en el sillón mientras conversábamos animadamente, una gran cucharada de la crema se volcó sobre el escote entreabierto de la camisa de Cristina. Sobrecogida por la masa helada que chorreaba por su pecho internándose rápidamente hacia los senos, ella dejó escapar una estridente exclamación de sorpresa y yo, sin proponérmelo intencionalmente, me abalancé para, tras abrirle los primeros botones del escote, enjugar con una servilleta al helado que mancharía la tela del corpiño.
El tamaño y consistencia de sus pechos me sorprendió y, casi recostándome sobre ella, pasé concienzudamente la servilleta sobre la parte visible del seno, cobrando conciencia que me demoraba más de lo necesario. Ya no por la sorpresa ni el frío, el pecho de Cristina bombeaba como sobrecogido y los pechos dejaban ver los gelatinosos movimientos de su conmoción.
Mientras las yemas de mis dedos acariciaban tiernamente la piel a la búsqueda de supuestos restos pegajosos, levanté la vista para encontrar que los ojos de Cristina estaban clavados en los míos expresando un mudo ruego de secretas ansias al que no podía desatender. Dejando a los dedos subir acariciantes para acariciar su nuca, trepé lentamente a lo largo del cuello con menudos besos y, traspasando el obstáculo del mentón, mis labios hicieron nido sobre los desesperadamente abiertos de la muchacha.
El vaho fragante de su aliento que expulsaba entremezclado con una tan estéril como falsa negativa, asociado con los perfumes del maquillaje y ese olor que exuda la piel de las mujeres jóvenes enceladas, no hizo otra cosa que estimularme. Toda la carga de mi abstinencia lésbica se hizo presente y, empujándola suavemente contra el respaldo del sillón mientras la inmovilizaba con todo el peso del cuerpo, abrí la boca para devorar esos labios carnosos.
En tanto que ella respondía con ávida timidez a mis besos, los dedos terminaron de desabotonar la camisa para liberarla del corpiño con esa habilidad innata que tenemos las mujeres para ganchos, botones y cintas y, luego de dedicarme a manosear sus tetas con amorosa complacencia, llevé la lengua tremolante sobre las aureolas mientras que los labios depositaban tiernos besos a los pezones que más tarde encerraron para succionarlos muy suavemente.
A pesar que Cristina respiraba afanosamente por la nariz con las narinas dilatadas en una mezcla de pavor y excitación, murmurando palabras incomprensibles en las que se mezclaban el deseo con el temor a eso desconocido que no deberíamos estar haciendo, colaboró para que le quitara la corta pollera veraniega y, cuando bajé a la entrepierna para hundir mi boca sobre la tela de la bombacha, dejó escapar un gemido de satisfecho asentimiento.
Al sentir la boca succionando el sexo, pareció querer hacer un instintivo movimiento de evasión retrepándose en el asiento, pero a la vez, extendió una de sus manos para aferrar mis cabellos y aplastarme la cara contra la entrepierna. El olor a salvajina cobró una nueva dimensión al mezclarse con los fluidos que exudaban sus glándulas hormonales empapando la sedosa tela de la prenda y la lengua recorrió aquel espacio saboreando el agridulce jugo para que la boca toda se abriera encerrando al bulto, succionándolo con tierna devoción.
Cristina respondía favorablemente a mi exigencia recostando la cabeza contra el tapizado del respaldo y, acariciando mis cabellos, meneaba levemente las caderas. Avidamente famélica, chupé con vehemencia la tela empapada y luego, mientras conducía la boca a enjugar el sudor en la encrespada mata velluda que sobresalía en la parte superior, dos de mis dedos restregaron la tela contra los labios de la vulva para finalmente empujarla y penetrar con ella en áspero guante el dilatado agujero vaginal.
Ya Cristina respondía a esos estímulos con el mismo frenesí de una veterana y, aferrada con las manos echadas hacia atrás al respaldo, se impulsaba para proyectar la pelvis, concretando definitivamente la penetración. Desasiéndome de ella por un instante, me desnudé rápidamente y tras quitarle la bombacha sucia de mucosas y saliva, dejé que la lengua tremolara sobre la enrojecida vulva cubierta de ensortijados cabellos dorados.
