BARQUITO 19
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Con el paso del tiempo y saliendo de esa burbuja en que me encerrara, fue como si retornara al barrio, a mi adolescencia y a esas costumbres que el matrimonio me hiciera dejar de lado. Simultáneamente, renové mi amistad con una antigua vecina que después de muchos años viviendo en Barracas, acababa de heredar la casa de su tío enfrente de la nuestra.
Al principio, desconfiando de la traición que pudieran hacerme las conmociones del bajo vientre cada vez que tenía cerca a una mujer y la tendencia más acentuada en los últimos meses a pensar en la posibilidad de satisfacer mis necesidades con una, traté de evitar la profundización de esa nueva relación.
Examinando con Arturo la disyuntiva que eso nos planteaba pero analizando sin apasionamiento a Beatriz; como no era mí tipo – es que tenía un tipo ? -, no existía en ella el menor atributo físico ni intelectual que me atrajera, decidimos dejar que las cosas sucedieran como debían ocurrir y darme la oportunidad de tener una amiga.
Aparentemente ella pensó lo mismo, ya que comenzó a visitarme diariamente y, mientras fumábamos y tomábamos café, fuimos entablando una serie de conversaciones que con su verborragia eran casi monólogos en los que me limitaba a incorporar sólo algunas palabras y, de banales y ocurrentes, pasamos a la confidencia sin tapujos de la verdadera amistad. De esa manera, fue convirtiéndose en una presencia que extrañaba cuando no estaba y a la que esperaba cotidianamente.
Ella solía volver por la tarde para hacerme compañía, tejiendo o jugando a las cartas en la soledad del comedor diario. Agotados los temas recurrentes de nuestras infancias y colegios, la familia y los hijos, esas confidencias nos condujeron a la confesión inevitable de ciertas intimidades en las que fui dejando entrever que en los años de casada no había sido ajena a ciertas tentaciones no demasiado santas y llegado el turno de la ahora popular bisexualidad femenina, no dudé en dejar traslucir que las mujeres me eran cada vez menos indiferentes y los inconvenientes que me traía la abstinencia a una edad en la que muchas ya ni siquiera pensaban en el sexo.
Tan pronto mi franqueza me llevó a explicitarle con detalles demasiado crudos esas relaciones que hasta una de mis sobrinas practicaba, caí en cuenta que me había excedido, ya que la mujer, de profunda raigambre católica, me hizo ver con asombrada discreción su extrañeza porque quien ella suponía una amorosa madre de familia tuviera esas inclinaciones tan perversas.
Sinceramente, yo no me consideraba una depravada y creía que, en mayor o menor medida, todas las mujeres practicaban con sus maridos las mismas deliciosas relaciones que mantuviera durante treinta años con Arturo. Encarándolo así, me enteré que la desenfadada mujer sostenía escasas y deficientes relaciones sexuales con un marido que también estaba influenciado por la pacatería religiosa y casi regodeándome con su estupefacción que lentamente se transformaba en ansiosa curiosidad, la instruí sobre las más satisfactorias relaciones que sostuviera en tantos años.
Vencida su desconfianza, Beatriz admitió haber sido tentada y deseado poder aceptar tener relaciones con otros hombres en los primeros años de casada pero el peso de su mandato religioso se lo había impedido. Con respecto a las mujeres, respetaba a las lesbianas y, aunque en el fondo se sentía picada por la curiosidad de saber cómo se satisfacían, el sólo pensar en hacerlo le provocaba un profundo asco.
Transpuesta esa frontera fue más fácil comunicarnos. En ese entendimiento amigable de nuestros fracasos, problemas y satisfacciones, gastándonos bromas mutuamente, consolidamos la amistad y acondicionamos nuestros horarios para organizar algunos paseos por la ciudad, ir juntas de compras o concurrir al cine y al teatro. Pasamos a ser inseparables y una no hacía algo si no era de acuerdo con el gusto de la otra. En las mañanas pasábamos horas enteras escuchando la radio y conversando acerca del tema recurrente de la sexualidad con mi insistente amenaza humorística pero sarcástica de convencerla que tener sexo con una mujer no la haría ir al infierno.
También notaba como una especie de desasosiego iba minando mi propia tranquilidad y que tenerla cerca me ponía tan sexualmente nerviosa que, en medio de nuestras charlas más intimistas, debía usar el baño para calmar mis ardores en el bidet.
Todavía un poco renuente pero acuciada por un perverso diablillo que me acicateaba a toda hora, recurrí a todas las argucias que había desarrollado para crear un clima de intimidad muy especial con ella, haciéndola confidente de mis inquietudes más íntimas en cuanto a qué prácticas sexuales añoraba y en cuáles me inspiraba para fantasear a la hora de la auto satisfacción, propiciando además el incremento de esos toqueteos juguetones, abrazos, besos y cariños superficiales a que somos tan afectas las mujeres entre nosotras.
Y cierta mañana veraniega, lo que tenía que ocurrir, ocurrió; sentadas lado a lado en el banco de la cocina, ninguna de las dos lo hizo deliberadamente pero en nuestros subconscientes seguramente la idea merodeaba desde el primer día. Cuando tras confesarle avergonzada con fingida timidez balbuceante cómo la noche anterior había soñado con una relación íntima entre nosotras y que más tarde debiera recurrir a la masturbación para aquietar las revueltas de mis entrañas, al levantar la vista nublada por el deseo encontré que la mirada de Beatriz estaba teñida de igual lujuria.
No nos dijimos nada, sólo nuestros ojos permanecieron unidos por ese vínculo e inexorablemente, en un movimiento ralentado sin tiempo, las caras fueron acercándose hasta que los labios se unieron con un leve roce. Beatriz quedó como paralizada por ese contacto y aproveché el momento para encerrar a los regordetes y bien dibujados labios entre los míos con suave ternura.
Sin llevar nada debajo de la larga remera que usaba como camisón y con mí frente apoyada púdicamente en el hombro de ella, le tomé una mano para conducirla hacia mi entrepierna al tiempo que le susurraba con sorda impudicia la angustiosa necesidad de sexo que tenía. Beatriz ensayó una tan inútil como vana e hipócrita protesta por lo que ella consideraba una confusión de sus intenciones amistosas, pero no la dejé reaccionar y tomándola por la nuca, la besé apasionadamente.
Deshaciéndose de mis brazos con brusquedad, Beatriz expresó su fastidio porque la confundiera y entonces recurrí al ya clásico truco del arrepentimiento, estremeciéndome mientras los sollozos me ahogaban y mi boca suplicaba perdón por esa alocada pero sincera conducta. Beatriz priorizó el sentimiento de amistad por sobre esa equívoca actitud mía y, estrechándome protectora entre sus brazos, me acunó como si fuera una criatura.
