BARQUITO 17
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
A partir de ese momento comenzó una etapa totalmente nueva para mí, confirmado mi lesbianismo y conversándolo largamente con esa nueva amante, más calmadas por la certeza de nuestra afinidad que superaba lo sexual, nos fuimos entregando una a la otra como dos enamoradas; salíamos a conciertos, íbamos al cine y en ocasiones, cuando su hijo de veinte años pasaba unos días con el padre, Arturo consentía en que fuera a pasar las noches junto a ella.
Naturalmente y como esas cosas eran ocasionales, tratábamos de mantener nuestros encuentros donde todo comenzara, sólo que por el mismo movimiento del alumnado, no siempre era posible y así tanto como en una semana lo hacíamos dos o tres veces, pasábamos hasta diez días sin poder escabullirnos; de cualquier manera, era como un noviazgo y vivíamos pendiente una de los deseos u ocurrencias de la otra.
De esa manera transcurrió el año, llegaron las vacaciones en que todo se hizo más difícil porque ella no quería venir a casa por la presencia de Arturo y cuando finalmente se reanudó el año lectivo, nos entregamos con mayor entusiasmo a ponernos al día, y esa fue nuestra perdición; el apasionamiento nos hizo dejar de lado la prudencia y alguien nos vio perdernos en la soledad del cuartito y avisada la Directora, una noche nos sorprendieron in fraganti, desnudas como un par de lombrices.
No pudimos argumentar nada y así como Nélida fue sumariada y trasladada a otra institución, yo fui directamente expulsada; sentimentalmente, fue tan doloroso como lo de Cristina y en lo personal aun contando con el apoyo de Arturo, tenía mis bajones que debía disimular ante mis hijas a quienes les dijimos que, ante la fatiga que me daba atender cotidianamente a su padre y los horarios cambiantes de ese segundo años, no conseguía la concentración necesaria para rendir como debía.
Apoyándonos uno al otro, transcurrimos ese año y llegada la primavera, con las hormonas reactivándose en lo más profundo del vientre pero sin ganas de sociabilizar, me enteré que en un complejo polideportivo a dos cuadras de casa, se daban clases populares de yoga y como yo era hábil en esa disciplina, sin especular con que alguien me conociera, me arriesgué a ir.
La mayoría eran señoras “gordas” que no tenían la menor idea de lo que estaban haciendo y entonces mi mirada recayó sobre una alta mujer rubia que, vestida con un conjunto de gimnasia impecablemente blanco, seguía los ejercicios con precisión de atleta. Como sucede muchas veces, una persona entre el montón nos atrae especialmente sin saber por qué razón. Inconscientemente, mi mente desviada ya por el deseo, trataba de adivinar que había debajo del holgado jogging y esa involuntaria insistencia, me llevó a cruzar una mirada con la mujer. Avergonzada de mi descaro, aparté la vista apresuradamente, pero minutos después me encontró nuevamente con los ojos gélidamente grises que sostuvieron mi mirada y entonces la mujer esbozó una irónica sonrisa cómplice.
La circunstancia se repitió a lo largo de las dos horas y cada vez, sentía con una extraña ansiedad en el pecho que fui identificando con una progresiva y curiosa calentura hacia la desconocida, pero me dije que debía sofrenar aquellos impulsos si, después del escándalo de Nélida, deseaba vivir tranquila.
Al finalizar y cuando me encontraba sentada en un banco para colocarme las zapatillas, una sombra tapó el sol por un instante e inmediatamente después, la mujer se sentó a mi lado. Presentándose desenfadadamente como Ingrid, me preguntó por fórmula si no me molestaba y sin esperar respuesta, lo hizo para, sin recato alguno, tomar mis manos para acariciarlas tiernamente. Un poco confundida por la naturalidad con que parecía asumir la atracción que ejercía la mujer en mí, ni siquiera hice ademán por deshacerme de la caricia.