Hundiendo la nariz entre los cortos cabellos, aspiré con fruición aquellos aromas que me deleitaron e hirieron profundamente mi memoria olfativa. Un borbollón de imágenes entremezcló los sexos femeninos que chupara golosamente en mi vida en un confuso revoltijo que me impulsó a querer más y encerrando entre los labios las guedejas de aquella mata indisciplinada, sorbí con la lengua la jugosa conjunción de la transpiración con los jugos naturales.
Ferviente devota del sexo oral y conocedora de lo que una mujer conseguía con él, descendí hacia la naciente apertura de la vulva y allí mi lengua se encontró frente a un obstáculo que no por previsto era menos sorprendente. Separando la cabeza, contemplé con asombro un clítoris que nunca hubiera imaginado encontrar y menos en una muchacha que desconocía casi todo del sexo; del tamaño de un meñique pequeño, el capuchón ejercía cabalmente las funciones de un verdadero prepucio y, obedeciendo a la suave presión de mi dedo, se retrajo para dejar expuesta la cabeza ovalada de un glande que, aun oculto por esa membrana mucilaginosa, en su tamaño y forma semejaba la punta de una bala.
Lentamente, los labios de la vulva fueron cobrando un tinte entre morado y grisáceo para destacar el rosado pálido del interior y, separándolos con dos dedos, el magnífico espectáculo del fondo pletórico de mucosas me atrajo por los efluvios que brotaban. Dejando a la lengua macerar los fruncidos bordes de los labios menores, puse al descubierto el blanquecino glande cubierto por el arrugado capuchón epidérmico para envolverlo entre llos labios y someterlo a una succión tan intensa que, en breve, adquirió el aspecto de un pene masculino en miniatura.
Evidenciando que era la primera vez en que algo así le sucedía, Cristina sacudía frenéticamente la cabeza apoyada prietamente contra el respaldar y, arqueando su cuerpo en una comba perfecta, aferraba mis cabellos con las dos manos, obligándome a estrellar la boca contra el sexo. Por los gemidos que dejaba escapar entre sus dientes apretados y los espasmos convulsivos de su vientre, percibí que Cristina estaba a punto de acabar prematuramente.
Metiendo dos dedos dentro de la vagina, fui encogiéndolos en un lerdo rascado a todo el interior para gradualmente comenzar a masturbarla en un enloquecido vaivén que la hizo prorrumpir en un escándalo de suspiros y ayes y que llegó a su punto máximo cuando añadí otro dedo a la penetración, sintiendo que a poco, con espasmódicas expulsiones, Cristina derramaba la catarata de su alivio sobre ellos, escurriendo olorosamente hacia la palma de mi mano donde la boca la enjugaba para saborearla con la fruición de un elixir.
Envarada por la crispación del orgasmo, la jadeante muchacha permanecía todavía estremecida por violentas contracciones vaginales y entonces, trepé hasta ella para hacerla distender besándola tiernamente en la boca al tiempo que mantenía la caricia al sexo con los dedos hasta que se relajó totalmente.
Avergonzada por su comportamiento, Cristina esquivaba mi mirada y recién cuando le expliqué con dulzura que ese sexo, nuevo y extraño, no nos hacía homosexuales ni nos restaba méritos como mujeres, convirtiéndose sólo en una expansión para nuestras tensiones y ciertos deseos reprimidos que no se atrevería a confesarle jamás a su marido, se aflojó y permaneció blandamente en mis brazos hasta que el deseo volvió a habitarnos.
Descubriéndonos recíprocamente, de los ronroneos, mimos y caricias, pasamos a besarnos tiernamente de una manera que volvió a encendernos; los labios se adueñaban alternativamente de los de la otra y los succionaban como a una golosina para luego dejar que las lenguas se trabaran en una ralentada batalla en la que intercambiamos nuestras salivas fragantes. Histéricamente, Cristina clavaba sus cuidadas uñas contra mis senos y entonces tomé la decisión de hacer completa la satisfacción de ambas.