Ante esa declinación en su desagrado, acrecenté el llanto y mientras hipaba ahogándome con la saliva, me aferré convulsivamente a su cuello musitándole que me perdonara por no haber podido refrenar mis impulsos pero que la calentura que tenía por ella me impedía razonar.
Sazonaba esas agitadas disculpas con apretados abrazos y tiernas caricias mientras le pedía que perdonara mi exabrupto causado porque la enfermedad de Arturo me hundiera en esa abstinencia que me mantenía en vilo con mimosos besos a su cuello que, despaciosamente, fueron derivando hacia las mejillas y cuando ella quiso reaccionar, yo había tomado su cara entre mis manos para inmovilizarla y dejar que los labios angurrientos volvieran a posarse sobre los suyos.
Luego de la tensión inicial con que los labios avasallaron la boca, mi lengua se deslizó vibrante en busca de la otra y ella se abandonó blandamente en medio de sus farfullados reproches de que aquello no estaba bien, que no era lesbiana sino sólo cariñosa pero aceptó mansamente la oleada de dulces besos con que yo recorría su cara para volver recurrentemente a aprisionar los labios y de los besos pasamos a las caricias.
Mis labios se adaptaron dúctiles a la maleabilidad de los carnosos de Beatriz y cuando me abrazó tiernamente, sentí como mi cuerpo rozaba contra la mórbida masa de sus pechos. Luego de un largo momento en el que nos ensimismamos en prodigarnos besos en un juego enloquecedor de labios y lenguas pero sin entrar en una vehemencia vertiginosa, lentamente, saboreando perezosamente las salivas de la otra, nos dejamos estar en un alucinante juego de calmado erotismo.
Beatriz dejaba escapar un leve olor a sudor, pero lejos de la repulsa, esos aromas parecían darle una intimidad distinta a la relación. Animada por su parsimoniosa entrega luego de tan ferviente negativa, deslicé una mano sobre la remera para tomar contacto con las tetas que, aun contenidas por el corpiño, eran lo más grande que acariciara en mi vida. Manoseándolas por encima de la tela, hice caso omiso a sus ruegos pidiéndome que no la obligara a hacer algo de lo cual tuviéramos que arrepentirnos y en tanto continuaba sometiendo glotonamente su boca con labios y lengua, le susurraba que se entregara confiada y jamás tendría motivos para lamentaciones.
Algo parecía estar funcionando, porque Beatriz eliminó la crispación de su cuerpo y ya la boca no sólo permitía que la mía la sometiera sino que respondía con esbozados besos. Aprovechando el momento, levanté la prenda y metiendo los dedos en el interior del corpiño, saqué parcialmente uno de los pechos fuera.
Lo primero que me asombró fue la aterciopelada tersura de esa piel blanca como la leche y lo segundo, que la consistencia gelatinosa parecía reducirse a una capa externa, dejando notar por debajo la solidez de su musculatura. Mis dedos encerraron la cúspide del seno y mientras la estrujaba delicadamente, comprobé la extensión de la superficie granulada de las aureolas y la puntiaguda agudeza de los pequeños pezones.
Mientras desabrochaba el corpiño al tanteo, ella emitía quejumbrosos gruñidos de satisfacción y murmuraba entrecortadas frases de compromiso sobre que no me aprovechara de su inexperiencia y entonces, sin poderme contener, abandoné su boca para descender hacia el pecho. Manteniendo la prenda levantada con una mano, dejé totalmente al descubierto la teta que, sin el sostén del corpiño, cayó oscilante hacia el abdomen.
Con los ojos entrecerrados por la angustia de la tentación, llevé la lengua a tremolar delicadamente contra la suave rugosidad de la aureola, enorme como la de una mujer en lactancia y sobando levemente al seno con los dedos, dejé que los labios encerraran en tiernos besos menudos la pequeñez de la mama.
Ella susurraba su aquiescente complacencia en musitados sí mientras deslizaba sus manos acariciantes por mi espalda. Incrementando el lamer y succionar al pecho, deslicé cuanto pude hacia abajo la elástica cintura del jogging y escurrí la mano hasta encontrar la entrepierna cubierta por la bombacha. Deslizando los dedos sobre la tela, comprobé lo húmeda que estaba y entonces presioné el refuerzo, restregándolo contra la raja de la vulva que cedió fácilmente a la exigencia.
Tal vez de forma involuntaria, ella había alzado su trasero para permitir que mis manos bajaran las perneras del pantalón. Haciéndole abrir las piernas tanto como lo permitía el asiento, tuve lugar para introducir mis dedos por debajo de la bombacha, tropezándome con una húmeda alfombra de vello púbico.
Penetrándola, mis dedos se asentaron contra los bordes de la vulva y buscando al tanteo la delicada carnosidad del clítoris, la masajearon con deliberada lentitud. El tiempo parecía suspendido, sin apuros ni brusquedades y viendo cuanto gozaba de esa masturbación aparentemente inaugural, hundí los dedos dentro del óvalo colmado de fluidos deslizándolos sobre ellos para llegar a la dilatación de la vagina.
Maravillada por lo cerrado de esa entrada en una mujer de su edad,- fui introduciendo un dedo para comprobar la estrechez de las carnes prietas que se ceñían contra él. El contacto con el calor manifiesto de la piel pletórica de mucosas terminó por enardecerme y, evitando lastimarla, la penetré hondamente con dos dedos que encorvándose, fueron rascando el interior e iniciaron un perezoso vaivén que se incrementó junto con el entusiasmo y los involuntarios remezones de su pelvis.
Ya no sólo mis labios martirizaban al pequeño pezón sino que los dientes se habían apoderado de él y tiraban como si quisieran comprobar los límites de su elasticidad. Aferrando mi cabeza contra su pecho, Beatriz comenzó a gimotear al tiempo que me reclamaba sordamente que detuviera esa locura. Contradictoriamente, lo aunaba a la expresión de que era imposible disfrutar de tanto goce y exclamando repetidamente que moría de placer; cuando los dedos penetraron en un rápido y vehemente coito, exhaló un profundo gemido de satisfacción al tiempo que una catarata de mucosas escurría chirle entre mis dedos.
Besándola dulcemente en la boca, continué acariciando el sexo hasta que se relajó desmayadamente contra la pared. No hablamos mucho, casi nada; no hacía falta. Encerradas en esa cápsula de privacía en que se había convertido el comedor diario, tras quitarme la sudada camiseta, la ayudé a desnudarse en medio de besos y caricias y luego de un momento pudimos vernos desnudas por primera vez.