Notándome turbada e intentando tranquilizar, la mujer sacó un atado de cigarrillos y tras convidarme, fumamos silenciosamente sin expresar oralmente lo que nuestros cuerpos sentían pero dejando implícitas en las confusas frases que intercambiamos lo inevitable de una relación. Mientras me preguntaba si es que había algo en mi aspecto físico, ademanes, miradas o inclusive una manera de hablar que denunciara mis inclinaciones sexuales no concretadas de los últimos tiempos, con cuidadoso tacto, Ingrid fue contándome que tenía cincuenta y cinco años, era holandesa y, habiendo enviudado hacía más de cinco años, mantenía su casa en Palermo Viejo pero que pasaba seis meses al año en Holanda para visitar a la familia y a su hijo que emigrara dos años antes, aprovechando la liberalidad de las costumbres europeas para satisfacer sus expansiones sexuales sin problema alguno.
Con franqueza casi intolerable, reconoció que, por diversión y curiosidad, casi deportivamente, siempre había mantenido relaciones sexuales con mujeres y que, una vez liberada del pacto de fidelidad a su marido muerto, se dedicaba a buscar a desconocidas que le agradaran y a las cuales no les fuera indiferente, pero sin establecer vínculos de continuidad. Sin eufemismo alguno, me confesó cuanto la atraía y que, según había apreciado por mis miradas, yo parecía tener el mismo interés en ella.
Era la primera vez que una mujer me avanzaba tan explícitamente y en un segundo flasheó en mi mente la angustiosa situación en que sobrevivía, deprimida y viviendo sin querer vivir una existencia vacía de contenido. A los recuerdos de mis desvíos viciosos, se sumaba el profundo amor-odio acumulado que sentía hacia mi marido por haberme conducido a cometer semejantes actos sólo para satisfacerse con mi degradación.
Ese rencor sublimado a lo largo de los años en tanto me preguntaba por qué no aprovechar la oportunidad que me ofrecía esa mujer para desfogar mis represiones, me decidió a inmolarme y le expliqué por la difícil circunstancia que estaba atravesando por esa viudez virtual en Arturo estaba y no estaba simultáneamente. Cariñosamente, la mujer me dijo que no sabía cuanto me entendía y que, si tenía tiempo, la acompañara a “tomar un café” a su casa. Naturalmente que sabía que el café era sólo un pretexto que llevaba implícita una propuesta carnal, pero simulando una dubitativa indiferencia, estuve de acuerdo y caminamos lentamente las seis cuadras durante las cuales conversamos de nuestros respectivos matrimonios e hijos pero obviamos cualquier referencia sexual.
Cuando entramos a la casa, Ingrid me condujo de la mano hacia un amplio dormitorio en el que había una enorme cama cubierta por almohadones de diferentes tamaños. Tomando tiernamente mi cara entre sus manos fuertes, me dio un beso que hizo olvidar totalmente mis angustias y pareció disolver la fortaleza de las rodillas. La lengua de la mujer tenía la misma consistencia de una anguila; fuerte, larga y redonda, moviéndose en dominante exploración dentro de mi boca y la mía, débil en comparación, salió al encuentro de esa invasora.
Aun sin el concurso de los labios, iniciamos una ardua refriega silenciosa, chorreantes de cálidas salivas fragantes que sorbían chupando los órganos como su fueran penes. Un ronco bramido había comenzado a surgir desde el fondo de nuestros pechos y, tras acariciarnos sobre las ropas por un momento más, nos apartamos para desvestirnos. Yo me saqué rápidamente el suelto pantalón chino y la casaca blanca dejando en evidencia que no llevaba nada debajo a excepción de la bombacha que enjugaba las tibias micciones de mi incontinencia no satisfecha, mientras contemplaba extasiada la figura que surgía de la ropa blanca.