Otorgándome el papel activo de la pareja, asumí que debía comportarme como con las otras chicas y, guiándola para que quedara acostada boca arriba en una de las puntas del asiento, me coloque invertida sobre ella y, tomando su cara entre las manos, reinicié aquel besar enloquecedor. Mi boca fue prodigándose por todo el rostro e indicándole en mimosos susurros que me copiara en todo, comencé a lamer y besuquear el cuello mientras mis manos acariciaban los senos en lerdos masajes.
La gelatinosa consistencia de los pechos me obnubilaba y envié la lengua a recorrer esas tersas colinas en chasqueantes lengüetazos. La caricia había cumplido con su cometido y Cristina, quien jamás había tocado un seno femenino, se encontró de pronto frente a mis sólidos pechos a los que acometió con inesperada gula. La lengua tenía una consistencia tan suave que su contacto me sacó de quicio y encerrando entre mis dedos a uno de aquellos gruesos pezones, comencé a pellizcarlo con una saña juguetona tal que provocó un respingo doliente en la muchacha.
Deslumbrada por la belleza de las tetas oscilantes, sometí las aureolas a un rascar casi imperceptible de los dientes y cuando ella me expresó su sufrida condescendencia, encerré al pezón entre los labios para chuparlo intensamente. Obedientemente, Cristina realizaba similar y deliciosa tarea en mis pechos con tal denuedo que, llegado un momento en el que mis entrañas se crispaban en violentas contracciones, envarándome e incapaz de controlarme, clavé simultáneamente las uñas en uno y los dientes en el otro hasta que sentí el tibio correr de mis jugos íntimos a través del sexo.
Aliviada, caí en la deliciosa modorra de la satisfacción y permanecí abrazada a ella por un momento, al cabo del cual, cobré conciencia del sitio en donde descansaba mi cabeza e incorporándome, comencé a besar el abdomen de Cristina y en tanto volvía a sentirme estimulada, dejé a la lengua recorrer las carnes del vientre de mi amiga
Definitivamente lanzada a satisfacerme, satisfaciendo a esa muchacha a la que llevaba casi diez años, estaba ansiosa por concretar mi propósito y en tanto la boca escarbaba en el rubio vellón sumiéndose en la succión de aquel maravilloso clítoris, mi mano exploró de arriba abajo la vulva, separando los labios para introducir dos dedos en la vagina. Entretanto Cristina, permanecía dubitativa, expectante por el aspecto casi siniestro que mostraba mi vulva rasurada y entreabierta en el pulsar espeluznante de una flor carnívora.
Finalmente, acercó la boca y la tufarada cálida debe haberla compulsado a lamer las carnes oscurecidas y entonces sí, abrazándose a los muslos, hundió la boca inexperiente en mi sexo, lamiendo y chupando los jugos del orgasmo con vehemente desesperación.
Yo había pasado mis brazos por debajo de sus caderas para, envolviendo a las nalgas, llegar a excitar con los dedos la entrada a la vagina y la boca ya no se contentaba con macerar en tierno martirio al clítoris sino que atrapaba entre los dientes las aletas carneas que parecían desbordar al sexo y tiraba de ellas como si pretendiera arrancarlas para luego soltarlas abruptamente. Involuntariamente, Cristina me imitaba en todo y muy pronto, nuestros cuerpos amalgamados en uno solo, iniciaron un ondular que fue creciendo en intensidad y cuando las dos alcanzamos el clímax de la excitación, nos revolcamos en el asiento abrazadas como dos luchadoras hasta que el alivio nos alcanzó y en medio de espasmódicos remezones, gozamos de la felicidad de aquel primer orgasmo compartido.
Cuando nos repusimos del desmayado contento con que habíamos satisfecho las ignoradas pero naturales inclinaciones homosexuales de todo ser humano, la conduje al dormitorio. Paradas frente a frente y mientras acariciaba lánguidamente los flancos palpitantes de Cristina, esta dejó deslizar las manos sobre mis hombros para luego atraerme y depositar un trémulo beso en mis labios. Conmovida por esa ternura que me demostraba no haber estado desacertada al imaginar que el sentimiento nacido entre nosotras era mutuo y emitiendo un emocionado sollozo de contento, dejé a mi lengua ir al encuentro de la otra.