La figura de Beatriz adquiría un aspecto de misteriosa sensualidad que, como en los cuadros eróticos de los viejos maestros parecía brotar desde cada curva de ese cuerpo macizo pero no gordo sino sólidamente prieto. La masa de los senos oscilantes me subyugó en tal forma que, con la garganta reseca por la emoción no pude apartar la mirada de ellos; pálidos, con finas venitas azules transparentándose en la piel y con esa pesadez que otorgan los años, se mecían gelatinosos ante mis ojos y el vientre sólido se sumía para dar lugar a esa depresión que antecede al Monte de Venus.
Hipnotizada por esa fantástica vista, la tomé de la mano para conducirla hacia la mesa que estaba junto al banco. Haciéndola sentar sobre el tablero, comprobé que nuestras estaturas quedaban igualadas. Tomándole la cara, acerqué la mía y la lengua visitó curiosa los labios que se entreabrían como los de una muñeca. Yo siempre había sido delicada con respecto a los olores ajenos y cualquier fragancia o exudación que ofendiera mi olfato me provocaba una automática repulsa hacia quien la emanaba. En el caso de Betty, su boca y su cuerpo dejaban escapar aromas que mezclaban la salvajina ancestral propia de las mujerea enceladas con sutiles sudores, emanaciones agrias del sexo y un inexplicable perfume edulcorado que provocaba la anhelosa dilatación de mis fosas nasales y un picor nervioso en el fondo del sexo.
Tras unos cariñosos abrazos en los que nos restregamos la una contra la otra para sentir como nuestras carnes se rozaban con miscibilidad líquida, mi lengua exploró la tersa superficie del interior de los labios estimulando tenuemente las encías y luego de un momento, se deslizó prudentemente dentro de la cavidad en búsqueda de la de Beatriz que, expectantemente timorata, se replegaba ante mis avances, hasta que, con un aliviado suspiro de incontinente solaz se revolvió contra la invasora, trabándose en una lucha incruenta donde cada una vencía a la otra en procura de que aquella cobrara cara su derrota.
Si mis anteriores relaciones habían estado signadas por la vehemencia y la pasión que me condujeran a límites de exasperada lujuria siempre en procura de obtener satisfacción a mis histéricos reclamos físicos y psíquicos, ahora no hallaba sino un íntimo regodeo en lentificar cada gesto, cada beso, cada caricia, a la espera de que, cada esguince y arrumaco en la práctica del ansiado sexo oral y las penetraciones que este conllevaría, me condujera al anhelado orgasmo.
Lentamente, fui recostándola sobre la superficie de la mesa e, inclinándome sobre ella, profundicé el accionar de mi boca, consiguiendo que la estremecida mujer acariciara fascinada mi espalda para luego buscar mis senos con titubeante gesto. Elevé sus recios muslos para acomodar mi cuerpo entre ellos y subyugada por la blanda masa de los senos que oscilaba ante cualquier movimiento, besé dulcemente las diminutas erupciones del rubor y la lengua se escurrió para escalar las colinas globosas.
Aferrándolas entre mis dedos, percibí el fuerte endurecimiento muscular de su interior y con un leve sobamiento que luego se transformaría en martirizante estrujar, las apreté para facilitar la tarea de la lengua que, vibrante y curiosa, fisgoneó contra los ásperos gránulos de la aureola alternándola con pequeñas y fuertes succiones que dejaron una corona de redondeados hematomas rojizos a su alrededor.
Ciertamente, Beatriz dejaba en evidencia que su mentada inexperiencia en el sexo homosexual era verdadera, sólo que yo respondía al mandato de mi frondosa imaginación; asida fuertemente a mis cortos cabellos, ella apretaba y guiaba la cabeza para que mi boca le diera ese placer tan inmenso y sus piernas encogidas con los pies descansando sobre las esquinas de la mesa, simulaban un tembloroso aletear espasmódico de los muslos con los que presionaba mi cuerpo mientras la pelvis iniciaba un instintivo y lento ondular que elevaba su sexo.
Armada de toda la paciencia del mundo y decidida a llevar a esa amante en formación hacia las más excelsas sensaciones sexuales que pudiera experimentar una mujer, multiplicaba el despacioso acoso de la lengua a las aureolas y, paulatinamente, fui alternándolo con discretos rastrilleos de los dientes contra los gránulos. Por el tono de sus gemidos, ayes y reclamos, me di cuenta de que, tal vez a causa de que era su primera vez o, porque en definitiva esos eran sus tiempos, recién estaba ascendiendo por el placentero camino de la satisfacción y, sintiéndome yo misma estimulada por la novedad de aquel sexo que me entusiasmaba, alterné la reciedumbre de los mordiscos y tironeos a las mamas con el apretado retorcer que índice y pulgar fueron imprimiéndole.
Cuando ella me anunció con jubilosos gorgoritos que estaba a punto de acabar, clavé duramente el filo de mis uñas sobre el muy inflamado pezón y en esa vehemente refriega de labios, lengua, dientes y uñas, Beatriz prorrumpió en roncas exclamaciones de placer manifestando el alivio del orgasmo en medio de espasmódicas contracciones del vientre.
Un saber primitivo, un hambre sexual que se acercaba a la voracidad, un secreto e imperioso deseo de hacer en aquella mujer lo que deseaba que me hicieran a mí, me hicieron olvidar su inexperiencia y hasta su proclamada animosidad al lesbianismo. Aprovechando el pasajero sopor en que había caído, acerqué una silla para sentarme junto a la mesa y estimulando juguetona con la punta de un dedo los mojados repliegues del sexo, fui haciéndola reaccionar. Recuperada de su momentáneo desmayo, obedeció mis indicaciones y volviendo a levantar las piernas que habían caído laxamente abiertas, me ofreció el maravilloso espectáculo del sexo.
Recostada sobre sus codos, ella observó como ejecutaba una danza casi imperceptible sobre la vulva; utilizando el filo de las uñas, recorrí la alfombra del vello púbico a contrapelo creando como una especie de campo magnético que se traducía en profundas cosquillas picaneando los riñones de la mujer. Paralelamente, el dedo pulgar de la otra mano humedecido en sus propios jugos, iniciaba un tardo y profundo restregar circular al capuchón arrugado del clítoris y la lengua afilada y larga, comenzó a deslizarse levemente sobre los bordes de la raja que insinuaba su dilatación, permitiéndome observar el intenso contraste del rosado interior con sus bordes oscurecidos.
Conociendo lo que siente una mujer con la excitación de sus zonas venéreas y dejando a mis manos la excitación del clítoris, la lengua se internó en las profundidades de la hendidura, buscando con su punta viboreante la entrada al ano que, fruncida y apretada, lucía mojada por los líquidos que aun manaban de la vagina. El estilete escarbó sutil en el centro de aquella leve oquedad y el gusto acre de las mucosas me incitó a multiplicar mis esfuerzos, que se vieron recompensados por las gozosas exclamaciones de Beatriz en el sentido de que nunca nadie le había hecho algo así, pidiéndome que no la lastimara.