Ingrid dejó ver un cuerpo maravilloso para su edad y aun para una mujer más joven; enteramente tostado, dejaba ver que la consistencia de sus carnes era una mezcla de suavidad y fortaleza, ya que debajo de la atezada piel se adivinaba la reciedumbre de la musculatura dándole el aspecto de una atleta en retiro. Los pechos, como largas peras sólidas, caían con un suave bamboleo que flasheó en mi mente y, debajo, la vista era incomparable; el abdomen se hundía en una meseta de cuadriculada musculatura y debajo de la suave comba del vientre, se alzaba un pronunciado y huesudo Monte de Venus. Las caderas, estrechas como las de un hombre, sostenían unas nalgas en forma de gota y las piernas eran como las sólidas columnas musculosas de una experimentada ciclista. Contrastando con esa apariencia recia, la vulva era pequeña y sobre la estrecha raja de los labios, sobresalía la contundencia de un carnoso clítoris.
Azorada yo misma por mi incontinencia, me pregunté dónde había quedado aquella pudorosa muchacha de tantos años atrás. Contradictoriamente, estaba cohibida por lo anormal de esa relación en que dos extrañas nos juntábamos con el único y exclusivo propósito de tener sexo; no había amor ni enamoramiento, ni siquiera el cariño de dos buenas amigas; sólo primaba la necesidad más elemental de someter y ser sometida, satisfacer satisfaciéndose. Corriendo los numerosos almohadones, Ingrid se acostó para invitarme con una traviesa seña a que hiciera lo mismo junto a ella.
Golosamente, como si hubieran dado suelta a mi ansiedad contenida, trepé a la cama y me abalancé sobre la mujer con la agilidad de una adolescente. Con alegre avidez, tomé la cara angulosa de la holandesa entre mis manos y fui cubriéndola de menudos y angurrientos besos que hallaron calma cuando fueron atrapados por los grandes labios de Ingrid. Después de meses de abstinencia, mis manos semejaban ágiles gaviotas picoteando sobre el cuerpo de la mujer y mi boca se deslizó lamiendo el largo cuello para acceder a la fortaleza de las doradas mamas, a las que lamí, succioné y mordí en repentinos ataques de vehemente angustia.
La holandesa recibía alborozada esa efervescente gula y sus manos empujaron perentoriamente mi cabeza hacia abajo, en tanto que alzaba las piernas encogidas en una abierta entrega del sexo. Mis dedos sobaban las carnes de los senos, apretándolos en las proximidades de las aureolas que se proyectaban abultadas y entonces los labios las chuparon con virulento frenesí mientras la lengua azotaba como un látigo a los pezones.
Ingrid lanzaba frases entrecortadas en su extraño idioma al tiempo que meneaba la pelvis a imitación de un coito, pero yo no necesitaba de ningún estímulo para hacerlo, ya que mi espíritu alicaído parecía haber recibido una inyección revitalizadora que insuflaba en mi pecho y mente sensaciones que creía definitivamente perdidas. Recorriendo con lamidas y besucones la casi masculina musculatura del vientre, arribé al sexo y las vaharadas de ese olor acre inundaron mi olfato con una bienhechora brisa de excitación que, como una droga, llenó mi boca de abundante y cálida saliva.
Definitivamente instalada entre las piernas encogidas, separé con los pulgares los labios mayores y desde su interior se proyectaron las carnosas crestas que circundaban un estrecho valle pálidamente rosado en el cual se destacaba la oquedad de la uretra y la profusión de tejidos que orlaban la entrada a una generosa vagina. Sollozando de alegría por poder disfrutar del placer de saborear nuevamente un sexo femenino, subí a lo largo de ese enloquecedor escenario para fustigar al más grande clítoris que imaginara ver. Apoyada en un codo y tironeando de mis cabellos, la holandesa me ordenaba y suplicaba que la mamara bien mamada.
Asiendo ese largo tubo carneo entre mis dedos, lo estimulé y masturbé como a un verdadero falo, sintiendo en la sensibilidad de las yemas como el músculo interior iba adquiriendo rigidez y volumen a favor de la vibrante actividad de la lengua sobre la pálida cabeza del glande que asomaba bajo el enrojecido capuchón. Luego, la lengua se escurrió tremolante sobre los festoneados repliegues y abrevó en la entrada de la oscura caverna a la que después de azotar con cierta saña, ingresó envarada para degustar con fruición las mucosas que rezumaba.