Con los ojos en los ojos y dejando escapar contenidos suspiros mientras que estrechamente unidas nos extasiábamos en el juego de lenguas y labios, dejando que las manos recorrieran con levedad las pieles erizadas por ese cosquilleo enloquecedor que iba invadiéndonos. Los pechos temblorosos presionaron mis senos y los duros pezones parecían querer derrotarlos en prepotente restregar. A pesar de mi experiencia lésbica, yo sentía que, como si fuera una chiquilina en su debut sexual, me iba en desmayados suspiros y entonces así las nalgas de Cristina para acercar la pelvis a su sexo. En ávida respuesta, la muchacha hizo lo mismo y comenzamos con una serie de meneos en imitación a ralentados coitos.
Mi boca golosa comenzó a deslizarse por el cuello de Cristina y tras arribar al pecho cubierto de rubor, lamí esa minúscula erupción para buscar luego los gránulos de las aureolas, embelesada por la flexibilidad que mostraban los pezones ante el azote de la lengua. Mientras una de mis manos colaboraba con la boca alternándose sobre las tetas, la otra se aventuró en la entrepierna para ir a rascar en la velluda mata rubia.
El roce de las yemas de los dedos en los mojados tejidos de la vulva terminó por enajenarme y, arrodillándome delante de Cristina, aspiré con fruición los efluvios salobres que emanaba el sexo palpitante. Afirmada sobre sus pies, ella abrió las piernas flexionadas y cuando busqué con el flamear de la lengua la raja de la vulva, cooperó separando con dos dedos los labios saturados de sangre.
Puntiaguda y vibrante como la de un áspid, la lengua escarceó en el interior del fondo iridiscente y, tras fustigar casi con crueldad los fruncidos pliegues, se alojó sobre el ya erguido capuchón del clítoris, sometiéndolo al intenso castigo de su tremolar. Yo había aprendido en carne propia que cualquier cosa era válida para excitar a un sexo femenino y, haciéndole alzar una pierna para que apoyara el pie sobre mi hombro, además de la lengua y los labios, a imitación de lo que me hiciera Gladys alguna vez, utilicé la nariz para someter al triángulo carneo del clítoris y la sólida punta del mentón para restregarla a lo largo de los pliegues.
Esa nueva experiencia extraviaba la razón de la muchacha, quien musitaba dulces palabras de asentimiento y estregaba con las manos sus propios senos. Excitada yo misma con la calentura de Cristina y sin dejar de estimularla con la boca, hundí dos dedos en la vagina para iniciar el frenético vaivén de un coito vertical, logrando que esparciera el derrame de sus jugos a través de los dedos, escurriendo hasta mojar toda mi mano.
Atendiendo a sus gimoteos y jadeos complacidos, la conduje hacia la cama y, haciéndola poner de rodillas sobre el borde con las nalgas alzadas apuntando hacia el exterior, me acuclillé detrás y reinicié el succionar al sexo, extendiendo la actividad de labios y lengua hasta los oscuramente rosáceos frunces anales. Mientras sorbía con fruición los fluidos que aun seguían rezumando de la vagina y escurrían sobre la tersura de los muslos interiores, envié la lengua a que explorara sobre la prieta estrechez del ano para, con paciencia y mucha saliva, conseguir su dilatación, permitiéndome introducir la punta de la lengua envarada entre sus frunces.
Aquella combinación inédita había puesto fuera de control a Cristina, quien azotaba con sus puños la cama al tiempo que sollozaba proclamando temerosa su virginidad anal y entonces fue cuando extendí una mano para sacar del cajón de la cómoda aquel viejo pero aun vigente consolador de Gladys el que a veces todavía me contentaba. Sin dejar de estimular al ano con la lengua, apoyé la oblonga punta en la entrada a la vagina y empujé. Empujé lentamente, ya que ignoraba la capacidad de resistencia de Cristina a las penetraciones. La muchacha se estremeció al sentir la rigidez del falo artificial invadiéndola y con la boca abierta en un grito mudo, dejó escapar profundos gemidos de complacido sufrimiento.