Por la posición, separada solamente por el breve perineo, la entrada a la vagina había vuelto a cerrarse pero aun y merced a los sacudimientos que esa nueva excitación provocaba en ella, flatulencias olorosas escapaban del órgano y mis narinas se dilataron complacidas por las reminiscencias que esos olores traían a mi mente. La lengua tremolante se agitó contra los bordes irregulares de la vagina sorbiendo las tibias mucosas que todavía rezumaba y, dejé que la suave pero sólida punta de la nariz penetrara lentamente en un suave movimiento circular estimulando esos tejidos.
El sabor inédito de otro jugo femenino me subyugó con su mezcla entre acre y dulce, degustándolo como un néctar. Más tarde, la lengua escarceó en la oscura caverna y luego ascendió por entre los pliegues de los labios que había separado con mis dedos. Cuando el óvalo humedecido dejó escapar los reflejos nacarados de su fondo, apoyé la punta del mentón en él e inicié un martirizante roce arriba y abajo haciendo que Betty crispara su cuerpo, aferrándose prietamente a los bordes de la mesa
Los labios tomaron los pliegues oscurecidos macerándolos entre sí al tiempo que los dientes, en incruentas mordeduras, tiraban de ellos con insistente crueldad. Compadecida por los angustiosos gemidos que ella trataba de reprimir, alojé la boca sobre el capuchón del clítoris y mientras lo succionaba, escarbé con el dedo mayor en el ano y, sin prisa ni pausa, fui introduciéndolo en el recto.
Beatriz se había incorporado con las manos apoyadas por detrás en sus brazos estirados y mientras rugía de placer, me suplicaba que, virgen analmente y aunque esa penetración no le dolía como esperaba, no le provocara un daño visible. En tanto que sumaba otro dedo a la sodomización, hice girar mi muñeca de un lado al otro a la vez que incrementaba el roce del vaivén.
En cortísimos jadeos y con los dientes apretados, Betty se manifestaba en repetidos asentimientos diciéndome que aquello era maravilloso, pidiéndome que la hiciera acabar así pero yo no estaba dispuesta a hacérselo tan fácil. Sacando los dedos de la tripa y, cubriéndolos de saliva, los llevé hasta la vagina para penetrarla en busca de aquella callosidad de la cara anterior.
Al tenerla ubicada, la restregué con rudeza y en tanto que Beatriz volvía a recostarse alzando con sus manos las piernas encogidas mientras boqueaba satisfecha, introduje tres dedos curvados. Estirándolos y contrayéndolos en un delicioso escarbar, la llevé a prorrumpir en ahogados gritos de placer hasta que, crispándose, su vientre produjo una serie de convulsivos espasmos y recibí los fluidos fragantes que fueron escurriendo entre los dedos mientras los muslos poderosos apretaban mi cabeza hasta hacerme perder el aliento.
En tanto que ella se refrescaba en el baño, fui al dormitorio a buscar uno de aquellos consoladores. Quitando la colcha de la cama y cuando Beatriz salió del baño, la llevé al dormitorio donde nos acostamos lado a lado. Aun me deslumbraban sus tetas y, apoyada en un codo, deslizaba las yemas de los dedos sobre la blancura marmórea de los pechos que cedía mórbidamente ante su presión mientras la escuchaba referirse con entusiasmo a la reciente relación mientras me juraba con avergonzada vehemencia que era la primera vez que estaba con una mujer.
Las enormes aureolas marrones ostentaban la grosera abundancia de sus gránulos y, cuando las uñas rascaron traviesas la ovalada punta del pequeño pezón, Beatriz me pidió con angustioso reclamo que volviera a hacérselo en el sexo. Escurriéndome entre sus piernas abiertas y sin demasiados prolegómenos, hice flamear mi lengua mientras asía la carnosidad de los grandes labios entre mis dedos paralelos y los restregaba duramente. Aquello inflamó rápidamente los bordes que, pletóricos de sangre, agradecían la frescura que los lengüetazos les proporcionaban.
El dedo pulgar se entretuvo estregando en forma circular el tubito carnoso del clítoris y, cuando los labios se adueñaron de los repliegues fruncidos, dos dedos se introdujeron para explorar la estrechez caliente de la vagina. Apoyada firmemente en sus pies, Beatriz había ido flexionando las piernas para elevar la pelvis al compás de la boca y mis dedos. Girando arrodillada, me coloqué de costado para ir penetrando lentamente la vagina con tres dedos ahusados.
Nomás los dedos se hundieran en el sexo, ella lanzó una exclamación de contento y acompañó la lentitud de la penetración con una serie de sofocados gemidos como si en realidad la estuvieran desvirgando. Cuando comprobé que los cuatro dedos se encontraban dentro, me ahorcajé invertida sobre ella y mi boca se dedicó a lamer y chupar concienzudamente al clítoris a la vez que proveía de suficiente saliva para la lubricación de los dedos. Con la obtención de un cierto ritmo y el consiguiente relajamiento en las carnes, comencé a sacarlos y, tras contemplar como los esfínteres vaginales volvían lentamente a su lugar tornaba a penetrarlos tan hondo que hasta los nudillos trasgredían los esfínteres para entrar a la vagina.
Ya fuera por la intensidad del trajín o por los tremendos calores que el sexo le generaba, ella sudaba copiosamente mientras sus ayes iban transformándose en sonoros gorgoritos que la respiración ponía en la saliva que llenaba su garganta. Yo hacía girar cruelmente los dedos en distintos ángulos tomando como eje la misma entrada, por lo que las uñas raspaban reciamente los tejidos vaginales en forma aleatoria. Enloquecida por ese coito inédito, Beatriz golpeteó rudamente contra el colchón con sus manos hasta que, en el colmo del paroxismo, abrazó mis muslos y la boca demandante se hundió en mi sexo.
Como por ensalmo, aquello pareció aquietar sus ímpetus y besando, lamiendo y succionando tiernamente mi sexo se acompasó al ritmo de la penetración y juntas nos debatimos durante un rato en tan placentera cópula hasta que los orgasmos, lentos, largos y profundos, nos fueron invadiendo y caímos una sobre la otra.
Secándonos mutuamente el pastiche de sudor, salivas y jugos vaginales, nos quedamos largo rato como extasiadas, mirándonos subyugadas a los ojos, musitándonos mutuamente frases en las que expresábamos todos los sentimientos que habían despertado la fecundidad de esos orgasmos precoces que habitualmente no alcanzábamos tan fácilmente, acariciándonos suavemente el rostro, los cabellos y el cuerpo.