En la medida en que me solazaba en la mujer, aquella había asentando firmemente las piernas sobre sus pies y, flexionándolas, iba elevando paulatinamente la pelvis. Alegre por el entusiasmo con que recibía mis estímulos, acompañé aquel movimiento y cuando ella se alzaba en un arco perfecto, me invertí de costado sobre ella, continuando la martirizante tarea de los dedos con los labios, chupando y mordisqueando vigorosamente al clítoris.
Dos dedos penetraron profundamente la vagina en la búsqueda de aquella callosidad de la cara anterior, los encorvé como una cuchara y mis uñas rastrillaron las espesas mucosas en un arrebatador vaivén. Apoyada solamente en la punta de sus pies, los hombros y la cabeza, la holandesa meneaba fuertemente las caderas y cuando el orgasmo la alcanzó, lanzó como una especie de canto-grito animal para luego de un momento en el que pareció quedar en suspenso, desplomarse exhausta sobre la cama.
Tanta había sido mi fogosa exaltación que, sin haber alcanzado el orgasmo, también caí extenuada junto a la mujer y, cuando aquella recuperó el aliento, me susurró al oído que me dispusiera a disfrutar de la más excelsa cópula a la que jamás me hubieran sometido.
Asombrada por esa fogosa reacción y la vehemencia con que había poseído oralmente a la mujer como si fuera un hábito y preguntándome cómo había llegado a esa bajeza, observé que, como si fuera a efectuar una operación quirúrgica, Ingrid sacaba de la mesa de noche unos extraños objetos que escondió debajo de las almohadas y en “cucharita”, abrazándome desde atrás, inició un lento macerar a los pezones que parecían fascinarla tanto como los suyos a mí.
Mientras su boca se hundía en el nacimiento del corto cabello, lamiendo y besuqueando detrás de mis orejas, los dedos encerraron al pezón y comenzaron con un lerdo retorcer que me crispó a quien aun más. La holandesa sabía lo que estaba sucediéndome y murmurando halagadoras groserías sobre mi actitud prostibularia, clavó sus uñas en la carne inflamada haciéndome respingar y, entre ayes y gemidos de rabiosa complacencia, le pedí con los dientes apretados que no cesara en ese delicioso martirio.
Inmediatamente, el borbollón de sensaciones gozosamente dolorosas que llenó mi vientre fue tan delicioso que hizo ondular cuerpo involuntariamente, en tanto que un fuego líquido parecía ascender desde el fondo de mi sexo. Modificando su posición, Ingrid excitó la entrada a la vagina con un dedo y tomó una especie de rosario formado por múltiples esferas plateadas de diversos tamaños; comprimiendo una de ellas contra la entrada a la vagina, encontró que mis músculos le ofrecían una instintiva resistencia y, al parecer contenta por eso e incrementando la presión, consiguió que la bolita que no excedía los tres centímetros pero que mi se me antojaba enorme, fuera introduciéndose lentamente a esa vagina cuyos elásticos esfínteres que lo habían soportado todo, se ciñeron prietamente sobre el cordel tras haberlos traspasado la primera esfera.
Sus tejidos cedían ante la presión de las bolitas para cerrarse luego sobre el delgado eje y nuevamente la operación se repetía, incrementada por el mayor tamaño de la nueva esfera. Paralelamente, mi propia tensión y la crispación de los músculos se incrementaron por la acción de mis propias uñas en el pezón y esas cosquillas insoportablemente deliciosas se unían a la penetración a la vagina.
Con parsimonioso cuidado, la mujer fue introduciéndolas todas hasta que más de una media docena ocupó el interior de la vagina. Con cada penetración, había experimentado distintas emociones; desde aquella oposición inicial el paso de las esferas colocaba en mis carnes sensibilidades ignoradas y tanto la dilatación como la posterior contracción contra el fino cordel me crispaban placenteramente, pero cuando ella dijo que me preparara para el disfrute total, no imaginé que iba a efectuar la extracción de la ristra con una velocidad que colocó en mis labios un alucinante ulular en el que se entremezclaban el sufrimiento con el goce más absoluto.