Aquello me alegró tanto que, acuclillándome de costado, pasé una mano por el vientre de Cristina para restregar el sexo humedecido y en esa posición pude dar mayor vigor a la otra. Penetrando hasta sentirlo tocar el fondo, fui retirándolo para sacarlo totalmente de la vagina y cuando ella expresó su alivio en un hondo suspiro, volví a penetrarla de la misma forma.
Ese coito placenteramente maligno se prolongó por varios minutos en los que sentí el inmenso goce que me proporcionaba someter sexualmente a otra mujer. Sin embargo, la sensación era tan intensa que me sacaba de quicio y, mientras contemplaba subyugada como la vagina permanecía abierta dejándome vislumbrar esa especie de boca desdentada con su interior rosado, esperaba ansiosamente que volviera a contraerse para reiniciar la penetración.
Arañando la tela de las sábanas, Cristina había dado a su cuerpo un lento hamacarse que dejaba en evidencia la forma en que disfrutaba la cópula. Entonces, fui colocándola suavemente de costado y estirando una de sus piernas la coloqué contra su pecho al tiempo que, como si fuera un hombre, apoyaba al consolador en la pelvis para empujar con todo el peso del cuerpo puesto en lel. Así estuvimos debatiéndonos un rato hasta que, sacando el consolador del sexo, me acosté boca arriba en la cama y, sosteniéndolo erguido contra mi sexo dilatado, le pedí a la azorada Cristina que me montara.
Demostrándome que no carecía de vocación dominante; acató gozosa mis indicaciones para ahorcajarse arrodillada sobre mí y así, hizo descender su cuerpo hasta que todo el consolador la penetró por completo. Iniciando un lento galope, jineteó al miembro obedeciendo a sus propios impulsos y fue inclinando el torso hasta que sus senos oscilantes rozaron contra los míos. Estirando los brazos, tomé entre mis manos el rostro de Cristina y, comenzando a besarla con frenética gula, inauguré un ir y venir del cuerpo meneando la pelvis para sentir como el falo la penetraba en ángulos divergentes.
Su jubilosa euforia me contagió y la hice dar media vuelta para quedar cabalgándola a ella. Acomodándole las piernas, las entrecrucé con las mías de manera que su izquierda quedara debajo de la derecha de Cristina y la derecha sobre la izquierda. Sacando la verga del sexo, la rocié con abundante saliva por ambos extremos y, tras volver a introducirla en la vagina de la muchacha, hice lo propio en la mía. Penetrándonos en pequeños remezones y, cuando toda el falo estuvo en nuestro interior, la incité para que con su mano derecha aferrara la mía en imitación de una pulseada.
Con bríos juveniles, fuimos impulsando nuestros cuerpos uno contra el otro, sintiendo como nos socavábamos mutuamente y las inflamadas carnes de nuestros sexos se estrellaban y restregaban con vigor. Asidas fuertemente y apoyadas en los brazos izquierdos, erguimos los torsos sin poder despegar los ojos de los de la otra, distendiendo nuestras bocas en espléndidas sonrisas que alternaban con broncos gemidos de satisfacción, hasta que el orgasmo nos alcanzó simultáneamente y nos dejaron caer en la cama en medio de agónicos lamentos de placer.
Esa fue la sesión inaugural de un sexo delicioso en el cual nos sumimos durante casi un año, tan enamoradas como calientes.
Después de una obligada separación por las fiestas de fin de año y las vacaciones, reanudamos la relación con entusiasmo hasta que ya en marzo, una noticia me cayó como un baldazo de agua fría; Cristina estaba embarazada y la fidelidad hacia ese nuevo hijo, a su marido y seguramente a su propia estima, la obligaron no sólo a dejar de acostarnos sino a no vernos más, ya que renunció a su trabajo en el hospital de un día para el otro.
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