Cuando descansamos lo suficiente y en tanto Beatriz me confesaba el placer inigualable que le había proporcionado el haberle realizado su primer cunni lingus, retomé el mando. Besando con gula sus labios regordetes me instalé entre sus piernas y colocándome cruzada con mí pierna derecha por encima de su izquierda y la izquierda por debajo, acoplé la entrepierna para que los sexos se tocaran apretadamente.
Abriéndolos con los dedos, facilité el roce de los colgajos e incitándola a que incorporara el torso, sosteniéndola aferrada por un brazo con nuestros cuerpos inclinados hacia lados opuestos, inicié un lerdo hamacar que estregaba con reciedumbre los sexos. Las elásticas elongaciones del yoga ahora nos resultaban útiles y conforme iban acostumbrándonos, la inclinación del hamacarse se hacía más extensa hasta casi alcanzar a rozar con nuestras espaldas las sábanas para volver a incorporarnos hacia el lado opuesto.
Con una amplia sonrisa dibujándose en mi cara, salí de encima suyo y, pidiéndole que se pusiera de pie, la guié para ayudarla a que colocara una pierna sobre la cama mientras inclinaba el torso para apoyarse en la cama con las manos. En esa posición, la vulva se dilataba totalmente y su rosado interior dejaba ver los festoneados repliegues de los labios menores. Acuclillándome debajo, introduje la lengua en aquel nido goteante de espesos humores vaginales y al considerar que ya estaba lista, tomé el consolador para introducirlo en la vagina. Asiendo con mi otra mano los senos colgantes, inicié una ruda penetración tan fuerte y poderosa como la de un hombre y pronto era ella quien flexionando las piernas me rogaba porque no cesara en el coito.
La intensidad de aquel sexo me había sacado de quicio y, retirando el falo chorreante del interior de la vagina, lo apoyé contra el ano pero los esfínteres cerrados prietamente me lo impidieron y entonces empujé con rabia. A ella le había gustado la anterior penetración, pero ese consolador no tenía comparación con los dedos., Levantó la cabeza para emitir una queja y en ese momento el consolador resbaló sobre las mucosas venciendo la resistencia de los esfínteres para penetrar decididamente al recto. Su boca se abrió ampliamente en un grito silencioso que terminó en un estertor y, al tratar de desasirse, explotó en estremecidas exclamaciones en las que manifestaba el sufrimiento que sentía pero, por el mágico vaivén con que la verga se deslizaba en la tripa, fue transformándose en indescriptibles jadeos de goce y felicidad.
Asida a su propia pierna apoyada en la cama y al tiempo que meneaba las caderas para facilitar el tránsito, me suplicaba que por favor la condujera a la felicidad final y así fue como, envarando tres dedos de la otra mano los introduje en el sexo. Para no lastimarla, había iniciado suavemente las penetraciones y, en tanto que veía como se relajaba por el goce profundicé poco a poco la introducción. Entonces sí, les imprimí una alternada aceleración que junto con su excitación fue haciéndose más vehemente hasta que junto a los bramidos satisfechos de Beatriz, sentí los chasquidos de una copiosa eyaculación contra la mano, escapando del interior y salpicando mis dedos.
Mirándonos a los ojos, dejaron de ser necesarias las palabras y abrazándonos estrechamente, nos fundimos una en la otra dejándonos estar así por más de una hora, sintiendo como nuestros cuerpos se enviaban mensajes que evidenciaban la profundidad del deseo que nos unía. Silenciosamente, las bocas se buscaron y ya no hubo urgencias histéricas sino la certeza que esa vez era única y definitiva.
Los labios gordezuelos de Beatriz picotearon dulcemente contra los míos y cuando abrí la boca exhalando un aliviado suspiro, su lengua húmeda y tibia penetró sin violencia en búsqueda de la mía que acudió a su encuentro con sumisa avidez.
Era como si el aliento y el vaho penetrante de esa amante fueran insuflando en mí hálitos de una nueva vida y, aferrándome con una mano a su nuca, nos sumimos en un largo beso succionante que nos dejó sin respiración. Reponiéndonos en medio de risitas incongruentes y sollozadas frases de pasión, dejamos que las manos iniciaran caricias furtivas reconquistando a excitación.
Calmada la febril avidez inicial, permanecimos abrazadas en medio de arrumacos y susurradas frases de amor. Con infinita ternura, dejamos que brotaran espontáneamente las confidencias y cada una volcó en la otra el rimero de sus angustias y zozobras sexuales; aliviadas, convinimos que a nuestra edad, aunque ella fuera ocho años menor, esa relación ya no era fortuita y que debía concretarse en algo estable y duradero que nos hiciera vivir los últimos años de nuestra vida sexual en plenitud pero, por otra parte, reiniciaríamos nuestra clásica ronda de visitas cotidianas, tratando que la familia y otras personas estuvieran presentes en muchas de ellas para confirmar que no nos unía sino la fortaleza de una sólida amistad.
Yo sabía que mi marido escuchaba todo desde el cuarto contiguo y compartía mi encamada con el orgullo de quien ve como su discípula obtiene las máxima calificación; dispuesta a no defraudarlo y para compensar los meses y meses en que no disfrutara de mujer alguna, decidí que esa primera relación con mi amiga debería ser tan intensa como para que ella no pudiera arrepentirse. Olvidando mi inicial propósito de mesura y discreción, sentada a su lado en el borde de la cama, no pude evitar emitir esos ronroneos y murmullos que acompañan la exacerbación del deseo y mis dedos juguetones se aventuraron curiosos por su anatomía, invadiéndola en subrepticias exploraciones.
Resollando fuertemente por las narinas y tomando la iniciativa por primera vez, Beatriz acercó el rostro al mío para depositar en mis labios un beso que me conmovió por su infinita dulzura; suaves y elásticos, los labios rozaron, asieron y chupetearon los míos sin urgencia alguna, como si toda la ternura del mundo se derramara por ellos. Automáticamente, con instinto atávico, su boca se abrió y la lengua salió para lidiar con la tersura de la mía. Unas ansias sin tiempo ni urgencias, un conocimiento cabal de lo que aquello podía ser lo que estábamos buscando, hizo que el beso se prolongara por un momento que nos pareció infinito.
Con diligente paciencia, los dedos acariciaron las carnes a la búsqueda de los senos y los míos los manosearon sin apuro alguno, con esa paciencia que inspira la pasión. Con las bocas sumidas en besos de alucinante excitación, dejé escapar una mano hacía la cintura hundiéndola en la entrepierna para rascar los labios de la vulva.