Ese procedimiento se sucedió cinco o seis veces y tras cada extracción quedaba conmovida por ese nuevo dolor-goce que me recordaba otras penetraciones e Ingrid se encargaba de sacarme de esa distensión con una nueva y excitante introducción. Cada una de ellas, como la penetración de un esférico glande, me elevaba a un plano distinto del goce y entonces, al relajarse, de mi boca reseca por la exaltación del placer, brotaban roncas expresiones de la más alta complacencia.
Respiraba afanosamente para recuperar el aliento, crispándome cada vez que el monstruoso rosario abandonaba la vagina a la espera de una nueva, extraña y maravillosa penetración cuando Ingrid me dijo que aquello sólo era el prólogo de un sexo que no olvidaría jamás. Con las manos clavadas en las sábanas y el cuello tensado de tal manera que mis venas parecían a punto de estallar, me sumí en una maravillosa sensación de esplendorosa dicha, sintiendo como aquello convocaba las secretas riadas de mis humores internos y, expresándolo a los gritos, alcancé el más sublime de los orgasmos con las cuentas entrando y saliendo del sexo.
Ella no daba muestras de cansancio y se comportaba como si todo aquel trajín no hubiera hecho otra cosa que excitarla aun más. Diligentemente, ajustó a su cuerpo un arnés con cierres de velcro que exhibía en su frente la inmensidad de un falo desmesurado; exactamente igual en todo a uno verdadero pero excediendo fácilmente los veinticinco centímetros de largo y con un grosor superior a los cuatro, se veía lleno de arrugas, protuberancias y gruesas venas mientras la ovalada cabeza mostraba la curva final que daba lugar a un surco profundo, rodeado por delgados tejidos que simulaban un elástico prepucio. Unida firmemente a una copilla plástica, su base estaba rodeada por puntas flexibles que, supuestamente, estimularían su sexo al rozar contra él.
A mi edad creía haber conocido todo lo que una mujer puede soportar y disfrutado con los variados consoladores con que mi marido, reemplazando periódicamente al que heredáramos de Gladys, me sometiera diestramente a lo largo de los años, pero la vista de ese monstruoso falo me hizo estremecer y retrocedí instintivamente hacía el respaldar. Comprendiendo mi temor, la holandesa se acercó y sentándose junto a mí, condujo mi mano para que tocara al falo, diciéndome que no tuviera miedo, que ella era incapaz de hacerme daño y sí hacerme gozar como nunca antes nadie lo había hecho.
Con timorato cuidado, mis dedos rozaron la superficie de aquella verga y ese contacto no me fue desagradable; terso y semi translúcido, el material no era frío. Semejante en todo a la piel, cedía ante la presión como si fuera carne pero dejando evidenciar la rígida fortaleza de su interior. Las delgadas puntas romas de la base eran de silicona flexible y se movían aleatoriamente ante cualquier roce.
Cubriéndolo de un aromático aceite afrodisíaco, se colocó entre mis piernas abiertas para apoyarlas encogidas sobre cada uno de sus bíceps como si fuera un hombre y, cuidadosamente, apretó la ovalada cabeza contra la entrada a la vagina. Entonces empujó pero no lo hizo con violencia, sólo dejó que el peso del cuerpo lo hiciera penetrar naturalmente y eso fue exactamente lo que sentí.
Estupefacta, descubría que esa tremenda verga no conllevaba dolor y que los músculos vaginales, aun tratando de estrecharse contra el falo, se dilataban complacidos a su paso. Experimenté una leve molestia cuando las aletas del cuello uterino fueron sobrepasadas y el glande rozó las espesas mucosas del endometrio, pero cuando la mujer inició un cadencioso ir y venir, ese tránsito se me hizo sublime.
Una nueva experiencia era el aceite que, inmediatamente después de la penetración inicial, comenzó a poner en mis carnes un escozor tan exquisito que me exasperaba hasta la ira por calmarlo. La enorme verga me socavaba hasta sentirla golpeando en el estómago y al inclinarse la mujer sobre mí para tomar entre sus labios y dientes los estremecidos pezones, el ángulo se hizo tan recio que inicié una serie de cortos jadeos cuando Ingrid retiró el falo de la vagina para mirar extasiada cuanto tardaban en cerrarse sus esfínteres dilatados.
Satisfecha por esa vista espectacular del interior rosado de mi vagina, volvió a penetrarme, y así una, y otra y otra vez, estregando duramente las elásticas puntas contra los pliegues irritados hasta que, mordiéndome los labios, le pedí por favor que me dejara descansar un momento.
Ingrid me complació pero cuando vio que había recuperado el aliento, consideró que estaba lista para reiniciar la cópula. Haciéndome ahorcajar acuclillada de espaldas a ella, fui yo misma quien inició el descenso del cuerpo para hacer que la verga entrara toda en el interior del sexo.
Apoyada con mis manos en sus rodillas alzadas, inicié un leve galope sobre el falo que, conforme destrozaba placenteramente mis carnes, fue haciéndose cada vez más fuerte, convirtiéndose en una verdadera jineteada en la cual meneaba adelante y atrás, arriba y abajo mi pelvis como una odalisca poseída. Progresivamente, Ingrid había tomado las manos que ahora apoyaba en los riñones para darme impulso y tiró hacia ella de los brazos; recostándome hacia atrás y asiéndome por las caderas, me sostuvo en esa posición inclinada, haciendo que el falo me penetrara más hondamente por el frenético golpetear de su pelvis.
Apoyando mis manos echadas hacia atrás en los hombros de la mujer y basculando sobre las puntas de los pies, sentía extasiada como la inmensa barra me penetraba al ritmo que le imprimía Ingrid y comprometí mis mejores esfuerzos en acompasar esos remezones a los embates del falo.
Cuando soltaba groseras insultos ante la proximidad del clímax que llevaría alivio a mis entrañas, ella salió de debajo y sosteniendo la verga entre sus dedos, trató de introducirla entre mis labios al tiempo que me invitaba a conocer los sabores de las mucosas más profundas de mi cuerpo. Hacía mucho que sabía del gusto de mis fluidos, pero merced al aceite, ese nuevo pringue uterino tenía una fragancia desconocida que impactó en lo más profundo de mis glándulas y al tiempo que mi eyaculación sucedía, disloqué la mandíbula como desde mucho tiempo atrás no lo hacía y así, entre lambeteos y chupones, me extasié en la degustación con gozosa fruición.
Ingrid se puso nuevamente a mis espaldas y colocándome en la posición del perrito, me penetró por el sexo desde atrás. Se había acuclillado asida a mis caderas y las poderosas piernas se flexionaban con vigor masculino para permitir al cuerpo hamacarse en un delirante ir y venir que hacía golpear su pelvis transpirada contra las nalgas. Apoyada en los codos, mecía mi cuerpo para hacer aun mejor la cópula y, agregando un vicioso desvío a los que me proporcionaban las delicadas puntas estregando el interior del sexo, un largo dedo pulgar excitó los frunces oscuros del ano para penetrarlo en lentos círculos que distendieron los esfínteres.
La verga golpeando contra el fondo del sexo y el dedo introduciéndose entre los esfínteres anales, provocaron que extendiera una de mis manos para comenzar a restregar apretadamente al clítoris mientras le suplicaba a la mujer que me sodomizara. Entonces Ingrid sacó la verga de la vagina para apoyar la punta ovalada sobre el ano y dejando caer en la hendidura una abundante cantidad del aceite, fue introduciéndola sin interrupción alguna hasta estrellar su cuerpo contra los glúteos.