Ya Beatriz mezclaba el ardor de sus besos con furiosos lengüetazos y dejaba escapar roncos gemidos de satisfacción, cuando mis dedos restregaron sedientos la masa carnosa del clítoris. El cálido vaho de su aliento exacerbó mi pasión y los dedos, tras recorrer ávidamente los carnosos repliegues de la vulva, se hundieron premiosos en la mojada caverna de la vagina. Allí y durante un largo rato, se esmeraron en un perezoso vaivén que colocó un bramido de urgencias insatisfechas en los labios de la mujer y en medio de furiosos chupones y la acción depredadora de sus dedos en mis tetas, me extasié chapoteando en el caldoso premio de los abundantes jugos que mojaban las carnes.
Beatriz parecía emerger como renacida a ese nuevo sexo y urgida por una fiebre que no se condecía con su anterior aspecto de natural parsimonia, azorada por su respuesta desaforada a mi requerimiento sexual, me hizo sentar cerca del borde inferior de la cama y arrodillándose, la boca avariciosa buscó la entrepierna.
Haciéndome recostar y colocándome los pies en cada punta del colchón, terminó de separar las piernas para alojar ávidamente la boca sobre la vulva. Lentamente chupó los jugos que bañaban habitualmente mi sexo con las manos aferradas a los muslos para hacer así más rudos los impetuosos embates de la boca.
El aspecto de la vulva parecía haberla alienado y su lengua tremolaba rápidamente sobre los colgajos carnosos que rodeaban al ovalo. Separándolos con los pulgares, alojó la boca sobre él, succionándolo como si fuera una gigantesca ventosa; asiendo su cabeza con las dos manos, la estreché contra el sexo y mientras murmuraba que me penetrara con los dedos, inicié un ondular del cuerpo que la fuerza de las piernas apoyadas en la cama convirtieron en fuertes empellones y de pronto, sin siquiera advertirlo, sentí derramarse una verdadera catarata de mucosas que manó abundante por mi sexo.
Rápidamente recuperada de aquel orgasmo precoz, la arrastré por las manos, haciéndole ocupar mi sitio en la cama. Aun no había terminado de acomodarse cuando la empujé sobre el respaldo y con la voracidad de quien busca un manjar largamente deseado, me abalancé sobre los senos que derramaban su abundancia sobre el pecho. Subyugada por el gelatinoso bamboleo de los blancos y tersos pechos de mi amante, envié la lengua agitada en frenético vibrar a recorrer la oscura superficie de las dilatadas aureolas y, en tanto mis dedos amasaban tiernamente la carnosidad del otro pecho, los labios envolvieron al pezón para iniciar una serie de profundos chupeteos que fueron intensificándose paulatinamente.
Ella gemía quedamente mientras acariciaba mi cortísimo cabello y entonces mi otra mano se deslizó atrevida sobre el sólido abdomen para escurrir hacia la entrepierna y los dedos, en cariñoso y juguetón escarbar, fueron recorriendo los labios de la vulva e introduciéndose dentro del ovalo abrevaron en sus mucosas para ir humedeciendo todo el sexo; las manos de Beatriz se hicieron cargo de la caricia a sus senos mientras me rogaba que la penetrara más hondo todavía.
Abandonando los senos fascinantes, me escurrí golosa a la entrepierna y encerrando entre índice y pulgar la excrecencia del clítoris, fui estregándola hasta que los gemidos indicaron el nivel de su excitación. Durante un largo momento permanecimos en esa mansa relación, hasta que encorvando dos dedos fui introduciéndolos a la vagina para que las uñas rascaran todo el interior a la búsqueda de la callosidad y desde allí inicié un alucinante vaivén tan hondo que llevaba los nudillos a chocar chapaleantes contra los tejidos de la vulva.
Beatriz clavaba su cabeza contra el respaldar de la cama y sus manos se agarrotaban sobre las sábanas arrugadas como si quisieran rasgarlas mientras ondulaba el cuerpo e iba envarándose por la crispación. Comprendiendo la proximidad del orgasmo, fui agregando otros dedos a la cópula y de esa manera, cubriéndola se saliva, la cuña hizo penetrar los nudillos y manejando el brazo como si fuera un ariete, la sometí hondamente casi con crueldad, cerrando el puño para imitar a un pistón o abriéndolos como un rígido abanico hasta que ella abrió la boca desmesuradamente y, en medio de espasmódicas contracciones, expulsó los jugos fragantes de su sexo.
Aprovechando que aun estaba sumida en ese torpor que dejan los orgasmos, hice una corrida hasta el baño y después de refrescar mi entrepierna, entré al dormitorio de Arturo y entre sus comentarios elogiosos por como estaba seduciendo a Beatriz, saqué de un cajón de la cómoda aquel arnés que me regalara Ingrid.
Volviendo junto a ella que aun hipaba por la falta de aire, tomé el consolador que aun no me colocara y con pícara premura acaricié el sexo con el falo, excitando reciamente los tejidos de la vulva y estregando al clítoris, pero saliendo de su estupor para impedírmelo, Beatriz se incorporó y arrebatándomelo, me anunció con lujuriosa vehemencia que ahora le correspondía el privilegio de poseerme y, tras enredarse un poco con las tiras, se lo colocó torpemente y acostándose boca arriba, lo mantuvo erecto contra ella mientras rogaba que me penetrara con él. Ducha en ese sexo dominante que había practicado durante años, me acaballé sobre ella tomando el falo entre mis dedos para embocarlo en la vagina.
Descendiendo lentamente, sentí como todo el largo formidable del falo separaba los tejidos para rozar finalmente el cuello uterino y, mordiéndome los labios por el placer que experimentaba al sentir una vez más esa verga socavándome, me incliné sobre mi amante, buscando su boca con desesperado frenesí e imprimí al cuerpo un lerdo balanceo hacia delante y atrás que, conforme me excitaba fue convirtiéndose en una alocada jineteada al miembro. Cuando comencé a experimentar los primeros síntomas del orgasmo, me apoyé hacia atrás en las rodillas que ella había encogido y, en ese ángulo, el tránsito de los movimientos ondulatorios se hizo de inefable goce hasta que, en medio de angustiosos ayes, sentí un alivio interno pero los jugos no escurrieron impetuosos como siempre.
Devenida repentinamente en una bestia sexual, ahora Beatriz parecía dispuesta a imponer su papel dominante en la pareja y sin darme tiempo a reponerme me acostó atravesada sobre la cama, haciéndome sostener las piernas encogidas para penetrarme por la vagina y cuando la verga estuvo enteramente dentro de mí, inició una cadencia masculina que nos sacó de quicio.