De tan exquisitamente placentera, la penetración se me hacia irritantemente insoportable. Dejando de lado todo prurito de decencia, incrementé violentamente el bamboleo del cuerpo y la mano dejó de excitar los tejidos externos para hundir dos dedos en mi vagina, buscando la rasposidad del punto G. Nuestra excitación era tan inmensa que ambas parecíamos fundidas una en la otra en esa cópula de aberrante perversidad hasta que, aumentando el nivel de sus ayes, quejidos, gemidos y jadeos, aceleramos el ritmo para que, de pronto, cuando todo pareció estallar, nos derrumbáramos en la cama unidas por la verga bestial.
Por un tiempo indefinido, permanecimos acostadas con brazos y piernas entreverados hasta que en su enrevesada mezcla de idiomas, Ingrid comenzó a susurrarme al oído lujuriosas propuestas sobre el placer que aun no había alcanzado en su plenitud. La voz sugerente y la delicadeza de las manos recorriendo mi piel, reavivaron la calentura en mi cuerpo y mente y, colocándome enfrentada a Ingrid, volví a dejar que mi boca se solazara en el tierno besuqueo a esos labios fantásticamente dúctiles.
Los pechos generosos de la holandesa me incitaron nuevamente y, luego de entretenerme sobándolos como para sopesar su consistencia, dejé a mi boca escurrirse sobre la acolchada capa gelatinosa y acceder a las rosadas aureolas. Tras azotarlas con la suavidad de la lengua tremolante, llevé mis labios a encerrar el grueso pezón en largos y fuertes chupeteos que provocaron un complacido ronroneo en Ingrid.
La omnipresente consistencia de la verga erguida se hacía ineludible y, como si se tratara de una verdadera, la encerré entre mis dedos para manosearla en una improductiva masturbación al tiempo que la boca golosa se deslizaba sobre el vientre musculoso de la mujer. Al llegar a la copilla plástica, la cercanía de la verga llevó a mi olfato el aroma de mis propios jugos y, dejando de estregarla con la mano, la recorrí de arriba abajo con el avaricioso chupeteo de los labios para degustar el sabor de la tripa. Cubriendo al falo con abundante saliva, encerré al glande entre los labios para introducirlo en el interior hasta sentir en mi garganta el atisbo de la arcada.
Aparentemente, la mujer estaba mimetizada con el miembro como si fuera una extensión de sí misma y, en tanto que empujaba con la pelvis hacia delante gozando como si la felación la experimentara en carne propia, su disfrute hizo eclosión cuando complementé el trabajo de la boca con la introducción de dos dedos a la mojada apertura del ano.
Roncando suavemente, Ingrid me pidió que le quitara el arnés para colocármelo yo y hacerla gozar con su penetración. Abriendo el simple cierre de abrojo, no tardé en sentirlo ciñendo mi entrepierna y en ese momento caí en cuenta de que la copilla tenía su interior cubierto por una réplica en pequeño de las aterciopeladas puntas o verrugas que rodeaban al miembro y que, apretadas contra el sexo, me producían sensaciones de inefable goce al menor movimiento.
La situación me obligaría a adoptar las mismas actitudes de un hombre y no sabía si podría satisfacer a la mujer. Al parecer, hacía mucho tiempo que nadie la favorecía de esa manera y las carnes de Ingrid temblaban por la excitación de lo que iba a darle.
Esperando no defraudarla, me arrodillé frente a la entrepierna de la holandesa y esta extendió sus piernas abiertas con desmesura para ofrecerme el espectáculo de su sexo inflamado. Su sola vista y las deliciosas cosquillas de las puntas estregándose contra mis tejidos parecieron transformarme; experimentando una sensación de masculino dominio, tomé el tronco del falo entre los dedos y restregé su punta en burdas pinceladas sobre la ennegrecida superficie del sexo.
Mágicamente, ese movimiento puso en marcha un mecanismo perverso en mi mente y la bucólica sonrisa de la mujer me incitó a incrementar el estregamiento, traspasando la barrera de los labios e introduciéndose en la rosada superficie del óvalo. Asiendo los muslos entre sus manos para separarlos, la holandesa hizo que la pelvis se alzara aun más y el sexo estuviera casi en forma horizontal.