Los senos oscilantes sacudiéndose me subyugaron y tomándolos con las dos manos, los estrujé y sobé, sintiendo como con sus penetraciones iba elevándome a niveles nuevos y distintos del goce. Buscando esa dosis desconocida de placer, fui retorciendo el cuerpo y mis piernas encogidas quedaron de costado, encerrando prietamente al consolador para sentir como iba raspando los tejidos desde ángulos imposibles y golpeando tan fuertemente que la copilla plástica se estrellaba ruidosamente con chasquidos húmedos contra las nalgas.
Sin proponérmelo conscientemente, me acomodé para quedar de rodillas y en esa posición, con el rostro restregándose contra las sábanas y la grupa alzada, los embates de Beatriz se convirtieron en furiosos remezones que sólo aplacaron su furia cuando, entre ayes complacidos, ahora sí sentí el chasquido de mis jugos esparciéndose sonoramente a través del consolador
A pesar de que aquella cópula pareció extenderse indefinidamente con los deseos retroalimentándose en cada uno de esos múltiples orgasmos, las más de dos horas que ya llevábamos sometiéndonos mutuamente, sentíamos como si sólo hubiera servido para despertar en nosotras un feroz apetito sexual.
Asiéndola con las dos manos por el cuello, profundicé un nuevo beso y entonces Beatriz dejó en libertad el accionar de su lengua que invadió la boca en búsqueda de la mía. Los más de treinta años de experiencia sexual primaron en mí, haciendo que la boca se debatiera en una batalla incruenta de labios y lengua al tiempo que dejaba a las manos deslizarse sobre su espalda y atrayéndola contra mí, hice que los pezones de las tan disímiles tetas se restregaran para así incrementar los angustiosos reclamos del vientre de mi amante que los exteriorizaba con mimosos murmullos en los que me pedía que volviera a hacerla mía.
Recostándola un poco en la cama, llevé la boca a recorrer en diminutos chupones el agitado cuello hasta arribar a la rubicunda planicie del pecho y, en tanto que una mano sobaba suavemente uno de aquellos sabrosos frutos, la lengua escarceó contra la aureola que rodeaba al grueso y rugoso pezón.
Tremolante, se agitó repetidamente contra la mama, comprobando que el mínimo tamaño no le impedía tener una elasticidad que la hacía doblegarse ante el embate del órgano. Acomodándome con una rodilla a cada lado de sus caderas, incrementé el estrujamiento al pecho alternándolo con fuertes pellizcos de los dedos al pezón y, en tanto los labios rodeaban la mama para succionarla apretadamente, la otra mano se escurrió hacia su entrepierna para despegar a tientas el velcro del arnés.
Colocándomelo para sentir la reconfortante presencia de las puntas en su interior y verla jadear sonoramente con el estremecimiento convulso de su cuerpo me confirmó que ya estaba lista e inclinándome, deslicé la boca hasta arribar a la mojada entrepierna. La ya familiar fragancia del sexo me enajenó y después de pasar la lengua sobre la barnizada superficie, hundí los labios en ella para chupar las jugosas mucosas que empapaban los tejidos.
Alzándole las piernas para que las colocara sobre mis espaldas, hice vibrar a la lengua golosa, deslizándola desde el mismo clítoris hasta el apretado haz de esfínteres anales, trasegando los jugos que los cubrían hasta no dejar huella de ellos. Afirmada con los pies en mis hombros y en una muestra involuntaria de la flexibilidad que le otorgaba el yoga, Beatriz elevaba su pelvis paulatinamente con un cadencioso ondular del cuerpo propiciando la estimulación de la lengua.
Acuclillándome, llevé dos dedos a separar los labios de ese sexo semiabierto y el clítoris que parecía estar a la espera de mi intervención se alzó tieso como un tubo carneo. La lengua voraz se abatió sobre la carnosidad y tras azotarla repetidamente hasta comprobar la solidez de su erección, hice lugar para que los labios lo envolvieran. En tanto se esmeraban en la succión masturbatoria del órgano, dos dedos escarbaron en la mojada entrada a la vagina y resbalando sobre una alfombra de mucosas, se introdujeron despaciosamente en el canal.
Encorvándolos, busqué hasta hallar la ya endurecida aspereza del punto G y con suave estregar de las yemas conseguí poner en sus labios un repetido asentimiento que fue transformándose en angustioso reclamo por mayor penetración y velocidad. Redoblando la actividad de los labios en chupar al clítoris, agregué el alternado raer de los dientes y, al tiempo que lo estiraba para luego soltarlo bruscamente, saqué los dedos de la vagina para formar una nueva cuña que la penetró despiadadamente mientras daba al brazo una pronunciada torsión
Elevando el cuerpo en un arco perfecto en el que sólo se apoyaba en hombros y cabeza, Beatriz pareció empecinarse en proyectar su sexo contra la boca y la mano que le daban tanto gusto, hasta que, en medio de sus gemidos y ronquidos semi ahogados, se envaró y entre mis dedos escurrieron los tibios jugos de aquel orgasmo esperado.
Esa líquida y lechosa evacuación hizo que me enardeciera con su tacto y, dejando en paz al clítoris, bajé a lo largo de los labios menores para chupar golosamente los dedos pringosos, tras lo cual mis labios se pegaron a la boca dilatada de la vagina, sorbiendo ávidamente los jugos que aun seguían manando por los espasmos uterinos.
Parecía haber recuperado los ímpetus de treinta años atrás y volví a hundir la boca en las fragantes carnes del sexo. Aunque esa eyaculación aliviara las entrañas de Beatriz, ella no había alcanzado un orgasmo pleno y, sintiendo aun al deseo corroyendo su vientre, recobró lentamente el aliento. Mis angurrientos chupones al sexo contribuyeron a que se recuperara rápidamente y observando como un mechón ocultaba mi rostro, lo apartó cariñosamente y entonces, sin cesar de mover la cabeza lado a lado en el chupeteo, alcé alzó la vista para que mis ojos se cruzaran con los suyos.
Había tanta angustia reprimida en su mirada, que sentí una compulsión a poseer esa boca que murmuraba su contento y, cuando sus manos apresaron mi cabeza para tirar suavemente hacia arriba, me deslicé sobre el cuerpo y nuestros labios volvieron a unirse.
La práctica de tantos años hacía que yo dominara los tiempos de mis orgasmos como anteriormente controlara los músculos vaginales y, aunque sumamente excitada, estaba lejos de dar rienda suelta a otra satisfacción que no fueran las líquidos eyaculaciones anteriores. Ahora sabía que esa relación con Beatriz sería una de las últimas en que mi edad me permitiría brindarme con los ímpetus de la juventud y decidida a satisfacerla y satisfacerme sin conmiseración, acometí su boca en tanto que la agraviaba roncamente denominándola con groseras palabras que alababan sus condiciones innatas para el sexo, incitándola a degustar sus propios jugos en mi lengua y labios.
Evidentemente y a despecho de que estuviera desfogando sus histéricas necesidades uterinas, por edad, por curiosidad o por convencimiento, casi en el ocaso de su madurez sexual, Beatriz demostraba una natural vocación a la homosexualidad y mientras aceptaba con glotonería mis pedidos chupeteando con fruición el sabroso pastiche de la boca, me retrucaba con los más viles epítetos sobre mi condición de envilecida lesbiana.
Restregándonos una contra la otra en un casi cinematográfico ralentti y dejando a las manos que exploraran las regiones más recónditas de nuestros cuerpos, nos besábamos, lamíamos, maldecíamos y bendecíamos recíprocamente como envueltas en una tormenta de pasión y deseo, hasta que ella me exigió que la llevara nuevamente al apogeo del placer.
Eso era lo que estaba esperando y acomodándola para que quedara al borde de la cama con las piernas abiertas encogidas, tomé entre los dedos al consolador y apoyándolo en la encharcada vagina, fui penetrándola mientras veía entre visajes de dolor y placer como disfrutaba del sometimiento; de su pecho brotaba un ronco gemido mientras trataba de enfocar sus ojos anegados de lágrimas en los míos y cuando sentí que la punta del falo traspasaba la estrechéz del cuello uterino, las excrecencias rasguñando agradablemente el interior de mi sexo me hicieron flexionar las piernas para darle al cuerpo un cansino hamacar que hizo circular traqueteante la verga en su interior
Los fuertes muslos de Beatriz colgaban de mis antebrazos e inclinándome más, conseguí la elevación de la grupa y el consiguiente reclamo de ella sobre cuanto la hacía sufrir y, así como yo sentía los desgarros de las puntas en mis carnes, imprimí mayor violencia y rapidez al coito entre sollozos y risas de mi amante hasta que, obnubilada por el deseo, saqué la verga empapada por sus jugos y deslizándola hacia abajo, presioné contra los cerrados esfínteres anales que estaban dilatados seguramente por el disfrute y el consolador penetró limpiamente la tripa en medio del alarido aterrador de Beatriz y el eco de los aplausos de mi marido desde el cuarto vecino.
Llorando a mares por el sufrimiento, se sacudía tratando de desasirse de mí pero envolviéndole los muslos con mis brazos, la mantuve quieta mientras la verga entraba y salía del ano y, para mi satisfacción, tras la cuarta o quinta penetración, sus gritos y reclamos airados fueron convirtiéndose en quejas para finalmente expresar su más fervoroso asentimiento.
Sosteniendo ella misma sus piernas abiertas que encogió cada vez más, no dejaba de exclamar su asombro por el goce que estaba obteniendo y cuando le pedí que se colocara de rodillas y en esa posición con el ano apuntado hacia arriba, pude ver el grado de su dilatación que incrementé con nuevas penetraciones en las que metía y sacaba el consolador viendo como su distensión amenazaba no tener fin y la tripa ya aparecía como un redondeado abismo por el cual se veía la rosada carnosidad de la tripa.
Bendiciéndome por la ocurrencia de sodomizarla haciendo lo que nadie pudiera en toda su vida y asegurándome que de saber el placer que obtenía a pesar del sufrimiento inicial no se hubiera opuesto a la sodomización, dejó de apoyarse en los antebrazos para asentar las manos abiertas en la cama y de esa manera, comenzó a seguir mis ahora cadenciosas penetraciones con el hamacar adelante y atrás de su cuerpo generoso; sosteniéndola por las caderas di un mayor ritmo a la sodomía y así estuvimos unos deliciosos momentos hasta que ella me dijo que la hiciera acabar.
Sacando al consolador de la tripa, lo metí en la vagina y entre sus exclamaciones entusiastas por el roce infernal de las puntas flexibles a los tejidos sensibilizados de vagina y ano, la penetré hasta que mi propia fatiga y la proclamación de su orgasmo que chasqueó sonoramente a través del consolador, nos crispó y caímos aun con él adentro sobre la cama.
Liberada ya del arnés y abrazadas en “cucharita”, nos dejamos estar con mis manos regodeándose en sus hermosas tetas y cuando recuperamos el aliento y la conciencia, me preguntó ruborosa si Arturo nos habría escuchado; asegurándole que sí, la tranquilicé al decirle que él siempre había estado de acuerdo con mi sexualidad de la que era responsable directo, que también conocía de mi calentura con ella y propiciaba esas relaciones que no nos expondrían al conocimiento de los demás, pero cuando le dije que él quería vernos haciéndolo, a pesar de que antes de nuestra relación entraba a su pieza todos los días a conversar, se negó de plano y ante mi insistencia, me pidió unos días para acostumbrarse a la idea.
Gracias a un trabajo fino y hasta negándole favores sexuales, conseguí que ella volviera a visitar a Arturo quien, con su labia, fue convenciéndola de que en la intimidad no había mojigatería ni diferencia de géneros; todos somos animales sexuales que debemos satisfacer nuestros apetitos de la mejor manera posible y entonces sí, una semana más tarde, cuando ella estaba sentada en el sillón instalado al costado de su cama para las visitas, me senté a su lado sin interrumpir la conversación y juguetonamente comencé a acariciarla para que una cosa llevara a la otra y terminar haciendo un hermoso sesenta y nueve para el regodeo visual de Arturo.
A pesar de eso, seguimos teniendo sexo en mi cama y por lo menos dos veces a la semana, lo gratificábamos con una buena cepillada en el sillón. Ese reinicio de las visitas de Betty a mi marido, sirvió para que él nos aconsejara y condujera en nuestro comportamiento público, avalando ante terceros, -amigos, parientes y nuestras hijas -, la constante presencia de Betty en la casa de la que hasta tenía llave para entrar y salir cuando quisiera.
En esa especie de pareja consolidada, salíamos de compras, nos acompañábamos mutuamente a hacer trámites, íbamos al cine y al teatro y nos agasajábamos con regalos recíprocos y hasta fuimos por una semana a Las Leñas en Mendoza porque su marido, como ejecutivo de Aerolíneas, nos consiguió los pasajes gratis. Eso se repitió al año siguiente y ya íbamos a cumplir nuestro quinto aniversario cuando por un “quítame allá esas pajas”, todo terminó de la peor manera.
Arturo utiliza como tratamiento semestral, unas inyecciones muy caras que vienen de Estados Unidos y como ella se ofreciera a que un navegante podría traérnosla al verdadero precio de allá, le entregué los mil quinientos dólares necesarios, pero pasó la fecha del supuesto regreso y las drogas ni el dinero aparecieron; seguramente la relación ya estaba desgastada pero esa chicana por unos pesos terminó de alejarnos y nuevamente quedé sexualmente en banda.
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