Como mujer, yo sabía lo que se experimenta cuando una verga penetra en esa posición y, casi sintiendo en mi vagina esa ruda presencia, fui guiando la punta del falo hacía la dilatada abertura para comenzar a someterla cuidadosamente. La sensación era de indescriptible goce, ya que al roce de las puntas en mi sexo se agregaba el sentir como las carnes de la mujer iban cediendo a mi exigencia, comprobando por los movimientos convulsivos del musculoso vientre como Ingrid pujaba para apretarlos y disfrutar mejor la penetración.
Aun no tenía en claro como mover el cuerpo, pero una especie de instintiva sapiencia envió un silencioso mensaje a mi mente y asiéndome a los muslos, los utilicé para darme envión. Automáticamente, mi cuerpo se tensó como un arco para comenzar con un lerdo menear en el que la verga se enterraba totalmente en la vagina de Ingrid y ante las jubilosas exclamaciones de la holandesa, fui adquiriendo un ritmo cadencioso que nos obnubiló de placer a las dos.
Ahora era yo quien sentía la urgente necesidad de poseerla y, sin dejar que el balanceo del cuerpo amenguara, me incliné para llevar las manos a estrujar con malévola insistencia los sólidos pechos de la mujer quien, imprimiendo a su cuerpo un acompasado ondular, incrementaba aun más la hondura de la penetración y el estregamiento de las siliconas contra el clítoris y los labios.
Tal vez fuera por la falta de costumbre, pero el cansancio parecía ir dominándome y, sintiendo como finas gotas de sudor corrían por mi cuerpo, mientras enjugaba con la lengua aquellas que colmaban el bozo, le pedí a la mujer que fuera colocándose de costado. En esa posición, las piernas comprimían la vulva y el tránsito se hacía más intenso con menor esfuerzo, pero aquello puso en evidencia la dilatación del ano, que pulsaba como una boca obscena con vida propia.
Perversamente subyugada por los tentadores latidos del recto, extraje la verga de la vagina y, apoyándola contra el agujero apenas oscuro, empujé con tal ímpetu que la mujer estalló en gritos de dolorida complacencia. Mientras me manifestaba su gratitud por cuanto la estaba haciendo disfrutar, yo sentía como el placentero roce de las puntas en mi sexo estaban cumpliendo con su cometido, acercándome a un nuevo orgasmo.
La holandesa parecía haber enloquecido y mientras sus manos rasguñaban el cobertor de la cama, entre maldiciones y palabras de amorosa pasión, me exigía que la condujera al clímax. Acomodándola para que quedara arrodillada, reinicié la sodomía pero ahora no me contentaba con introducir la verga hasta que las puntas externas restregaban duramente la carne, sino que retiraba totalmente la verga para observar con gula como la tripa permanecía dilatada, latente, mostrándome los blanquecinos tejidos que se convertían en una oscura caverna humedecida. Una vez que los esfínteres recuperaban parte de su prieta apariencia, volvía a introducir el falo profundamente y así, una y otra vez hasta que ambas estallamos en ayes y bramidos que evidenciaron la obtención de nuestros orgasmos al derrumbarnos como muñecas desarticuladas en el lecho.
Rato después y mientras me estaba vistiendo, Ingrid se acercó y diciéndome que no deseaba insultar ofreciéndome dinero como hacía con las mujeres que seducía, me entregó un finísimo reloj de pulsera y un estuche que guardaba el fenomenal arnés para que siempre recordara esa tarde maravillosa.
Aunque no había demorado mucho mi regreso más de lo previsto, estaba tan feliz y contenta por haber recuperado en el cuerpo la sensibilidad perdida que, instalándome junto a la cama de Arturo, le conté con minucioso detalle cada circunstancia de esa peculiar relación que, estaba segura, no volvería a repetirse.
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